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ALEMANIA, 1954

– ¿Cree que Erich Mielke quería verle muerto porque le debía la vida?

Mi amigo americano golpeó la pipa y dejó que el tabaco quemado cayese en el suelo de mi celda. Quería regañarle por eso, recordarle que éstas eran mis habitaciones y exigirle que mostrase un poco de respeto, pero ¿qué sentido tendría? Ahora vivía en un mundo americano y sólo era un peón en su interminable juego de ajedrez intercontinental con los rusos.

– No era sólo por eso -respondí- Yo podía vincularlo con los asesinatos de aquellos dos policías en Berlín. Verán, Heydrich siempre sospechó que Mielke se sentía algo avergonzado por haber cometido un delito tan grave como el asesinato de aquellos policías. Se trataba de un crimen indigno de él. Estaba casi seguro de que Mielke había denunciado a los dos alemanes que le hicieron cómplice de los crímenes -Kippenberger y Neumann- durante la gran purga de Stalin de 1937. Ambos murieron en los campos de trabajo. Sus esposas, también. Incluso la hija de Kippenberger fue enviada a un campo de trabajo. Mielke intentó hacer una limpieza completa.

»También conocía el trabajo de Mielke en España. Su cometido como chequista, con el servicio de seguridad militar, consistía en torturar y matar a los republicanos -anarquistas y troskistas- que se desviaban de la línea del partido, dictada por Stalin. Una vez más, Heydrich sospechaba que Mielke utilizó su posición como comisario político en las Brigadas Internacionales en España para eliminar a Erich Ziemer. Si aún lo recuerdan, Ziemer fue el hombre que ayudó a Mielke a asesinar a los dos polis. Creo que Heydrich tenía razón. Creo que Mielke incluso planeó su futuro político en Alemania después de la guerra; y razonó, acertadamente, que el pueblo alemán -sobre todo los berlineses- nunca aceptarían a un hombre que había asesinado a dos policías a sangre fría.

– En 1947 los tribunales de Berlín Occidental intentaron juzgarlo por aquellos asesinatos -dijo el americano de la pajarita-. Un juez llamado Wilhelm Kühnast dictó una orden de arresto para Mielke. ¿Lo sabía?

– No. Entonces yo no vivía en Berlín.

– No sirvió de nada, por supuesto. Los soviéticos cerraron filas para protegerle ante cualquier nueva investigación e hicieron todo lo posible para desacreditar a Kühnast. Los expedientes criminales utilizados para montar el caso desaparecieron. Kühnast tuvo la suerte de no desaparecer también.

– Erich Mielke ha sobrevivido a numerosas purgas del partido -señaló el americano de la pipa-. Sobrevivió a la muerte de Stalin, por supuesto y, más recientemente, a la muerte de Lavrenty Beria. Creemos que nunca trabajó como voluntario de la organización Todt. Aquello sólo fue un cuento. De haber trabajado para ellos estaría muerto, como todos los que regresaron y se encontraron con una fría bienvenida de Stalin. Nos parece mucho más probable que Mielke abandonara aquel campo francés de Le Vernet poco después de que usted lo viese allí, en el verano de 1940, y que regresara a la Unión Soviética antes de que Hitler invadiese Rusia.

– ¿Por qué no? -Me encogí de hombros-. A mí nunca me pareció un tipo con el estilo de George Washington y todo aquello de «yo no puedo decir una mentira». Por lo tanto, contendré mi obvia desilusión ante la idea de que quizá me mintió.

– Hoy, su viejo amigo es el subcomisario de la policía secreta de Alemania Oriental. La Stasi. ¿Ha oído hablar de la Stasi?

– He estado ausente durante cinco años.

– De acuerdo. Cuando Stalin murió el año pasado, hubo una gran huelga de trabajadores, en Berlín Oriental, que después se extendió por toda la República Democrática Alemana. Casi medio millón de personas tomaron las calles para reclamar elecciones libres. Incluso los policías se pusieron del lado de los manifestantes. Ésta fue la primera gran prueba para la Stasi, ya bajo la dirección de Mielke. Consiguió romper la huelga.

