Le Bourget estaba a unos diez kilómetros al norte de París. Yo también. Es extraño lo bien que sientan física y mentalmente un par de besos. Era como una nueva versión de un cuento de hadas en el que el príncipe durmiente fuera rescatado por una valiente princesa. Claro que también podría ser por el efecto de la droga.
A la entrada del aeródromo se levantaba una estatua de una mujer desnuda sobre un plinto de piedra gris. Pretendía conmemorar el vuelo de Lindbergh a través del Atlántico, pero el único recuerdo que permanecía vivo en mi cabeza era la sensación del cuerpo de Renata y el aspecto que tendría si alguna vez conseguía verla sin su uniforme de doncella.
Los tres -Kestner, Bomelburg y yo- viajábamos apretujados en el asiento trasero del coche, como una colección de polillas marrones. Delante iban el chófer de las SS y un apuesto joven, inspector jefe de la Prefectura de Policía de París. Mientras nos dirigíamos hacia el edificio de la terminal del aeropuerto, un cuatrimotor FW Cóndor aterrizaba en la pista.
– ¿Quién crees que es ése? -preguntó Kestner.
– Es el doctor Goebbels -contestó Bomelburg-. Para imitar al Führer, viene a visitar París. Sin duda, está aquí para crear problemas.
Nos vimos obligados a permanecer en nuestro coche por razones de seguridad hasta que el Mahatma Propagandi dejó el aeropuerto en un enorme Mercedes beis. Lo vislumbré al pasar su coche junto al nuestro. Parecía un enano maligno en su mejor versión.
Cuando Goebbels se hubo marchado, nuestro coche nos llevó hasta un pequeño avión bimotor que nos estaba esperando. Nunca antes había volado. Tampoco Kestner ni el francés, y estábamos un poco nerviosos mientras caminábamos hacia la puerta de pasajeros del aparato. Dentro nos esperaba otro francés; era un hombre mayor con una barba a lo Toulouse-Lautrec, quevedos y modales de forense. Era un comisario de la policía francesa, y su nombre era Matignon. El francés más joven era más alto que el comisario, vestía un traje de verano color gris carbón de corte impecable y llevaba gafas de color rosado. Su nombre era Philippe Oltramare. Ninguno de los dos hablaba muy bien alemán pero eso no era ningún problema, porque Kestner y Bomelburg hablaban francés.
El avión, un Siebel Fh 104A, puso en marcha los motores tan pronto como estuvimos a bordo, y pareció la señal para que todos, excepto yo, encendiesen un cigarrillo. Tras las lesiones que acababan de sufrir mis pulmones, el efecto de los cigarrillos era demasiado duro de soportar, y no pasó mucho tiempo antes de que un nuevo acceso de tos me sacudiese y obligase a los demás a apagar sus cigarrillos. Así que pude disfrutar de un vuelo sin humos hasta Biarritz, sin que se me irritaran los pulmones, pero jadeaba como el público ante una película porno.
La mayor parte de la conversación se desarrolló en francés, pero reconocí los nombres que se mencionaron en ella, entre ellos los de Rudolf Breitscheid, antiguo ministro del Interior alemán, y el doctor Rudolf Hilferding, antiguo ministro de Finanzas. Ambos hombres habían huido de Alemania tras la elección de Hitler. Le pregunté a Bomelburg por ellos.
– Creemos que los dos Rudolf se alojan en un hotel en Arlés -dijo-. El comisario que nos acompaña ya ha solicitado su detención, pero al parecer ha encontrado alguna resistencia local.
Me complació oír eso. Los dos Rudolf habían sido personajes importantes en el Partido Socialdemócrata alemán, al que yo había votado. Arrestar a un matón como Eric Mielke era una cosa; detener a Breitscheid y Hilferding, otra muy distinta.
– Confiamos en que la presencia física del comisario en Arlés ayude a superar cualquier obstáculo -añadió Bomelburg, y me mostró una lista con los nombres de otros hombres buscados. El nombre de Mielke aparecía en segundo lugar, debajo del nombre de Willy Muenzenberg, antiguo agente del Komintern y líder de los exiliados comunistas de Alemania. Los otros nombres no me resultaban familiares.
