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FRANCIA, 1940

En el verano de 1940 se estaba muy bien. No había mejor lugar para respirar el aire que París. Sobre todo si además tenía a mi disposición a aquella pequeña doncella del Hotel Lutétia para mantenerme entretenido. No es que me aprovechase de ella. Es más, era bastante escrupuloso en lo que se refería a Renata. Era una de las maneras de convencerme a mí mismo de que no era una rata, tal como el color gris de campaña que mi uniforme parecía sugerir. Me refiero a que esto no es el sermón de Oneguin. La deseaba. Y por fin la tuve. Pero me tomé mi tiempo. Del mismo modo en que actúas cuando te gusta tanto lo que hay entre las orejas de una muchacha como deseas lo que tiene entre sus piernas. Cuando ocurrió, fue algo moldeado por un motivo superior al simple deseo. Aunque no fuera precisamente por amor. Ninguno de los dos quería casarse. Pero hubo romance: el cortejo, el deseo, el miedo y el terror. Sí, hubo miedo y terror, porque Renata siempre supo que me iría, y que mataría al dragón del extintor de incendios tan pronto como supiese por qué había querido matarme. Mientras estuve en el sur de Francia, Renata había registrado la habitación de Willms y lo siguió en varias ocasiones, para descubrir que cenaba en Maxim's casi todas las noches. Con el sueldo de un general esto ya hubiese sido algo inusual, pero para un simple teniente resultaba casi milagroso, de modo que decidí visitar el restaurante en persona, con la intención de detectar alguna pista de por qué había intentado matarme. En este aspecto tuve la suerte de que Maxim's estuviese dirigido por Otto Horcher, propietario de un restaurante en Berlín-Schöneberg. En la primavera de 1938, Otto había sido mi cliente cuando yo dirigía una empresa de éxito como investigador privado. Trabajé de modo encubierto como camarero en su local durante un par de semanas para descubrir quién le estaba robando. Resultó que todos le robaban, pero había un hombre, el mayordomo, que le robaba más que todos los demás juntos. Después de aquello nos hicimos amigos y, pese a que era nazi y buen amigo de Göring -razón por la que le encargaron dirigir el más famoso restaurante de París-, siempre podía contar con él para que me reservara una mesa cuando necesitaba impresionar a alguien, porque después del Borchartt, el Horcher era el mejor restaurante de Berlín.

Maxim's estaba en la Rue Royal, en el distrito octavo, y era un templo del Art Nouveau, con terciopelos rojos y una gran cocina. Aparcados en el exterior había varios coches del alto mando alemán, pero no necesitabas ser alemán para comer en Maxim's. Cuando fui con Renata, Pierre Laval, uno de los principales políticos de Vichy, estaba allí; y también Fernand de Brinon. Lo único que necesitabas era dinero -un montón de dinero- y algunas tabletas de bismuto. En 1940, Maxim's era un buen lugar para los hombres y mujeres que sabían lo que querían y cómo conseguirlo sin importarles el precio. Es probable que todavía siga siéndolo.

Entramos y nos acompañaron sin más a una mesa, o al menos de la manera más sencilla que el untuoso y adulador camarero fue capaz de conseguir.

– ¿Te lo puedes permitir? -preguntó Renata, que miraba el menú con los ojos como platos.

– Me hace sentir joven de nuevo -respondí-. En aquella época me sentía tan pobre.

– ¿Entonces qué hacemos aquí?

– Buscamos la única cosa que no está en el menú. Información.

– ¿Sobre tu amigo Willms?

– ¿Sabes?, si continúas diciendo que es mi amigo, aunque sea en broma, voy a tener que demostrarte lo mucho que me desagrada.

Ella tembló visiblemente.

– No, por favor. No quiero saberlo. -Echó una ojeada al restaurante-. No lo veo por aquí. -Casi dio un brinco al ver a Laval-. En cualquier caso, tendría que estar. Hay más serpientes aquí que en toda África.

– No sabía que hubieras viajado tanto.

– No, pero he viajado. Es obvio que tú nunca has estado en África.

– Comienzo a creer que me he equivocado contigo, Renata. Tenía la pintoresca idea de que eras la chica de al lado.

