Nos quedamos atrás hasta que todos los prisioneros de guerra se marcharon al campo y la mayoría de los habitantes locales abandonaron la estación. Vigée estaba, creo, impresionado de que yo hubiese insistido en quedarme allí hasta el final; y por supuesto, no tenía ni la más mínima sospecha de que el auténtico motivo era mi intención de mantenerme fuera del alcance de la vista de los recién liberados. Antes de subir al Citroën que nos llevaría de vuelta a nuestra pensión en Göttingen, Moeller le dio una lista de veinte páginas con los nombres, rangos y números de serie.
– Todos estos hombres estaban en el tren -dijo sin que hiciese falta.
Me guardé la lista en el bolsillo del abrigo y eché una mirada a la taquilla de la estación y más allá, al andén donde aquellos que habían perdido las esperanzas de reencontrarse con sus seres queridos, perdidos hacía tiempo, permanecían hasta el amargo final. Algunas de esas personas lloraban. Otras estaban sentadas, a solas con su silencioso y estoico dolor. Oí que alguien decía: «La próxima vez, Frau Kettenacher. Espero que llegue la próxima vez. Dicen que podría pasar otro año antes de que vuelvan todos a casa, y que los de las SS serán las últimos».
Con toda gentileza, el propietario de aquella voz -que a mí me pareció algún pastor local- ayudó a levantarse a una anciana, recogió del suelo su cartel de personas desaparecidas y la guió hacia la salida del andén.
Los seguimos a una respetuosa distancia.
– Pobre mujer -murmuró Moeller-. Sé cómo se siente. Tengo un hermano mayor que todavía está prisionero.
– ¿Por qué no lo dijo antes? -pregunté-. Supongamos que hubiese aparecido aquí, ¿qué hubiese hecho?
Moeller se encogió de hombros.
– Tenía la esperanza de que así fuese. Es una de las razones por las que me ofrecí para este trabajo. Pero ahora que he visto aquel campo de refugiados no estoy seguro. Tiene que haber mejores maneras de sacar a nuestros hombres, Herr Günther. ¿No está de acuerdo?
Asentí.
– No les va tan mal -señaló Grottsch-. Todas las semanas el comandante del campo de Friedland recibe centenares de cartas de mujeres solteras de toda Alemania que están buscando un nuevo marido.
Los cinco nos apretujamos en el coche y salimos hacia el norte, hacia Göttingen, a unos quince kilómetros de distancia.
Sentado en el asiento trasero, encendí la luz de cortesía, mientras, nervioso, leía la lista en busca de los nombres de otros prisioneros de Johanngeorgenstadt. No tardé mucho en encontrar el nombre del general de las SS Fritz Krause, que había sido el comandante del campo. Comenzaba a pensar que la radiación allí no había sido tan letal como me habían hecho creer. Una vez más, comprobé que el hombre es capaz de utilizar el odio hacia su enemigo como una manta lo bastante caliente para mantenerlo vivo incluso en el crudo invierno ruso.
– Desearía que alguien escribiese y se ofreciese a casarse conmigo -comentó Wenger, que conducía el coche-. O por lo menos, que se ofreciese a ocupar el lugar de mi esposa.
– Me pregunto qué pensarán de la nueva Alemania -dijo Moeller.
– Imagino que creerán que ya no es alemana -observó Grottsch-. Ésa fue la impresión que yo tuve cuando volví de un campo de prisioneros británico. No dejaba de buscar mi Alemania. Lo único que encontré era mobiliario nuevo, coches y juguetes para los muchachos americanos.
– Dé la vuelta al coche -exclamé-. Tenemos que volver.
Vigée, sentado junto a Venger en el asiento del acompañante, le ordenó que detuviese el coche por un momento. Luego se volvió en el asiento para mirarme.
– ¿Ha encontrado algo?
– Quizá.
– Explíquese, por favor.
– Cuando nos marchábamos, había una mujer en el andén que buscaba información acerca de su ser querido. Había escrito todos los detalles en un cartel.
– Sí -asintió Vigée-. ¿Cómo se llamaba?
– Kettenacher -respondí-. Había un Kettenacher en el tren. Aparece en esta lista preparada por la Cruz Roja.
– No es un nombre poco común en esta parte de Alemania -señaló Moeller.
– No -dije con firmeza-. Pero el hijo de Frau Kettenacher estaba en el Panzer Corps. Era un Hauptmann, un capitán, como yo. Richard Kettenacher. Del 56 Panzer Corps. La última noticia que se tiene de él se remonta a la batalla de Berlín.
– Yo vi a su madre entre la multitud -manifestó Moeller-. A veces ocurre.
– ¿Y qué hay de todos sus camaradas? -pregunté-. ¿Ellos tampoco la vieron?
