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BERLÍN, 1954

La mayoría de las personas viven su vida acumulando posesiones. Parecía como si yo hubiese vivido la mía perdiéndolas o viendo cómo me las arrebataban. La única cosa que tenía de antes de la guerra era una pieza de ajedrez, hecha de hueso, rota; la cabeza de un caballo negro de un juego de ajedrez Selenus. Durante los últimos días de la República de Weimar este caballo negro había estado constantemente en uso en el Romanisches Café, donde, una o dos veces, había jugado con el gran Emmanuel Lasker. Había sido un habitual del café hasta que los nazis le obligaron a él y a su hermano a abandonar Alemania para siempre, en 1933. Todavía puedo imaginármelo encorvado sobre el tablero con sus cigarrillos, sus puros y su bigote del salvaje Oeste. Generoso hasta lo imposible, daba consejos y jugaba partidas de exhibición para cualquiera que estuviese interesado; y en su último día en el Romanisches Café -primero fue a Moscú y luego a Nueva York-, Lasker nos regaló a todos los que estábamos allí para despedirnos de él una pieza de ajedrez del mejor juego del café. Yo recibí el caballo negro. Por la manera en que me habían movido a lo largo de los años, algunas veces pensaba que un peón negro hubiese sido más apropiado. Claro que un caballo, incluso uno roto, parecía tener un valor intrínseco superior al de un peón, y ésa era la razón por la que había intentado con mucho esfuerzo conservarlo a través de las adversidades. La pequeña base de hueso se había desprendido durante la batalla de Konigsberg y se perdió poco después; pero la cabeza del caballo había permanecido en mi poder. Podría haberlo considerado mi amuleto de la suerte, de no ser por el hecho evidente de que nunca había tenido suerte. Por otro lado, aún estaba metido en el juego, y en algunas ocasiones ésa era toda la suerte que necesitaba. Y mientras permanezcas en el juego, cualquier cosa, absolutamente cualquier cosa, puede pasar. En los últimos tiempos, como para recordarme a mí mismo este hecho, sujetaba a menudo la pequeña cabeza del caballo negro en mi puño, de la misma manera en que un musulmán podría haber utilizado las cuentas para decir los noventa y nueve nombres de Dios durante la plegaria. Pero yo no deseaba estar más cerca de Dios, sino algo más terrenal. Libertad, independencia, respeto por mí mismo. Dejar de ser un peón de otros en un juego que no me interesaba. Sin duda, no era mucho pedir.

El vuelo desde Frankfurt a Berlín a bordo de un DC-7 duró poco menos de una hora. Viajaban conmigo Scheuer, Frei y un tercer hombre: el hombre con gafas de montura gruesa que me había secuestrado en Göttingen; su nombre era Hamer. Un Mercedes negro nos esperaba delante de la terminal del aeropuerto de Tempelhof. Mientras nos alejábamos de allí, Scheuer señaló el monumento al puente aéreo de Berlín de 1948, que ocupaba el centro de la Plaza del Águila. Hecho de cemento y más alto que la propia terminal del aeropuerto, el monumento se suponía que representaba los tres corredores aéreos que se utilizaron para transportar provisiones durante el bloqueo soviético. Se parecía más a la estatua de un fantasma de tebeo, con los brazos alzados, inclinándose para asustar a alguien. Y al mirar el aeropuerto me sentí más interesado por conocer el destino del águila nazi que había coronado el muro central del edificio. No había ninguna duda al respecto: el águila había sido americanizada. Alguien le habría pintado la cabeza de color blanco hasta hacerla parecer un águila calva americana.

Nos dirigimos hacia el Oeste, a través del sector americano, que tenía un aspecto próspero y limpio, con montones de escaparates y nuevos cines que ofrecían las últimas películas de Hollywood: La ventana indiscreta, La ley del silencio, Crimen perfecto. La Ihnestrasse, cerca de la universidad, y el nuevo edificio Henry Ford se parecían bastante a lo que habían sido antes de la guerra. Había muchos avellanos y jardines bien cuidados. Las banderas estadounidenses eran nuevas, por supuesto. Una de ellas, muy grande, ondeaba en un mástil delante del club de oficiales americanos en Harnack Haus, la antigua residencia de invitados del Káiser Wilhelm Institute. Scheuer me informó con orgullo de que el club tenía un restaurante, un salón de belleza, una barbería y un quiosco de periódicos, y prometió llevarme algún día. En cualquier caso, no creo que el káiser lo aprobara: nunca le habían caído bien los americanos.

