Jueves, 15 de octubre

En una ocasión, hacía mucho, mucho tiempo, había coqueteado descaradamente con él. Por aquel entonces, ella no era aún comisaria principal, sino funcionaría en el grupo de hurtos y carteristas, y acababa de empezar a trabajar en la fiscalía. Viajaron a España para reunir pruebas para un caso de contrabando de alcohol, fue su primer viaje al extranjero con ese trabajo. El hombre que ahora tenía enfrente, sentado en la silla de invitados, era en aquellos tiempos abogado defensor. Les había llevado tres horas reunir las pruebas, el viaje duró tres días. Comieron mucho y bien, y bebieron aún más.

El hombre tenía todo lo que ella admiraba: era bastante mayor que ella, estaba forrado, tenía experiencia y éxito. Ahora era secretario de Estado en el Ministerio de Justicia. Eso tampoco estaba mal. Durante aquel viaje, diez años antes, nunca pasaron de darse unos besos, unas caricias y algún abrazo. No había sido por elección de ella, por eso estaba un poco cohibida.

– ¿Una taza de café? ¿Té?

Aceptó lo primero y rechazó un cigarrillo.

– Lo he dejado -dijo.

La comisaria principal tenía las manos húmedas y se arrepintió de no haber sacado unos documentos o alguna otra cosa que hojear; acabó jugueteando con los dedos y moviéndose inquieta en el enorme sillón.

– ¡Enhorabuena por el nombramiento de comisaria principal! -se rió él-. ¡No está nada mal!

– No me lo esperaba -faroleó ella.

Lo cierto es que el antiguo comisario principal la animó a solicitar el puesto, por eso a nadie le sorprendió que se lo dieran.

El secretario de Estado echó un vistazo al reloj y fue al grano.

– El consejo de ministros está preocupado por este caso de los abogados -la informó-. Muy preocupado. ¿Qué es lo que está pasando en realidad?

Era cierto que hacía muchos años se había insinuado abiertamente a aquel tipo, y también que el hombre seguía entusiasmándola, el título de secretario de Estado no amortiguaba precisamente sus sentimientos, pero la comisaria principal era una profesional.

– Es un caso difícil y aún bastante confuso -respondió de modo abstracto-. Me temo que no tengo gran cosa que contar, más allá de lo que ha salido en los periódicos. Parte de ello es verdad.

El hombre se enderezó la corbata y carraspeó elocuentemente, como para recordarle que él, en tanto que subordinado directo del ministro, tenía derecho a saber más de lo que se publicaba en la prensa más o menos fiable. No le sirvió de mucho.

– La investigación se encuentra en una fase muy inicial y la Policía aún no está preparada para dar información. En caso de que la investigación sacara a la luz algo que creyéramos que debe saber la dirección política del ministerio, yo te informaría de inmediato, como es obvio. Eso te lo puedo prometer.

No iba a conseguir sacarle nada más, el hombre era lo bastante mayor como para saberlo, así que ni siquiera lo intentó. Cuando se iba, la comisaria principal se dio cuenta de que los kilos que había cogido hacían que su trasero resultara bastante menos atractivo. Habría más oportunidades. Una cana cayó silenciosamente sobre el escritorio y ella se apresuró a recogerla. Después marcó el número de la secretaria.

– Pídeme hora con mi peluquero -le ordenó-. Tan pronto como sea posible, por favor.

Han van der Kerch estaba empezando a perder la noción del tiempo. Ciertamente apagaban la luz para informar a los detenidos de que era de noche, y además servían puntualmente la intragable comida empaquetada en plástico, lo que contribuía a descomponer la existencia en partes que luego formaban un día; pero al no tener ocasión de ver el sol ni la lluvia, el aire o el viento, y disponiendo de mucho tiempo que no podía usar más que para dormir, el joven holandés se había derrumbado, entrando en un estado de apatía y de no-existencia. Una noche, en la que cinco horas de sueño diurno tornaron insoportable la eternidad que pasó escuchando el doloroso llanto del chico de la celda contigua y los desgarradores chillidos de un marroquí con fuerte síndrome de abstinencia, que estaba alojado en una celda un poco más allá, sintió que estaba a punto de volverse loco. Rogó a un Dios en el que no había creído desde que iba a catequesis que volvieran a poner pronto la potente luz del techo. Resultó evidente que Dios se había olvidado de él, del mismo modo que Han van der Kerch se había olvidado de Dios, porque la mañana no llegaba nunca. Estaba tan desesperado que había arrojado contra la pared el reloj de pulsera que le habían devuelto al cabo de un par de días. El reloj se había machacado y ya no podía siquiera seguir el tiempo en su insoportable avance hacia un futuro en blanco, sin el menor contenido.

