A la mañana siguiente permanecí en la pensión en Göttingen, mientras Vigée y algunos de los otros iban a arrestar al hombre que se hacía pasar por Kettenacher. Pregunté si se me permitía ir a la iglesia, pero Grottsch dijo que Vigée había ordenado que debíamos permanecer en la casa y esperar su regreso.
– Confiemos en que sea él, para que podamos volver a Hannover -manifestó-. En realidad ya no me gusta Göttingen.
– ¿Por qué? Es una ciudad muy bonita.
– Me trae demasiados recuerdos -contestó Grottsch-. Estudié aquí, en la universidad. Mi esposa también.
– No sabía que estuviese casado.
– Murió en un bombardeo -explicó-. En octubre de 1944.
– Lo siento.
– ¿Y usted? ¿Estuvo casado antes?
– Sí. Ella también murió. Pero mucho más tarde. En 1949. Teníamos un pequeño hotel en Dachau.
Él asintió.
– Dachau es muy bonito -opinó Grottsch-. Bueno, lo era antes de la guerra.
Por un momento compartimos un silencioso recuerdo de la Alemania que había desaparecido y que, probablemente, nunca volvería a existir. Al menos no para nosotros. Y desde luego, no para nuestras pobres esposas. Las conversaciones en Alemania a menudo eran como ésa: las personas se detenían en mitad de una frase y recordaban un lugar que había desaparecido o a alguien que estaba muerto. Había tantos muertos que algunas veces podías sentir el dolor en las calles, incluso en 1954. La sensación de tristeza que afligía al país era casi tan terrible como la que había sentido durante la Gran Depresión.
Oímos que un coche se detenía delante de la pensión y Grottsch fue a ver si traían a nuestro hombre. Al cabo de unos minutos volvió con aspecto preocupado.
– Bien -dijo-. Han detenido a alguien. Pero si ese tipo es Edgard de Boudel, habla el alemán mejor que cualquier franchute que yo haya conocido.
– Por supuesto -asentí-. Lo hablaba con fluidez cuando yo le conocí. Su alemán era mejor que el mío.
Grottsch se encogió de hombros.
– En cualquier caso, insiste en que es Kettenacher. Ahora Vigée le está mostrando los documentos del verdadero Kettenacher. ¿Ha visto el carné del partido de Kettenacher? El hombre tiene sellos de donaciones que se remontan a 1934. ¿Ha visto las cicatrices de duelo en su mejilla en las fotos?
– Es verdad -asentí-. Coincide con la idea que tiene la gente sobre el aspecto de un auténtico nazi. Sobre todo ahora que está muerto.
– ¿Por qué tengo la sensación de que usted nunca fue miembro del partido?
– ¿Qué importa eso ahora? ¿Si lo fui o no? -Sacudí la cabeza-. Por lo que respecta a nuestros nuevos amigos, los franceses, los americanos, los ingleses, todos fuimos unos jodidos nazis. Así que no importa mucho quién lo fue y quién no. Claro, ven todas esas películas de Leni Riefenstahl y ¿quién puede culparles?
– ¿No hubo algún momento en que creyera en Hitler, como la mayoría de nosotros?
– Oh sí. Lo hubo. Fue más o menos durante un mes, en el verano de 1940, después de derrotar a los franceses en seis semanas. Entonces creí en él. ¿Quién no?
– Sí. Aquél fue también para mí el mejor momento.
Al cabo de un rato oímos voces, y unos pocos minutos más tarde entró Vigée en la habitación. Parecía furioso y sin aliento, y había sangre en el dorso de una de sus manos, como si hubiese golpeado a alguien.
– No es Richard Kettenacher-. Eso está claro. Pero jura que no es Edgard de Boudel. Así que ahora le toca a usted, Günther.
Me encogí de hombros.
– De acuerdo.
