Viernes, 6 de noviembre

Se había convertido en una costumbre ir a la prisión a visitar a su pobre cliente los viernes por la tarde. No es que el chico dijera gran cosa, pero daba la impresión de que apreciaba las visitas. Estaba encorvado y escuálido, y aún mantenía la misma mirada vacía, pero Karen tenía la sensación de intuir en su cara la insinuación de una sonrisa cada vez que se veían. A pesar de la insistencia con la que Han van der Kerch se había opuesto a ser trasladado a la cárcel mientras aún tenía capacidad de decir lo que pensaba, ahora estaba internado en la Cárcel Provincial de Oslo, sección B, Bayer'n. Karen había obtenido permiso para visitarlo en la celda, no tenía sentido arrastrar al tipo hasta la sala de visitas. En la celda había más luz y los vigilantes no sólo parecían honrados, sino que mostraban tanta buena voluntad como les permitía su carga de trabajo. Durante cada visita, cerraban la puerta al irse; ella sentía un extraño bienestar al sentirse encerrada, la misma sensación que de jovencita, en la casa de Kalfaret, la había empujado hacia el trastero bajo las escaleras cada vez que el mundo se le ponía en contra. Las visitas a la cárcel se habían convertido en un momento de contemplación. Se quedaba sentada frente al chico callado y escuchaba el traqueteo del carro del repartidor en el pasillo, el eco de risas y gritos obscenos, el pesado chirriar de las llaves cada vez que pasaba un carcelero por delante de la puerta.

Hoy no estaba tan extremadamente pálido como otros días. Sus ojos la siguieron durante todo el trayecto hasta que se sentó junto a él en el catre. Cuando le cogió la mano, sintió que el joven se la apretaba, de un modo casi imperceptible, pero estaba segura de haber sentido la leve presión. Con vacilante optimismo, Karen se inclinó hacia delante y le apartó el pelo de la frente. Lo tenía ya demasiado largo y volvió a caer inmediatamente. Siguió acariciándole la frente y le pasaba los dedos por el pelo. Era evidente que le resultaba agradable porque cerró los ojos y se inclinó hacia ella. Permanecieron así durante varios minutos.

– Roger -murmuró el chico, tenía la voz gangosa y agrietada de no haberla usado en mucho tiempo.

Karen ni siquiera pegó un respingo, continuó acariciándolo y no le preguntó nada.

– Roger -dijo el holandés de nuevo, esta vez un poco más alto-. El tipo de Sagene, el de los coches usados. Roger.

Luego se quedó dormido, la respiración se homogeneizó y el peso contra el cuerpo de ella aumentó. Karen se levantó con cuidado, lo tumbó y, sin poder contenerse, le dio un beso en la frente.

– Roger de Sagene -repitió para sí misma, llamó suavemente a la puerta y al cabo de dos minutos estaba fuera.

– Nada. Absolutamente nada.

El fiscal adjunto agarró la gruesa pila de papeles y la estampó contra la mesa, pero no los había agarrado bien y se salieron de la carpeta.

– Joder -soltó, y se agachó para arreglar aquel desaguisado.

Hanne se puso a cuatro patas para ayudarlo y los dos quedaron de rodillas mirándose fijamente.

– Nunca me acostumbraré a esto. ¡Nunca! -Sand hablaba rápido y fuerte.

– ¿A qué?