La desenvuelta mujer miope que traía el carrito con la comida de los presos le daba de vez en cuando un trozo de chocolate que él aceptaba en cada ocasión como un regalo de Nochebuena. Partía el chocolate en pedazos diminutos que después dejaba que se le derritieran uno a uno en la boca. El chocolate no había impedido que perdiera peso; en tres semanas de prisión preventiva, había perdido siete kilos. No le sentaba nada bien, pero tampoco tenía mayor importancia dada su situación, a veces en calzoncillos y a veces desnudo del todo.

Además tenía miedo. La angustia que se le había instalado en el estómago como un cactus creciente en el momento en que se inclinó sobre el cadáver desfigurado de Ludvig Sandersen había acabado extendiéndose a todos sus miembros, y provocaba un desagradable temblor en sus brazos que le hacía derramar todo lo que bebía. Al principio había conseguido abstraerse con los libros que le prestaban, pero a la larga fue perdiendo la capacidad de concentración. Las letras danzaban y se agolpaban sobre el papel. Le habían dado pastillas, esto es, se las habían dado a los guardias que a su vez se las daban a él, siguiendo las instrucciones del médico, una a una y acompañadas de agua tibia en un vaso de plástico. Por la noche le daban unas diminutas pastillas azules, que le ayudaban a montarse en el tren de los sueños, y, tres veces al día, pastillas blancas más grandes. Aquello le procuraba un respiro en el que, por un rato, el cactus retraía sus espinas. Pero la certeza de que no tardarían en retornar, recién afiladas y de mayor tamaño, era casi igual de terrible. Han van der Kerch estaba a punto de perder la noción de su propia existencia.

Creía que era de día. No podía saberlo a ciencia cierta, pero la luz estaba puesta y a su alrededor había muchos ruidos. Acababan de servir una comida, aunque no sabía si era el almuerzo o la merienda. ¿Tal vez fuera la cena? No, era demasiado pronto, había demasiado jaleo.

Al principio no entendió lo que era. Cuando el pequeño trozo de papel cayó a través de las rejas, tardó un buen rato en pensar en él. Siguió con los ojos la trayectoria del papelito, que era tan pequeño y ligero que tardó una eternidad en llegar al suelo. Se agitaba como una mariposa, oscilando de un lado a otro, mientras bajaba hacia el hormigón. El chico sonrió, el movimiento le resultaba gracioso y sentía que no le concernía.

Allí quedó tirado. Han van der Kerch lo dejó estar y alzó la mirada para fijarse de nuevo en las líneas rotas que le contaban lo que pasaba en el pasillo. Le acababan de dar una de las pastillas blancas y se sentía mejor que una hora antes. Al cabo de un rato intentó levantarse. Estaba mareado y llevaba tanto tiempo tumbado en la misma postura que los brazos y las piernas se le habían dormido. Sentía incómodos picores, pero con movimientos entumecidos recorrió los pocos pasos que le separaban de la puerta. Se agachó y cogió la nota sin mirarla. Le llevó varios minutos sentarse en la postura adecuada, sin que las diversas partes del cuerpo se quejaran demasiado.

La nota tenía el tamaño de una postal, plegada dos veces. La desdobló sobre un muslo.

Era obvio que el mensaje iba dirigido a él, sólo contenía unas pocas palabras escritas en mayúsculas con un rotulador grueso: «El silencio es oro, hablar es la muerte». Era bastante melodramático; se echó a reír. La risa fue estridente y tan alta que llegó a asustarse y se calló. Acto seguido el miedo lo dominó del todo. Si una nota era capaz de traspasar las rejas de su puerta, una bala también podría.

Empezó a reírse de nuevo, tan alto y tan estridentemente como hacía un instante. La risa retumbó en las paredes de ladrillo, rebotó de acá para allá y danzó alrededor del hombre que la producía antes de desaparecer entre las rejas y llevarse consigo el último resto de cordura que quedaba en su cabeza.

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