– Vuelva -le ordenó Vigée a Wenger con urgencia-. Vuelva de inmediato.
Wenger hizo girar el coche.
– Déjeme ver esa lista -pidió el francés.
Se la entregué y le señalé el nombre.
– ¿Qué cree que debemos hacer? -preguntó-. ¿Dirigirnos al campo inmediatamente? Supongamos que se escapa antes de que lleguemos allí.
– No -contesté-. Está aquí porque necesita documentación oficial. De lo contrario, los tipos de la seguridad estatal rusa ya lo hubiesen pasado clandestinamente a través de la frontera de Berlín. Necesita los documentos de licenciamiento, tarjetas de racionamiento, un documento de identidad, todas esas cosas, para poder integrarse en la sociedad alemana. Para convertirse en otra persona. No se escapará.
Me quedé pensativo por un momento.
– Tenemos que hablar con la madre del verdadero capitán Kettenacher. Aquella anciana que vimos en la estación de ferrocarril. Necesitamos que nos dé una fotografía de su hijo. De manera que cuando usted y Moeller vayan al campo mañana y él intente engañarles, puedan resolver el asunto mostrándole esa foto. Deben dejar que yo la interrogue. Después de todo, soy un representante del VdH.
– Lo dice usted como si creyera que mañana no vendrá al campo de refugiados con nosotros -señaló Vigée-. ¿Por qué?
– Porque creo que necesitará mantenerme en reserva -expliqué con tranquilidad-. Piénselo, Emile. Usted arresta a Kettenacher porque sospecha que en realidad se trata de De Boudel. Él lo niega, por supuesto. Así que usted lo acompaña a la pensión Esebeck y le muestra la foto del verdadero Kettenacher. Él todavía lo sigue negando: debe tratarse de algún error. Un error administrativo. Había dos capitanes Kettenacher. Usted lo deja hablar hasta que se mete solo en la trampa. Entonces es cuando yo salgo de detrás de una cortina y digo: «Hola, Edgard. ¿Te acuerdas de mí?». Soy su as en la manga, Emile. Pero no debe jugarlo hasta el final.
Vigée asintió.
– Sí. Tiene razón. ¿Cómo encontraremos a Frau Kettenacher?
Me encogí de hombros.
– Soy detective, ¿lo recuerda? Si encontrar a las personas fuese difícil, no le pedirían a la policía que lo hiciera todos los días de la semana. -Le sonreí a Moeller-. No lo tome como una ofensa, inspector.
– No se preocupe, señor.
– ¿Entonces adónde vamos? -murmuró Wenger-. Supongamos que la anciana no vive en Friedland. Supongamos que ya se ha marchado de la ciudad.
– Aquel pastor parecía conocerla -apuntó Vigée.
– Sí, pero no hay ninguna iglesia en Friedland.
– Hay una en Gros Schneen -precisó Moeller.
– Volvamos a la estación -dije-. Veremos si alguien les recuerda allí. Si no es así, entonces decidiremos qué hacer.
El jefe de estación, una figura encorvada y descolorida, barría sus dominios tras el paso de la multitud. Habían pisoteado su jardín y, en consecuencia, no estaba de muy buen humor. Sacudió la cabeza cuando le pregunté por Frau Kettenacher pero parecía recordar muy bien al pastor.
– Es el padre Overmans, de la iglesia de Hebenshausen.
– ¿Dónde está eso?
– A un par de kilómetros de aquí, hacia el sur. No pueden equivocarse. Hay menos distancia de aquí a Hebenshausen que de aquí a Friedland.
Wenger condujo hacia el sur y en seguida llegamos a un pueblo que respondía a la descripción del jefe de estación. Llegamos justo a tiempo para ver un autobús que salía de la plaza del pueblo y al pastor y a la anciana, que todavía llevaba su cartel de personas desaparecidas, alejarse de la parada. Más allá de la parada había una casa grande con estructura de madera y por detrás de la casa asomaba la pequeña torre cuadrada de la iglesia. El pastor y la anciana entraron en la casa y se encendieron unas luces.
Wenger detuvo el coche.
– Moeller -dije-. Venga conmigo. No diga nada. Ustedes esperen aquí.
El pastor se sorprendió al vernos allí tan tarde, hasta que le expliqué que era miembro del VdH y que no habíamos tenido la oportunidad de hablar con Frau Kettenacher en la estación.
– He intentado hablar con todas las familias de esta parte de Baja Sajonia que han perdido a un ser querido -expliqué-. Pero no creo haber visto antes a la señora.
– Ah, es que ella es de Kassel -manifestó el padre Overmans-. Frau Kettenacher es de Kassel. Yo soy su cuñado. Se ha alojado aquí para poder estar en la estación esta noche.
