23

ALEMANIA, 1954

Me senté y parpadeé con fuerza en la penumbra de la celda número siete, y me pregunté cuánto habría dormido. La sombra de Hitler había desaparecido, al menos por ahora, y me alegré de que fuese así. No me gustaban sus preguntas, o la burlona suposición de que, en el fondo, yo era tan criminal como él. Tal vez fuera cierto que podría haberle disparado a Nikolaus Willms en algún lugar menos fatal que la cabeza, y que incluso, mientras intentaba arrestarlo, era probable que en secreto desease matarlo. Quizá si hubiese sido Paul Kestner quien hubiese desenfundado el arma también lo habría matado. Pero resultó que nunca más volví a ver a Kestner, y lo último que supe de él fue que había formado parte de un batallón de policía en Smolensk, dedicado a matar judíos y comunistas.

Abrí la ventana y ofrecí mi rostro a la fría brisa del amanecer en Landsberg. No podía ver las vacas, pero podía olerías a lo lejos, en los campos que se extendían al otro lado del río hacia el sudoeste, y también podía oírlas. Una de ellas mugía como un alma perdida en un lugar muy, muy lejano. Quizá tan perdida como mi propia alma. Casi sentí el deseo de soltar mi aliento en una solitaria descarga caliente a modo de respuesta.

El París de 1940 también parecía muy lejano. Aquel fue un gran verano, gracias a Renata. Oltramare, el inspector jefe de la Prefectura, aceptó sin rechistar la historia de cómo había encontrado a Willms muerto, después de ir a la maison con la intención de arrestarlo, aunque estaba claro como la Torre Eiffel que no se creía ni una palabra.

La Sipo se mostró un poco más reticente, y fui llamado al Hotel Majestic, en la Avenue des Portugais, para darle explicaciones al general Best, jefe de la RSHA en París.

Best, un hombre de ojos oscuros y aspecto severo, natural de Darmstadt, tenía casi cuarenta años y tenía un acusado parecido con el lugarteniente del partido nazi, Rudolf Hess. Había cierta animosidad entre él y Heydrich y, por esa razón, esperaba que Best me tratase con dureza. Sin embargo, se limitó a soltarme una ligera reprimenda por mi declarado interés en arrestar a Willms sin consultarle, lo cual era justo, y mi disculpa pareció zanjar el incidente; tal como resultaron las cosas, estaba mucho más interesado en escarbar en mi cerebro para un libro que estaba escribiendo sobre la policía alemana. Nos encontramos en varias ocasiones en su restaurante favorito, una brasserie del Boulevard de Montparnasse llamada La Coupole, y le relaté mi vida en el Alex y algunos de los casos que había investigado. El libro de Best se publicó al año siguiente y se vendió bastante bien.

De hecho, se convirtió en mi benefactor. Él y su maldito libro fueron la razón principal por la que conseguí permanecer en París hasta junio de 1941, y así fue como Best consiguió que me perdiese el viaje a Pretzsch y las arengas de Himmler para las SS y el SD. Tal vez hubiese podido quedarme durante algún tiempo más y eludir mi partida hacia Ucrania de no haber sido por Heydrich. De vez en cuando, le gustaba tirar un poco del sedal para recordarme que tenía su anzuelo en mi boca.

Encendí un cigarrillo y me acosté de nuevo en la cama, a la espera de que se fortaleciera la luz gris y la habitación tomase forma, mientras los implacables guardias despertaban a los ocupantes de Landsberg para los ejercicios, el desayuno, y lo que habían bautizado como «asociación libre». Para mi sorpresa, ahora me permitieron volver a mezclarme con los otros reclusos de la prisión. Para evitar a Biberstein y Haensch, y sus preocupaciones por lo que les estaba contando a los americanos y cómo ello podría afectar a sus probabilidades de conseguir la libertad condicional, me encontré buscando la compañía de Waldemar Klingelhofer. Dado que él había sido marginado por todos los demás en Lansdberg, hablar con él era la mejor manera de asegurarme de que me dejaran solo; al menos mientras hablábamos. Nos encontrábamos en el jardín, con el sol calentando nuestros rostros.

Klingelhofer no había envejecido bien desde nuestra estancia en la Casa Lenin de Minsk, y quizás era el único prisionero de quien se podía decir que le quedaba algo de conciencia por lo que había hecho. Parecía un hombre abrumado por sus actividades con el comando Moscú. Martin Sandberger, que nos miraba desde un poco más allá, parecía sencillamente un psicópata.