– Donde viven mis padres, en Berna, si alguna vez conoces a la chica de al lado, sabrás por qué vine a París.

Llegó el jefe de sala con dos cartas y con más aires que un profesor de aeronáutica. A Renata le pareció un poco intimidatorio. A mí ya me habían intimidado antes, y por lo general con algo mucho más letal que una carta de vinos.

– ¿Cómo se llama? -le pregunté.

– Albert, monsieur. Albert Glaser.

– Bien, Albert, tenía la impresión de que Alemania había dejado de pagar a Francia las reparaciones de guerra, pero veo, por los precios de esta carta, que estaba equivocado.

– Nuestros precios no parecen preocupar a los otros oficiales alemanes que vienen por aquí, monsieur.

– Es lo que la victoria les hace a los nazis, Albert. Los vuelve despilfarradores, descuidados, arrogantes. Pero yo sólo soy un humilde alemán de Berlín ansioso por renovar mi amistad con monsieur Horcher. Hágame un favor, Albert. Vaya y susúrrele al oído que Bernie Günther está en el local. Ah, y tráiganos una botella de Mosela. Cuanto más cerca del Rin mejor.

Albert se inclinó con mucha dignidad y se marchó.

– No te gustan los franceses, ¿verdad? -preguntó Renata.

– Hago todo lo posible -respondí-. Pero me lo ponen muy difícil. Incluso en la derrota parecen persistir en la creencia de que éste es el mejor país del mundo.

– Tal vez sea así. Quizás ésa es la razón por la que no tienen el mejor ejército del mundo.

– Si vas a comportarte como un filósofo tendrás que dejarte crecer una barba enorme o un mostacho ridículo. Son las únicas personas que nos tomamos en serio en Alemania.

Horcher apareció con una botella de Mosela y tres copas.

– Bernie Günther -dijo, y estrechó mi mano-. Es un placer.

– Otto. Ella es Fraulein Renata Matter, una amiga mía.

Horcher le besó la mano, se sentó y sirvió el vino.

– ¿Así que es usted quien le está enseñando a la gallina a ser tan lista como un huevo, Otto?

– ¿Se refiere a que esté aquí en París? -Horcher se encogió de hombros. Era un hombre grande, con un rostro como el de un general alemán. Bávaro o vienés de origen -no recuerdo bien-, siempre tenía el aspecto de un hombre en busca de una cerveza y una banda de música-. Si el Gordo Hermann te pide que hagas algo por él, no puedes negarte, ¿verdad? -Se rió-. Le gusta mucho este lugar. Lo que pasa es que tiene un problema con los altaneros camareros franceses. Es por eso que estoy aquí. Para hacer que él y los «listas rojas» se sientan como en casa. Y para cocinar algunos de sus platos favoritos.

– Estoy interesado en uno de sus clientes de bajo rango -expliqué-. El teniente Nikolaus Willms. ¿Le conoce?

– Es uno de mis clientes habituales. Siempre paga en efectivo.

– No puede haber muchos tenientes aquí. ¿Acaso le ha tocado la lotería alemana? Con estos precios, tendría que haber sido un premio entero de la Alemania del Sur y el Sachsen, Otto.

Horcher echó un vistazo alrededor y se inclinó hacia mí.

– Este lugar recibe a muchas chicas de vida alegre, Bernie. Chicas con mucha clase. Aquí en París las llaman cortesanas, pero son putas de todas maneras. Le pido perdón, señorita Matter. No es un buen tema de conversación delante de una dama.

– No se disculpe, Herr Horcher -le dijo ella-. Vine a París para aprender. Así que, por favor, hable sin tapujos.

– Gracias, señorita. Este tipo, Willms, parece conocer a muchísimas de estas chicas, Bernie. Así que yo me hago algunas preguntas. Me refiero a que me gusta conocer a los clientes. Es sólo por el bien del negocio. En cualquier caso, al parecer este Willms tiene el poder de cerrar cualquier maison de plaisir en París. Por lo visto era un poli de la brigada contra el vicio en Berlín y se aprovecha de ello. Según tengo entendido, los que pagan siguen abiertos y los que no lo hacen, cierran. El viejo sistema de protección.

– Es una bonita mina de oro -comenté.

