A la mañana siguiente, muy temprano, vino a recogerme un coche de las SS y me llevó de regreso al hotel para recoger mis cosas y partir hacia el aeropuerto. París aún no se había despertado, pero cualquier francés decente preferiría cerrar los ojos para no ver la ciudad. Un destacamento de soldados marchaba por los Campos Elíseos; camiones alemanes entraban y salían de un garaje del ejército ubicado en el Grand Palais; y, por si a alguien le cupiera alguna duda, en la fachada del Palais Bourbon estaban erigiendo una gran V de victoria y un cartel que decía «Alemania victoriosa está en todas partes». Era un soleado día de verano, pero París parecía tan deprimente como Berlín. A pesar de todo, me sentía mejor. Ante mi obstinada petición, el médico del hospital me había puesto de drogas hasta las cejas. Dijo que eran anfetaminas. Fuesen lo que fuesen, me sentía como si San Vito me llevara de la mano. Eso no me aliviaba el dolor del pecho y la garganta después de tantos vómitos, pero estaba preparado para volar. Lo único que necesitaba ahora era volver al hotel, ponerme el uniforme y encontrar un bonito y alto edificio desde donde despegar.
El director del hotel se alegró mucho al verme entrar por mi propio pie. Se habría alegrado aunque me hubiese visto en un florero. Es malo para el negocio que los huéspedes mueran en sus habitaciones. Estaba vivo y eso era lo único que importaba. Mi habitación estaba cerrada, debido al fuerte olor de los productos químicos, y habían llevado mi ropa a una habitación de otro piso. Pareció tranquilizarse aún más cuando le dije que me iba al sur, a Biarritz, durante unos días. Dije que quería subir a mi nueva habitación y que deseaba darle las gracias a la doncella que me había salvado la vida, y me respondió que se ocuparía de todo inmediatamente.
Luego fui arriba y saqué mi uniforme gris de campaña del armario. Desprendía un fuerte olor químico o a gas y me provocó una fuerte sensación de náuseas mientras recordaba haberlo respirado. Abrí la ventana, colgué mi uniforme allí un para que se ventilara y me lavé la cara con agua fría. Llamaron a la puerta y fui a abrirla con las rodillas aún temblorosas.
La doncella era más bonita de lo que recordaba. Arrugó la nariz, no sé si por efecto del olor de los productos químicos o por el color de mi uniforme. Supongo que sería por el olor; en verano de 1940 sólo los alemanes, los checos y los polacos tenían buenos motivos para temer al gris de campaña del uniforme de un capitán de la SD.
– Gracias, mademoiselle, por salvarme la vida.
– No tiene importancia.
– Quizá no para usted, pero significa mucho para mí.
– No tiene muy buen aspecto -comentó.
– Creo que me siento mejor de lo que parece. Pero es probable que se deba a la inyección que me han hecho desayunar esta mañana.
– Eso está muy bien, pero ¿qué pasará a la hora de la cena?
– Si vivo hasta entonces se lo haré saber. Como le acabo de decir, mi vida significa mucho para mí. Así que si quiere hacerme un favor, relájese. No es esa clase de favor. Debajo de este uniforme no soy tan mal tipo. ¿Qué le parecería adquirir experiencia en un hotel de verdad? No me refiero a hacer camas y limpiar lavabos. Me refiero a la administración del hotel. Es lo que le quiero ofrecer. En Berlín. En el Adlon. No es que haya nada malo en este lugar, pero me parece que París está muy bien si eres alemán, pero no tanto si eres de algún otro sitio.
– ¿Usted haría eso por mí?
– Lo único que necesito de usted es un poco de información.
Me sonrió con coquetería.
– ¿Se refiere al hombre que intentó matarle?
– ¿Ve lo que le decía? Sabía que es demasiado inteligente para estar limpiando lavabos.
– Inteligente, sí. Pero también estoy confusa. ¿Por qué un oficial alemán querría asesinar a otro? Después de todo, Alemania avanza victoriosa por todas partes.
Sonreí. Me gustaba su estilo.
– Es lo que pretendo averiguar, señorita…
– Matter. Renata Matter. -Asintió-. De acuerdo, comandante.
– Capitán. Capitán Bernhard Günther.
– Quizá le asciendan. Si no le matan antes.
– Siempre cabe la posibilidad. Por desgracia, creo que es mucho más difícil que me asciendan a que me maten. -Comencé a toser de nuevo y continué haciéndolo para aumentar el efecto teatral; al menos, eso es lo que me dije.
– Le creo. -Renata me sirvió un vaso de agua. Se movía con gracia, como una bailarina. También lo parecía por ser pequeña y delgada. Su pelo era oscuro y muy corto, un poco masculino quizá, pero me gustaba. Lo que antes veía en ella como una apariencia hogareña, ahora me parecía un signo de belleza juvenil muy natural.
Me bebí el agua.
– ¿Qué le hace pensar que alguien intentó matarme?