Seguí al francés hasta la bodega, donde Wenger y Moeller vigilaban a nuestro prisionero. Las fotografías que me habían mostrado los americanos eran en blanco y negro, por supuesto, y ampliadas después de haber sido tomadas a distancia, y por lo tanto un poco borrosas y con mucho grano. Sin duda, el verdadero De Boudel se habría tomado mucho trabajo para disfrazarse. Habría perdido algo de peso, se habría teñido el pelo y quizá también se habría dejado crecer el bigote. Cuando fui agente de uniforme, en los años veinte, había arrestado a muchos sospechosos a partir de una fotografía o una descripción policial, pero ésta era la primera vez que me veía obligado a hacerlo para salvar mi propio pellejo.
El hombre estaba sentado en una silla. Tenía esposadas las muñecas y las mejillas rojas, como si le hubiesen pegado varias veces. Aparentaba unos sesenta años, pero probablemente era más joven. De hecho, yo estaba seguro de que lo era. Tan pronto como me vio, el hombre sonrió.
– Bernie Günther -exclamó-. Nunca creí que me alegraría tanto de volver a verte. Dile a este francés idiota que no soy el hombre que busca. Ese tal Edgard de Boudel, por el que no deja de preguntarme. -Escupió en el suelo.
– ¿Por qué no se lo dices tú? Dile tu nombre verdadero y entonces quizá te crean.
El detenido frunció el entrecejo y no dijo nada.
– ¿Reconoce a este hombre? -me preguntó Vigée.
– Sí, le reconozco.
– ¿Es él? ¿Es De Boudel?
– A ver, ¿quién es ese De Boudel? -intervino el prisionero-. ¿Qué se supone que hizo?
– Sí, es una buena idea -le dije al prisionero-. Averigua lo que hizo este hombre tan buscado y, si resulta que es menos horroroso que lo tú hiciste, entonces acéptalo. ¿Por qué no? Veo que podrías creer que tal vez funcionaría.
– No sé de qué me hablas, Günther. He pasado los últimos nueve años en un campo de prisioneros de guerra ruso. Sea lo que sea lo que se supone que haya hecho, reconozco que he pagado por ello varias veces.
– Como si eso me importase.
– Exijo saber el nombre de este hombre -intervino Vigée.
– ¿Tú qué dices? -le pregunté al prisionero-. Ambos sabemos que no eres Richard Kettenacher. Supongo que le robaste su libro de pagas y cambiaste su foto en la tapa interior; pegada con un poco de clara de huevo. Los rusos por lo general no prestan mucha atención a los sellos. Suponías que un nuevo nombre y un diferente servicio podrían mantener a los perros lejos de tu rastro, porque después de Treblinka sabías que alguien vendría a buscarte. Tú y Irmfried Eberl, ¿no?
– No sé de qué me hablas.
– Yo tampoco -se quejó Vigée-. Y estoy empezando a irritarme.
– Permítame que se lo presente, Emile. El comandante Paul Kestner. Antes de las SS y segundo comandante del campo de la muerte de Treblinka, en Polonia.
– Basura -protestó Kestner-, basura. No sabes de lo que estás hablando.
– Al menos hasta que Himmler se enteró de lo que estaba haciendo allí. Incluso él se sintió horrorizado por lo que él y el comandante habían estado haciendo. Robos, asesinatos, torturas. ¿No es así, Paul? Tan horrorizado que tú y Eberl fuisteis expulsados de las SS, y así fue como te encontraste en la Wehrmacht, defendiendo Berlín, intentando redimirte de tus anteriores crímenes.
– Basura -repitió Kestner.
– Puede que no haya detenido a Edgard de Boudel, Emile, pero acaba de atrapar a uno de los peores criminales de guerra de Europa. Un hombre que es responsable de las muertes de al menos setecientos cincuenta mil judíos y gitanos.
– Tonterías. Tonterías. No creas que no sé de qué va todo esto, Günther. Es por lo de París, ¿no? Junio de 1940.