Nos alojamos en una casa que se encontraba un poco más allá del club. Desde la ventana de mi dormitorio, en la parte de atrás, se veía un pequeño lago. Los únicos sonidos eran los trinos de los pájaros en los árboles y los timbres de las bicicletas de los estudiantes que iban y venían de la Universidad Libre de Berlín, como pequeños correos de la esperanza a través de una ciudad que me costaba amar de nuevo, a pesar del servicio de habitaciones en forma de obsequioso camarero con una chaquetilla blanca que se ofreció a traerme café y un dónut. Rechacé ambas cosas y pedí una botella de aguardiente y cigarrillos. Lo peor de todo era la música: por unos altavoces ocultos sonaba una melosa voz femenina que parecía seguirme desde el comedor, a través del vestíbulo y la biblioteca. No era fuerte ni molesta, pero se oía siempre, aunque no hiciese ninguna falta. Le pregunté al camarero. Él se llamaba George y me dijo que la cantante era Ella Fitzgerald, como si eso lo explicara todo.

La casa parecía conservar los muebles originales. Eso estaba bien, aunque la fuente de agua de la biblioteca parecía tan fuera de lugar como las burbujas que bullían en el agua con un gigantesco eructo. Sonaban como mi propia conciencia.

El restaurante Am Steinplatz se hallaba en el 197 de la Uhlandstrasse, al sudoeste del Tiergarten, y databa de antes de la guerra. La desvencijada fachada del edificio ocultaba un restaurante lo bastante bueno como para figurar en la guía de Berlín del ejército estadounidense, lo cual significaba que era muy popular entre los oficiales norteamericanos y sus amigas alemanas. Había un bar con un comedor que servía una selección de los platos favoritos de americanos y berlineses. Los cuatro -los tres americanos y yo- ocupamos una mesa junto a la ventana del comedor. La camarera usaba gafas y tenía el pelo más corto de lo que parecía correcto, como si no le hubiera dado tiempo de crecer después de algún desastre personal. Era alemana, pero nos habló en inglés, como si supiese que había muy pocos berlineses que pudiesen permitirse los precios de la extensa carta. Pedimos el vino y la comida. Cuando entramos, el lugar estaba prácticamente vacío, así que pudimos ver que Erich Stallmacher aún no había llegado. Pero muy pronto se llenó, y sólo quedó una mesa libre.

– Es probable que hoy no venga -comentó Frei-. Lo sé por experiencia. Es lo que pasa siempre en las vigilancias. El objetivo nunca se presenta el primer día.

– Confío en que no estés equivocado -dijo Hamer-. La comida aquí es tan buena que me gustaría volver. Varias veces.

La lluvia golpeaba la ventana cubierta de vaho del restaurante. Se oyó descorchar una botella de vino. Los oficiales de la mesa vecina se rieron con fuerza, como hombres acostumbrados a reír en grandes espacios abiertos, sin duda montando a caballo, pero no en los pequeños restaurantes de Berlín. Al chocar las copas hicieron más ruido del necesario. En la cocina alguien gritó que había un pedido preparado. Miré el reloj de Scheuer; el mío todavía se encontraba en una bolsa de papel en Landsberg. Era la una y media.

– Quizá sea mejor que vaya a echar una ojeada al bar -propuse.

– Buena idea -asintió Scheuer.

– Deme dinero para cigarrillos -le pedí-. Para disimular.

Fui hasta el bar, compré unos cigarrillos ingleses al barman y eché una mirada mientras él me buscaba fuego. Algunos hombres jugaban al dominó en una pequeña alcoba. Un perro yacía en el suelo junto a ellos y movía el rabo de vez en cuando. Un hombre mayor sentado en un rincón tomaba una cerveza y leía el Die Zeit del día anterior. Bebí una copita de aguardiente que pagué con el cambio, encendí mi cigarrillo y volví al restaurante mientras la máquina de café aullaba como un viento ártico. Me senté, apagué la colilla y corté una punta de la escalopa que aún no había probado.

– Está allí -anuncié.

– Dios mío -exclamó Frei-. No me lo creo.

– ¿Está seguro? -preguntó Hamer.

– Nunca olvido la cara de un hombre que me ha pegado.

– ¿Cree que le ha reconocido? -quiso saber Scheuer.

– No -respondí-. Lleva las gafas de lectura. Y otro par en el bolsillo de la chaqueta. Yo creo que ve de lejos con un ojo y de cerca con el otro.

