El lunes por la mañana salimos de Alemania Oriental y regresamos a Hannover, donde pasé otra noche en el piso franco. A primera hora del día siguiente fuimos hacia el sur, hasta Göttingen, y nos alojamos en una vieja pensión que daba al canal, en la Reitstallstrasse. La pensión era húmeda, con unos duros suelos de madera, muebles todavía más duros, techos altos y candelabros de latón polvorientos; y casi tan hogareña como la catedral de Colonia. Desde allí había un corto trayecto hasta la oficina del VdH, en un edificio de madera y ladrillo de la Judenstrasse que parecía que era la casa de los tres ositos. Göttingen era un poco así por todas partes, y también muchos de sus habitantes. El director del VdH local, Herr Doctor Winkel, era un hombre amable con gafas que podría haber sido bibliotecario de la corte de algún rey de Sajonia. Me dijo lo que ya sabíamos, que un tren que transportaba mil plenis alemanes llegaría a Friedland la semana siguiente. Sólo por mantener las formas, decidimos -Grottsch, Wenger y yo- hacer una visita al campo de refugiados de Friedland.
El campo de Friedland, una antigua granja de investigación propiedad de la Universidad de Göttingen, se encontraba en la zona de ocupación británica y estaba compuesto por una serie de lo que llamábamos cabañas Nissen. Si Nissen era sinónimo de feas y poco hospitalarias, entonces estas estructuras semicilíndricas de chapas de cinc estaban bien bautizadas. El campo era un lugar de aspecto miserable, sobre todo bajo la lluvia, impresión subrayada por la carretera fangosa y el color verde mierda de pato con que lo habían pintado todo. Era muy fácil dar crédito al rumor de que el campo de refugiados de Friedland había sido el lugar donde los científicos nazis habían realizado sus experimentos con ántrax durante la guerra. Como lugar de reintegración a la patria, a la libertad y a todas las cosas auténticamente alemanas, el campo dejaba mucho que desear y, en mi experta opinión, era casi tan malo como cualquiera de los campos de trabajo que estos prisioneros de guerra alemanes habían dejado atrás. Podría haber sentido compasión por esos hombres, pero me preocupaba más mi propio bienestar, y la perspectiva de volver a encontrarme con un gran número de plenis no estaba exenta de riesgos. Aunque habían pasado seis o siete años, era posible que me reconocieran y me denunciasen por asesino de camaradas, renegado o delator. Después de todo, cualquiera que hubiera estado en el campo de Johanngeorgenstadt, podía creer que me había vendido a los rojos y me habían enviado a Rusia para someterme a un entrenamiento antifascista en Krasnogorsk. Recordé lo precario de mi posición cuando le pregunté a uno de los policías del campo de Friedland por qué era necesaria su presencia aquí.
– Desde luego -comenté-, los alemanes que ahora vuelven a casa saben cómo comportarse.
– Ésa es la cuestión -dijo el policía-. Que no están de vuelta en casa. Algunos de ellos se cabrean mucho cuando descubren que deben permanecer en este lugar hasta seis u ocho semanas, porque puede llevar ese tiempo conseguirles todo lo que van a necesitar para vivir en la nueva república. Luego están los antiguos prisioneros, dispuestos a cobrarse viejas revanchas entre ellos. Hombres que han denunciado a otros hombres a los «ivanes». Delatores. Ese tipo de cosas. Nosotros llamamos a ese comportamiento de privación de libertad, y si vemos que provocaron que alguien recibiera peores castigos por parte de los «ivanes», les aplicamos el artículo 239 del código penal alemán. Ahora mismo hay más de doscientos casos pendientes que involucran a antiguos prisioneros de guerra. Por supuesto, sólo descubrimos a algunos, y con frecuencia alguien aparece muerto en el campamento, degollado, sin que nadie haya visto u oído nada. No es algo poco común, señor. En este campo nos encontramos con un asesinato por semana.
Como era lógico, no tenía ningún interés en informar al servicio de inteligencia francés de mis propios temores. No me apetecía ser devuelto a La Santé, ni a ninguna de las otras cinco prisiones en las que había estado encerrado desde que dejé La Habana. Me había resignado a confiar en que, pasara lo que pasase, los franchutes me protegerían mientras creyesen que yo era su única baza para identificar y arrestar a Edgard de Boudel.
El hecho de que yo nunca hubiera visto, y ni siquiera hubiera oído hablar, de alguien llamado Edgard de Boudel no tenía importancia.
