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ALEMANIA, 1946

En vez de guardarme el dinero, había decidido entregárselo a ella en persona; como hubiese hecho el asesino del MVD, si yo no lo hubiese matado primero. Además, necesitaba algún lugar donde alojarme, ¿y dónde iba a estar mejor que con una antigua amante? Así que, cuando bajé del tren de Dresde en la estación en ruinas de Anhalter, en Berlín, tomé sin dilación un tranvía que me llevó hasta la Kurfürstendamn.

Desde allí caminé hacia el sur, convencido de que por lo menos una de las predicciones de Hitler se había hecho realidad. En los primeros días victoriosos nos había prometido que «en cinco años no reconocerán Alemania», y en efecto, eso era un hecho. La Kurfürstendamn, antes una de las calles más prósperas de Berlín, no era más que un inmenso montón de ruinas. A pesar de ser un antiguo policía, me resultaba difícil encontrar mi camino. Olvidando el uniforme que vestía, le pregunté a una mujer por una dirección y ella se alejó apresuradamente sin responder, como si yo fuera un leproso. Más tarde, cuando me enteré de lo que había hecho el Ejército Rojo con las mujeres de Berlín, me asombré de que no hubiera cogido un cascote y me lo hubiera arrojado a la cabeza.

La Motzstrasse no estaba tan dañada como otras calles. Así y todo, resultaba difícil imaginar que alguien pudiese vivir aquí con una seguridad razonable. Una excavadora podría haber nivelado sin problemas toda la calle. Era como caminar a través de una escena del Apocalipsis. Montañas de escombros. Fachadas desnudas. Cráteres lunares. El hedor de las cloacas. La calle era tan irregular como un sendero de montaña. Vehículos acorazados incendiados. Alguna que otra tumba.

La ventana del rellano frente al apartamento de Elisabeth había desaparecido y estaba tapiada, pero la puerta agrietada por el tiempo parecía bastante segura. Llamé varias veces durante algunos minutos, hasta que una voz gritó desde arriba para decirme que Elisabeth estaría fuera hasta las cinco. Miré el reloj del comandante muerto y comprendí que debería esperar sin llamar demasiado la atención. No es que fuese muy extraño que un oficial del MVD estuviese en el sector americano, pero me pareció mejor evitar cruzarme con algún policía que pudiera preguntarme qué estaba haciendo por allí.

Caminé hasta una iglesia que casi reconocí, en la Kieler Strasse, aunque dado el estado de la Kieler Strasse bien podría haber sido la Duppelstrasse. Era un templo católico, con una curiosa forma alta y angular, como un castillo en la cima de una montaña. El interior conservaba una hermosa nave con mosaicos que había escapado de las bombas. Me senté y cerré los ojos, no por reverencia sino por pura fatiga. Sin embargo, no era el tranquilo santuario que había esperado. Cada pocos minutos entraba un soldado americano con sus ruidosos y lustrados zapatos, se inclinaba ante el altar, y después esperaba paciente en un banco cerca del confesionario. Había mucha actividad. Después del día que había tenido, quizá podría haberme confesado, pero no lamentaba lo que había hecho. Deseaba matar a un ruso -a cualquier ruso- desde la batalla de Konigsberg. Se lo confesé a Él yo mismo. No necesitaba ningún sacerdote que se entrometiese entre nosotros en esa vieja discusión.

Me quedé allí mucho tiempo. Lo suficiente para hacer las paces, si no con Dios, conmigo mismo, y cuando dejé la iglesia del Rosario -ése era su nombre- deposité algunas de las monedas del comandante del MVD en el cepillo; por sus pecados, no por los míos. Luego caminé de nuevo hacia el norte. Esta vez Elisabeth estaba en casa, aunque miró mi uniforme con horror.

– ¿Qué demonios estás haciendo aquí vestido de esa manera? -preguntó.

– Invítame a entrar y te lo explicaré. No es lo que parece, créeme.

– Más vale que no lo sea, o ya te puedes marchar. No me importa quién seas.

Entré en su apartamento y de inmediato quedó claro, por la cama y el infiernillo, que estaba viviendo en una única habitación. Al ver que enarcaba las cejas sorprendido, dijo:

– Así es más fácil calentarme.

Dejé la bolsa del comandante Weltz en el suelo, saqué el sobre del dinero del interior de mi gimnasterka y se lo di.

Ahora fue el turno de Elisabeth de ejercitar sus cejas. Se abanicó con varios centenares de dólares americanos y leyó la nota de Mielke, que lo explicaba todo.

– ¿La has leído?

– Por supuesto.

– ¿Entonces dónde está el ruso que se suponía debía entregármelo?

– Muerto. El uniforme que llevo era el suyo. -Me pareció conveniente explicar las cosas de la manera más sencilla posible.

– ¿Por qué no te lo quedaste para ti?

– Oh, lo habría hecho -respondí-. Si el sobre llevara escrito el nombre de cualquier otra persona. Después de todo, no somos extraños.

– No -asintió ella-. De todas maneras, ha pasado mucho tiempo. Creía que habías muerto.