– A que tantas veces sepamos que algo anda mal, que alguien ha hecho algo malo, que sepamos quién lo ha hecho, lo que ha hecho… Joder, sabemos muchísimo, pero ¿podemos demostrarlo? Que va, estamos como los eunucos, paralizados y con todos los auspicios en contra de nosotros. Sabemos y sabemos, pero si nos arriesgáramos a acudir a los tribunales con lo que sabemos, aparecería algún abogado defensor que nos lo desmontaría todo y se sacaría de la manga una explicación natural para todas y cada una de las piezas de nuestra cadena de indicios. Hurgan y rebuscan y, al final, todo lo que sabíamos se convierte en una masa informe de datos inciertos, más que suficiente como para exigir la duda razonable. Y, hala, el pájaro está libre y ha triunfado el estado de derecho. ¿El derecho de quién? Desde luego el mío no. El estado de derecho se ha convertido en una excelente herramienta para los culpables, coño. Cualquiera diría que está ahí para que metamos al menor número de gente posible en la cárcel. ¡Eso no es un estado de derecho, joder! ¿Y qué pasa con toda la gente asesinada, violada, con los niños que sufren abusos, con la gente a la que roban o asaltan? Me cago en la puta, yo debería haber sido sheriff en el salvaje oeste. Esos sí que actuaban cuando sabían lo que pasaba. Colgaban una cuerda del árbol más cercano y le partían el cuello al bandido. Una estrella y un sombrero de vaquero hubieran garantizado más estado de derecho a la mayoría de la gente que siete años de estudios de Derecho y diez estúpidos miembros de un tribunal. La inquisición. Eso sería la cosa. Juez, fiscal y defensor en una misma persona. Así se solucionan las cosas, y no con esa cháchara sobre el estado de derecho para los criminales y sinvergüenzas.

– Tú no piensas eso, Håkon -dijo Hanne recogiendo los últimos papeles, casi tuvo que tumbarse para poder coger un interrogatorio que se había colado bajo la cajonera-. Tú no piensas eso -repitió medio ahogada bajo la cajonera.

– Bueno, no del todo, pero casi.

Los dos frustrados se sentían frustrados. Era viernes y era ya demasiado tarde, llevaban demasiadas jornadas de trabajo agotadoras a sus espaldas. Ella lo llevaba mejor que él. Se quedaron sentados ordenando el montón de documentos.

– Infórmame de la situación -le ordenó él cuando hubieron acabado.

No les llevó mucho tiempo. Sand ya conocía las pocas pruebas técnicas que tenían y la investigación táctica estaba completamente parada. Habían interrogado a un total de cuarenta y dos testigos. Ni uno solo de ellos había podido contribuir con nada que pudiera arrojar luz sobre el caso, ni siquiera algo que creyeran que mereciera la pena seguir investigando.

– ¿Ha salido algo del seguimiento a Lavik?

El fiscal adjunto dejó la pila de papeles a un lado, sacó una cerveza tibia de una bolsa de plástico y le quitó la chapa contra el canto de la mesa. La madera hizo astillas y un pedacito de cristal se soltó de la botella.

– Al fin y al cabo ha llegado el fin de semana -se disculpó, antes de llevarse la botella a la boca.

Como el contenido estaba tibio se formó gran cantidad de espuma y tuvo que inclinarse bruscamente hacia delante y separar las piernas para no mancharse. Se secó la boca y aguardó la respuesta.

– No, con la capacidad de esta jefatura, es imposible seguirlo las veinticuatro horas al día. Así que no es más que una lotería. No tiene sentido seguirlo si no se hace con eficacia. Si lo hacemos así, sólo conseguiremos sentirnos frustrados.

– ¿Y qué pasa con la parte mercantil del negocio de Lavik?

– Va a ser un follón investigarlo. Ha tenido algunos proyectos hoteleros en el Lejano Oriente. Bangkok. Eso no queda muy lejos de los mercados de heroína, pero los inversores para los que ha trabajado son gente seria y los hoteles se han construido, así que no hay nada turbio en el propio negocio. Si consigues fondos, no me importaría viajar a Tailandia para investigar el asunto.

Wilhelmsen arqueó las cejas en una mueca que expresaba a las claras lo que opinaba sobre una extravagancia presupuestaria de ese tipo. En el exterior se había hecho de noche y el cansancio que ambos sentían, unido al suave olor de la cerveza, hacía que el despacho resultara casi acogedor.

– ¿Estamos ahora de servicio?

