Desde La Santé fui transferido a la pensión Verdin, en el 102 de la Avenue Victor Hugo, en los suburbios de Saint-Mande, a unos cinco minutos en coche al sur de La Piscina. Era un lugar tranquilo y cómodo, con suelos de parqué encerados, grandes ventanas, y un precioso jardín donde me sentaba al sol a esperar mi regreso a Alemania. La pensión era algo así como un piso franco y un hotel para miembros del SDECE o sus agentes, y había allí varios rostros que me resultaban familiares a raíz del tiempo que pasé en La Piscina; pero nadie me molestó. Incluso se me permitía salir -aunque seguido a distancia-, y pasé un día paseando en dirección al noreste, a lo largo del Sena, hasta la Île de la Cité y Notre-Dame. Era la primera vez que veía París sin la Wehrmacht por todas partes y centenares de carteles en alemán. Las bicicletas habían dado paso a un gran número de coches, lo cual no me permitía sentirme más seguro de lo que me había sentido como soldado enemigo en 1940. Pero gran parte de mis sentimientos no eran nada más que fruto de los nervios; la fiebre del cemento, después de pasar los últimos seis meses en una cárcel u otra: no podía dejar de sentirme prisionero, como si llevara una bola y una cadena. O de parecerlo. Tal vez por esa razón me llevaron a las Galeries Lafayette, en el Boulevard Haussmann, para que me comprase ropa. Sería una exageración decir que mis nuevas prendas me hacían sentir de nuevo como un ciudadano normal: había corrido demasiada agua bajo los puentes para que eso ocurriese; sin embargo, me sentía algo recuperado.
Como una vieja puerta a la que hubieran dado una nueva mano de pintura.
Los franceses no habían exagerado la dificultad de viajar a Berlín. La frontera interior alemana entre la Alemania Occidental y la Oriental -la frontera verde- había estado cerrada desde mayo de 1952, con las vías de comunicación entre los dos territorios completamente cortadas. El único lugar por donde los alemanes orientales podían pasar libremente al Oeste era en el propio Berlín; y entrar y salir de Alemania Oriental estaba restringido a unos pocos puntos a lo largo de una cerca muy vigilada y fortificada, cuyo paso más grande y más usado era el cruce de Helmstedt-Marienborn, en el límite de Lappwald. Sin embargo, primero tuvimos que ir a Hannover, en la zona de ocupación británica.
Salimos de la Gare du Nord en un tren nocturno: me acompañaban dos agentes franceses del SDECE. Ahora tenían nombre -nombre y pasaporte-, aunque parecía poco probable que fuesen sus nombres reales; yo también tenía un pasaporte -francés- a nombre de Sebastian Kléber, un viajante de comercio de Alsacia. El francés de las cejas usaba el nombre de Philippe Mentelin; el Insomne se llamaba a sí mismo Emile Vigée.
Teníamos un compartimiento para nosotros solos en un coche-cama, pero yo estaba demasiado excitado para dormir y cuando, nueve horas y media más tarde, el tren entró en la estación de Hannover, recé una pequeña plegaria de agradecimiento por estar de vuelta en Prusia. La estatua ecuestre del rey Ernesto Augusto todavía estaba delante de la estación, y el ayuntamiento, con sus tejados rojos y cúpulas verdes, se parecía mucho al que yo recordaba, pero, en muchos aspectos, la ciudad era muy diferente. La Adolf Hitler Strasse ahora era la Bahnhofstrasse; Horst Wessel Platz era la Königsworther Platz; y la Ópera ya no estaba en la Adolf Hitler Platz sino en la Opern Platz. La Aegidienkirche en la esquina de la Breite Strasse ahora estaba en ruinas, cubierta de ortigas y la habían dejado como un monumento para recordar a los que habían muerto en la guerra. En todo lo demás, la ciudad me resultaba irreconocible. Una cosa sin embargo no había cambiado: se decía que el alemán más puro se hablaba en Hannover; y desde luego, así era como me sonaba.
El piso franco estaba al este de Hannover, en una gran zona boscosa llamada Eilenriede, en la Hindenburg Strasse, cerca del zoológico. La casa era un edificio grande con un pequeño jardín. Tenía un tejado rojo con mansardas y una torre octogonal en una esquina con una cúpula de acero plateado. En esta torre se encontraba mi habitación, y aunque la puerta no estaba cerrada, me costaba librarme de la impresión de seguir siendo un prisionero. Sobre todo cuando le mencioné a Emile Vigée que había visto a dos hombres de aspecto sospechoso desde mi punto de observación, que se parecía a la torre de Rapunzel.
