Era más bajo de lo que recordaba y también más fornido; se trataba de un hombre poderoso y bien plantado sobre sus pies, con aspecto de boxeador. Tenía el pelo corto y ralo. Trató de esbozar una sonrisa que pareció más una mueca sardónica, o como quiera que se llame cuando un hombre puede reírse de cosas que a las demás personas no les parecen en absoluto divertidas.
– Ven -repitió-. Todo está en orden. No corres ningún peligro.
La voz era más profunda y rasposa de lo que recordaba. Pero el acento era casi el mismo de siempre: un berlinés truculento y carente de educación. No daría nada por la suerte de los tres americanos cuando fuesen interrogados por este hombre.
Miré a un lado y a otro de la Liesenstrasse. La ambulancia con los matones de la CIA no se veía por ninguna parte y con toda probabilidad pasarían horas antes de que descubriesen que el equipo de agentes a los que se suponía debían proteger, habían sido secuestrados delante mismo de sus narices. Había que admitirlo, la operación de la Stasi había sido tan limpia como un huevo acabado de poner. En realidad, había sido mi propio plan, si bien había sido idea de Mielke suministrar un guardia fronterizo de Alemania Oriental que se pareciese a su propio padre para que la CIA lo siguiese y nos condujese al apartamento de la Schulzendorfer Strasse donde el equipo de secuestradores de la Stasi los estaría esperando.
La calle estaba despejada pero, en la oscuridad, todavía titubeé antes de cruzarla.
La voz de Mielke reflejaba un tono de impaciencia. Nosotros los berlineses podemos mostrarnos impacientes hasta con un recién nacido.
– Ven, Günther -dijo-. Si tuvieses algo que temer de mí ya estarías esposado como esos tres fascistas, o muerto.
Debía reconocer que lo que decía era cierto, así que crucé la calle.
Mielke vestía un traje azul que parecía de mucha mejor calidad que los trajes que vestían sus hombres. Desde luego, sus zapatos parecían muy caros. Parecían hechos a medida. El nudo de la corbata, muy bien hecho, destacaba sobre la camisa azul claro. Su gabardina seguramente era británica.
Estaba de pie en el umbral de una vieja floristería. Las ventanas estaban tapiadas, pero en el suelo, cubierto de cristales rotos, había una lámpara que daba luz suficiente para ver los jarrones con flores petrificadas o vacíos. A través de una puerta abierta al fondo de la tienda se veía un patio, y al final del patio había una sencilla furgoneta gris aparcada en la que, supuse, habrían metido a los tres agentes americanos. La tienda olía a hierbas y a meadas de gatos, un poco como la pensión que habíamos dejado hacía unos momentos. Mielke cerró la puerta y se puso una gorra de cuero que añadía el adecuado toque proletario a su aspecto. Aunque había un candado de gran tamaño, no cerró la puerta, de lo cual me alegré. Era más joven que yo y probablemente iba armado, y yo no tenía ningún interés en salir de allí por las malas.
Nos sentamos en un par de sillas de madera que habían pertenecido al vestíbulo de alguna iglesia.
– Me gusta tu despacho -dije.
– Es muy conveniente para el sector francés -comentó-. La seguridad aquí prácticamente no existe, y es el punto perfecto para ir y venir entre nuestro sector y el suyo sin que nadie se entere. Por extraño que resulte, recuerdo haber venido a esta floristería cuando era un crío.
– Nunca me pareciste un tipo romántico.
Él sacudió la cabeza.
– Hay un cementerio al final de la calle. Un pariente de mi viejo está enterrado allí. No me preguntes quién. No lo recuerdo.
Sacó un paquete de Roth-Handel y me ofreció uno.
– Yo no fumo -dijo-. Pero supuse que quizás estarías nervioso.
– Muy amable por tu parte.
– Puedes quedarte con el paquete.
Arranqué un poco de tabaco de un extremo del cigarrillo y lo apreté bien entre el pulgar y el índice, como haces cuando no te gusta el sabor. No me gustaba, pero un cigarrillo era un cigarrillo.
– ¿Qué les pasará a los tres americanos?
– ¿Te preocupa lo que pueda pasarles?
– Para mi sorpresa, sí. -Me encogí de hombros-. Puedes llamarlo conciencia culpable, si te apetece.
Se encogió de hombros.
– Lo pasarán bastante mal mientras averigüemos qué saben. Pero acabaremos por intercambiarlos por alguno de nuestros propios hombres. Son demasiado valiosos como para enviarlos a la guillotina, si es eso lo que estás pensando.