– No he podido evitar ver que este avión sólo tiene cinco asientos -le dije a Bomelburg-. ¿Cómo se supone que llevaré a mi prisionero de regreso a París?
– Depende. Si conseguimos arrestar a Grynszpan, a Mielke y unos cuantos más, primero tendríamos que conseguir que los franceses los entreguen a Vichy y después solicitar la extradición a través de la frontera. Al menos, eso es lo que cree el comisario Matignon. Por lo tanto, ha dispuesto que un abogado francés nos espere en el aeródromo de Biarritz.
– Esto está resultando más complicado de lo que suponíamos -se quejó Kestner-. Resulta que esta maldita comisión Kuhnt no podrá entrar en los campos hasta finales de agosto. Por supuesto, si esperamos tanto, esos cabrones comunistas judíos podrán escapar. Así que ahora mismo estamos pisando huevos. Ni siquiera se supone que estamos aquí.
El avión volaba en línea recta y durante los últimos cuarenta minutos del viaje, que duró poco menos de dos horas, sobrevolamos la costa francesa y el golfo de Vizcaya. Desde el aire la ciudad de Biarritz parecía exactamente lo que era: una lujosa ciudad de veraneo. Era un día caluroso y la playa estaba llena de personas que intentaban pasárselo bien a pesar del nuevo gobierno de ocupación. Yo no lo había pasado muy bien en aquel vuelo desde París. Hubo demasiadas turbulencias para permitirme disfrutar de la nueva experiencia de volar. Sin embargo, cuando vi el tamaño de las olas que morían en la franja ágata que formaba la playa, me alegré de no haber viajado en barco. Debajo de los acantilados que se unían a la arena, el océano era como la leche de un enorme capuchino espumoso. Sólo con mirarlo me sentía mareado, aunque probablemente esto tenía mucho que ver con lo que acababa de saber de los dos Rudolf. Eso sí que me provocaba náuseas.
– Comprendo lo de Muenzenberg -dije-. También lo de Grynszpan. Pero ¿por qué los Rudolf?
– Hilferding es uno de esos intelectuales judíos -respondió Bomelburg-. Por no mencionar el hecho de que, cuando era ministro de Finanzas, estaba aliado con los banqueros que contribuyeron a provocar la Gran Depresión. En cualquier caso, no es nuestro problema. Es un problema francés. Una prueba de la determinación del gobierno de Vichy de convertirse en aliado de Alemania. Será interesante ver qué pasa. ¿Por qué? ¿Tiene alguna objeción a que lo arresten?
Por un momento, el avión descendió como si fuera un ascensor averiado. Sentí que el estómago se me subía a la garganta. Estuve a punto de vomitar en el regazo del comandante. Buscó en su chaqueta y sacó una petaca.
– ¿Yo? No, sólo soy un poli anticuado. Miope. Veo todo tipo de cosas y nunca hago nada al respecto.
Bomelburg bebió un sorbo de la petaca y me lo ofreció.
– ¿Un trago?
– Es lo mejor que he oído desde que subí a esta paloma de lata.
En el aeropuerto de Bayona nos esperaban cuatro vehículos, seis soldados de las SS y un abogado francés. Los SS estaban de buen humor y sonreían como sonríen los hombres cuando acaban de ganar una guerra en menos de seis semanas. El abogado tenía la nariz grande, gafas gruesas y el pelo tan rizado que casi resultaba absurdo. Para mí tenía pinta de judío, pero nadie hizo preguntas. En cualquier caso, parecía inquieto y nervioso. Encendió un cigarrillo protegiéndose con la solapa de su chaqueta, para evitar que el viento apagase la cerilla, y el humo salió por la manga.
Era una auténtica caravana la que nos conducía al este desde Biarritz. Parecíamos salidos de las páginas de Hesíodo. Yo viajaba en el vehículo de delante y nos desplazábamos a toda velocidad, como si la belleza de la campiña francesa no significase nada para nosotros. A lo largo de la carretera vimos a muchos soldados franceses desmovilizados, mirándonos sin hostilidad ni entusiasmo. También vimos montones de material militar abandonado: fusiles, cascos, cajas de municiones, e incluso algunas piezas de artillería. Después de pasar por un pueblo llamado St-Palais, cruzamos la línea de demarcación de la Francia de Vichy. En aquel territorio, tan cerca de la frontera española, no parecían sentir mucho amor por los franceses, tal como el inspector jefe Oltramare, que hablaba alemán mejor de lo que yo había supuesto, me acababa de indicar.