– Mire, allí -le dije, invitándolo a acercarse a la ventana de mi habitación-. En la Erwinstrasse, ¿los ve?
Asintió.
– Aquellos dos hombres del Citroën negro -añadí-. Llevan allí por lo menos una hora. De vez en cuando uno de ellos sale, se fuma un cigarrillo, y mira hacia aquí. Estoy seguro de que va armado.
– ¿Cómo puede saberlo desde aquí?
– Es un día caluroso, pero lleva abrochados los tres botones de la chaqueta. Y a menudo se acomoda algo en el pecho.
– Tiene muy buena vista, monsieur Kléber.
Cada vez que Vigée me hablaba me llamaba Kléber o Sebastian, para acostumbrarme a oír este nombre.
– Yo era poli, ¿se acuerda?
– No tiene de qué preocuparse. Son de los nuestros. Es más, ellos lo acompañarán a Berlín y lo traerán aquí antes de ir a Göttingen y Friedland. Ambos son alemanes y han hecho este viaje muchas veces; por lo tanto no tendría que haber ningún problema. Trabajan para el VdH aquí, en Hannover. -Consultó su reloj-. Les invité a que viniesen a cenar esta noche. Para que usted tuviese la oportunidad de conocerlos. Han llegado un poco temprano, eso es todo.
Fuimos a cenar al cercano Stadt Halle, el antiguo Hermann Göring Stadt Halle: un gran edificio redondo que recordaba un poco al Gordo Hermann en persona. Con el tejado verde, el lugar era mitad sala de conciertos y mitad carpa de circo, pero, según Vigée, también era un buen restaurante.
– No es tan bueno como los de París, por supuesto -señaló-, pero no está mal para Hannover. Con una carta de vinos muy razonable. -Se encogió de hombros-. Supongo que por eso le gustaba a Göring, ¿no?
Cuando llegamos a cenar, los demás clientes ya se marchaban para ir al concierto del viernes por la noche, y decidí que los franceses sin duda lo habían calculado de esa manera para que pudiésemos hablar sin miedo a ser escuchados. La música ayudó, por supuesto. Era la Tercera Sinfonía, la Escocesa, de Mendelssohn.
A los dos franceses les decepcionó la comida, pero a mí, después de meses de comer en la cárcel, me pareció exquisita. Mis dos compatriotas también tenían mucho apetito, y eran muy poco habladores. Vestían trajes grises para hacer juego con su piel gris. Ninguno de los dos era muy alto. Uno tenía el pelo rubio brillante, sin duda teñido. El otro quizá parecía haber salido de una botella; bebió muchísimo, aunque eso no pareció afectarle en absoluto. El rubio se llamaba Werner Grottsch, y el otro se hacía llamar Klaus Wenger. Ninguno de los dos parecía interesado en saber nada de mí. Tal vez Vigée ya les habría informado, pero también era muy probable que supieran que más les valía no hacer preguntas, en cuyo caso les devolví el cumplido, y tampoco les hice ninguna pregunta.
Por fin, Vigée llevó la conversación al verdadero propósito de nuestro encuentro.
– Sebastian no ha cruzado la frontera antes -dijo-. Al menos no desde la implantación del régimen especial de la República Democrática Alemana. Wenger, quizá quiera usted explicarle lo que pasará mañana. Viajará en un coche con matrícula diplomática francesa. Aun así, siempre es útil saber cómo comportarse y qué se puede esperar.
Grottsch asintió cortésmente, apagó el cigarrillo, se inclinó y unió las manos, como si se dispusiera a dirigir una plegaria.
