Martes, 24 de noviembre

Fue como despertar con una resaca monumental. Hanne Wilhelmsen no había podido dormir al regresar a casa, a pesar de haberse tomado un poco de leche caliente y de recibir un masaje en los hombros. Tras apenas cuatro horas de sueño alterado, la radio despertador la catapultó hacia un nuevo día con su desagradable parte de noticias. El auto de prisión copaba todas las primeras planas. La locutora afirmaba que el resultado había sido un empate, aunque ponía en duda que la Policía realmente tuviera un caso. Como es natural, no conocía los argumentos que habían dado lugar al auto y por esa razón dilapidó varios minutos especulando sobre las causas que habían forzado a poner en libertad al mecánico. Las especulaciones eran disparatadas.

Se estiró hundida por la pereza y se obligó a levantarse y a abandonar las cálidas sábanas que la abrazaban. Tendría que saltarse el desayuno; le había prometido a Håkon que estaría en el despacho a las ocho. El día que tenían por delante iba a ser al menos tan largo como el anterior.

Una vez en la ducha, intentó pensar en otra cosa. Se agachó y posó la barbilla sobre el alicatado blanco dejando que el agua le pusiera la espalda al rojo vivo. Era imposible abstraerse del caso, su cerebro trabajaba a toda máquina y la arrastraba consigo en contra de su voluntad. En ese momento sólo deseaba un traslado instantáneo, tres meses en la Policía de tráfico habrían estado muy bien. Lo cierto es que no era de esas personas que huyen de las tareas difíciles, pero el caso la tenía completamente absorbida. Le resultaba imposible encontrar la paz, todos los cabos sueltos se enredaban y jugueteaban con otras soluciones, nuevas teorías, nuevas ideas. Aunque Cecilie no se quejaba, Hanne sabía que últimamente no destacaba ni como amante ni como amiga. Durante las cenas y celebraciones permanecía silenciosa, moderadamente amable y con una copa en la mano. El sexo se había vuelto algo rutinario que llevaba a cabo sin demasiada pasión o compromiso.

El agua estaba tan caliente que tenía la espalda casi anestesiada. Se incorporó y se sobresaltó al quemarse los senos. Fue en el momento en que abría el agua fría, para evitar arder viva, cuando aquello le vino a la mente.

¡La bota! Tenía que haber un gemelo del trofeo de caza de Billy T. en alguna parte. Dar con una bota concreta de invierno, del 44, en Oslo y en esta época del año se le antojó harto difícil. Por otro lado, el número de posibles propietarios era bastante reducido y valía la pena intentarlo. Si localizaban al propietario se encontrarían ante un tipo que casi seguro estaba involucrado, y luego ya verían lo que aguantaba. La lealtad nunca fue el lado más fuerte de los narcotraficantes.

La bota, había que encontrarla.

El día estaba empezando a desperezarse y, aunque el sol no había alcanzado todavía el horizonte, merodeaba por algún lugar detrás de la loma de Ekeberg insinuando el advenimiento de un hermoso y frío martes de noviembre. La temperatura había vuelto a bajar de cero y todas las emisoras locales advertían a los conductores y hablaban de autobuses y tranvías llenos. Algunos currantes de camino a otro día de trabajo se paraban ante el edificio que albergaba el periódico Dagbladet para leer la edición matutina expuesta en las vitrinas.

Su caso llenaba de nuevo las portadas; en su agenda había apuntado a escondidas que era la duodécima vez aquel año que aparecía en portada. Un poco inmaduro, tal vez, pero era importante llevar la cuenta, pensó con orgullo. Al fin y al cabo, sólo estaba cubriendo una sustitución, casi como un periodo de prueba.

La copia de la llave le ardía en el bolsillo; por si acaso, hizo tres copias más y las escondió en lugares seguros. El cerrajero no pudo ayudarlo mucho, las posibilidades eran múltiples, aunque la llave no podía corresponder a algo más grande que un casillero de consigna. Tal vez un armario, pero definitivamente no era una puerta; si lo era, tenía que ser muy pequeña.

