14

ALEMANIA, 1954

Sentí que cargaban conmigo y me desmayé de nuevo. Cuando volví a despertar, yacía boca abajo en una cama. Me habían quitado las esposas de una de las muñecas y casi podía sentir de nuevo las manos. Luego me levantaron y me dejaron permanecer de pie unos minutos. Tenía sed, pero no pedí agua. Me quedé allí, esperando que me gritasen o que me pegasen en la cabeza, y me encogí un poco cuando sentí una manta sobre mis hombros y una silla detrás de mis piernas desnudas; y cuando me senté de nuevo, una mano sujetó la capucha y me la quitó de la cabeza.

Me encontraba en una celda más grande y mejor amueblada que la anterior. Había una mesa con un pequeño reborde alrededor que podía servir para que un lápiz no cayese al suelo y poca cosa más, y en ella reposaba un pequeño tiesto con una planta muerta. En la pared, por encima de mí, se veía una marca donde antes había un cuadro colgado, y delante de la doble ventana enrejada había un lavabo con una jarra y una pila de porcelana.

Había dos hombres en aquella celda conmigo, y ninguno de ellos tenía aspecto de ser un torturador. Ambos vestían trajes cruzados y corbatas de seda. Uno de ellos usaba gafas con montura de carey y el otro tenía una pipa de cerezo sujeta, sin encender, entre los dientes. El que tenía la pipa en la boca, cogió la jarra de agua, sirvió un poco en un vaso polvoriento y me lo dio. Quería arrojarle el agua a la cara, pero me la bebí. El de las gafas encendió un cigarrillo y lo colocó en mis labios. Succioné el humo como si fuera leche materna.

– ¿Fue por algo que dije? -pregunté, sonriendo sin fuerza.

Por la ventana del primer piso se veía el jardín y el techo cónico de una pequeña torre blanca que sobresalía del muro de la prisión. Hasta donde yo sabía, no era una vista que estuviera al alcance de cualquier chaqueta roja de Landsberg. Parpadeando a través de la luz del sol que entraba por la ventana y del humo que se me metía en los ojos, me froté la barbilla, cansado, y me quité el cigarrillo de la boca.

– Quizá -dijo el hombre de la pipa. Tenía un bigote del mismo tamaño y forma que su pequeña pajarita azul. La barbilla era mayor de lo que hubiese sido necesario para hacerle parecer guapo, y aunque no era precisamente Carlos V, algunos, yo incluido, nos dejaríamos crecer la barba sólo para que la barbilla pareciera más corta. En mi opinión, la lepra le hubiese sentado mucho mejor.

Se abrió la puerta. No hicieron falta llaves para abrir la celda. Entró un guardia con unas prendas de ropa, seguido por otro guardia que traía una bandeja con café y comida caliente. No me gustaban mucho las ropas, dado que eran las que había usado el día anterior, pero el café y la comida olían como si hubiesen sido preparadas en el Kempinski. Comencé a comer antes de que cambiasen de opinión. Cuando tienes hambre, la ropa no parece importante. No utilicé el cuchillo y el tenedor, porque aún no podía sujetarlos correctamente, así que comí con los dedos, limpiándomelos en los muslos y en el trasero. Ciertamente, no iba a preocuparme por mis modales en la mesa. En seguida comencé a sentirme mejor. Es sorprendente lo buena que parece una taza de café americano cuando tienes hambre.

– A partir de ahora -dijo el hombre de la pipa-, ésta será su celda. La número siete.

– ¿Reconoce el número? -El otro americano, el que usaba gafas, tenía el pelo corto canoso y parecía un profesor universitario. Las varillas de las gafas eran demasiado cortas para su cabeza y los ganchos se levantaban detrás de las orejas, como dos pequeños paraguas. Quizá las gafas eran demasiado pequeñas para su rostro.

O tal vez las había pedido prestadas. O puede que su cabeza fuera anormalmente grande para que cupieran en ella todos los pensamientos anormalmente desagradables, la mayoría de ellos acerca de mí, que contenía.

Me encogí de hombros. Mi mente estaba en blanco.

– Por supuesto que sí. Es la celda del Führer. Donde está comiendo, él escribió su libro. No sé qué me resulta más repulsivo. Pensar en él escribiendo sus venenosos pensamientos o verle a usted comiendo con los dedos.

– Intentaré que ese pensamiento no estropee mi apetito.

– Según todos los informes, el Führer lo pasó muy bien en Landsberg.

– Supongo que por aquel entonces usted no trabajaba aquí.

– Dígame, Günther. ¿Alguna vez lo leyó? El libro de Hitler.

– Sí. Prefiero a Ayn Rand, pero sólo un poco.

– ¿Le gusta Ayn Rand?

– No. En cambio creo que a Hitler le hubiese gustado. Él también quería ser arquitecto. Sólo que no podía pagarse las cartulinas y los lápices. Por no mencionar los estudios. Además, no tenía un ego lo bastante grande. Yo creo que hay que ser muy duro para conseguirlo en este mundo.