– Se llama régimen especial porque las medidas tienen la intención de disuadir a los espías, los terroristas, los contrabandistas y los disidentes. En otras palabras, a las personas como nosotros. -Sonrió ante su propio chiste-. Cruzaremos por el puesto de control Alfa. En Helmstedt. Es el paso fronterizo más grande y más frecuentado, porque se encuentra en el camino más corto entre Alemania Occidental y Berlín Occidental. Son ciento ochenta y cinco kilómetros a través de Alemania Oriental hasta Berlín. La carretera discurre por un pasillo flanqueado por alambradas que está muy vigilado. Es un poco como la tierra de nadie, si la recuerda, y casi igual de peligrosa, así que, si tenemos una avería, por ningún motivo salga del coche. Esperaremos a que lleguen los de ayuda en carretera, no importa cuánto tarden. Si baja del coche corre el riesgo de que le disparen, y a las personas les disparan. La policía de frontera -los Grepos- son de gatillo fácil. ¿Me he explicado con claridad?
– Ha sido usted muy claro, Herr Grottsch. Muchas gracias.
– Bien. -Grottsch ladeó la cabeza y asintió para mostrar su agradecimiento-. Qué placer, volver a escuchar a Mendelssohn sin tener que preocuparse por parecer un antipatriota.
– Era alemán, ¿no? -dije-. De Hamburgo.
– No, no -me corrigió Grottsch-. Mendelssohn era judío.
Wenger asintió y encendió un cigarrillo.
– Así es -afirmó-. Lo era. Un judío de Leipzig.
– Por supuesto -continuó Grottsch-, entrar es una cosa. Salir es otra muy distinta. Fosos de inspección, espejos, incluso hay una funeraria para registrar los ataúdes y comprobar si el ocupante que quiere ser enterrado en Alemania Occidental está muerto de verdad. Ni siquiera Mendelssohn podría salir en estos días sin la documentación adecuada. Y lleva muerto desde hace cien años.
– Su amiga -dijo Wenger-. Fraulein Dehler. Le agradará saber que todavía vive en la misma dirección. Pero ya no es modista. Ahora regenta un cabaret llamado The Queen, en Auguste-Viktoria Strasse.
– ¿Es un lugar decente?
– Todo lo decente que puede ser.
Helmstedt era una atractiva y pequeña ciudad medieval con torres de colores brillantes y unas iglesias poco habituales. El ayuntamiento tenía el aspecto de un enorme órgano de catedral. El edificio de ladrillos de la universidad parecía un cuartel. Me hubiera gustado conocer mejor la ciudad, pero mis dos compañeros tenían prisa por pasar el puesto de control Alfa para que pudiésemos llegar a Berlín antes del anochecer. No podía culparles por ello. Desde Marienborn, llegar a Berlín era un viaje de tres horas a través de un poco hospitalario paisaje de alambres de espino y, al otro lado de la alambrada, hombres con perros, y minas. Pero nada comparable con los nada hospitalarios rostros de los Grepos en el punto de control Alfa. Con sus botas de montar, cinturones cruzados, y largos abrigos de cuero, la policía de frontera me recordaba mucho a las SS, y las grandes cabañas de madera de las que salían se parecían mucho a las de un campo de concentración. Las esvásticas habían desaparecido, reemplazadas por las estrellas rojas y la hoz y el martillo, pero todo lo demás provocaba la misma sensación, excepto por una cosa. El nazismo nunca me había parecido tan permanente como esto; ni tan concienzudo.
Grottsch y Wenger se turnaban en la conducción, y el trayecto era bastante recto; si conducías en dirección al este por la A2 durante el tiempo suficiente, llegabas a Berlín. Sin embargo, continuaban reacios a hacer preguntas, como si los franceses les hubiesen advertido contra las respuestas. Así que cuando abríamos la boca sólo hablábamos de temas intrascendentes, como el tiempo, el paisaje, el Citroën comparado con el Mercedes, la vida en la República Democrática Alemana y, a medida que nos acercábamos a nuestro destino, de las cuatro potencias y su continuada ocupación de la antigua capital alemana, que a ninguno de nosotros nos gustaba. Ni que decir tiene que pensábamos que los rusos eran lo peor de todo, pero pasamos por lo menos una hora discutiendo cuál de los otros tres ejércitos ocupantes merecería la medalla de plata. Al parecer, mis colegas eran de la opinión de que los británicos tenían los mismos defectos que los americanos -arrogancia e ignorancia- y ninguna de sus virtudes -el dinero-, que hacía que fuese más fácil tolerar la arrogancia y la ignorancia. Decidimos que los franceses eran sencillamente los franceses: no había que tomarlos en serio, y por lo tanto estaban por debajo de cualquier desprecio real. Yo tenía mis dudas acerca de los británicos, y si aún me quedaba alguna duda sobre mi profundo rechazo hacia los americanos, muy pronto se disiparon. Justo en el sudoeste de Berlín, en el cruce de Dreilinden para entrar en la ciudad por Zehlendorf, nos obligaron a parar para examinar de nuevo nuestros documentos; y al entrar en la zona americana aparcamos el coche y entramos en una tienda para comprar cigarrillos. Yo estaba habituado a ver, y fumar, tabaco de marcas americanas. Pero la abundancia de marcas americanas en la tienda me dejó de piedra. Cereales de desayuno Chex, pasta dentífrica Rexall, café descafeinado Sanka, cerveza Ballantine, whisky Oíd Sunnybrook Kentucky, comida para perros Dash, zumos de frutas Jujyfruits, pizzas Appian Way, Pream, Nescafé y 7Up. Podías estar de vuelta en Berlín, pero no te dabas cuenta.