Al mirar el rostro lleno de tics de Klingelhofer, con sus gafas, era difícil imaginar al antiguo tenor de ópera capaz de cantar cualquier cosa, excepto quizás el Dies Irae. Pero yo estaba más interesado en hablar de lo que había ocurrido en Minsk después de mi regreso a Berlín.

– ¿Recuerdas a un hombre llamado Paul Kestner? -le pregunté.

– Sí -respondió Klingelhofer-. Formaba parte de un comando asesino en Smolensk cuando llegué allí en 1941. Se suponía que yo debía conseguir pieles para los uniformes de invierno de los soldados alemanes. Creo que Kestner había estado en París, y se mostraba muy resentido por su traslado a Rusia. Parecía estar desquitándose con los judíos, eso era obvio, y mi impresión era que se trataba de un hombre muy cruel. Después de aquello oí que lo habían destinado al campo de exterminio de Treblinka. Eso tuvo que ser alrededor de julio de 1942. Creo que era el segundo comandante. Corrieron rumores de que Kestner e Irmfried Eberl, que ostentaba el mando, dirigían el campo para su propio placer y beneficio; utilizaban a las mujeres judías para el sexo y se apropiaban del oro y las joyas de los judíos que, en realidad, eran propiedad del Reich. En cualquier caso, los jefes se enteraron y, según todas las fuentes, los echaron a los dos y a algunos más antes de designar a un hombre nuevo para limpiar los establos. Un tipo llamado Stangl. Mientras tanto, Eberl y Kestner fueron expulsados de las SS, y en 1944 oí que se habían incorporado a la Wehrmacht en un intento de redimirse. Los americanos detuvieron a Eberl hace unos años y creo que se colgó. Pero no tengo ni idea de qué fue de Kestner. Dicen que Stangl está en Sudamérica.

– Bueno, estará en Argentina o en Uruguay.

– Has tenido suerte -comentó Klingelhofer-. De haber estado en aquellos lugares. Yo espero morir aquí.

– Debes ser el único prisionero en Landsberg que lo cree, Wally. Todos los demás parecen estar esperando la libertad condicional. Ya han dejado marchar a hombres que, en mi opinión, eran peor que tú.

– Gracias. Es muy amable de tu parte. Sólo espero que si muero aquí, permitan a mi familia quedarse con mi cadáver. No quiero que me entierren aquí, en Landsberg. Significaría mucho para ellos. Es agradable que lo digas, sí. No pretendo salir de aquí. ¿Qué iba a hacer? ¿Qué podríamos hacer cualquiera de nosotros?

Dejé a Klingelhöfer hablando solo. Lo hacía mucho en Lansdberg. Parecía más fácil que hablar con los americanos. O con Biberstein o Haensch. O con Sandberger, que me arrinconó cuando volvía a mi celda.

– ¿Por qué hablas con un cabrón como ése? -preguntó.

– ¿Por qué no? ¿Acaso no hablo contigo? En realidad, no tengo tantos reparos.

– Un tipo divertido. He oído que comentaban eso sobre ti, Günther.

– No te veo reír. Claro que tú fuiste juez, ¿verdad? ¿Antes de ir a Estonia? Por lo que he oído, allí tampoco se reían mucho.

Sandberger tenía cara de rufián, con una mandíbula como un neumático pinchado y los ojos hostiles de un boxeador. Costaba imaginar que alguien con semejante cara pudiera convertirse en abogado o juez. Resultaba más sencillo imaginárselo asesinando a sesenta y cinco mil judíos. No necesitas ser un criminólogo para deducirlo de una fisonomía como la de Sandberger.

– He oído que los americanos te están haciendo pasar un mal rato -comentó.

– Oyes bien con esas cosas que tienes a los lados de la cabeza.

– Así que me tomé la libertad de hablarle de ti al obispo evangélico de Württemberg. En mi última carta.

– Mientras haya prisiones habrá oraciones.

– Él puede hacer mucho por ti, aparte de rezar.

– Una tarta no estaría mal. Con montones de crema y de frutas, y una Walther P38 en el relleno.

Sandberger me dirigió una sonrisa torcida que no provocó ninguna duda en mi mente acerca de la ascendencia del hombre.

– No se ocupa de las fugas de las prisiones -manifestó Sandberger-. Sólo escribe cartas a personas muy influyentes aquí, y en América.

– No quiero que se tome ninguna molestia por mí. Además, acabo de volver de América. Y desde luego, no hice amigos mientras estuve allí.

– ¿En qué parte?

– En el hemisferio sur. Sobre todo en Argentina. No te gustaría Argentina, Martin. Hace calor. Hay demasiados insectos. Y montones de judíos. Con el inconveniente de que sólo te permiten matar a los insectos.