– No me digas que todavía la usáis.
– ¿La guillotina? ¿Por qué no? Es un sistema rápido. -Sonrió con crueldad-. Una bala es algo así como el perdón para los enemigos del Estado. Es mucho más rápida que la silla eléctrica. El año pasado Ethel Rosenberg tardó veinte minutos en morir. Dijeron que su cabeza ardió antes de que muriera. Así que dime, ¿qué es más humano? ¿Los dos segundos que tarda en caer la hoja de la guillotina o los veinte minutos en la silla de Sing Sing? -Sacudió la cabeza de nuevo-. No. Tus tres americanos no están esperando el reparto del pan.
Al ver mi expresión de desconcierto, añadió:
– Para no causar a nuestra ciudadanía una alarma innecesaria, enviamos nuestra guillotina a recorrer la República Democrática Alemana en una furgoneta de reparto del pan, de una panadería en Halle. Pan integral. El mejor para la salud.
– El mismo Erich de siempre. Siempre tuviste un extraño sentido del humor. Recuerdo una vez, en el tren a Dresde, que casi me muero de la risa.
– Creo que en aquella ocasión fuiste tú el último en reír. Me impresionó cómo manejaste el asunto. Matar a aquel ruso no era cosa fácil. Pero todavía me impresionó más lo que hiciste después. Cómo le entregaste el dinero a Elisabeth. Para ser sincero, hasta que recibí tu carta no tenía ni idea de que tú y ella habíais sido amigos. En cualquier caso, sospecho que la mayoría de los hombres se hubiesen quedado con el dinero.
»Eso me hizo pensar. Me pregunté a mí mismo qué clase de hombre haría semejante cosa. Desde luego, un hombre que no era el fascista que yo había creído que eras. Un hombre con cualidades ocultas. Un hombre que quizá podría llegar a serme útil. Puede que no estés al corriente de esto, pero hace tres o cuatro años intenté ponerme en contacto contigo, Günther. Para que hicieras un trabajo para mí. Descubrí que habías desaparecido. Incluso oí que te habías marchado a Sudamérica, como todos aquellos cabrones nazis. Así que cuando Elisabeth apareció en mi despacho en Hohenschönhausen con tu carta me llevé una sorpresa muy agradable. Me sorprendí más cuando leí tu carta, por la tremenda audacia de tu propuesta. Si me permites que te lo diga, era una estratagema digna de un auténtico maestro de espías, y te felicito por haberlo conseguido. Y lo que es más, delante de las mismas barbas de los americanos. Ésa es la mejor parte. Tardarán mucho en perdonarte.
No dije nada. No había mucho que decir, así que chupé mi cigarrillo y esperé el final. Aquella era la parte que todavía no se había decidido. ¿Qué haría él? ¿Mantendría su parte del compromiso, como había prometido en su propia carta? ¿Me traicionaría como antes? ¿Qué otra cosa me merecía? Yo, el hombre que acababa de traicionar a otros tres hombres.
– Por supuesto, Elisabeth es la razón por la que sabía que podía confiar en ti, Günther -confirmó Mielke-. Si de verdad hubieses sido una creación de los americanos, les hubieses dicho dónde vivía ella y la hubiesen puesto bajo vigilancia. Con la intención de quemarme.
– ¿Quemarte?
– Es como lo llamamos cuando permites que alguien, alguien en los círculos de inteligencia, sepa que tú lo sabes todo de ellos, y que toda su vida se ha convertido en humo. Quemado. También cuando no permites que se enteren.
– Bueno, entonces, supongo que ellos ya habían intentado quemarte.
Parte de lo que le estaba diciendo ahora ya se lo había explicado en la carta que Elisabeth había enviado: cómo la CIA me había preparado para venderle al SDECE, la idea de que Mielke había sido primero un espía de los nazis y más tarde un espía de la CIA, y cómo al mismo tiempo les hice suponer que podía ser capaz de identificar a aquel traidor francés llamado Edgard de Boudel, que había trabajado para el Viet Minh en Indochina. Pero sobre todo se lo volví a decir con la intención de obtener respuestas a algunas de mis propias preguntas.
– Los americanos tienen la idea de que hay un espía comunista infiltrado en la cúpula de la inteligencia francesa y que él podría estar más inclinado a creer lo que les dije, acerca de que tú estabas jugando con dos barajas, si me mostraba capaz de identificar a Edgard de Boudel cuando llegase a Friedland como uno de los liberados de un campo de prisioneros de guerra soviético.