Entramos en el sector francés y nos dirigimos al piso franco de la Bernauer Strasse, que daba al sector ruso, que es como decir que los franceses controlaban la acera norte y los rusos la sur. No tenía mucha importancia. Aunque aquello no se parecía al Berlín que yo recordaba -en el lado soviético de la calle los edificios bombardeados permanecían en la más completa ruina-, el olor y las sensaciones seguían siendo casi iguales: cínica y chusca, quizá más chusca que nunca. En mi cabeza y mi corazón una orquesta del tamaño de una división interpretaba Berliner Luft, y yo aplaudía y silbaba en los lugares adecuados, como un auténtico ciudadano. En Berlín no importaba ser alemán -Hitler y Goebbels nunca lo entendieron-; lo primero era ser un berlinés y decirle a cualquiera que intentase cambiarlo que se fuese al infierno. Estábamos seguros de que algún día nos libraríamos también de todos ellos. De los «ivanes», los Tommies, los Franzis y sí, también de los yanquis. Siempre cuesta más desprenderse de los amigos que de los enemigos; sobre todo cuando creen que son buenos amigos.
Al día siguiente los dos alemanes me acompañaron a la Motzstrasse, en el sector americano.
Nos detuvimos delante del número veintiocho. El edificio estaba en mucho mejor estado que la última vez que había estado allí. Para empezar, lo habían pintado de un amarillo canario; había muchas ventanas con tiestos de geranios; y delante de la pesada puerta de roble alguien había plantado un limero. Toda la zona parecía más próspera. Al otro lado de la calle había una lujosa tienda de porcelanas y debajo del apartamento de Elisabeth en la primera planta había un restaurante caro llamado Kottler's, donde mis dos escoltas decidieron esperarme.
La puerta principal estaba abierta. Subí las escaleras, toqué el timbre y escuché. La música procedente del interior del apartamento de Elisabeth cesó. Un momento más tarde se abrió la puerta y allí estaba ella, delante de mí. Siete años mayor y por lo menos cinco kilos más. Antes había sido morena. Ahora rubia. Los kilos le sentaban mejor que el color del pelo, que no hacía juego con sus ojos castaños muy abiertos, pero a mí no me importó porque habían pasado seis meses desde la última vez que había hablado con una mujer, y mucho menos con una mujer en bata. La visión de Elisabeth vestida de esa manera me hizo recordar tiempos más inocentes, antes de la guerra, cuando el sexo todavía parecía una proposición práctica.
Se quedó boquiabierta y parpadeó con intención, como si de verdad no pudiera creer lo que estaba viendo.
– Oh Dios mío, eres tú -exclamó-. Temía que hubieses muerto.
– Lo estaba. La vida eterna tiene sus ventajas, pero es sorprendente lo rápido que te aburres. Así que aquí estoy de nuevo. De regreso en la ciudad de la caoba y la marihuana.
– Pasa, pasa. -Me hizo entrar, cerró la puerta y me abrazó con cariño-. No tengo marihuana -añadió-, pero tengo un buen café. O algo más fuerte.
– El café ya está bien. -La seguí por el pasillo y entré en la cocina-. Me gusta lo que has hecho con este lugar. Lo has amueblado. La última vez que estuve aquí creí que lo habías vendido todo. A los americanos.