– También he oído que hay muchos alemanes.

– No. Sólo nazis.

Sandberger sonrió. Lo más probable es que lo hiciese con buena intención, pero fue como ver aparecer algo desagradable y atávico hacia el final de una sesión espiritista. La maldad encendiéndose y apagándose como una bombilla defectuosa.

– Bien -dijo, con un tono de paciente amenaza-. Si puedo ayudarte en algo, házmelo saber. Mi padre es amigo del presidente Heuss.

– ¿Él está tratando de ayudar a liberarte? -Intenté contener la sorpresa en mi voz-. ¿De conseguir tu libertad condicional?

– Sí.

– Gracias. -Me alejé antes de que pudiese ver la mirada de horror en mi rostro. Parecía que la única manera de conseguir algún amigo en la nueva Alemania era a través de amigos que no me gustaban nada.

Mis amigos americanos, los dos, estaban en la celda número siete cuando, después del desayuno, uno de los guardias me llevó allí. Esta vez habían traído un pequeño magnetófono en un maletín de cuero con un micrófono no mucho más grande que una máquina de afeitar Norelco. Uno estaba llenando la pipa con el tabaco de una bolsa de Sir Walter Raleigh; el otro se estaba acomodando la pajarita mirándose en el reflejo de la ventana. Había un Stetson de ala corta sobre mi cama y ambos olían a tónico capilar Vaseline.

– Pónganse cómodos -dije.

– Gracias, ya lo hemos hecho.

– Si van a grabar mi voz cantando debo advertirles que ya tengo un contrato con Parlophone.

– Es sólo para nuestro placer personal -dijo uno mientras chupaba su Walter Raleigh-. No pensábamos en una difusión general. Al menos, no estas Navidades.

– Creemos que estamos llegando a la parte más interesante -señaló el otro-. Todo lo referente a Erich Mielke. Por fin. La parte que nos afecta ahora. -Conectó la máquina y las bobinas comenzaron a girar-. Diga algo para medir el nivel de grabación.

– ¿Cómo qué?

– No lo sé. Pero esperemos que la tradición oral aún no haya muerto en Alemania.

– Si no lo está, debe ser la única cosa en Alemania que todavía está viva.

Unos pocos segundos más tarde escuché por primera vez el sonido de mi propia voz emitida por alguien que no era yo mismo. Había algo en ella que no me gustaba. Sobre todo esa manera lacónica que tenía de hablar. Hacía cinco años que no estaba en mi ciudad natal, pero aún sonaba tan poco dispuesto a ayudar como un sepulturero de Berlín. Resultaba fácil ver por qué no le caía bien a la gente. Si alguna vez quería hacer una contribución útil tendría que arreglarlo. Quizá tomar algunas lecciones de cortesía y encanto.

– Piense en nosotros como si fuéramos los hermanos Grimm -dijo el americano de la pipa-. Y que estamos reuniendo material para escribir un cuento.

– Intentaré no pensar en absoluto en ustedes, si puedo lograrlo. Pero lo de los hermanos Grimm ya me sirve. Nunca me gustaron sus cuentos. Sobre todo odiaba el cuento del idiota del pueblo con la pipa y la pajarita y su perverso Tío Sam.

– De acuerdo. Después de su estancia en París volvió a Berlín.

– Por poco tiempo. Le busqué un trabajo a Renata en el Adlon y viví para lamentarlo. La pobre chica murió en el primer gran bombardeo aéreo de Berlín, en noviembre de 1943. Vaya ayuda que fui.

– ¿Qué hay de Heydrich?

– Oh, a él lo mataron antes de 1943. Sólo que era una muerte cantada y servida en bandeja de plata. Pero ésa es otra historia.

– ¿Le creyó? ¿Aquello de que no había encontrado a Mielke?

– Quizá sí, quizá no. Con Heydrich nunca se sabía. Hablamos en su despacho en Prinz Albrechtstrasse. Luego recibí órdenes de partir hacia Ucrania. Me lo hubiese tomado como algo personal, de no haber sido que todos los demás tenían las mismas órdenes. -Me encogí de hombros-. Bueno, espero que sus amigos Silverman y Earp le hayan contado todo esto. Luego estuve en Berlín durante un tiempo, antes de ir a Praga. Aquello fue en el verano de 1942. A ver. Un año más tarde estaba en Smolensk, en la Oficina de Crímenes de Guerra. Con el rango de Oberleutnant. Pero después de la batalla de Kursk salimos de aquel teatro de operaciones muy rápido. Se puede decir que el Ejército Rojo tenía la iniciativa. Conseguí un permiso. Me casé. Con una maestra. Luego fui reclutado para el Abwehr -la inteligencia militar- y ascendido de nuevo a capitán.

