Dejé de hablar. Notaba una opresión en la garganta, pero no tanta como la que me producían las esposas en las muñecas.
– ¿Eso es todo? -preguntó uno de los dos americanos.
– Hay más -respondí-. Mucho más. Pero no siento las manos, y necesito ir al lavabo.
– ¿Volvió a ver a Erich Mielke?
– Varias veces. La última vez fue en 1946, cuando fui prisionero de guerra en Rusia. Verá, Mielke era…
– No, no. No nos apresuremos. Lo queremos todo en correcto orden cronológico. Ésa es la manera alemana de hacer las cosas, ¿no?
– Si usted lo dice.
– Muy bien. Usted fue a su casa. Fue con un testigo de la policía. Encontró las armas de los asesinos en la alcantarilla. ¿Eran las armas del crimen?
– Una Luger de cañón largo y una Dreyse del 32. Por aquel entonces eran las automáticas que usaba la policía. Sí, eran las armas del crimen. Oiga, de verdad que necesito un descanso. No puedo sentir las manos…
– Sí, ya lo había dicho.
– No les estoy pidiendo tarta de manzana y un helado, sólo que me quiten las esposas. Es justo, ¿no?
– ¿Después de lo que nos acaba de decir? ¿Darle de puntapiés al padre de Mielke cuando estaba esposado y tumbado en el suelo? Aquello no fue muy justo por su parte, Günther.
– Él se lo había buscado. Si le pegas a un poli, te metes en líos. No le he pegado a usted, ¿verdad?
– Todavía no.
– ¿Con estas manos? Ni siquiera podría golpearme mis propias rodillas. -Bostecé dentro de la capucha-. No, en realidad, ya está. Ya he tenido más que suficiente. Ahora que sé lo que quieren de mí es más fácil callarme. Sin tener en cuenta la legalidad o la ilegalidad de esta situación…
– Está en un lugar donde no existe la ley. Nosotros somos la ley. Quiere mearse, pues adelante, póngase cómodo. Entonces verá lo que le ocurre.
– Comienzo a comprender…
– Desde luego que eso espero, por su bien.
– Usted disfruta jugando a ser de la Gestapo. Le resulta excitante hacerlo de esta manera. Es probable que usted les admire en secreto, y tal vez le guste cómo actuaban para arrancarles los dientes y la información a los prisioneros.
Se acercaron y levantaron las voces más allá de lo soportable.
– ¡Que lo folien, Günther!
– Ha herido nuestros sentimientos con ese comentario sobre la Gestapo.
– Lo retiro. Ustedes son mucho peores que la Gestapo. Ellos no fingían estar defendiendo el mundo libre. Es su hipocresía lo que ofende, no su brutalidad. Ustedes pertenecen a la peor clase de fascistas. A los que se creen que son liberales.
Uno de ellos comenzó a golpearme en la cabeza con los nudillos; no era tan doloroso como molesto.
– ¿Cuándo comenzará a entrar en esta maldita cabeza cuadrada…?
– Tiene razón. Sigo sin comprender por qué siguen haciendo esto, si les he dicho que estoy dispuesto a colaborar.
– Usted no tiene que comprender nada. ¿Cuándo se dará cuenta, imbécil? Queremos algo más que su voluntad de cooperar. Eso implicaría que usted tiene algo que decir en este asunto, y no es así. Somos nosotros quienes decidimos si usted está cooperando satisfactoriamente, no usted.
– Queremos estar seguros de que cuando nos diga la verdad no haya absolutamente ninguna duda de que podría estar diciendo alguna otra cosa que no sea la verdad. La verdad, toda la verdad, y nada más que la verdad. Eso significa que nosotros decidiremos cuándo necesita un descanso, cuándo necesita ir al lavabo o cuándo necesita ver la luz del día. Cuándo puede respirar y cuándo puede tirarse un pedo. Háblenos más de Erich Mielke. ¿Fue a Hamburgo o a Rostock?