– No todo. -Elisabeth sonrió-. Nunca vendí eso. Muchas lo hicieron. Pero yo no. -Comenzó a preparar el café y luego dijo-: ¿Cuánto tiempo ha pasado?
– ¿Desde que estuve aquí por última vez? Seis o siete años.
– Parecen muchos más. ¿Dónde has estado? ¿Qué has estado haciendo?
– Nada que importe ahora. El pasado. Ahora lo único que cuenta es el presente. Todo lo demás es irrelevante. O al menos, eso me parece.
– ¿De verdad estuviste muerto?
– Ajá.
Preparó el café y me condujo a una pequeña y cómoda sala de estar. Los muebles eran sólidos pero anodinos. Fuera, las hojas de color cobre de un tilo protegían la ventana del brillante sol otoñal. Me sentía como en casa. Más en casa de lo que me había sentido en cualquier otro lugar.
– No veo la máquina de coser -comenté.
– Ya no hay mucha demanda para una modista -respondió-. Al menos, no en Berlín. No después de la guerra. ¿Quién se puede permitir esas cosas? Ahora regento un club llamado The Queen. En el número 26 de Auguste-Viktoria Strasse. Pásate por allí cuando quieras. Hoy no, por supuesto. Cerramos los domingos. Por eso estoy aquí.
– ¿Hoy es domingo? No lo sabía.
– Muerto y recién resucitado. Parece poco respetable. Pero el club lo es. Quizá demasiado respetable para un hombre como tú, pero es lo que los clientes quieren en la actualidad. Ya nadie quiere al viejo Berlín. Con los clubes de sexo y las putas.
– ¿Nadie?
– De acuerdo. Los americanos no parecen quererlos. Al menos no de forma oficial.
– Me sorprendes. En Cuba nunca había bastantes clubes de sexo. Todas las noches había una larga cola delante del más famoso de todos, El Shanghai.
– No sé en Cuba, pero aquí tenemos algunos americanos muy luteranos. Esto es Alemania, después de todo. Es como si creyesen que los rusos pudiesen utilizar cualquier señal de depravación como una excusa para invadir Berlín Occidental. Parecen desear que la Guerra Fría sea lo más fría posible para todos los involucrados en ella. ¿Sabías que te pueden detener por tomar el sol desnudo en los parques?
– A mi edad ya no me preocupa. -Bebí un sorbo de su café y asentí para mostrar mi aprobación.
Elisabeth encendió un cigarrillo.
– Así que fuiste tú. La persona que me envió aquel dinero desde Cuba. Me dije que debías haber sido tú.
– En aquel momento tenía más que suficiente para dar.
– ¿Y ahora?
– Ahora estoy poniendo en orden las cosas.
– No tienes aspecto de alguien que acaba de volver de tomar el sol.
– Como te he dicho, a mi edad ya no soy partidario de tumbarme al sol.
– A mí me encanta hacerlo. Siempre que puedo. Después de todo, con los inviernos que tenemos… ¿Qué clase de cosas estás poniendo en orden?
– Las de Berlín.
– Vaya. Eso suena sospechoso. Ésta solía ser la ciudad de las putas. Y tú no tienes pinta de puta. Ahora es la ciudad de los espías. Así que… -Se encogió de hombros y bebió un sorbo de café.
– Espero que sea por eso que no les gustan las chicas de placer y los clubes de sexo. Porque quieren que sus espías sean honestos. En cuanto a tomar el sol desnudo, bueno, es difícil ser algo que ya no eres cuando te quitas la ropa.
– Lo tendré en cuenta. Tenemos muchísimos espías en el club. Espías americanos.
– ¿Cómo lo sabes?
– Son los que no visten uniforme.
Bromeaba, por supuesto. Pero eso no significaba que no fuese verdad. Eché una mirada a la radio, del tamaño de un armario, de la cual emanaba un bajo murmullo.
– ¿Qué es eso que casi estamos escuchando?
– RSA -respondió.
– No conozco la emisora. No conozco ninguna de las emisoras de Berlín.
– Corresponde a Radio en el Sector Americano. -Lo dijo en inglés. En un inglés muy correcto-. Siempre escucho la RSA los domingos por la mañana. Me ayuda a mejorar mi inglés.
Hice una mueca. En la mesa había un ejemplar del Die Neue Zeitung.
– Emisora de radio americana. Periódicos americanos. Algunas veces creo que hemos perdido algo más que una guerra.