– Hay algo más -añadió Horcher-. También hay una mina de diamantes. ¿Ha oído hablar del One-Two-Two y la Maison Chabanais?

– Por supuesto. Son casas de alta categoría que sólo los alemanes pueden permitirse frecuentar. Supongo que pagan.

Horcher asintió.

– Como si fuera el subsidio de invierno. Pero Willms es listo. Hay una tercera casa de alta categoría donde necesitas una contraseña para franquear la puerta y sólo puedes acceder con una invitación.

– ¿Willms imprime las tarjetas?

– Adivine quién recibió una invitación cuando vino en un vuelo a París.

– ¿El Mahatma Propagandi?

– Así es. -Horcher pareció sorprendido de que lo hubiese adivinado-. Tendría que haber sido detective, ¿sabe?

– Sin duda, Willms no puede estar haciendo esto por cuenta propia.

– No sé si lo hace o no. Pero sé con quién cena a menudo. Ambos son oficiales alemanes. Uno de ellos es el general Schaumberg. El otro es un capitán de la Sipo, como usted. Se llama Paul Kestner.

– Qué interesante. -Dejé que esa impresión calase en su ánimo antes de mi siguiente pregunta-. Otto, por casualidad, ¿no tendrá la dirección de esa casa tan elegante?

– El veintidós de Rue de Provence, al otro lado del Hotel Drouot, en el noveno distrito.

– Gracias, Otto. Le debo una.

Después de cenar aún faltaba una hora para el toque de queda de medianoche y le dije a Renata que regresase en el metro a su pequeño apartamento de la Rue Jacob.

– Ten cuidado -dijo ella.

– No pasa nada. No entraré. Yo sólo…

– No te he pedido que seas bueno. Sólo digo que tengas cuidado. Willms ya ha intentado matarte una vez. No creo que vacile en intentarlo de nuevo. Sobre todo ahora que has descubierto su negocio.

– No te preocupes. Sé lo que hago.

Habría quedado bien si fuera cierto. Pero no sabía lo que estaba haciendo, por la sencilla razón de que seguía sin tener idea de por qué Willms había intentado matarme.

Decidí ir caminando a la Rue de Provence con la intención de que el ejercicio y el aire del verano me ayudaran a aclarar las cosas. Durante un rato me devané los sesos buscando qué podría haberle dicho a Willms en el tren que nos trajo de Berlín; algo que le hubiese llevado a creer que yo representaba una amenaza para su nefasta organización. Poco a poco llegué a la conclusión de que no era nada que yo hubiese dicho; era lo que yo era lo que quizá lo había alarmado. En el Alex se creía que yo era un espía de Heydrich, y Willms, que había trabajado allí durante un tiempo, quizá lo sabía; y aunque no fuera así, Paul Kestner podría habérselo dicho. Por su parte, Kestner no se creía que yo hubiera viajado desde Berlín para arrestar a un solo hombre. Si los dos eran socios, librarse de mí podría ser una prudente medida de precaución, y Willms era la clase de tipo que se hubiese ocupado del asunto. Quizás era más preocupante saber en qué estaría involucrado el general Schaumberg, y antes de elaborar alguna teoría necesitaría saber algo más de él. Esto me pareció más urgente cuando descubrí, al llegar ante el veintidós de la Rue de Provence, que había más coches del Estado Mayor aparcados allí que delante de Maxim's.

Durante varios minutos permanecí a cierta distancia, en un portal del lado opuesto de la calle, atento a las idas y venidas de lo que, a primera vista, era una entrada elegante, con un portero de librea. En dos ocasiones vi llegar a un oficial alemán, decirle una sola palabra al portero y ser admitido. Parecía obvio que a menos que dijese la palabra clave no tenía ninguna posibilidad de entrar en la maison, y cuando ya estaba a punto de renunciar y volver a mi hotel, un coche del Estado Mayor apareció en la esquina y vislumbré al oficial que viajaba en el asiento trasero. No se destacaba por nada, excepto por las insignias rojo y oro en el cuello y la cruz Blue Max que llevaba alrededor del cuello. La Pour La Mérite -popularmente conocida como la Blue Max- no es una condecoración común, y eso me hizo pensar que no podía ser otro que el comandante de París, el general Alfred von Vollard-Bockelburg en persona. Verle llegar a la maison me dio una idea. Recuerden que, en el París de 1940, muchos oficiales de Estado Mayor eran unos francófilos convencidos; las relaciones con los franceses eran buenas y los mandos alemanes hacían todo lo posible por no ofender a los franceses ni pisarles los callos administrativos.