– Después de dejar a Mielke padre bajo custodia, otro detective y yo cogimos el primer tren a Hamburgo.
– ¿Por qué usted? ¿Por qué no algún otro? ¿Por qué era usted tan importante en esa investigación? ¿Por qué no dejarla en manos de la policía de Hamburgo?
– Yo hubiera dicho que era obvio. O quizás usted no me ha escuchando bien, yanqui. Yo había conocido a Erich Mielke. Sabía qué aspecto tenía, ¿lo recuerda? Además, tenía un interés personal en atraparlo. Le había salvado la vida. Por supuesto, la policía de Hamburgo estaba sobre aviso y preparada para detener a Ziemer y a Mielke. El problema era que alguien del Alex les había avisado, y cuando Kestner y yo llegamos a Hamburgo…
– ¿Kestner?
– Sí. Él era de la policía política. Un sargento detective. Kestner y yo éramos viejos amigos. Más adelante, cuando los nazis ganaron las elecciones en marzo de 1933, se unió al partido. Montones de personas lo hicieron, las violetas de marzo, les llamábamos. En cualquier caso, a partir de entonces dejamos de ser amigos.
»Más tarde me enteré de que Mielke y Ziemer habían sido conducidos a Amberes por agentes del Komintern. Allí les proporcionaron pasaportes falsos y, haciéndose pasar por miembros de la tripulación, subieron a bordo de un barco con destino a Leningrado.
Desde allí fueron llevados a Moscú para recibir entrenamiento en el OGPU, la policía secreta de Stalin.
– Así que había comunistas y nazis en la policía de Berlín.
– Sí. Eldor Borck, un comandante de la policía retirado del que yo era amigo, estimaba que casi un diez por ciento de la policía de Berlín simpatizaba con los bolcheviques. Pero nunca existieron células rojas en la Schupo, como afirmaban los nazis. La mayoría de los policías eran conservadores por naturaleza. Fascistas instintivos más que ideológicos. En cualquier caso, Ziemer y Mielke pasaron los siguientes cinco años en Rusia.
– ¿Cómo lo sabe?
– Ya llegaré a esa parte. Por supuesto, pese a que no pudimos detener a los autores de los asesinatos de Anlauf y Lenck, los nazis no estaban dispuestos a permitir que un detalle tan poco importante como ése les impidiese dar ejemplo. Tenía un gran valor propagandístico practicar detenciones y garantizar condenas.
– ¿De otros comunistas?
– Por supuesto, de otros comunistas. No se podía negar que Ziemer y Mielke no actuaron solos. Es más, había muchas razones para creer que los disturbios de Bülowplatz habían sido orquestados con el propósito de atraer a Anlauf y al sargento Willig a una trampa. Como dije antes, los comunistas los odiaban a muerte. Lo de Lenck fue un accidente, más o menos. Estuvo en el lugar equivocado en el momento equivocado.
»Poco después de dejar yo la policía y de entrar a trabajar en el Hotel Adlon, detuvieron a un tipo llamado Max Thunert. Es muy probable que le pusiesen una capucha en la cabeza y lo convenciesen para que les diese nombres. Los dio. Quince hombres fueron llevados a juicio en junio de 1933, entre ellos varios comunistas destacados. ¿Quién sabe? Quizás algunos de ellos habían ayudado a Mielke y Ziemer a cometer los asesinatos.