Sand sabía a qué se refería y sonrió negando con la cabeza, a la vez que le pasaba otra cerveza, después de abrirla de la misma manera que la anterior. El tablero de la mesa se quejó, pero esta vez consiguió que el cristal no se rompiera. Ella cogió la cerveza, pero de pronto la soltó y se fue sin decir nada. Dos minutos después se afanaba por conseguir mantener en pie dos velas sobre la mesa. Después de derramar una buena cantidad de cera, se quedaron erguidas, aunque ligeramente ladeadas, cada una en una dirección. Luego apagó la luz del techo, mientras Håkon giraba hacia la pared la lámpara de mesa, de modo que sólo arrojaba una luz medio ahogada a la habitación.

– Como nos vea alguien, van a correr un montón de rumores.

Él se mostró de acuerdo.

– Pero yo saldré ganando -sonrió Håkon.

Brindaron con las botellas.

– Qué buena idea hemos tenido. ¿Se puede hacer?

– Yo hago lo que me da la gana cuando estoy en mi propio despacho un viernes a las seis y media de la tarde. No me pagan un duro por estar aquí y me voy a casa en metro, aparte de que en casa no me espera nadie. ¿Y a ti? ¿Te espera alguien?

Sólo pretendía ser amable, no era más que un intento bienintencionado y espontáneo de adecuarse al extraño ambiente que se había generado y en absoluto pretendía pasarse de la raya. Pero ella se puso tensa, se enderezó en la silla y dejó la botella. Él se percató de su cambio de actitud y se arrepintió profundamente.

– ¿Y qué pasa con Peter Strup? -dijo tras un pausa incómoda-. En realidad no lo hemos investigado demasiado. Tal vez deberíamos. Sólo que no sé exactamente a qué podríamos agarrarnos. Me interesa más lo que pudiera saber Karen Borg.

Incluso en aquella luz vacilante, ella pudo percibir su rubor. Håkon se quitó las gafas, en una maniobra de distracción, y se limpió los cristales con la parte baja de su jersey de algodón.

– Sabe más de lo que dice. Eso está claro. Probablemente se trate de otros delitos de Van der Kerch que no conocemos. Lo hemos cogido por asesinato. La investigación técnica ya está acabada y con eso basta para condenar al tipo. Pero si tenemos razón en nuestras teorías, puede que además esté metido hasta el cuello en el narcotráfico. No es que sea muy conveniente sumar eso a la pena por asesinato premeditado. Es su obligación mantener silencio. Karen Borg es una mujer de principios, créeme. La conozco muy bien, coño. O al menos la conocía.

– No da la impresión de que mis notas hayan tenido consecuencias para ella -dijo Hanne-. ¿No ha notado nada inusual ni inquietante?

– No.

Håkon no estaba tan seguro como parecía. Hacía dos semanas que no hablaba con ella y no era porque no lo hubiera intentado. Aunque ella lo había besado hasta persuadirlo para que prometiera no llamarla, él había roto su promesa exactamente dos días después de haber salido dando tumbos de su casa trece días antes, a primera hora de la mañana de un sábado. El lunes por la mañana había probado llamarla al número de su despacho y le había atendido una recepcionista muy amable. Karen estaba ocupada, pero no debía preocuparse, le dejaría el recado de que había llamado. Desde entonces, la mujer le había dejado otros cuatro recados, pero no había respondido a ninguno. Él lo había asumido con aquel viejo sentimiento de resignación, pero, aun así, cada vez que sonaba el teléfono y lo descolgaba con la intensa esperanza de que fuera ella, se sentía profundamente decepcionado al comprobar que Karen se atenía a su determinación de no querer hablar con él por lo menos en un mes. Quedaban dos semanas.

– No -repitió, a pesar de todo-. No ha notado nada raro.

Las velas habían formado dos grandes círculos en la mesa. Håkon protegió la llama con la mano en un gesto completamente inútil y las apagó. Luego se levantó y encendió la luz del techo.

– Hasta aquí los preliminares -dijo fingiendo alegría-. ¡La juerga tendremos que corrérnosla cada uno por nuestra cuenta!

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