– Que no tendría que haber un extintor de incendios en su habitación.
– ¿Sabe dónde está ahora?
– El director, monsieur Schreider, se lo llevó.
– Es una pena.
– Hay otro idéntico en la pared del pasillo. ¿Quiere que se lo traiga?
Asentí, y ella salió de mi habitación y regresó al cabo de un momento con un extintor de latón. Fabricado por la Pyrene Manufacture Company de Delaware, tenía una bomba de mano integrada que se utilizaba para expeler un chorro de líquido hacia el fuego y contenía unos nueve litros de tetracloruro de carbono. El recipiente no estaba presurizado y se rellenaba con una nueva carga química después de su uso a través de una boca cerrada con tapón de rosca.
– Cuando le encontré a usted, habían quitado el tapón -me explicó-, y el extintor estaba colocado junto a su cama. Vertieron los productos químicos sobre la alfombra, debajo de su nariz. En otras palabras, parecía intencionado.
– ¿Se lo mencionó a alguien más?
– Nadie me lo preguntó. Todos creen que fue un accidente.
– Por su propia seguridad, sería mejor que continuasen creyendo lo mismo, Renata.
Ella asintió.
– ¿Vio a alguien entrar o salir de mi habitación? ¿O rondando por el pasillo?
Renata pensó por un momento.
– No lo sé. Para ser sincera, como todos van vestidos de uniforme, todos los alemanes parecen iguales.
– Pero no todos ellos son tan guapos como yo, ¿verdad?
– Eso es cierto. Quizá por eso intentaron matarle. Por envidia.
Sonreí.
– Nunca se me habría ocurrido pensar en ello. Como motivo, quiero decir.
Ella exhaló un suspiro.
– Escuche, hay algo que no le he dicho. Y quiero que me dé su palabra de que mantendrá mi nombre fuera de este asunto, sea lo que sea lo que vaya a hacer usted. No quiero tener problemas.
– No se preocupe, todo irá bien -prometí-. Cuidaré de usted.
– ¿Y quién cuidará de usted? Quizás era todo un campeón cuando entró en este hotel, pero ahora mismo tiene aspecto de necesitar un buen cuidador en su rincón del ring.
– De acuerdo. La mantendré fuera de este asunto. Le doy mi palabra.
– De oficial alemán.
– ¿De qué vale eso después de Múnich?
– Bien dicho.
– ¿Le sirve mi palabra como la de alguien que detesta a Hitler y a todo lo que representa, incluido este ridículo uniforme?
– Eso está mucho mejor -admitió.
– ¿Y que desearía que el ejército alemán nunca hubiese cruzado el Rin? Excepto por una cosa.
– ¿Qué es?
– No la hubiese conocido a usted, Renata.
Ella se rió y desvió la mirada por un momento. Vestía un uniforme negro y un pequeño delantal blanco. Con un titubeo, metió la mano en el bolsillo del delantal y sacó un tapón de latón del tamaño de un corcho de botella de champagne. Me lo dio y dijo:
– Encontré esto. El tapón del extintor de su habitación. Estaba en la papelera del hombre de la habitación cincuenta y cinco.
– Buena chica. ¿Puede averiguar el nombre del oficial que se aloja en la cincuenta y cinco?
– Ya lo he hecho. Su nombre es teniente Willms. Nikolaus Willms. -Hizo una pausa-. ¿Lo conoce?
– Lo vi por primera vez en el tren de Berlín. Es un poli especializado en la lucha contra el vicio. Odia a los franceses. Tiene el rostro de un encantador de serpientes, sólo que sin el encanto. Es casi lo único lo que sé de él. No puedo imaginar por qué querría asesinarme. No tiene sentido.
– Quizá cometió un error. Se equivocó de habitación.
– Las farsas francesas de Georges Feydeau por lo general no incluyen el asesinato.
– ¿Qué piensa hacer ahora?
– De momento nada. Tengo que marcharme de París por unos días. Quizá se me ocurra algo cuando regrese. Mientras tanto, ¿le gustaría ganar un poco más de dinero alemán?
– ¿Haciendo qué?
– ¿Vigilándolo?
– ¿Qué se supone que debo buscar?
– Es una chica inteligente. Ya lo sabrá. Encontró el tapón del extintor, ¿no? Pero tenga en cuenta que es un tipo peligroso, y no corra ningún riesgo. No quisiera que le sucediese nada.
Cogí su mano y, para mi sorpresa, me permitió besársela.
– Si no temiera echarme a toser, la besaría a usted.
– Entonces será mejor que lo haga yo.
Me besó y, dada mi débil condición, la dejé hacerlo. Pero al cabo de unos segundos necesité tomar aire. Entonces dije:
– Cuando me puso la inyección esta mañana, el médico me avisó de que podría sentirme así. Un poco eufórico. Como si fuese Napoleón.
Me apreté con fuerza contra su vientre.
– Es demasiado grande para ser Napoleón. -Me besó otra vez y añadió-. Y demasiado alto.