– No son tan malos. ¿Quién paga tu alquiler?
– El VdH.
– Por supuesto. Tú también fuiste prisionero, ¿no?
Asentí.
– Hace un par de años fui a una de esas exposiciones montadas por el VdH -comentó-. Sobre las experiencias de los prisioneros de guerra. Habían reconstruido un campo de prisioneros de guerra soviético, con la torre de vigilancia de madera y una cerca de alambre de espinos de cuatro metros de altura.
– ¿Había una tienda de regalos?
– No. Sólo un periódico.
– Der Heimkehrer.
– Sí.
– Es un periodicucho. Entre otras cosas, la dirección del VdH cree que las personas libres no pueden renunciar en principio a la protección de un nuevo ejército alemán.
– ¿Pero tú no te lo crees?
Sacudí la cabeza.
– No es que no crea que el servicio militar no sea una buena idea. En principio. -Encendí un cigarrillo-. Sólo que no confío en que nuestros aliados occidentales no nos utilicen como carne de cañón en una nueva guerra, si algún lunático general confederado cree que se puede luchar en territorio alemán y mantenerse a salvo. Quiero decir que aquí estamos muy lejos de Estados Unidos. Pero en realidad nadie puede ganar. Ni nosotros ni ellos.
– Mejor rojo que muerto, ¿eh?
– No creo que los rojos quieran la guerra más de lo que la queremos nosotros. Sólo son hombres que combatieron en la última guerra, por no mencionar la anterior, y saben muy bien cuántas vidas humanas se desperdiciaron. Y cuántos camaradas fueron sacrificados sin necesidad. La gente solía hablar de la guerra falsa. ¿Lo recuerdas? En 1939. Si me lo preguntas, esta guerra, la Guerra Fría, es la guerra más falsa de todas. Un invento de los servicios de inteligencia para asustarnos y mantenernos a raya.
– Hay un camarero en el club -dijo ella- que estaría en desacuerdo contigo. También es un antiguo prisionero de guerra. Regresó el año pasado, todavía como un nazi furibundo. Odia a los bolcheviques. -Sonrió con ironía-. No es que yo los aprecie mucho, por supuesto. Bueno, tú recordarás cómo era entonces, cuando el Ejército Rojo entró en Berlín con la polla dura por las mujeres alemanas. -Hizo una pausa-. Tuve un bebé. ¿Te lo había dicho alguna vez?
– No.
– Bueno, el bebé murió, así que no parece importante, creo. Enfermó de meningitis y la penicilina que utilizaron para tratarla resultó ser falsa. Dios, eso fue en febrero de 1946. Me alegra decir que atraparon a los hombres que la vendían. No es que importe de verdad. La fabricaban en Francia, con glucosa y colorete disueltos en ampollas de penicilina. Y cuando te enterabas de que era falsa, ya era demasiado tarde. -Sacudió la cabeza-. Resulta difícil recordar cómo eran las cosas en aquellos tiempos. Las personas hacían o vendían lo que fuese para conseguir dinero.
– Lo siento.
– No lo hagas, cariño. Todo eso pasó hace mucho tiempo. Además, incluso después de tener el bebé, nunca estuve segura de quererlo.
– Dadas las circunstancias, no tiene nada de sorprendente -opiné-. Nunca me lo habías dicho antes.
– Tú tenías tus propios problemas, ¿no? -Se encogió de hombros-. Ésa fue la verdadera razón por la que nunca vendí mi cuerpo a los americanos. Fui violada por una banda. Eso te quita el apetito sexual para una buena temporada. Cuando volví a sentir cierta inclinación hacia eso ya era demasiado tarde. Ya estaba más o menos para vestir santos.
– Tonterías.
– En cualquier caso, ya era demasiado tarde para encontrar un marido. Todavía hay escasez de hombres alemanes, por si no te habías dado cuenta. La mayoría de los buenos estaban en los campos de prisioneros soviéticos, o en Cuba.
– Estoy seguro de que no es verdad. Eres una mujer muy guapa, Elisabeth.
Ella me cogió la mano y la apretó.
– ¿De verdad lo crees, Bernie?
– Por supuesto que sí.