Ahora, el general, que no debía de medir más de un metro cincuenta de estatura incluso con las botas, había bajado del coche y estaba repitiendo la contraseña al portero.

Me quité el sombrero y corrí hacia el héroe diminuto, cuando ya le abría la puerta del prostíbulo. Al ver que me acercaba al general, un ayudante de campo me cerró el paso. Era un coronel con monóculo.

– ¡General! -grité -General von Vollard-Bockelberg.

Me puse la gorra y le dediqué un saludo impecable.

– Sí -dijo el general devolviendo el saludo. Su cabeza era casi como una bola de billar. Parecía un bebé con bigote.

– Gracias a Dios, señor.

– Willms, ¿no?

Había salido mejor de que lo que esperaba. Miré nervioso al portero, preguntándome si entendería mucho el alemán, y me arriesgué. Entrechoqué los talones, lo cual, para un oficial alemán, siempre significa sí.

– Me alegra mucho haberle alcanzado, Herr general. Al parecer, un destacamento de gendarmes franceses se dirige hacia aquí para allanar el local.

– ¿Qué? El general Schaumberg me aseguró que este establecimiento estaba por encima de toda sospecha.

– Oh, estoy seguro de que el general está en lo cierto, señor. Pero la Prefectura de París ha recibido órdenes de la Comisión de Moralidad alemana de que las maisons de plaisir que emplean personas de color o judías deben clausurarse; las mujeres serán arrestadas y los oficiales alemanes serán sometidos a revisión médica para detectar posibles enfermedades venéreas.

– Yo mismo firmé esa orden -dijo el general-. Era una orden para la protección de la tropa. No afectaba a los jefes y oficiales alemanes. Ni a las maisons como ésta.

– Lo sé, señor. Es culpa de los franceses, señor -añadí-. Da la impresión de que ellos no lo ven así, señor. O al menos, parece que hayan decidido no apreciarlo, si me entiende. -Miré con urgencia mi reloj.

– ¿A qué hora está dispuesta la operación? -preguntó acto seguido el general.

– Bueno, eso depende, señor. En París, no todos se han preocupado de sincronizar sus relojes con la hora alemana, como usted había ordenado, señor. Eso incluye a la policía francesa. Si han previsto realizar el operativo según la hora de París, puede ocurrir en cualquier momento. Si se ajustan a la hora de Berlín, tal vez aún quede tiempo para desalojar la casa antes de que se produzca un embarazoso incidente.

– Tiene razón, señor -intervino el ayudante-. Aún hay muchos franceses que no han adoptado la hora oficial alemana.

El pequeño general asintió.

– Willy -le dijo al ayudante-. Entre e informe con discreción a todos los oficiales del Estado Mayor que pueda encontrar para que abandonen el lugar. Le espero en el coche.

– ¿Quiere que le ayude, Herr coronel?

– Sí, gracias, capitán Willms. Y gracias por su presencia de ánimo.

Entrechoqué los talones de nuevo y seguí al coronel a través de la puerta, mientras el pequeño general le explicaba las cosas al portero en lo que sonaba como un francés impecable.

Subí por una escalera curva de hierro forjado y me encontré en un elegante salón con un candelabro tan grande como la parte inferior de un iceberg y varios murales rococó que podrían ser obra de Fragonard, si alguna vez le hubiesen pedido que ilustrase las memorias de Casanova con la máxima obscenidad. La cúpula dorada del techo parecía el interior de un huevo Fabergé. Había muchas sillas y sofás que parecían tapizados con la ayuda de un compresor de aire; tenían las patas largas, los tobillos delgados con una bola y pies como garras. Las chicas sentadas en el sofá tenían las piernas largas y los tobillos delgados, y por lo que yo sabía, también una bola y pies con garras, sólo que no presté mucha atención a sus pies porque había otros detalles de su apariencia que llamaron mi atención. Todas ellas estaban desnudas. El objeto de esta preciosa casa era que cada hombre con una lista roja en su pantalón pudiese sentarse a juzgar sin prisas a estas bellezas olímpicas, como Paris con su manzana especial. Incluso había una fuente de frutas en la mesa.