Vigée frunció el entrecejo.
– ¿De qué va eso?
– Paul intentó asesinarme -respondí.
– Lo sabía -dijo Kestner.
Vigée señaló la puerta.
– Vamos afuera -me comunicó Vigée-. Necesito hablar con usted un momento.
Lo seguí afuera de la bodega, subimos las escaleras y fuimos al pequeño jardín junto al canal. Vigée encendió un cigarrillo para cada uno de los dos.
– Paul Kestner, ¿eh?
Asentí.
– Imagino que la Comisión de Crímenes de Guerra de las Naciones Unidas se sentirá complacida de haberlo detenido.
– ¿Cree que me importa un carajo todo eso? -exclamó, furioso-. No me importa cuántos jodidos judíos mató. No me importa Treblinka, Günther. Ni el destino de unos cuantos sucios gitanos. Están muertos. Mala suerte. No es mi problema. Lo que me importa es encontrar a Edgard de Boudel. ¿Lo entiende? Lo que me importa es encontrar al hombre que torturó y asesinó a casi trescientos franceses en Indochina. -Ahora gritaba y agitaba los brazos en el aire, pero no me sujetó por las solapas, e interpreté que, además de estar furioso y decepcionado, también recelaba de mí.
– Así que mañana volveremos a aquel campo de refugiados en Friedland, vamos a mirar a cada uno de los hombres que están allí y vamos a encontrar a De Boudel, ¿entiende?
– No es culpa mía si no es nuestro hombre -repliqué a gritos-. Pero hemos hecho lo que debíamos. Si aceptamos que su información es correcta y que De Boudel iba de verdad en ese puto tren, entonces es lógico que esté en el campo.
– Más le vale rezar para que esté, o estaremos metidos en un buen lío -respondió-. Aquí no sólo está en juego su culo, sino también el mío.
Me encogí de hombros.
– Quizá lo haga.
– ¿Qué?
– Rezar. Rezar para salir de este lugar. Para alejarme de usted, Emile. -Sacudí la cabeza-. Necesito un poco de espacio para respirar. Para aclarar mi cabeza.
Pareció recuperar el control de sí mismo y después asintió.
– Sí. Lo siento. No es culpa suya, tiene razón. Mire, vaya a dar un paseo por la ciudad. Vaya a la iglesia de nuevo. Enviaré a alguien con usted.
– ¿Qué pasa con él? ¿Con Kestner?
– Lo llevaremos de vuelta al campo de refugiados. Las autoridades alemanas pueden decidir qué hacer con él. Yo no tengo tiempo para las Naciones Unidas y su estúpida Comisión de Crímenes de Guerra. No quiero saber nada al respecto.
Se alejó, maldiciendo en francés, antes de que uno de los dos se sintiese obligado a intentar pegarle al otro.
Encontré a Grottsch, quien, para mi sorpresa, intentó excusar al francés con la explicación de que su hija estaba enferma. Cogimos nuestros abrigos y salimos al sol del otoño. Göttingen estaba lleno de estudiantes, y eso hizo que me acordara de mi propia hija, Dinah, que ahora estaría en su primer año de universidad. Al menos, confiaba en que así sería.
Mientras caminábamos, Grottsch y yo nos encontramos junto a las ruinas de la sinagoga de la ciudad, en la Obere-Masch Strasse, quemada hasta los cimientos en 1938, y me pregunté cuántos judíos de Göttingen habrían hallado la muerte en el campo de Treblinka a manos de Paul Kestner y si nueve años en un campo de prisioneros ruso era un castigo suficiente por tres cuartos de millón de personas. Creo que no existe un castigo terrenal proporcional a un crimen como ése. Y si no lo había en la tierra, ¿entonces, dónde? Nuestros pasos nos llevaron de vuelta a la iglesia de San Jacobo. Me detuve a mirar el escaparate de la tienda de la acera opuesta, pero cuando me alejé me encontré con que estaba solo. Me detuve y miré alrededor, esperando ver a Grottsch caminar hacia mí, pero no se le veía por ninguna parte. Por un momento consideré la posibilidad de fugarme. La perspectiva de visitar el campo de refugiados de Friedland y ser reconocido por Bingel y Krause no era más atractiva que el día anterior; y la única razón que me impidió huir hacia la estación de trenes era la falta de dinero y el hecho de que mi pasaporte francés estuviera en la pensión Esebeck. Aún continuaba debatiéndome, cuando me encontré acompañado de cerca por dos hombres que vestían sombreros y gabardinas oscuras cortas.