– ¿Por qué no? Todos los demás lo están. -Le hice un relato lo más breve posible de mi experiencia en el campo de prisioneros de guerra soviético y cómo había escapado-. Se suponía que iba de camino a Berlín, con destino a una escuela antifascista cerca de Moscú. Todo ello arreglado por nuestro mutuo amigo, por supuesto. Pero creo que dedujo que yo sabía demasiado acerca de su pasado y decidió que lo más seguro era eliminarme. Así que aquí estoy. Creí que la mujer cuyo nombre aparece en el sobre podría estar dispuesta a pasar por alto el hecho de que la dejé por otra mujer y me permitiría ocultarme en su casa un par de días. Sobre todo cuando viese los dólares.

Ella asintió, pensativa.

– ¿Cómo está Kirsten?

– No lo sé. No he visto u oído nada de Frau Günther desde la Navidad de 1944. Hoy di un paseo por mi vieja calle y encontré que allí no queda nada.

– Supongo que si hubiera quedado algo, tú no estarías aquí y yo no tendría esto.

– Cualquier cosa es posible.

– Por lo menos eres sincero. -Se quedó pensativa por un momento-. Las personas cuyas casas han sido bombardeadas suelen dejar una pequeña tarjeta roja en las ruinas con alguna dirección, por si aparece algún ser querido.

– Bueno, quizá sea eso. Algún ser querido… Kirsten nunca fue lo que se dice una persona capaz de querer a alguien. Salvo a sí misma, por supuesto. Se quería mucho. -Sacudí la cabeza-. No había ninguna tarjeta roja. Lo miré.

– Hay otras formas de ponerse en contacto con los parientes -dijo Elisabeth.

– No con este aspecto. Sólo es cuestión de tiempo que me detengan. Y entonces me fusilarán. O me enviarán de vuelta a un campo de prisioneros de guerra, lo cual sería peor.

– Es verdad. Quizá sea por el uniforme, pero no tienes buen aspecto. He visto esqueletos más sanos. -Se encogió de hombros-. Muy bien. Te puedes quedar aquí. Pero si intentas hacer cualquier cosa rara, te irás a la calle. Mientras tanto, veré qué puedo averiguar de Kirsten.

– Gracias. Mira, tengo algo de dinero propio. Quizá puedas encontrar o comprarme algo de ropa.

Ella asintió.

– Iré al Reichstag a primera hora de la mañana.

– ¿Al Reichstag? Pensaba en algo más informal.

– Es allí donde está el mercado negro -me explicó-. El más grande de la ciudad. Créeme, no hay nada que no puedas conseguir allí. Desde unas medias de nailon a un certificado de desnazificación falso. Quizá también pueda conseguirte uno de esos. Por supuesto, eso significa que llegaré tarde a mi trabajo.

– ¿Modista?

Ella sacudió la cabeza con expresión grave.

– Trabajo como sirvienta, Bernie -dijo ella-. Como todos los demás que aún están vivos en Berlín. Soy el ama de llaves de una familia de diplomáticos americanos en Zehlendorf. Eh, quizá podría encontrarte un empleo. Necesitan un jardinero. Puedo ir a la oficina de trabajo en McNair cuando vuelva del trabajo mañana.

– ¿McNair?

– Los cuarteles McNair. Casi todo lo que tiene que ver con el ejército norteamericano en Berlín pasa por McNair.

– Gracias -dije-, pero si no te importa preferiría no tener un trabajo legal en este momento. He pasado los últimos dieciocho meses trabajando más que un burro para tres amos. Desearía no volver a ver nunca un pico y una pala.

– Fue duro, ¿verdad?

– Sólo para las normas de un siervo ruso. Ahora que he vivido y casi muerto en la Unión Soviética, es fácil ver de dónde sacaron sus modales. Y dónde aprendieron su optimismo por la vida. No he conocido a un solo «iván» que se pueda confundir con un optimista. -Me encogí de hombros-. No obstante, nuestro mutuo amigo parece entenderse muy bien con ellos. -Señalé con un gesto el sobre que ella todavía sujetaba-. Erich.

– No tienes idea de cuánto necesitaba este dinero.

– Por lo visto, él sí. Me pregunto por qué no te lo habrá entregado él mismo.

– Tendrá sus razones, supongo. Erich no olvida a sus amigos.

– No puedo discutir eso contigo, Elisabeth.

– ¿De verdad intentó que te asesinasen?

– Sólo un poco.

Ella sacudió la cabeza.

– Es cierto que en su juventud era un alocado. Pero nunca me pareció una persona capaz de matar a sangre fría. ¿Sabes? Aquellos dos polis, nunca creí que fuese él quien lo hizo. Tampoco creo que ordenase que alguien te asesinara.

– Los dos alemanes con los que viajaba no están aquí para decirte que estás equivocada, Elisabeth. No fueron tan afortunados como yo.

– Quieres decir que están muertos.

– Ahora mismo ésa es mi definición práctica de desafortunado. -Me encogí de hombros-. Aunque, no sé, es probable que siempre lo haya sido.

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