– Claro que ha habido hombres. No me quedé aislada del todo, es verdad. Pero no era como antes. Nada lo es, por supuesto. Pero… hubo un americano que trabajaba para el Departamento de Estado en el HICOG, en el recinto del cuartel general, en Saargemünder Strasse. Pero volvió a casa, con su mujer e hijos, en Wichita. Después hubo otro tipo, un sargento, que dirigía el Club 48; el club para suboficiales del ejército estadounidense. Fue él quien me ayudó a conseguir el trabajo en The Queen. Antes de marcharse a casa. Eso fue hace seis meses. Mi vida. -Se encogió de hombros-. No es exactamente Effi Briest, ¿verdad? Oh, me va bien en el club. El salario es bueno. Los clientes se comportan. Dejan buenas propinas, se lo reconozco a los americanos. Les gusta mostrar su aprecio. No son como los británicos. Los más avaros del mundo. Joder, incluso los franceses dan mejores propinas que los británicos. Nadie creería que ganaron la guerra, siendo tan avaros con su dinero. Dicen que incluso las trampas para ratones están vacías en el sector británico. Te aseguro que estoy de parte de ese tipo, Nasser. Y cuando Uruguay derrotó a Inglaterra creo que me sentí mucho más feliz que cuando Alemania Occidental ganó la copa.
– Ahora que hablas de Alemania Occidental, Elisabeth, ¿vas allí alguna vez?
– No. Tendría que cruzar la Frontera Verde. No me gusta hacerlo. Sólo fui en una ocasión. Me sentí como una delincuente en mi propio país.
– ¿Y a Berlín Oriental? ¿Sueles ir por allí?
– A veces. Pero cada vez hay menos razones para hacerlo. No hay gran cosa para quienes vivimos en Berlín Occidental. Poco antes de que Jimmy, mi sargento americano, regresase a Estados Unidos, fuimos a dar una vuelta por el viejo Berlín. Quería comprar una cámara, y aún se pueden adquirir cámaras por poco dinero en Berlín Oriental. Compramos una, pero no en una tienda sino en el mercado negro. En única tienda que visitamos, un gran almacén que los comunistas llaman HO, tenían muy poca cosa. Tan pronto como lo vi comprendí por qué aparecieron tantos alemanes orientales por aquí el año pasado para conseguir paquetes de comida. Y por qué regresaron tan pocos.
– No dirías que es peligroso hacerlo, ¿verdad?
– ¿Para alguien como yo? No. Pero de vez en cuando lees que los soviéticos han secuestrado a alguna persona. Le inyectan algo y luego la meten en un coche. Supongo que, si eres alguien importante, puede pasarte. Claro que no irías allí si fueses alguien así, ¿no? En cualquier caso, no se me ocurriría que tú quisieses cruzar al sector ruso. Y menos después de haber escapado de un campo de prisioneros de guerra.
– Mira, Elisabeth, no queda nadie en Berlín en quien pueda confiar de verdad. Es más, diría que ni siquiera queda nadie a quien conozca. Y necesito un favor. Si conociese a alguien más, se lo pediría.
– Adelante, puedes pedírmelo.
Le entregué un sobre.
– Confiaba en que pudieses entregar esto. Me temo que no sé la dirección correcta y pensé… bueno, pensé que podrías ayudarme. Por los viejos tiempos.
Ella miró el nombre en el sobre y permaneció en silencio por un momento.
– No tienes que hacerlo -dije-. Pero me ayudaría muchísimo.
– Por supuesto que lo haré. Sin ti, y aquel dinero que me enviaste, no sé cómo hubiese podido quedarme en este lugar. De verdad que no lo sé.
Acabé mi café y luego mi cigarrillo. Debí dar la impresión de que me disponía a marchar, porque ella preguntó:
– ¿Te volveré a ver?
– Sí, sólo que no estoy seguro de cuándo. Por el momento no vivo en Berlín. En un futuro previsible estaré alojado en Göttingen. -Pareció extrañada al oírlo, así que se lo expliqué-: Con el VdH. Göttingen está cerca del campo de tránsito de Friedland para los prisioneros de guerra que regresan. Pasan un par de días allí, y les proporcionan comida, ropa y atención médica. También les entregan los certificados de baja del ejército, necesarios para obtener el permiso de residencia, una cartilla de racionamiento de comida y un pase de viaje para volver a casa.
– Pobres diablos -dijo ella-. ¿Hasta qué punto fue todo tan malo?