Un reloj de pared de aspecto bávaro dio la hora. En la mesa vecina uno de los americanos empujó la silla hacia atrás con las pantorrillas. En el duro suelo de madera del restaurante sonó como un redoble de tambor.

– ¿Qué pasa ahora? -preguntó Hamer.

– Actuaremos de acuerdo con el plan -ordenó Scheuer-. Günther le seguirá y nosotros seguiremos a Günther. Conoce esta ciudad mejor que cualquiera de nosotros.

– Necesitaré más dinero -dije-. Para el metro o el tranvía. Si les pierdo, quizá tenga que tomar un taxi de vuelta a Ihnestrasse.

– No nos perderá. -Hamer sonrió, confiado.

– De todas maneras, tiene razón -señaló Scheuer. Me dio unos cuantos billetes y algunas monedas.

Me levanté.

– ¿Va a sentarse en el bar? -preguntó Frei.

– No. A menos que quiera que más tarde él me reconozca. Me quedaré afuera y allí le esperaré.

– ¿Bajo la lluvia?

– Ésa es la idea. Será mejor que se mantengan apartados del bar. No nos interesa que se dé cuenta de que hay alguien pendiente de él.

– Tenga -dijo Frei-. Le presto mi sombrero.

Me lo probé. El sombrero me iba muy grande y se lo devolví.

– Quédeselo. Me meteré en un portal, al otro lado de la calle, y desde allí vigilaré.

Scheuer limpió el vaho de la ventana.

– Nosotros le veremos desde aquí.

Hamer miró mi plato a medio comer.

– De todas maneras, ustedes los alemanes comen demasiado -observó.

– Yo lo seguiré -dije, sin hacerle caso-. Ustedes no. Si creen que lo he perdido, no se asusten. Sólo mantengan la distancia. No intenten buscarlo por mí. Sé lo que hago. Recuerden que me dedicaba a esto para ganarme la vida. Si entra en otro edificio, esperen afuera, no me sigan. Podría tener amigos mirando desde una ventana.

– Buena suerte -me deseó Scheuer.

– Buena suerte a todos nosotros. -Vacié el contenido de mi copa de vino. Luego salí.

Por primera vez en mucho tiempo noté agilidad en mi paso. Las cosas comenzaban a funcionar. No me importaba la lluvia en absoluto. Era una sensación agradable en mi rostro. Refrescante. Me aposté en el portal de un edificio teñido de hollín en la acera opuesta. Un portal frío. El verdadero puesto de un policía, y soplándome las uñas por falta de guantes, me acomodé apoyado en la pared interior. En una ocasión, mucho tiempo atrás, había vivido a no más de cincuenta o sesenta metros de este lugar, en un apartamento en la Fasanenstrasse. Fue durante el largo y caluroso verano de 1938, cuando toda Europa había exhalado un suspiro de alivio colectivo porque la amenaza de la guerra había sido conjurada. Al menos, eso era lo que habíamos creído. Cuando Henry Ford acabó diciendo que la historia es una tontería y que la mayoría de nosotros prefería vivir en el presente, sin pensar en el pasado. O algo parecido. Pero en Berlín resultaba difícil evitar el pasado.

Un hombre bajó las escaleras del edificio y me pidió un cigarrillo. Le di uno y hablamos por un momento, pero mantuve la vista fija en las dos puertas del Am Steinplatz. En el extremo opuesto de la Uhlandstrasse, cerca de la plaza epónima, había un hotel llamado Steinplatz. Los dos establecimientos eran propiedad de las mismas personas, y para mayor confusión de los americanos, compartían incluso el mismo número de teléfono. A mí me venía muy bien la confusión de los americanos.

Dejó de llover y salió el sol, y unos pocos minutos después también lo hizo mi presa. Hizo una pausa, miró al cielo despejado y encendió su pipa, oportunidad que aproveché para mirarlo con mayor detenimiento.

Vestía un viejo abrigo Loden y un sombrero con una pluma de ganso en la cinta de seda, y podía ver los clavos en sus zapatos desde el otro lado de la calle. Era robusto y medio calvo, y ahora llevaba otras gafas. Guardaba, sin ninguna duda, un fuerte parecido con Erich Mielke. Tenía más o menos la misma estatura. Se miró la bragueta, como si acabase de salir del lavabo, y caminó en dirección sur, hacia Kant Strasse. Después de un intervalo prudente lo seguí, con la pequeña cabeza de caballo en una mano.