– Si está buscando a su amigo -dijo uno de los hombres-, ha tenido que sentarse. Por lo visto, de pronto se sintió muy cansado.
Aún continuaba buscando a Grottsch, como si de verdad me importase lo que le hubiese pasado, cuando me di cuenta que había otros dos hombres detrás de mí.
– Está durmiendo en la iglesia. -El hombre me hablaba en un buen alemán, pero no era su idioma materno. Llevaba unas gafas de montura gruesa y fumaba una pipa con boquilla de metal. Soltó una bocanada y una nube de humo de tabaco oscureció su rostro por un momento.
– ¿Durmiendo?
– Una inyección. Nada de qué preocuparse. Ni por él ni por usted, Günther. Así que relájese. Somos sus amigos. A la vuelta de la esquina nos espera un vehículo para llevarnos a dar un pequeño paseo.
– Suponga que no quiero ir a dar un paseo.
– ¿Por qué iba a suponer algo así cuando ambos sabemos qué es lo que quiere? Además, odiaría tener que aplicarle una inyección como a su amigo Grottsch. Los efectos del tiopental sódico pueden prolongarse de forma muy desagradable durante varios días después de la inyección. -Ahora me sujetaba de un brazo y su colega del otro, mientras llegábamos a la esquina de la Weender Strasse-. Una nueva vida le espera, amigo. Dinero, una nueva identidad, un nuevo pasaporte. Lo que usted quiera.
La puerta de un enorme coche negro se abrió un poco más allá. Un hombre vestido con una chaqueta de cuero y gorra a juego nos aguardaba junto al vehículo. Otro tipo que caminaba unos pocos pasos por delante de mí se detuvo junto a la puerta del coche y se volvió para mirarnos. Me estaban secuestrando unos individuos que sabían muy bien lo que hacían.
– ¿Quiénes son ustedes? -pregunté.
– Sin duda nos estaba esperando -respondió el hombre que iba a mi lado-. Después de su nota. -Sonrió-. No se imagina el revuelo que ha provocado con su información. No sólo aquí en Alemania, sino también en el cuartel general.
Me agaché hacia delante para entrar en el coche y alguien me puso la mano en la cabeza, para evitar que me la golpease con el marco de la puerta si intentaba resistirme en el último momento. Los polis y los espías de todo el mundo siempre lo tienen en cuenta. Dos hombres permanecieron fuera del coche vigilando. Miraban nerviosos a un lado y a otro, hasta que todos los que se suponía que debían subir al vehículo estuvimos dentro. Las puertas se cerraron y nos pusimos en marcha, sin mayor alharaca que si se tratara de una inesperada salida de compras a la ciudad vecina.
Al cabo de unos pocos minutos vi que íbamos hacia el oeste y respiré tranquilo. Al menos ahora sabía quién me secuestraba y por qué.
– Siéntese y disfrute del viaje, amigo. De aquí en adelante todo será un servicio de cinco estrellas para usted. Son las órdenes que tengo, Günther, viejo camarada. Debo tratarle como a una persona muy importante.
– Será un cambio agradable desde la última vez que fui huésped de ustedes los americanos -dije-. Para ser sincero le diré que hubo algo que no me gustó.
– ¿Qué fue?
– Mi celda.