Si hubiera visto pequeños marcianos verdes con los ojos rojos, no habría parecido más sorprendido. Por un momento, incluso a Wilhelmsen la atacó la duda. El abogado Jørgen Ulf Lavik leía una y otra vez la nota azul, mientras alternaba entre mirarla a ella con los ojos abiertos de par en par y soltar leves sonidos quejumbrosos por la garganta. La cara se le había hinchado y había cogido un color rojo oscuro, el infarto de corazón empezaba a parecer un peligro inminente. Dos agentes de Policía vestidos de civil se habían situado ante la puerta cerrada, con las manos a la espalda y las piernas separadas, como si esperaran que el abogado en cualquier momento fuera a intentar abrirse paso entre ellos para acceder a una libertad de la que al menos debía ya intuir que iba a carecer durante bastante tiempo. Incluso la lámpara del techo vibró y parpadeó como en un ataque de excitación y furia, en el momento en que un pesado camión atravesó el cruce a toda velocidad para coger el semáforo en ámbar.
– ¿Esto qué es? -gritó después de haber leído el papel azul al menos seis veces-. ¿¿¿Qué mierda de gilipollez es ésta???
Estampó el puño contra la mesa, con lo que causó gran estruendo. Fue evidente que se hizo daño y agitó involuntariamente la mano.
– Es una orden de detención. Te vamos a detener. O a arrestar, si prefieres. -Hanne señaló el papel que yacía sobre el escritorio, medio destrozado por el arrebato del abogado. Aquí dice por qué. Tendrás todo el tiempo que quieras para presentar objeciones. Todo el tiempo que quieras. Pero ahora tienes que venir con nosotros.
El hombre, furioso, se controló poniendo en juego todas sus fuerzas. La musculatura de su barbilla se agitaba fuertemente e incluso los hombres junto a la puerta pudieron oír el ruido de sus muelas que se restregaban las unas contra las otras. Cerraba y abría los ojos a una velocidad increíble y, al cabo de un minuto, estaba algo más tranquilo.
– Tenéis que dejarme llamar a mi mujer. Y tengo que buscarme un abogado. Salid a la antesala, mientras tanto.
La subinspectora sonrió.
– A partir de ahora y durante bastante tiempo, me temo que no vas a poder hablar con nadie sin que haya un policía delante. Eso, evidentemente, no incluye a tu abogado, pero eso tendrá que esperar hasta que lleguemos a la comisaría. Ahora abrígate y no montes jaleo. Todos saldremos ganando.
– ¡Tengo que hablar con mi mujer! -Casi les inspiró lástima-. ¡Me espera en casa dentro de una hora!
No podía causar ningún mal que se le permitiera darle el recado. Les ahorraría críticas a ese respecto, al menos. Hanne descolgó el teléfono y se lo tendió.
– Explícale como quieras lo de que no vas a ir a casa. Puedes decirle que estás arrestado, si quieres, pero no puedes decir una palabra sobre el motivo. Como digas algo que no me guste, corto la conversación.
Colocó un dedo disuasorio sobre la tecla de cortar y dejó que marcara el número. La conversación fue escueta y el abogado dijo la verdad. Hanne pudo oír una voz llorosa que preguntaba «¿Por qué? ¿Por qué?», al otro lado de la línea. En un acto digno de admiración, el hombre consiguió mantener la compostura y para acabar prometió a su mujer que su abogado la contactaría a lo largo de la tarde. Colgó el teléfono de un golpetazo y se levantó.
– Acabemos ya con esta farsa -dijo en tono malhumorado; se puso el abrigo del revés, al darse cuenta empezó a maldecir y consiguió enderezar el entuerto antes de echar una ojeada a los dos hombres de la puerta-. ¿Me vais a poner también las esposas?
No fue necesario. Un cuarto de hora más tarde se encontraba en comisaría. No era la primera vez que estaba allí, pero anteriormente todo había sido muy, muy, distinto.
La elección de abogado de Jørgen Ulf Lavik sorprendió a todo el mundo. Habían creído que iba a escoger a una de las dos o tres superestrellas y estaban preparados para enfrentarse a un infierno. Sobre las seis de la tarde, Christian Bloch-Hansen se presentó en la comisaría y, de modo correcto y en tono bajo, saludó tanto a Hanne como al inspector Kaldbakken. Luego insinuó cortésmente su deseo de hablar con Sand antes de reunirse con su cliente. Cogió el fino expediente del caso con una ceja arqueada y, sin mayores objeciones, aceptó las disculpas de Håkon por no poderle proporcionar más documentos sin perjudicar la investigación. Bloch-Hansen no se dejó provocar. Llevaba treinta años en el oficio y era un hombre conocido y respetado dentro del gremio; sin embargo, el lector habitual de la prensa no hubiera reconocido su nombre. Nunca se había interesado demasiado por las relaciones públicas, más bien al contrario, parecía evitar cualquier publicidad en torno a su persona. Eso a su vez había reforzado su renombre en los tribunales y en los ministerios y le había proporcionado una serie de tareas y misiones especiales, que él había cumplido con gran seriedad y solidez profesional.
El alivio inmediato que sintió Håkon Sand ante la amabilidad de su oponente tuvo que ceder el sitio a la constatación de que le había tocado el peor de los contrincantes. El abogado del Tribunal Supremo Christian Bloch-Hansen no iba a montar jaleo, no iba a proporcionar titulares de guerra a la prensa amarilla ni se iba a empecinar en asuntos irrelevantes. Lo que iba a hacer era descuartizarlos. No se le iba a escapar nada y, además, era un fuera de serie en lo que respectaba a procesos penales.
Al cabo de treinta minutos, el aseado abogado de mediana edad tenía información suficiente. A continuación se reunió a solas con su cliente durante dos horas. Al acabar, pidió que el interrogatorio de Lavik se pospusiera hasta el día siguiente.
– Mi cliente está cansado. Y supongo que vosotros también. Por mi parte, he tenido un día muy largo. ¿A qué hora os viene bien que empecemos? -Abrumada por la buena educación de Christian Bloch-Hansen, Hanne dejó que el abogado del Tribunal Supremo propusiera la hora-. ¿Os parece demasiado tarde a las diez? -preguntó con una sonrisa-. Los fines de semana me gusta tomarme mi tiempo para desayunar.
Para Hanne Wilhelmsen no era ni tarde ni pronto. El interrogatorio comenzaría a las diez.