– Por todo lo alto -dijo el otro americano. -Primero declararon la ley marcial. La Stasi abrió fuego contra los manifestantes. Hubo muchos muertos. Detuvieron a miles de personas, que todavía están en prisión. El propio Mielke arrestó al ministro de Justicia por cuestionar la legalidad de las detenciones. Desde entonces, el camarada Erich ha consolidado su posición en la jerarquía de Alemania Oriental. Ha extendió la red de confidentes y espías de la Stasi, y está organizando una estructura a imagen y semejanza del KGB soviético, el MVD.

– Es un cabrón -dije-. ¿Qué más les puedo decir? No tengo nada más que añadir sobre ese hombre. Aquel día en Johanngeorgenstadt fue la última vez que le vi.

– Podría ayudarnos a cazarlo.

– Claro. Antes de que esta noche cierren las celdas veré qué puedo hacer por ustedes.

– Hablo en serio.

– Se lo he dicho todo.

– Y ha sido muy interesante. Por lo menos, la mayor parte.

– No crea que no le estamos agradecidos, Günther. Lo estamos.

– ¿Podría su gratitud ser lo bastante generosa como para dejarme ir?

Pajarita miró a Pipa, y éste asintió con un gesto vago y dijo:

– ¿Sabe? Podría ser. Sólo podría ser. Siempre que acceda a trabajar para nosotros.

– Ya -bostecé.

– ¿Qué le pasa, Bernie, muchacho? ¿No quiere salir de aquí?

– Lo pondremos en la nómina. Incluso podemos devolverle su dinero. El dinero que llevaba cuando el guardacostas le recogió en el mar, delante de Gitmo.

– Es muy generoso por su parte -dije-. Pero estoy cansado de luchar. Francamente, no me parece que esta Guerra Fría de ustedes sea mejor que las dos últimas en las que participé.

– Yo diría que podría acabar siendo la más crucial de todas las guerras -afirmó Pajarita-. Sobre todo si se calienta.

Sacudí la cabeza.

– Ustedes me hacen reír. A las personas que quieren que trabajen para ustedes, ¿siempre las tratan de esta manera?

– ¿De qué manera?

– Tal vez me equivoque. El otro día, cuando estaba esposado y con una capucha en la cabeza, tuve la muy clara impresión de que no les gustaba mi cara.

– Eso fue entonces.

– No puede decir que ahora estemos maltratándole, ¿verdad?

– Joder, Günther, tiene la mejor habitación del lugar. Cigarrillos, brandy. Díganos qué más necesita y veremos si se lo podemos conseguir.

– No venden lo que quiero en la cantina del ejército.

– ¿Qué es?

Sacudí la cabeza y encendí un cigarrillo.

– Nada. No importa.

– Somos sus amigos, Günther.

– ¿Con amigos americanos, quién necesita enemigos? -Hice una mueca-. Miren, caballeros, ya he tenido antes amigos americanos. En Viena. En aquella experiencia hubo algo que no me gustó. Incluso así, sabía sus nombres. Y eso es algo habitual en las personas que afirman ser mis amigos.

– Se toma esto como algo demasiado personal, Günther.

– No hay nada que no se pueda arreglar. Podemos hacerlo. Yo soy el señor Scheuer y él es el señor Frei. Como le hemos dicho, trabajamos para la CIA. En un lugar llamado Pullach. ¿Conoce Pullach?

– Claro -dije-. Es el sector americano de Múnich. Donde guardan a los pastores alemanes amaestrados que cuidan del rebaño para ustedes en esta parte del mundo. El general Gehlen y sus amigos.

– Por desgracia, esos perros ya no obedecen como antes -dijo Scheuer. Era el de la pipa-. Sospechamos que Gehlen ha llegado a un acuerdo con el canciller Adenauer y que los alemanes se están preparando para dirigir su propia función a partir de ahora.

– Unos auténticos desagradecidos -manifestó Frei-. Después de todo lo que hicimos por ellos.