– Pero los americanos abandonaron la idea cuando tú les dijiste lo que pensabas: que creías haber encontrado la manera de que ellos pudieran echarme el guante -dijo Mielke-. ¿Es así?
Asentí.
– Es probable que eso deje tu reputación impoluta.
– Esperemos que sí.
– ¿Hay algún espía infiltrado en la cúpula de la inteligencia francesa?
– Varios -admitió Mielke-. Es como si me preguntases si hay comunistas en Francia. O si Edgard de Boudel de verdad combatió para las SS alemanas y después para el Viet Minh.
– ¿Lo hizo?
– Oh sí. Es una vergüenza que los americanos hayan tenido que decírselo ahora a los franceses. Alguien en el GVL -la nueva organización de inteligencia de Gehlen – tuvo que decírselo. Verás, llegamos a un acuerdo con el GVL y con el canciller Adenauer. El gobierno alemán permitiría que Edgard de Boudel volviese a Alemania a cambio de devolvernos a uno de los nuestros. El asunto funciona así: De Boudel tiene un cáncer que no se puede operar, pero el pobre tipo quiere morir en su Francia natal y ésa parecía ser la mejor manera de hacerlo. Devolverlo de nuevo a Alemania formando parte de una repatriación de prisioneros de guerra, y luego a Francia sin que nadie protestase.
– No parece haber mucho amor entre la CIA y el GVL de Gehlen -opiné.
– Eso parece.
– El hijo alemán parece haberle dado la espalda a su padre americano.
– Sí, por supuesto -asintió Mielke-. Es extraño, pero tú y Elisabeth sois las dos únicas personas que conocíais a mi padre. Ése fue un auténtico toque genial, amigo mío. Porque resulta que mucho de lo que imaginaste es verdad. En realidad no nos vemos mucho.
– ¿Vive en el Este?
– En Potsdam. Siempre se está quejando. Es curiosa tu sugerencia de que él volviese a vivir en Berlín Occidental porque es casi cierta. Claro que tú eres un berlinés. Tú sabes cómo son estas cosas. «Yo no tengo amigos en Postdam», dice. Siempre la misma queja. Y yo le digo: «Mira, papá, no hay nada que te impida ir a Berlín Occidental, ver a tus amigos y volver a casa». Por curioso que parezca, los amigos, sus amigos, creían que yo había muerto. Es lo que le dije a papá que les.contase, allá por 1937. Le dije: «Ve a ver a tus amigos con toda tranquilidad en el Oeste y vive tranquilo en el Este. No hay ningún muro ni nada por el estilo». Por supuesto, desde que cerraron la frontera interior ha comenzado a sospechar que lo mismo podría llegar a pasar aquí en Berlín. Que se quedará atrapado en el lado malo. -Mielke suspiró-. Había otros motivos. Motivos entre padre e hijo. ¿Tu padre todavía vive?
– No.
– ¿Te llevabas bien con él cuando vivía?
– No. -Sonreí con tristeza-. Nunca supimos por qué.
– Entonces ya sabes cómo es eso. Mi padre es el tipo de comunista alemán muy a la antigua, y créeme, son los peores. Fue la huelga de trabajadores del año pasado lo que lo cambió de verdad. La mayoría eran alborotadores, elementos contrarrevolucionarios y algunos provocadores de la CIA. Pero papá no lo veía así.
Dejé caer la colilla al suelo y Mielke la aplastó con el tacón de su zapato, como si fuese la cabeza de un elemento contrarrevolucionario.
– Veo que estamos siendo sinceros el uno con el otro -dijo-. Pero hay algo que no entiendo.
– Adelante.
– ¿Por qué lo hiciste? ¿Por qué los traicionaste? No eres comunista, del mismo modo que no eras nazi. Entonces, ¿por qué?
– Ya me hiciste antes esa misma pregunta, ¿no lo recuerdas?
– Sí que lo recuerdo. Pero sigo sin entenderlo.
– Podrías decir que después de pasar de una prisión americana a otra comencé a odiarlos. Lo podrías decir pero no sería la verdad. Por supuesto, las mejores mentiras contienen una parte de verdad, así que no es del todo falso. Luego podrías decir que no comparto su visión del mundo, y eso tampoco sería del todo falso. En algunos aspectos los admiro, pero me desagrada la manera que tienen de actuar en contra de sus propios ideales. Creo que me gustarían más si fuesen como todos los demás pueblos. En cambio, predican sobre la magnificencia de su puta democracia y el poder de sus libertades constitucionales, mientras que al mismo tiempo intentan follarse a tu esposa y robarte la cartera. Cuando era poli, las sentencias más severas se dictaban contra las personas de las que más se esperaba y que resultaban ser unos ladrones. Abogados, policías, políticos, personas con cargos de responsabilidad. Los americanos son como ellos. Son ladrones que tendrían que haberlo sabido.