– Usted es bastante duro, Günther -opinó el hombre de las gafas.

– ¿Yo? No. ¿Con cuántos tipos duros que estuvieran desnudos ha desayunado usted?

– No muchos.

– Además, es fácil parecer duro cuando tienes una capucha en la cabeza. Incluso cuando te preguntas cómo sería no tener nada bajo tus pies.

– En el momento en que le apetezca averiguarlo, podemos ayudarle.

– Por supuesto, usted puede ocupar el lugar de Klingelhöfer durante los ensayos.

– Nosotros estábamos aquí cuando ejecutaron a aquellos cinco criminales de guerra en junio del 51.

– Estoy seguro de que tiene usted un álbum de recortes muy interesante.

– Murieron muy tranquilos. Como si estuviesen resignados a su destino. Lo cual resulta bastante irónico cuando recuerdas lo que dijeron sobre todos aquellos judíos que habían asesinado.

Me encogí de hombros y aparté mi bandeja de desayuno vacía.

– Ningún hombre quiere morir. Pero algunas veces parece peor continuar viviendo.

– Oh, creo que querían seguir viviendo. Sobre todo los que solicitaron clemencia. Que fueron todos. Leí algunas de las cartas que recibió McCloy. Todas eran muy conmovedoras, como era de esperar.

– Ah, bueno -dije-, ésa es la diferencia entre ellos y yo. Me es imposible servirme a mí mismo. Verá, maté a mi propio ser hace mucho tiempo. Ahora intento arreglármelas por mi cuenta.

– Usted dijo que tampoco quiere seguir viviendo, Günther.

– Me lo dice como si debiese sentirme impresionado por su hospitalidad. Es el problema con ustedes los americanos. Golpean a las personas y esperan que después se pongan a cantar un par de estrofas de Barras y estrellas.

– No esperamos que cante, Günther -dijo el americano de la pipa. ¿Es que no la iba a encender nunca?- Sólo continúe hablando. Tal como ha estado haciendo hasta ahora. -Arrojó un paquete de cigarrillos sobre la mesa donde Hitler había escrito su libro superventas-. Por cierto, ¿qué le pasó a aquel sargento a quien Zeimer y Mielke dispararon en el estómago?

– ¿Willig? -Encendí un cigarrillo y recordé que había sobrevivido; tres meses después de haber sido herido lo ascendieron a teniente-. Lo olvidé.

– Usted se unió de nuevo a la Kripo en septiembre de 1938, ¿correcto?

– No es exacto decir que me uní -señalé-. El general Heydrich me ordenó que volviese. Para resolver una serie de asesinatos en Berlín. Después de resolver el caso, me quedé. Una vez más, por orden de Heydrich. Hay una cosa que deberían saber de Heydrich: siempre conseguía lo que quería.

– Y le quería a usted.

– Tenía fama de hacer bien mi trabajo. Y él admiraba eso.

– Así que se quedó.

– Intenté salir de la Kripo. Pero Heydrich hizo que resultara imposible.

– Háblenos de eso. Sobre lo que estuvo haciendo para Heydrich.

– La Kripo era parte de la Sipo, la Policía de Seguridad del Estado. Me ascendieron a Oberkommissar. Inspector jefe. La mayoría de los crímenes de entonces eran crímenes políticos, pero los hombres continuaban asesinando a sus esposas y los asesinos profesionales continuaban con sus asuntos con normalidad. Realicé varias investigaciones durante aquel período, pero en realidad a los nazis les importaba muy poco perseguir el crimen de la manera tradicional, y la mayor parte de la policía apenas se preocupaba de hacer lo que suelen hacer los polis. Esto era así porque los nazis preferían reducir la criminalidad declarando amnistías anuales, y eso significaba que la mayoría de los crímenes jamás llegaban a ser juzgados. Lo único que les importaba a los nazis era poder decir que las cifras de delitos habían bajado. De hecho, los crímenes, los crímenes de verdad, aumentaron con los nazis: robos, asesinatos, delincuencia juvenil, todo empeoró. Así que yo continué como si realizara mis tareas habituales en el Alex. Practicaba detenciones, preparaba los casos, entregaba los papeles al Ministerio de Justicia, y, a su debido tiempo, el caso se cerraba o se sobreseía y el acusado salía libre.

»Un día, en septiembre de 1939, poco después de que estallara la guerra y de que la Sipo se convirtiese en parte de la RSHA, fui a ver al general Heydrich a su despacho en la Prinz Albrechstrasse. Le dije que estaba desperdiciando mi tiempo y solicité permiso para abandonar mis funciones. Me escuchó con paciencia pero continuó escribiendo durante unos minutos cuando yo acabé de hablar, y después fijó su atención en unos sellos de goma que había sobre la mesa. Debía de haber unos treinta o cuarenta. Cogió uno, lo apretó sobre una almohadilla de tinta y, con mucho cuidado, selló la hoja que había estado escribiendo. Luego, siempre en silencio, se levantó y cerró la puerta. Había un piano de cola en su despacho, un Blüthner negro, y, para mi sorpresa, se sentó al teclado y comenzó a tocar, y diría que lo hacía muy bien. Mientras tocaba, movió su gran culo en el taburete -había ganado algo de peso desde la última vez que le había visto- y señaló con un gesto el espacio que había dejado para indicarme que me sentase a su lado.