– Estos cabrones odian más a los franceses que a los alemanes -comentó-. No hablan mucho francés. Tampoco hablan mucho español. Ni siquiera estoy seguro de que hablen vasco.
En varias ocasiones adelantamos a coches particulares cargados con equipajes que se dirigían hacia el este por la carretera principal hacia Toulouse.
– ¿Por qué huyen? -le pregunté a Oltramare-. ¿No se han enterado del armisticio?
Oltramare se encogió de hombros, pero cuando adelantamos al segundo coche, se inclinó y les preguntó a los ocupantes adónde iban; y cuando estos respondieron, asintió cortésmente y se persignó.
– Son de Biarritz -dijo-. Van a Lourdes. A rezar por Francia. -Sonrió-. Quizá para que ocurra un milagro.
– ¿No cree en los milagros?
– Oh sí. Por eso creo en Adolf Hitler. Él es el hombre que puede salvar Europa de la maldición del bolchevismo. Eso es lo que creo.
– Supongo que por eso firmó un tratado con Stalin -le recordé-. Para salvarnos a todos del bolchevismo.
– Por supuesto -afirmó Oltramare, como si tal cosa fuese evidente-. ¿No recuerda lo que pasó en agosto de 1914? Alemania confió en poder derrotar a Francia antes de que Rusia pudiese movilizarse y declarar la guerra. Cosa que no ocurrió. Ahora se repite la misma situación, sólo que el pacto Molotov-Ribbentrop ha permitido que atacar a Francia fuera mucho menos arriesgado que antes. Tome buena nota de mis palabras, capitán. Ahora que Francia está derrotada, la Unión Soviética, la verdadera enemiga de la democracia occidental, será la siguiente en caer.
En la pequeña ciudad de Navarrenx vimos unos cuantos carros de combate alemanes y un par de camiones de las SS, y nos detuvimos a saludar y compartir unos cigarrillos. Oltramare entró en una tienda a comprar cerillas y descubrió que no había. Ahí no había nada de nada: ni comida, ni verduras, ni vino, ni cigarrillos. Volvió al vehículo maldiciendo a los lugareños.
– Estoy seguro de que estos hijos de puta están escondiendo lo que tienen y esperan a que los precios suban para poder aprovecharse de nosotros.
– ¿Y usted no haría lo mismo? -pregunté.
Mientras él y yo hablábamos, un numeroso grupo de mujeres salió del ayuntamiento, y resultó que casi todas ellas eran internas alemanas del cercano campo de Gurs, adonde las habían traído desde otras ciudades de toda Francia. Estaban muy enojadas no sólo por las condiciones de vida en aquel lugar, sino también porque las obligaban a abandonar la zona bajo la amenaza de encerrarlas de nuevo como extranjeras enemigas. Por eso las SS se habían quedado en Navarrenx: para impedir que tal cosa sucediese. Un camión de las SS y una de las mujeres aceptaron guiarnos hasta el campo de Gurs, que según nos aseguraron, no era fácil de encontrar, para que pudiésemos localizar a las personas reclamadas. Mientras tanto el abogado francés, monsieur Savigny, inició una discusión con el comisario Matignon y el comandante Bomelburg acerca de la presencia de tropas de las SS en zona francesa.
– En mi opinión -le dijo Oltramare a Bomelburg después-, tendría que haber hecho fusilar a ese hombre. Sí, creo que hubiese sido lo mejor. Con toda franqueza, me sorprende que no hayan fusilado a unos cuantos más. Yo hubiese fusilado a muchos. En especial a las personas que estaban al mando de este país. Castigarlos hubiese sido un acto de clemencia. Dejarlos ir fue bárbaro y cruel. No sé por qué se molestan en trasladar prisioneros a Alemania cuando pueden fusilarlos aquí mismo, junto a la carretera, y ahorrarse un montón de tiempo y esfuerzo.
Fruncí el entrecejo y sacudí la cabeza ante esta demostración de fascismo pragmático.