– El nuevo equipo de inteligencia de Gehlen, el GVL, está formado en su mayor parte por antiguos miembros de las SS, la Gestapo y la Abwehr. Unos tipos muy desagradables. Mucho peores que usted. Y es probable que esté infestado de espías rusos.

– Se lo podría haber dicho hace siete años en Viena -señalé-. De hecho, creo que lo hice.

– Por lo tanto, parece que tendremos que comenzar de nuevo a partir de cero. Eso significa que tendremos que estar mucho más seguros de la clase de personas que reclutamos. Ésa es la razón por la que nos mostramos tan duros con usted al principio. Queríamos asegurarnos de quién era usted. La última cosa que queremos esta vez es volver a trabajar con un grupo de nazis recalcitrantes.

– Imagínese cómo nos sentimos cuando descubrimos que el GVL estaba ayudando a entrenar a egipcios y sirios para desencadenar una guerra contra el Estado de Israel. Contra los judíos, Günther. Para que después digan que la historia no se repite. Creo que un hombre como usted, alguien que nunca ha sido antisemita, querría hacer algo al respecto. Israel es nuestro aliado.

– Tendría que hacerse una pregunta a usted mismo, Bernie. ¿De verdad quiere quedarse aquí y que esos payasos de la OCCWC, Silverman y Earp, decidan su destino?

– Creía que me había dicho que me habían declarado libre de toda sospecha.

– Oh, lo hicieron. Pero ahora los franceses han solicitado su extradición a París. Y ya sabe cómo son los franceses.

– Los franceses no tienen nada contra mí.

– No es eso lo que ellos creen -afirmó Scheuer-. No es lo que creen en absoluto.

– Tiene que reconocer que los franceses tienen una virtud -manifestó Frei-. Su capacidad para la hipocresía te deja sin aliento. Francia fue un país fascista durante la guerra. Incluso más que Italia o España. Sin embargo, prefieren presentarse como víctimas. Atribuir a los demás la responsabilidad de sus crímenes y delitos. A otros como usted, tal vez. Ahora mismo se está celebrando en París un gran juicio. Su viejo amigo Helmut Knochen y Karl Oberg. Es una cause célebre. De verdad. Sale cada día en los periódicos.

– No veo qué tiene eso que ver conmigo. Esas personas, Knochen y Oberg, son peces gordos. Yo sólo era una sardina. Ni siquiera conocí a Oberg. ¿De qué demonios va todo esto?

– Los británicos juzgaron a Knochen en 1947. En Wuppertal. Lo declararon culpable de los asesinatos de unos paracaidistas británicos y lo condenaron a muerte. Pero la sentencia fue conmutada y ahora los franceses quieren su kilo de carne. Están buscando cabezas de turco, Günther. Alguien a quien culpar. Por supuesto, también Knochen. Y al parecer, por eso salió a relucir su nombre. Firmó una declaración ante la Sûreté francesa en la que afirma que fue usted quien asesinó a aquellos prisioneros de Gurs en la carretera de Lourdes en 1940.

– ¿Yo? Tiene que tratarse de un error.

– Oh, claro -dijo Frei-. Creo que ha habido un error. Pero no va a detener a los franceses. Han hecho una solicitud formal para su extradición a París. ¿Quiere leer la declaración de Knochen?

Metió la mano en el bolsillo de la americana, sacó varias hojas de papel dobladas y me las entregó. Después, Scheuer y él se levantaron y fueron hacia la puerta de la celda.

– Léala, y luego decida si, al fin y al cabo, trabajar para el Tío Sam es tan malo.