Yo hacía lo que me habían ordenado hacer los americanos en Landsberg. Cuando volví a mi habitación en la pensión Esebeck, en Göttingen, escribí una nota a mis controladores de la CIA en la que les explicaba mis progresos: cómo los franceses habían escuchado mi descripción de De Boudel, al mismo tiempo que les hacía el retrato de Erich Mielke; y por lo visto, aceptaron todo lo que les conté de Mielke -lo cual era falso- porque creyeron que todo lo que les conté de Edgard de Boudel era verdad. Esta operación era lo que Scheuer llamaba «la hermosa melliza». Los franceses -y lo que era todavía más importante, el agente soviético que los americanos sabían que trabajaba en la cúpula del SDECE en París- se sentirían más inclinados a creer mis mentiras sobre Mielke si lo que les contaba sobre De Boudel coincidía con lo que ellos ya sabían o sospechaban de él. La guinda de esta deliciosa tarta era la información (suministrada a los franceses por los británicos, que por supuesto la habían recibido de los americanos) de que Edgard de Boudel regresaba a Alemania como un antiguo prisionero de guerra, después de haber servido a los rusos en Indochina donde, como comisario político, había ayudado al Viet-Minh a interrogar y torturar a muchos soldados franceses, la mayoría de los cuales aún estaban cautivos en Indochina, hasta que las negociaciones de Ginebra concluyesen. Lo único que tenía que hacer era identificar a De Boudel, y los franceses, se suponía, me tratarían a mí y a toda la información referente a Mielke como si fuera oro en polvo; y con este fin, antes de mi «deportación» desde Landsberg a París estudié a fondo las únicas fotos conocidas de de Boudel. Se esperaba que estas dos fotos, junto con mi propio conocimiento de la vida de un prisionero de guerra alemán -por no mencionar mis antecedentes como detective de la Kripo-, me ayudarían a localizarlo para los franceses, y que éstos estarían entusiasmados conmigo como una de sus fuentes de inteligencia. Porque Edgard de Boudel era uno de los hombres más buscados en Francia.
Como es natural, me preocupaba qué me podría pasar si no conseguía localizar a De Boudel, y también mencioné en mi nota mi continuada sospecha de que podría haber cambiado no sólo de nombre e identidad si, como los americanos creían, los rusos estaban intentando que se infiltrara de nuevo en Alemania Occidental con la intención de reactivarlo posteriormente como agente. Yo tendría muy pocas o ninguna probabilidad de éxito si De Boudel se hubiera sometido a una operación de cirugía plástica. También mencioné algo que para ellos, a todas luces, debería ser obvio: que estaba siendo estrechamente vigilado.
Cuando acabé de escribir fui a la sala para hablar con Vigée, que era el oficial francés a cargo de la operación del SDECE en Göttingen.
– Si me lo permite -dije-, me gustaría ir a la iglesia.
– No mencionó que fuese religioso -contestó.
– ¿Necesitaba hacerlo? -Me encogí de hombros-. Mire, no es para asistir a una misa ni para confesarme. Sólo quiero ir a la iglesia, sentarme durante un rato y rezar.
– ¿Qué es usted? ¿Católico, protestante o qué?
– Protestante luterano. Ah, sí, y quisiera comprar goma de mascar. Para no fumar tanto.
– Tenga -dijo él, y me dio un paquete de Hollywood-. Tengo el mismo problema.
Me puse una tableta verde clorofila en la boca.
– ¿Hay alguna iglesia luterana cerca de aquí? -preguntó.
– Estamos en Göttingen-. Hay iglesias por todas partes.
San Jacobo era una iglesia de aspecto extraño. Incluso algo excéntrica. El edificio era bastante común, de piedra rosa con franjas perpendiculares más oscuras. Pero el campanario, el más alto de Göttingen, distaba mucho de lo corriente. Era como si la tapa de una caja de juguetes de color rosa se hubiese abierto para permitir la salida de un objeto verde en lo alto de un enorme resorte gris. Como si un perezoso payaso hubiese arrojado un puñado de guisantes mágicos en el suelo de la iglesia y estos hubiesen crecido tan rápido que los tallos se hubieran abierto camino a través del sencillo tejado de la iglesia. Como metáfora del nazismo, era, quizás, insuperable en toda Alemania.
El interior, que parecía un envoltorio de caramelos, no era menos parecido a un cuento de hadas. Tan pronto como veías las columnas te entraban ganas de lamerlas, o de romper un pedazo del tríptico del altar medieval y comértelo, como si estuviese hecho de azúcar.
Me senté en el primer banco, incliné mi cabeza ante los amnésicos dioses de Alemania y fingí rezar; porque había rezado antes y sabía muy bien qué se podía esperar de ello.
Al cabo de un rato miré alrededor y, tras observar que Vigée estaba muy ocupado en la admiración de la iglesia, pegué con mi chicle Hollywood la nota para mis controladores de la CIA debajo del banco. Luego me levanté y caminé sin prisas hacia la puerta. Esperé tranquilo a que Vigée me siguiese y salimos a las calles de Rumpelstiltskin.