Estos pensamientos eran muy sugerentes pero tenía prisa, y antes de que la «temps perdu» patronne pudiese soltarme cualquier rollo de madre y esposa, me fijé en una rubia natural y la conduje hacia un dormitorio dándole un par de palmadas en su bien plantado derrière. No es que tuviese un interés especial en estar con ella, pero necesitaba urgentemente una puerta cerrada y esperar detrás, mientras el ayudante del general se ocupaba de dar la alarma. Ya le oía avisar a los otros oficiales de que la policía iba a presentarse en cualquier momento y allanar el local. Y no pasó mucho antes de oír el sonido de muchas botas precipitándose por las escaleras mientras la exclusiva clientela de la maison abandonaba el edificio a la carrera. Mientras tanto, yo intentaba tranquilizar a mi hermosa compañera desnuda asegurándole que no tenía ningún motivo para preocuparse y le formulaba algunas preguntas referentes a Willms, Kestner y Schaumberg. Su nombre era Yvette y hablaba un alemán excelente, como casi todas las muchachas del número veintidós. Era probable que por esa razón las hubiesen escogido para trabajar aquí.

– El general Schaumberg es el segundo comandante de Berlín -explicó ella-. Según parece, pasa la mayor parte del tiempo visitando los prostíbulos parisinos. Él y su adjunto, que es un conde alemán. El Graf Waldersee. También hay un príncipe metido en el asunto: el príncipe von Ratibor. El príncipe y su perro vienen por lo menos dos veces por semana. Todos los certificados de los prostíbulos se entregan en la oficina de Schaumberg, y junto con Kestner y Willms, se ha montado un bonito negocio. Los alemanes ganan por los dos lados. Les pagan por obtener el certificado y se acuestan con las mejores putas. Pero el cerebro del equipo es Willms. Era un flic, así que sabe cómo funciona una maison. También es un cabrón. Se lleva una buena parte de todo. La mayoría de las noches está en su despacho del último piso, trampeando con los libros para mostrárselos a Schaumberg.

– ¿Está aquí ahora?

– Estaba. Supongo que ya estará llamando a la oficina de Schaumberg para saber qué demonios está pasando. Por cierto, ¿qué está pasando?

Me pareció conveniente no decirle más de lo que necesitaba saber.

Al cabo de una media hora subí las escaleras. No había nadie a la vista, pero oí a alguien en el piso de arriba gritando en francés. Aceleré el paso y llegué al rellano, delante de una puerta abierta. Willms estaba al teléfono detrás de una mesa. Estaba sentado junto a una caja de caudales abierta, como si creyese que podía mantenerlo caliente. Quizás era así, había mucho dinero dentro.

Al verme, dejó el teléfono y asintió.

– Supuse que era usted -dijo-. La persona que avisó de que la gendarmería iba a allanar el local.

– Así es. No quería avergonzar a ninguno de los «listas rojas» cuando lo detuviese, Willms.

– ¿A mí? ¿Arrestarme? -Se rió-. Es usted quien va a tener problemas, Günther. No yo. La mitad del Estado Mayor de París está bebiendo de esta botella, amigo mío. Algunas cabezas muy importantes se van a sentir dolidas por lo que ha hecho aquí esta noche.

– Lo superarán. Dentro de unos días esos condes y príncipes de la Werhmacht olvidarán que existió una vez una rata como usted.

– ¿Con la cantidad de pasta que están sacando de este lugar? No lo creo. Verá, está intentando cerrar una bonita mina. La única pregunta es ¿por qué? ¿Es que tiene algo en contra de que sus colegas oficiales echen un polvo de vez en cuando?

– No lo estoy arrestando por ser un chulo, Willms. Aunque lo es. Personalmente, no tengo nada en absoluto contra los chulos. Un hombre no puede evitar ser lo que es. No, lo arresto por intento de asesinato.

– Ya. ¿Y a quién se supone que he intentado asesinar?

– A mí.

– ¿Puede probarlo?