»Podrías decir también que estoy cansado de todo este condenado asunto. Durante veinte años me han obligado a trabajar para personas que no me gustaban. Heydrich, el SD, los nazis, el CIC, los Perón, la mafia, la policía secreta cubana, los franceses, la CIA… Lo único que quiero hacer es leer el periódico y jugar al ajedrez.
– ¿Cómo sabes que no te voy a obligar a trabajar para mí? -Mielke se rió-. Desde que me enviaste aquella carta, estás a medio camino de trabajar para la Stasi.
– No trabajaré para ti, Erich, del mismo modo que tampoco trabajaré para ellos. Si me obligas, encontraré la manera de traicionarte.
– Supón que te amenazo con fusilarte, o que te envío a la cárcel a esperar la furgoneta de la panadería. ¿Entonces qué harías?
– Me he formulado la misma pregunta. Me dije: «Supón que te amenaza con matarte si no trabajas para la Stasi». Y decidí que preferiría morir a manos de mis propios compatriotas antes que hacerme rico a sueldo de unos extranjeros. No espero que lo comprendas, Erich. Pero es lo que hay. Así que adelante, haz lo peor de lo que seas capaz.
– Por supuesto que lo entiendo. -Mielke se pegó en el pecho con orgullo-. Ante todo, soy alemán. Un berlinés. Como tú. Por supuesto que lo entiendo. Por una vez, voy a mantener mi palabra ante un fascista.
– Entonces todavía crees que soy un fascista.
– Tú no lo sabes, pero eso es lo que eres, Günther. -Se tocó la cabeza-. Puede que nunca te hayas unido al partido nazi, pero en tu mente crees en el poder centralizado, en la derecha y en la ley, y no crees en la izquierda. Para mí siempre serás un fascista. Sin embargo, tengo la impresión de que Elisabeth tiene depositadas algunas esperanzas en ti. Debido al mucho respeto que le tengo. Por mi amor hacia…
– ¿Tú?
– Sí, la quiero como a una hermana.
Sonreí.
Mielke pareció sorprendido.
– Sí. ¿Por qué sonríes?
Sacudí la cabeza.
– Olvídalo.
– Amo a las personas. A todas las personas. Por eso me hice comunista.
– Te creo.
Frunció el entrecejo y luego me arrojó las llaves de un coche.
– Tal como acordamos, Elisabeth ha dejado su apartamento y te espera en el Hotel Steinplatz. Salúdala de mi parte. Cuida bien de esa mujer. Si no lo haces, enviaré a un asesino para que te mate. Ocúpate de que no ocurra. Elisabeth es la única razón por la que te dejo marchar, Günther. Su felicidad es más importante para mí que mis ideales políticos.
– Gracias.
– Hay un coche en la Grenz Strasse. Ve a la derecha y después a la izquierda. Verás un VW Tipo 1 gris. En la guantera encontrarás dos pasaportes con vuestros nuevos nombres. Me temo que tuvimos que usar tu foto de cuando eras un pleni. Hay visados, dinero y los pasajes de avión. Mi consejo es que los utilices. Los americanos no son estúpidos, Günther. Y los franceses tampoco. Irán a por vosotros. Así que sal de Berlín. Sal de Alemania. Sal mientras puedas.
Era un buen consejo. Encendí otro cigarrillo y me marché sin decir nada más.
Al salir de la tienda doblé a la derecha y caminé a lo largo del cementerio. Todas las tumbas habían desaparecido y, en la oscuridad y la niebla, no parecía mucho más que un campo gris. ¿Habían desaparecido sólo las tumbas y las lápidas, o se habrían llevado también los cadáveres? Nada duraba lo que se suponía que debía durar. Ya no. No en Berlín. Mielke tenía razón. Había llegado la hora de que yo también me moviese. Como aquellos otros cadáveres de Berlín.
El Volkswagen Escarabajo estaba donde Mielke había dicho que estaría. En la guantera había un sobre grande y grueso. En el salpicadero había un pequeño jarrón con unas pocas flores diminutas. Lo vi y me eché a reír. Después de todo, quizás a Mielke le gustaban las personas. En cualquier caso, busqué si había alguna bomba en el motor o debajo del chasis. Era muy capaz de enviarme flores de funeral antes de que estuviese muerto.
En realidad, ésa son las únicas flores de funeral que me gustan.