»Me senté sin saber a qué atenerme. Durante un rato ninguno de los dos dijo una palabra, mientras sus delgadas y huesudas manos de Cristo muerto se movían por encima del resplandeciente teclado. Yo escuchaba y mantenía mis ojos en la foto que descansaba sobre la tapa del piano. Era una foto de Heydrich de perfil, vestido con la ropa blanca de un maestro de esgrima; tenía el aspecto de un dentista que te podría provocar pesadillas, de ésos que son capaces de arrancarte todos los dientes para mejorar tu higiene dental.

– Ghuan Zhong era un filósofo chino del siglo VII -dijo Heydrich en voz baja-. Escribió un gran libro de proverbios chinos, y uno de ellos era: «Incluso las paredes tienen oídos». ¿Entiende lo que le digo, Günther?

– Sí, mi general -respondí, y miré alrededor intentando adivinar dónde podría haber un micrófono oculto.

– Bien. Entonces continuaré tocando. La pieza es de Mozart, que fue instruido por Antonio Salieri. Salieri no era un gran compositor. Hoy lo conocemos mejor como el hombre que asesinó a Mozart.

– Ni siquiera sabía que había sido asesinado, señor.

– Oh sí. Salieri tenía celos de Mozart, como ocurre muchas veces con los hombres inferiores. ¿Le sorprendería saber que alguien está intentando asesinarme?

– ¿Quién?

– Himmler, por supuesto. El Salieri de nuestro tiempo. Himmler no es una mente brillante. Sus pensamientos más importantes son aquellos que aún no le he dado yo. Es un hombre que, cuando va al lavabo, con toda probabilidad se pregunta qué le gustaría a Hitler que hiciese mientras está allí. Sin duda, uno de nosotros destruirá al otro, y con un poco de suerte será él quien pierda en ese juego. Sin embargo, no hay que subestimarlo. Ésa es la razón por la que le mantengo a usted en la Sipo, Günther. Porque si por casualidad Himmler ganara nuestra pequeña partida, quiero que alguien encuentre las pruebas que ayudarán a destruirlo. Un hombre con antecedentes demostrados en la Kripo como detective investigador, inteligente y con recursos. Ese hombre es usted, Günther. Usted es el Voltaire de mi Federico el Grande. Quiero tenerle cerca por su honradez y por su mente independiente.

– Me siento halagado, Herr general. Y también horrorizado. ¿Qué le hace suponer que yo podría ser capaz de destruir a un hombre como Himmler?

– No sea tonto, Günther, y escuche, he dicho que ayudará a destruir. Si Himmler triunfa y yo soy asesinado, seguramente parecerá un accidente, o bien habrá indicios que señalarán a algún otro como responsable de mi muerte. En tales circunstancias, tendrá que abrirse una investigación. Como jefe de la Kripo, Arthur Nebe tiene el poder de designar a la persona que dirija la investigación. Y esa persona será usted, Günther. Contará con la ayuda de mi esposa, Lina, y de mi más leal confidente, un hombre llamado Walter Schellenberg, del Servicio de Inteligencia Extranjera de las SS. Puede confiar en Schellenberg, que le indicará el mejor camino político para elevar las pruebas de mi asesinato a la atención del Führer. Tengo enemigos, es verdad. Pero también los tiene ese cabrón de Himmler. Algunos de sus enemigos son mis amigos.

Me encogí de hombros.

– Así que ya ve, él hizo que me resultara imposible dejar la Kripo.

– Y ésa es la verdadera razón por la que Nebe le ordenó que regresase de Minsk a Berlín -señaló el americano de la pipa-. Lo que le dijo a Silverman y a Earp, acerca de que Nebe estaba preocupado porque usted podría arrojarlo a la mierda, sólo era una parte de la historia, ¿no? Lo protegía a usted siguiendo órdenes directas de Heydrich, ¿no es así?

– Eso creo, sí. Cuando volví a Berlín y me encontré con Schellenberg recordé lo que Heydrich había dicho, y por supuesto, también me acordé de ello cuando fue asesinado en 1942.

– Volvamos a Mielke -dijo el americano con las gafas que le quedaban mal-. ¿Fue Heydrich quien lo convirtió en su paloma?

– Sí.

– ¿Cuándo pasó?

– Después de la conversación junto al piano -respondí-. Un par de días después de la caída de Francia.

– O sea, en junio de 1940.

– Así es.

Загрузка...