DECLARACIÓN DE HELMUT KNOCHEN, MARZO DE 1954


Mi nombre es Helmut Knochen. Fui comandante en jefe de la policía de seguridad en París durante la ocupación, entre 1940 y 1944. Mi jurisdicción se extendía desde el norte de Francia a Bélgica. Hasta el nombramiento de Karl Oberg como jefe supremo de las SS, cuando la policía alemana en Francia asumió la total responsabilidad de mantener el orden y el respeto de la ley. Como jefe de policía, intenté garantizar que las relaciones entre los franceses y los alemanes se desarrollaran sin obstáculos y que la correcta administración de la justicia no se viera perjudicada por la ocupación. No siempre fue fácil. No siempre se me comunicaron las decisiones políticas de la superioridad. La más profunda tragedia de mi vida ha sido el hecho de que, de manera indirecta y sin ser consciente de ello, estuve involucrado en la persecución de los judíos en Francia. En ningún momento supe o siquiera sospeché que los judíos deportados al este serían exterminados. De haberlo sabido nunca hubiese aceptado su deportación. Déjenme decir que el mayor crimen de la historia fue el asesinato sistemático de los judíos por parte de AdolfHitler.

Por supuesto, se infligieron otros graves crímenes sobre la población francesa, pero siempre creí que mi trabajo serviría de ayuda para contener a algunos de mis colegas que actuaban con excesivo celo, y siempre recelé del impacto que la política de mano dura podría tener sobre la opinión pública francesa y sobre los funcionarios de Vichy, cuya colaboración voluntaria era imprescindible en todas las cuestiones de seguridad. Siempre me mostré renuente a provocar una confrontación embarazosa. Por ejemplo, en septiembre de 1942 aborté un primer intento de detener a los más destacados judíos franceses de París. Volvió a ocurrir en otras ocasiones, pero creo que aquella fue la más grande, porque afectaba a casi a cinco mil judíos. Esto me obligó a enfrentarme con Heinz Rothke, el jefe de la oficina judía de la Gestapo en Francia.

Mis relaciones con otros elementos fanáticos de las SS y el SD no fueron menos difíciles y complicadas. Con frecuencia tuve que censurar a aquellos oficiales que, recién llegados de Berlín, creían que el uniforme del SD les permitía aplicar procedimientos sumarios a los franceses. Recuerdo a un oficial de Berlín, el Hauptsturmführer Bernhard Günther, que en el verano de 1940 fue enviado al campo de refugiados en Gurs y Le Vernet para arrestar a cierto número de comunistas franceses y alemanes y traerlos a París para que fueran interrogados. Sin embargo, este oficial ordenó que los hombres fuesen fusilados junto a la cuneta de una carretera rural francesa. Al enterarme de lo ocurrido me quedé pasmado; después me sentí furioso. Cuando después asesinó a otro oficial alemán, el Hauptsturmführer Günther fue enviado de regreso a Berlín.


DECLARACIÓN DE HELMUT KNOCHEN, ABRIL DE 1954


Mi nombre es Helmut Knochen, y se me ha pedido que haga una declaración referente a la información que di acerca de un oficial alemán, el capitán Bernhard Günther en una declaración anterior.

Conocí al capitán Günther en París, en julio de 1940. La reunión tuvo lugar en el Hotel Du Louvre o posiblemente en el cuartel general de la Gestapo en Francia, en el 100 de la Avenue Henry-Martin. Los otros oficiales presentes en la reunión eran Herbert Hagen y Karl Bomelburg. Günther había llegado a París como emisario especial del general de las SS Reinhardt Heydrich, con órdenes de detener a unos cuantos comunistas franceses y alemanes reclamados por el gobierno nazi en Berlín. Günther me pareció uno de los típicos protegidos de Heydrich: era cínico y despiadado, incapaz de comportarse como un caballero. Desde el principio dejó claro su desprecio hacia los franceses y, a pesar de mis esfuerzos para contenerlo, insistió en volar al sur de Francia y, al frente de un destacamento motorizado de las SS, se presentó en los campos de Gurs y Le Vernet para arrestar a los hombres que reclamaba Heydrich.