– Soy detective, no lo olvide. Dispongo de algo sin importancia llamado pruebas. Por no hablar de un testigo. Y si estoy en lo cierto, también de un móvil. No es que necesite ninguna de estas cosas cuando Himmler descubra lo que ha estado haciendo aquí en París, Willms. Es bastante menos comprensivo que yo cuando se trata de la conducta de los hombres que visten el uniforme de sus amadas SS. No sé por qué, pero tengo la sensación de que su opinión sobre la conducta de usted va a importar mucho más que la del general Schaumberg.

– Va en serio, ¿verdad?

– Siempre voy en serio cuando alguien intenta gasearme con el contenido de un extintor de incendios. Por cierto, lo comprobé con el Alex. Por lo visto, antes de unirse a la policía trabajó usted en los bomberos.

– No veo que eso pruebe nada.

– Demuestra que usted entiende de extintores de incendios. Y explicaría por qué el tapón del extintor que estuvo a punto de matarme fue hallado en su habitación.

– ¿Quién lo dice?

– El testigo.

– ¿Cree que una corte marcial aceptará la palabra de un francés contra la palabra de un oficial alemán?

– No. Pero quizá la acepten contra la palabra de un repugnante chulo.

– Quizá tenga razón -dijo Willms-. Tendremos que verlo, ¿no?

Exhaló un suspiro de cansancio, se echó hacia atrás en la silla y, con el mismo movimiento, abrió el cajón de su mesa. Antes de ver el arma, ya sabía que estaba allí; ahora era cuestión de ver quién disparaba primero, si él o yo. Mi pistolera de las SS sólo tenía un broche de latón que mantenía cerrada la funda, pero aun así yo no era Gene Autry, y la Luger estaba en su mano antes de que la Walther P38 estuviese en la mía. Fue el gatillo de dos posiciones de la Walther lo que probablemente me salvó la vida. Como la mayoría de los polis, tenía el hábito de llevarla con un proyectil en la recámara y amartillada. No tenía más que apretar el gatillo. Willms tendría que haberlo sabido. El sistema de su Luger era mucho más complicado, y por eso los polis no la llevaban. En el preciso momento en que su pistola estaba a punto de disparar, yo estaba a punto de gritarle una advertencia. No me dio tiempo de acabarla, porque él ya estiraba el brazo y me apuntaba con el arma, así que disparé a un costado de su cabeza.

Por un momento creí que había errado el tiro.

Willms se sentó, sólo que no lo hizo en la silla sino en el suelo, como un niño explorador que se hubiera caído de culo junto a la hoguera del campamento. Entonces vi la sangre que salía de su cráneo como barro caliente. Cayó de lado y permaneció inmóvil excepto por las piernas, que se estiraron poco a poco, como si intentara ponerse cómodo para morir, mientras su cabeza teñía la alfombra beis de un rojo oscuro, como un clarete barato derramado por un cliente insatisfecho en un restaurante de poca calidad.

Con manos temblorosas le puse el seguro a la Walther y la guardé, preguntándome si no podía haber apuntado a alguna otra parte que no fuese la cabeza. Al mismo tiempo me dije a mí mismo que una de las formas más fáciles de acabar muerto era dejar que un adversario herido tuviera la oportunidad de disparar.

Me agaché, me aseguré de que la Luger tuviese el seguro puesto, y fue entonces cuando comencé a ver el lío en que me había metido, con todos aquellos generales, condes y príncipes que compartían el negocio con Willms. Con la convicción de que sería mejor que su muerte no pareciera un homicidio, cambié la Luger por mi propia Walter y a continuación, al ver la chaqueta y el cinturón colgados en un perchero, cogí su propia Walther y la coloqué en mi pistolera antes de guardar la Luger en el cajón. Las cosas sólo parecían un poco desordenadas. El suicidio era una bonita y clara solución para la policía francesa, la Sipo y los «listas rojas» del Hotel Majestic. Me pregunté si llegarían a molestarse en buscar una quemadura de pólvora en la cabeza de Willms. Porque a los polis de todo el mundo les encantan los suicidios; casi siempre son los homicidios más fáciles de resolver. Sólo tienes que levantar la alfombra y barrer debajo.

Cogí el teléfono y le pedí al operador que me pusiese con la Prefectura de Policía, en la Rue de Lutèce.

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