– Siento mucho que su hijo no estuviese en el tren -le dije a la mujer-. Con la esperanza de evitar nuevas desilusiones hemos presionado a los rusos para que nos den más detalles acerca de las personas que aún mantienen en su poder. Y para que nos digan cuándo pondrán en libertad a esos prisioneros de guerra.
El pastor, un hombre de rostro sanguíneo y pelo blanco, miró la habitación con muebles oscuros y el bulto hundido que formaba la mujer sentada en una silla que no parecía muy cómoda.
– Bueno, eso ya sería algo, ¿no, Rosa?
Frau Kettenacher asintió en silencio. Aún llevaba el abrigo puesto y un sombrero que parecía el casco de un guardia de la vigilancia antiaérea. Olía muy fuerte a naftalina y a desilusión.
Continué con mi cruel engaño. Si me encontraba en lo cierto y Edgard de Boudel estaba usando realmente el nombre del Hauptmann Richard Kettenacher eso sólo podía significar una cosa: que el verdadero capitán estaba muerto y que llevaba muerto mucho tiempo. Conseguí convencerme a mí mismo de que su crueldad y la del servicio de inteligencia ruso eran peores que la mía; pero no mucho más.
– Sin embargo -añadí con solemnidad-, las autoridades soviéticas no son muy conocidas por su eficiencia en llevar registros. Lo sé, yo también estuve prisionero. Cuando nuestros hombres son repatriados, es la Cruz Roja alemana, y no los rusos, la que identifica a quiénes han dejado en libertad. Por esa razón estamos tratando de actualizar nuestros propios registros de quienes aún continúan desaparecidos. Aunque pueda parecer un mal momento para hacer preguntas como éstas, me pregunto si podría darme algunos detalles sobre el ser querido todavía ausente. -Le sonreí con tristeza al pastor-. Su sobrino, ¿no?
– Sí -respondió, y repitió el nombre, rango y número de serie del hombre desaparecido y los detalles de su hoja de servicio.
Los anoté, tratando de parecer muy concienzudo.
– No les robaré mucho más tiempo -añadí-. ¿Tienen algún documento personal? ¿Quizás el libro de pagas? No todos los soldados llevan el libro de pagas con ellos, como se supone que deben hacer. Muchos lo dejan en casa para mantenerlo a buen recaudo y que sus esposas puedan reclamar el dinero. Yo lo hice. O quizá la cartilla del servicio militar, o un carné del partido. Esa clase de cosas.
Frau Kettenacher ya estaba abriendo un bolso de cuero marrón que tenía el tamaño y la forma de un pequeño baúl.
– Mi Ricky era un buen chico -afirmó con un fuerte acento sajón-. Nunca hubiese desobedecido la orden de llevar su libro de pagas. -Sacó un sobre y me lo dio-. Aquí encontrará todo lo demás. Su carné del Partido Nacional Socialista. Su carné de las SA. Su certificado del gremio de artesanos. Su carné de viajante de comercio; se preparó para ser obrero metalúrgico. Luego se convirtió en viajante y vendía los objetos que solía hacer. Su pasaporte de viaje del Estado alemán. Lo usó para viajar a Italia por motivos de trabajo. Su pase de víctima de bombardeo; el apartamento de Ricky en Kassel fue bombardeado, ¿sabe usted? Su esposa falleció. Una muchacha preciosa. Y su cartilla del servicio militar.
Intenté contener mi entusiasmo. La anciana me estaba dando todo lo que podía haber identificado al verdadero Richard Kettenacher. Varios de los documentos contenían no sólo fotos sino su firma personal, grupo sanguíneo, detalles de los exámenes médicos, el número de talla de su máscara antigás, casco, gorra y botas, un registro de heridas y enfermedades graves, y condecoraciones militares.
– El inspector le dará un recibo por todos estos documentos -dije-. Él se ocupará de que se los devuelvan intactos.
– No me importan lo más mínimo -manifestó-. Lo único que quiero es que mi Ricky regrese sano y salvo.
– Con la voluntad de Dios -dije, y me guardé la historia de la vida del hombre desaparecido.
Tan pronto como Moeller hubo escrito un recibo dejamos al pastor y a la anciana y volvimos al coche.
– ¿Y bien? -preguntó Vigée.
Asentí.
– Lo tengo todo. -Le mostré el sobre de la anciana-. Todo. El doble de Kettenacher no podrá escapar de esto. Es lo fantástico de la documentación nazi. Por un lado había muchísima, y por otro era prácticamente imposible rebatirla.
– Esperemos que no sea el verdadero -señaló Vigée-. Si está ciego, entonces quizá no vio a su madre. Y tal vez ella tampoco está muy bien de la vista y no pudo reconocerlo. -Revisó los documentos-. Confiemos en que usted esté en lo cierto. No me gustan las desilusiones.