– ¿Por qué está aquí, inspector jefe?
– Yo también estoy buscando a alguien -respondió, y se encogió de hombros-. A un fugitivo. Como usted, capitán. Durante la guerra civil española luché en el bando nacionalista. Tengo unas cuantas cuentas que ajustar con algunos republicanos.
– Quiere decir que es una cuestión personal.
– Cuando se trata de la guerra civil española, siempre es una cuestión personal, monsieur. Se cometieron muchas atrocidades. Mi propio hermano fue asesinado por los comunistas. Era sacerdote. Lo quemaron vivo en su propia iglesia, en Cataluña. El hombre que estaba al mando era un francés. Un comunista de Le Havre.
– ¿Y si lo encuentra, qué hará?
Oltramare sonrió.
– Lo arrestaré, capitán Günther.
No estaba muy seguro de eso. De hecho, no estaba seguro de nada cuando dejamos Navarrenx y nos dirigimos al sur, hacia Gurs. Los soldados de las SS que iban en el camión que ahora abría la marcha estaban cantando Sieg Heil Viktoria. Comenzaba a dudar de todo.
Mi chófer y el cabo que viajaba en el asiento delantero estaban más interesados en la mujer sentada al lado de Oltramare que en la canción. Se llamaba Eva Kemmerich, y su extrema delgadez hacía que su boca pareciera demasiado ancha y sus orejas demasiado grandes.
Tenía sombras como alas de murciélago debajo de los ojos y llevaba un pañuelo rosa en la cabeza para mantener ordenado el pelo. Parecía una goma en la punta de un lápiz. En Gurs, ella y las otras mujeres habían pasado momentos muy duros a manos de los franceses.
– Las condiciones eran brutales -explicó-. Nos trataron como a perros. Peor que a perros. Las personas hablan del antisemitismo alemán. Bueno, en mi opinión los franceses odian a todos los que no sean franceses. Alemanes, judíos, españoles, polacos, italianos, a todos los tratan igual de mal. Gurs es un campo de concentración, eso es lo que es, y los guardias son unos salvajes. Nos hacen trabajar como esclavos. Miren mis manos. Miren mis uñas. Están destrozadas.
Miró a Oltramare con un desprecio mal disimulado.
– Adelante -le dijo-. Mírelas.
– Las estoy mirando, mademoiselle.
– ¿Y bien? ¿Cuál es la razón de tratar de esa manera a los seres humanos? Usted es francés. ¿Cuál es la gran idea, franchute?
– No tengo ninguna explicación, mademoiselle, y no tengo ninguna excusa. Lo único que puedo decir es que antes de la guerra había cuatro millones de refugiados viviendo en Francia, procedentes de países de toda Europa. Es el diez por ciento de la población. ¿Qué podíamos hacer con tantas personas, mademoiselle?
– Madame -lo corrigió Eva-. Tenía una alianza, pero me la robó uno de sus guardias franceses. Tampoco podría llevarla en el dedo después de la dieta que he soportado. Mi marido está en otro campo. Le Vernet. Espero que allí las cosas sean mejores. Es muy difícil que puedan ser peores. ¿Sabe una cosa? Lamento que la guerra se haya acabado. Sólo desearía que nuestros muchachos hubiesen podido matar a muchos más franceses antes de que se vieran obligados a tirar la toalla. -Se inclinó hacia delante y tocó el hombro del cabo y el chófer-. Estoy orgullosa de vosotros, muchachos. Les habéis dado una paliza bien merecida a los franchutes. Pero si queréis ponerle la guinda a mi pastel, arrestad al criminal que está a cargo del campamento de Gurs y matadlo como el cerdo que es. Os diré más.
Me acostaré con cualquiera de vosotros dos que le meta un balazo en la cabeza a ese cabrón.
El cabo miró al chófer y sonrió. Me di cuenta de que la idea le resultaba atractiva, así que dije:
– Y yo mataré al que acepte la generosa oferta de esta señora. -Tomé su huesuda mano con la mía-. Por favor, no vuelva a hacerlo, Frau Kemmerich. Entiendo que ha pasado usted un mal momento, pero no puedo permitirle empeorar las cosas.
– ¿Empeorar? -Se mofó-. No hay nada peor que Gurs.