A mí me pareció que no se perdería nada si demorábamos la misión hasta finales del verano, sobre todo como una muestra de consideración hacia los ejércitos derrotados de Francia. Pero Günther insistió. Estaba enfermo -no sé de qué, pero recuerdo que más tarde se habló de su relación con una prostituta suiza-, y a pesar de ello, se empeñó en viajar al sur para cumplir su misión, que, por lo visto, era de máxima prioridad para Heydrich. Para ser justos con el capitán Günther, se podría decir que la enfermedad lo llevó a realizar aquella acción sumaria con los prisioneros. Le acompañaba otro oficial alemán, el Hauptsturmführer Paul Kestner, y fue él quien me informó de lo sucedido en la carretera de Gurs a Lourdes.

Casi una docena de hombres fueron arrestados en Gurs. Entre ellos el jefe del Partido Comunista francés en Le Havre, Lucien Roux. Parece horrible pensarlo, pero al parecer esos hombres sabían lo que el capitán Günther les tenía preparado. Los SS condujeron unos pocos kilómetros y se detuvieron en un claro del bosque. Günther les ordenó bajar de los camiones. Hicieron formar a los prisioneros, les ofrecieron un último cigarrillo y los fusilaron. Günther se encargó de dar el tiro de gracia a varios hombres que aún mostraban signos de vida y después siguieron su camino, dejando los cadáveres en el mismo lugar en que habían caído.

Con toda franqueza, cuando el capitán Kestner me relató lo sucedido allí pensé seriamente en presentar una queja formal contra el capitán Günther; pero se me recomendó que no lo hiciera: Günther era un hombre de Heydrich y esto lo hacía intocable, como comprenderán ustedes. Incluso después de asesinar a otro oficial en un prostíbulo de París, y cuando se podía esperar con toda lógica que comparecería ante una corte marcial, consiguió evadir todos los cargos. Sólo le ordenaron que regresara a Berlín, desde donde fue enviado a Ucrania, probablemente para realizar el tipo de trabajo sucio que ha dado fama a las SS. No está claro que todos los oficiales alemanes se comportasen como caballeros.

Más tarde me encontré con Heydrich y cuando le expresé mis reservas respecto a Günther, me dio una típica respuesta de las suyas. Dijo que estaba de acuerdo con Schopenhauer en que todo el honor descansa al final en las consideraciones de la conveniencia. Heydrich, por supuesto, estaba muy influenciado por Schopenhauer; y no me refiero sólo a su antisemitismo. En cualquier caso, no discutí con él. No era prudente hacerlo. Como Kant, creo que el honor y la moralidad contienen sus propios imperativos. Es por eso que participé en el complot del conde Stauffenberg para matar a Adolf Hitler. Y por eso fui arrestado por los nazis en junio de 1944.


DECLARACIÓN DE HELMUT KNOCHEN, MAYO DE 1954


Mi nombre es Helmut Knochen, y se me ha pedido que haga una descripción del Hauptsturmführer de las SS Bernhard Günther para el registro. Conocí a Günther en 1940. Creo que era mayor que yo. Debería de tener unos cuarenta años. Recuerdo también que era berlinés. Yo soy de Magdeburgo y siempre he sentido fascinación por el acento berlinés. Bueno, no era tanto su acento lo que le hacía parecer berlinés como su actitud. Puede ser descrita como ruda y nada comprometida; cínica y poco amistosa. No me sorprende que a Hitler le disgustase tanto Berlín. Este hombre, Günther, era doblemente típico de allí, porque además era policía. Un detective. Siempre he creído que el personaje de santo Tomás en la Biblia tuvo que ser berlinés. Este tipo sólo hubiese creído que Cristo se habría levantado de entre los muertos después de mirar a través de los agujeros de sus manos y sus pies y ver al juez y al médico forense al otro lado.

Tenía un aspecto muy alemán. Pelo rubio, ojos azules, casi un metro noventa de estatura y ancho de hombros, aunque un poco entrado en carnes. Su rostro mostraba una expresión beligerante. Sí, se parecía mucho a un tipo de hombre que no me gusta nada en absoluto. Un auténtico nazi.

(Al testigo, Knochen, se le mostró la foto de un hombre y lo identificó positivamente como el criminal de guerra buscado Bernhard Günther.)

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