– No he venido hasta aquí para explicarle a una mujer de Berlín qué es el sufrimiento -respondí-. Pero quizá, por esa misma razón, sabremos cómo y dónde encontrarnos el uno al otro.
– Eso me gustaría.
– ¿Tienes teléfono?
– Aquí no. Si quiero hacer una llamada puedo utilizar el teléfono del club. Si alguna vez necesitas ponerte en contacto conmigo, es la mejor forma de hacerlo. Si no estoy, tomarán nota del mensaje. -Cogió un lápiz y papel y anotó el número: 24-38-93.
Guardé el número en mi billetero vacío.
– Por supuesto, también puedes escribirme aquí. Tendrías que haberme escrito para hacerme saber que venías. Hubiese preparado algo. Un pastel. Y no te hubiese recibido en bata. Tendrías que haberme enviado tu dirección en Cuba. Para que hubiese podido escribirte y darte las gracias.
– Eso hubiese sido un poco difícil -confesé-. Vivía bajo un nombre falso.
– Oh -dijo ella, como si nunca se le hubiese ocurrido la idea-. ¿No estarás metido en algún lío, verdad, Bernie?
– ¿Líos? -Sonreí con ironía-. La vida es un lío. Sólo los ingenuos y los jóvenes imaginan que es otra cosa. Es un lío averiguar si somos capaces de enfrentarnos a la tarea de seguir con vida.
– Porque si estás en problemas…
– Detesto pedirte otro favor.
Ella cogió mis manos, besó mis dedos, uno tras otro.
– ¿Cuándo te va entrar en esa gruesa cabezota prusiana que estoy dispuesta a ayudarte en todo lo que pueda?
– De acuerdo. -Después de pensármelo por un momento, cogí su papel y el lápiz y comencé a escribir-. Cuando vayas al club, quiero que hagas una llamada a este número en Múnich. Pregunta por el señor Kramden. Si el señor Kramden no está, dile a quien se ponga que le volverás a llamar dentro de dos horas. No dejes tu nombre ni tu número, sólo diles que quieres dejar un mensaje de Carlos. Cuando consigas hablar con Kramden, dile que estaré alojado con mi tío François en Göttingen, en la pensión Esebeck, durante unas semanas, hasta que reciba la visita de monsieur Voltaire, que llegará en tren desde Cherry Orchard. Dile al señor Kramden que, si él y sus amigos necesitan ponerse en contacto conmigo, iré a la iglesia de San Jacobo todos los días que esté en Göttingen alrededor de las seis o las siete de la tarde; y que busquen un mensaje debajo del primer banco.
Ella miró mis notas.
– Lo puedo hacer. -Asintió con firmeza-. Göttingen es una bella ciudad. Lo que Alemania solía parecer antes. A menudo he pensado que sería bonito vivir allí.
Sacudí la cabeza.
– Tú y yo, Elisabeth, somos berlineses. No estamos hechos para vivir en un cuento de hadas.
– Supongo que tienes razón. ¿Qué harás después de Göttingen?
– No lo sé, Elisabeth.
– A mi me parece -dijo ella-, que si no conoces a nadie más en Berlín, o no puedes confiar en nadie, deberías sentirte libre de venir y vivir aquí. Como hiciste antes. ¿Lo recuerdas?
– ¿Por qué crees que te envié aquel dinero desde Cuba? No lo he olvidado. Últimamente recuerdo muchas cosas del pasado. Al contarle mi historia a, bueno, no importa a quién. Hay muchas cosas que preferiría olvidar. Pero aquello no lo he olvidado. Puedes estar segura. Nunca me olvidé de ti.
Por supuesto, no lo había contado todo en Landsberg. Al fin y al cabo, un hombre debe mantener sus propios secretos, sobre todo cuando habla con la CIA.
Los agentes especiales Scheuer y Frei podrían haber abierto un expediente con el nombre de Elisabeth Dehler si les hubiese contado todos los detalles sobre lo que pasó en aquel tren que me llevó desde el campo de plenis en Johanngeorgenstadt a Dresde y más tarde a Berlín, en 1946.
No había querido que la molestasen, así que no les mencioné el hecho de que la dirección escrita en aquel sobre con varios centenares de dólares que me había dado Mielke era la dirección de Elisabeth.