El campamento, situado en las estribaciones de los Pirineos, era mucho más grande de lo que había supuesto; se extendía sobre una superficie de casi un kilómetro cuadrado y estaba dividido en dos mitades. Una calle improvisada atravesaba el recinto y a cada lado había entre trescientas y cuatrocientas chozas de madera. No parecía haber instalaciones sanitarias o agua corriente, y el olor era indescriptible. Había estado en Dachau. La única diferencia entre Gurs y Dachau era que las vallas de alambre de espino de Gurs eran más pequeñas y no estaban electrificadas; y tampoco había ejecuciones. Por lo demás, las condiciones parecían más o menos las mismas. Y después de hacer formar a los hombres en medio del campamento para pasar revista, cuando pasamos entre los prisioneros, pudimos comprobar que las cosas allí estaban peor que en Dachau.
Los guardias eran gendarmes franceses, y empuñaban todos gruesos látigos de montar, aunque ninguno de ellos parecía poseer un caballo. Había tres isletas: A, B y C. El adjunto de la isleta C era un tipo que se parecía a Jean Gabin, pero con la boca afeminada y ojos pequeños e inexpresivos. Sabía dónde estaban los comunistas alemanes y, sin presentar ningún reparo a nuestras peticiones, nos condujo hasta una barraca ruinosa donde había cincuenta hombres. Cuando formaron ante nosotros en el exterior, pudimos ver que mostraban signos de desnutrición o enfermedad, y con frecuencia las dos cosas. Estaba claro que esperaban nuestra llegada, o la de alguien como nosotros, y tras negarse a pasar revista comenzaron a cantar La Internacional. Mientras tanto, el adjunto miró la lista de Bomelburg y, muy diligente, señaló con el dedo a algunos de los hombres buscados. Erich Mielke no era ninguno de ellos.
Mientras llevaba a cabo la selección, pude oír a Eva Kemmerich. Estaba de pie en nuestro vehículo, aparcado en la «calle», y gritaba insultos a algunos de los prisioneros que continuaban retenidos en el campo. Éstos y algunos gendarmes que estaban junto a la alambrada, en el lado de las mujeres, respondieron riéndose de ella y haciendo comentarios y gestos obscenos. La sensación de hallarme involucrado en una locura sin nombre aumentó cuando los internos de otra cabaña -el adjunto dijo que eran anarquistas franceses- comenzaron a cantar La Marsellesa, compitiendo con los que cantaban La Internacional.
Nos llevamos a siete hombres fuera del campo y los hicimos subir a los vehículos. Todos ellos levantaron los puños haciendo el saludo comunista y gritaron eslóganes en alemán y español a sus compañeros prisioneros.
Kestner me miró.
– ¿Habías visto alguna vez un sitio como éste?
– Sólo Dachau.
– Bueno, nunca había visto nada como esto. Tratar a las personas de esta manera, aunque sean comunistas, me parece repugnante.
– No me lo digas a mí. -Señalé al inspector jefe Oltramare, que conducía a un prisionero esposado a punta de pistola hacia los vehículos -. Díselo a él.
– Según parece, ha encontrado a su hombre.
– Me pregunto si encontraré al mío. Mielke.
– ¿No está aquí?
Sacudí la cabeza.
– Me refiero a que el cabrón bolchevique al que ando buscando estuvo a punto de arruinar mi carrera. En lo que a mí respecta, se lo tiene merecido.
– Seguro que sí. Todos se lo merecen. Cerdos comunistas.
– Tú eras comunista, ¿no, Paul? Antes de unirte al partido nazi.
– ¿Yo? No. ¿De dónde has sacado esa idea?
– Es que me parece recordar que hacías campaña por Ernst Thálmann en… ¿Cuándo fue? ¿En 1925?
– No seas ridículo, Bernie. ¿Es una broma? -Miró nervioso en dirección a Bomelburg-. Creo que el gas fosfeno te ha revuelto los sesos. De verdad. ¿Te has vuelto loco?
– No. Es más, tengo la impresión de que probablemente soy la única persona cuerda aquí.
A lo largo de aquel día, mi impresión no se alteró. Y aún acaecerían locuras mayores antes de que acabara la jornada.