»Cuatro fueron condenados a muerte. Once fueron enviados a un campo de concentración. Pero pasaron dos años más antes de que tres de esas condenas a muerte se ejecutasen. Eso era típico de los nazis. Mantener a un hombre esperando durante años antes de ejecutarlo. Espero que los nazis aún puedan enseñarles a ustedes, cabrones americanos, algo sobre la crueldad. Todo esto se publicó en los periódicos, por supuesto. ¿Mayo de 1935? No puedo recordar los nombres de los que cayeron bajo el hacha. Pero a menudo me pregunto cómo se sentirían Mielke y Ziemer, a salvo en Moscú. Si es que se lo dijeron. Curiosamente, fue aquel mismo mes, mayo de 1935, cuando Stalin decidió que algunos de los muchos comunistas alemanes e italianos que habían huido a Moscú después de que Hitler y Mussolini llegasen al poder, no eran dignos de confianza. El comunismo europeo siempre estuvo demasiado dividido para el gusto de Stalin. Demasiadas facciones. Demasiados trotskistas. Sospecho que Mielke y Ziemer estaban más preocupados por lo que les pudiera pasar a ellos que por lo que les estaba pasando a sus viejos camaradas, como Max Matern. Sí, ahora lo recuerdo. Fue a él a quien llevaron a la guillotina.
»La mayoría de los comunistas alemanes de Moscú se alojaban en un hotel del Komintern llamado Hotel Lux. Hubo una purga, y algunos de los comunistas alemanes más prominentes -entre ellos Kippenberger, Neumann, que, por esas cosas del destino, eran quienes habían ordenado los asesinatos de Anlauf y Lenck- fueron fusilados. A la esposa de Kippenberger la enviaron a un campo de trabajo soviético y no se la volvió a ver nunca más. La esposa de Neumann también fue enviada a un campo de trabajo, pero creo que sobrevivió. Al menos lo hizo hasta que se firmó el pacto de no agresión entre Stalin y Hitler en 1939, momento en que fue entregada a la Gestapo. No sé qué fue de ella después de aquello.
– Está usted muy bien informado. ¿Cómo es que sabe tanto de esto, Günther? Mielke y toda la maldita pandilla de comunistas alemanes.
– Durante un tiempo, fue mi compinche -dije-. ¿Cómo lo dirían ustedes? Mi paloma. Hasta 1946, había muy pocas cosas que no supiese de Erich Mielke.
– ¿Y luego?
– Pues no volví a pensar en él hasta que un abogado de la Oficina del Fiscal en Jefe utilizó su nombre. Para ser sincero, desearía no haberlo oído nunca.
– Pero lo hizo. Y ahora está aquí.
– La última vez que le vi, él estaba trabajando para el OGPU, antes de que se convirtiera en el MVD. Eso fue hace siete años.
– ¿Ha oído mencionar la Secretaría de Estado para la Seguridad de Alemania Oriental?
– No.
– Algunos alemanes ya la llaman la Stasi. Su amigo Erich es el subcomisario de Seguridad del Estado. Un policía secreto, y seguramente uno de los tres hombres más importantes en el aparato de seguridad de Alemania Oriental.
– Sobrevivió a Stalin y a Beria, y sobrevivió incluso a la caída de Wilhelm Zaisser después del levantamiento de los trabajadores el año pasado en Berlín. La supervivencia es la especialidad de su amigo Mielke.
– La Comisión de Control de los Aliados intentó arrestarlo en febrero de 1947, pero los rusos no estaban dispuestos a permitirlo.
Había dejado de escuchar. No podía molestarme en prestar atención. Eso era lo único que estaba bien. Ya no había nada que escuchar, salvo el zumbido que resonaba en mis oídos desde que el padre de Erich Mielke me golpeara veintitrés años antes. Pero eso no era todo. Sentía el contacto de algo frío y duro en el costado de mi cabeza, y pasaron unos momentos antes de darme cuenta de que estaba tirado en el suelo. El entumecimiento de mis manos se extendía por todo mi cuerpo, como un líquido embalsamador. La capucha de mi cabeza se hacía cada vez más gruesa y estrecha, como si la cuerda del verdugo se enroscara alrededor de mi cuello. Me costaba respirar, pero no me importaba. Ya no. Abrí la bolsa y me metí dentro. Entonces alguien arrojó la bolsa desde un puente. Me sentí caer a través del aire durante veintitrés años. En el momento de aterrizar había olvidado quién era y dónde estaba.