Me sentía todavía mejor al caminar solo. Bueno, casi solo. Miré alrededor y vi a dos de ellos -Frei y Hamer-, siguiéndome a unos treinta metros de distancia, por los lados opuestos de la acera. No veía a Scheuer y decidí que habría optado por ir a buscar el coche para no tener que caminar cuando, por fin, rastreásemos a nuestro hombre hasta su guarida.

A los americanos no les gustaba caminar más de lo que les gustaba perderse una comida. Desde que había comenzado a pasar mi tiempo con ellos había observado que el americano medio -suponiendo que estos hombres fueran americanos medios- comía más o menos el doble que cualquier alemán medio. Todos los días.

En Kant Strasse el hombre giró a la derecha hacia Savigny Platz; luego, cerca de la parada del metro, un tren se detuvo en la estación elevada, por encima de su cabeza, y él echó a trotar. Yo también, y por los pelos conseguí comprar un billete y subir al tren antes de que se cerrasen las puertas y se pusiese en marcha, en dirección noreste, hacia Old Moabit. Hamer y Frei no tuvieron tanta suerte, y justo cuando el tren se puso en marcha, les vi subir las escaleras de la estación de Savigny Platz. Quizá les hubiese sonreído, si lo que estaba haciendo en aquel momento no hubiese sido tan vital para mi propio futuro y fortuna.

Me senté y miré hacia delante a través de la ventanilla. Mi antiguo entrenamiento policial se había puesto en marcha de nuevo: el oficio de seguir a un hombre sin que se notara. La parte más importante consistía en mantener la distancia, teniendo en cuenta que el hombre podía estar tanto detrás de ti como delante; o, como ahora, en el vagón siguiente. Lo veía a través de la ventanilla de la puerta, enfrascado en la lectura de su periódico. Eso me facilitaba las cosas, por supuesto. El hecho de tenerlo a la vista hacía que pensar en las incomodidades que en esos momentos estarían sufriendo los americanos me resultase más agradable. Scheuer casi había llegado a caerme bien, pero Hamer y Frei eran otra cosa. Me desagrada sobre todo Hamer, aunque sólo fuese por su arrogancia y porque parecía sentir un verdadero rechazo por los alemanes. Bueno, ya estábamos acostumbrados. Pero aun así me molestaba.

Sin mover la cabeza, moví los ojos hacia un lado, como el muñeco de un ventrílocuo. Llegábamos a la estación del Zoo y yo miraba el periódico del vagón siguiente para ver si lo doblaba, pero lo mantuvo abierto y continuó así a través de las estaciones de Tiergarten y Bellevue; pero en Lehrter, por fin, lo dobló y se levantó para apearse.

Bajó las escaleras y caminó hacia el norte, dejando Humboldt Harbour a su derecha. Había varias embarcaciones amarradas, formando una flotilla que se balanceaba suavemente en el agua azul acero del sector británico. Al otro lado de la misma rada se hallaba el hospital de la Charité y el sector ruso. A lo lejos se veía a varios alemanes orientales, o más posiblemente guardias fronterizos rusos, vigilando el puesto de control en la intersección de la Invalidenstrasse y el Canal. Pero nosotros caminábamos hacia el norte, por la Heide Strasse, hasta llegar al sector francés, y una vez allí doblamos otra vez a la derecha por la Fenn Strasse y el triángulo de la Wedding Platz. Me detuve un momento para contemplar las ruinas de la iglesia Dances, donde me había casado con mi primera esposa, y luego vi que mi hombre entraba en un edificio alto, en la parte sur de la Schulzendorfer Strasse, que daba a la vieja fábrica de cerveza abandonada.

No había tráfico en la plaza. Casi tan arruinados como los británicos, los franceses no disponían de dinero para gastárselo en la rehabilitación de los negocios alemanes de este barrio, y mucho menos en la restauración de una iglesia que fue levantada en acción de gracias por la supervivencia de su antiguo enemigo mortal, el káiser Guillermo I, que pudo salvar la vida tras un atentado en 1878.

Me acerqué al edificio en la esquina de la Schulzendorfer Strasse y miré hacia Chausse Strasse. El punto de cruce de la frontera, en la Liesenstrasse, estaba muy cerca de aquí, probablemente al otro lado del muro de la fábrica de cerveza. Miré los nombres en las placas de latón de los timbres y deduje que Erich Stahl se acercaba lo bastante a Erich Stallmacher para que nuestra operación clandestina pudiese funcionar como la habíamos planeado.

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