– ¿Por qué fue degradado?

– Por algo que ocurrió en Praga. Supongo que le pisé los callos a alguien. -Me encogí de hombros-. En cualquier caso, en febrero de 1944 me uní al Ejército Norte del general Schörner como oficial de inteligencia. Para entonces ya hablaba el ruso bastante bien. También algo de polaco. La mayor parte del trabajo consistía en hacer de intérprete. Al menos hasta que comenzaron los combates. Entonces sólo había que luchar. Matar o que te matasen. Díganme una cosa, ¿alguno de los hermanos Grimm ha estado en combate?

– No -contestó el hombre de la pipa-. Yo trabajé en una oficina durante toda la guerra.

– Yo era demasiado joven -manifestó el hombre de la pajarita.

– No me lo creo. Aprendes a reconocerlo en los ojos de un hombre. Quizá les interese saber que en 1944 no existía nada parecido a «demasiado joven» para el ejército alemán. Tampoco existía «demasiado viejo». Nadie se quedó trabajando tras una mesa, como usted, si podía pilotar un avión, conducir un tanque o manejar una batería antiaérea. Los chicos de trece años marchaban junto a hombres de sesenta y cinco y setenta. Verán, cuando el Ejército Rojo llegó a Prusia Oriental los civiles alemanes empezaron a sufrir como antes habían sufrido los civiles rusos. Eso significó para nosotros un motivo más por el que luchar; y hombres y niños de todas las edades fueron reclutados por el ejército. Nada ni nadie se debía desperdiciar, y menos todavía nosotros. Goebbels lo llamó la guerra total. Y lo dijo en sentido literal, cosa rara en él. Total significaba todo. Toda la carne en el asador, no se salvaba ni un solo trozo.

«Ustedes los americanos hablan de esta Guerra Fría sin comprender lo que significa combatir una guerra fría y despiadada contra un enemigo inagotable. Oh, créanme, lo sé. Estuve matando «ivanes» durante catorce meses y les puedo decir esto: que nunca se acaban. Por muchos que consigas matar, siempre vienen más. Así que no lo olviden, si llega el momento en que tengan que hacer lo mismo. No es que nadie crea que podrán detenerlos. ¿Por qué iban a luchar ustedes para salvar Europa? ¿Para salvar a los alemanes? Ésa era ya la única razón por la que luchábamos. Para impedir que los «ivanes» acabasen con la población de Prusia Oriental. Ustedes podrían decir que fue lo que hicimos con los judíos, y tendrían razón. Pero no se juzgó por crímenes de guerra a los oficiales soviéticos, no hay «ivanes» aquí, en Landsberg. Ustedes tendrían que ver lo que le pasa a una muchedumbre de civiles cuando un tanque ruso los embiste directamente, o ver un caza ametrallando una columna de refugiados para saber dé que estoy hablando. ¿A cuántos americanos mataron Sepp, Dietrich y sus hombres en Malmédy? ¿Noventa? Noventa. Ustedes lo llamaron crimen de guerra. Para los rusos, en Prusia Oriental, noventa ni siquiera era una infracción, era una falta leve. Excepto que no se puede considerar como una falta leve cuando el comportamiento general de tus tropas es de una crueldad sin límites.

Permanecí en silencio durante un momento.

– ¿Pasa algo?

– Nunca había hablado de esto antes -dije-. No es fácil. ¿Qué dice Goethe? Del sol y de los mundos puedo decirles muy poco. Lo único que veo es el sufrimiento de la humanidad. No obstante, es justo que ustedes lo escuchen. El problema con ustedes los americanos es que creen que fueron quienes ganaron la guerra, cuando todos saben que fueron los «ivanes». Sin ustedes y los británicos sólo hubiesen tardado un poco más en derrotarnos. Pero nos hubiesen derrotado de todas maneras. Nosotros los llamábamos las matemáticas de Stalin. Cuando quedábamos sólo cinco de nosotros había veinte rusos. Era la manera de ganar de Stalin. Es mejor que lo recuerden, por si los «ivanes» deciden alguna vez invadir Berlín Occidental.

– Claro, claro. Hablemos de Königsberg. A usted le hicieron prisionero en Königsberg.

– No me atosiguen. Tengo que contarlo a mi manera. Cuando algo lleva dormido tanto tiempo no puedes despertarlo de golpe y gritarle al oído.

– Tómese su tiempo. Tiene tiempo de sobra.

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