Las consignas ubicadas en los lugares más obvios no dieron resultado. La llave no funcionó en la Estación Central del Ferrocarril, ni en los aeropuertos de Fornebu y Gardemoen ni en los grandes hoteles. El que la llave careciera de número de serie indicaba que era poco probable que pudiera usarse en un lugar público.

¿Debía dársela a Håkon Sand? Seguramente la Policía estaba muy estresada en estos momentos, dos semanas eran poco; después de que los recursos pasaran por las manos del juzgado de segunda instancia, nada garantizaba que se fueran a cumplir esas dos semanas.

La balanza parecía inclinarse en favor de ayudar a la Policía. Ésta poseía medios que permitirían buscar con mucha más efectividad algún lugar donde poder utilizar la maldita llave. Además, seguro que saldría beneficiado de este asunto, quizá podría llegar a un buen acuerdo con ellos. Lo cierto es que cuando acabó de pensárselo bien no le pareció tan buena idea pasearse con un objeto en el bolsillo que podía ser una prueba decisiva en un caso de tanta envergadura, con asesinatos y todo. ¿Podría estar cometiendo un delito? No estaba seguro.

Por otro lado: ¿Cómo iba a explicar el modo en que la llave había acabado en sus manos? El allanamiento del despacho de Lavik era en sí punible y, si se enteraba el director de su periódico, adiós y gracias. De momento no se sentía capaz de inventar una historia alternativa que tuviera sentido.

La conclusión era obvia, tenía que seguir buscando por su cuenta. Si lograba encontrar el armario, la caja o lo que fuera, acudiría a la policía, siempre que su contenido tuviera algún interés, claro. De ese modo, su dudoso procedimiento quedaría en un segundo plano y se esfumaría. Sí, lo sensato era quedarse con la llave.

Se ajustó los pantalones y entró al gran edificio gris de su rotativo.

El gigantesco escritorio estaba inundado de periódicos. Peter Strup llevaba en su despacho desde las seis y media de la mañana; también él se había despertado con las noticias sobre el auto. De camino a su bufete había comprado siete diarios diferentes: todos llevaban la misma noticia en portada. No decían prácticamente nada, pero todos presentaban distintos puntos de vista. El diario comunista Klassekampen opinaba que el encarcelamiento representaba una victoria de la justicia y su editorial hablaba de confianza en los tribunales que habían demostrado que no sólo practicaban la justicia de clases. Pensó exasperadamente sobre lo curioso que era que las mismas personas que solían utilizar la artillería pesada para atacar la primitiva necesidad de venganza de esta sociedad podrida que encierra a la gente en las cárceles, de repente, se alegraran del mismo ordenamiento en cuanto afectaba a una persona procedente de un entorno más favorecido. Los periódicos mostraban más fotos que texto, salvo los gigantescos titulares. El conservador Aftenposten imprimió una crónica ponderada y anodina a la vez, a pesar de que el caso merecía cierta magnitud, tal vez tenían miedo de ganarse alguna demanda por difamación. Una sentencia firme contra Lavik se antojaba infinitamente lejana. El sentido común presagiaba una terrible venganza por parte de Lavik si no era condenado.

La pluma raspó el papel cuando empezó a tomar notas a toda velocidad. Siempre era difícil entender los planteamientos jurídicos partiendo de los titulares. Los periodistas mezclaban conceptos y revoloteaban por el panorama judicial como gallinas sueltas. Sólo el Aftenposten y el Klassekampen tenían la suficiente autoridad como para saber que se trataba de un auto y no de un veredicto, y que había sido recurrido y no apelado.

Finalmente hizo una pila con todos los periódicos restantes, las hojas estaban descompuestas tras recortar la información más importante, y lo tiró todo a la papelera. Grapó los recortes junto con las notas escritas a mano, los introdujo en una funda de plástico y lo guardó todo en un cajón con llave. Luego contactó con su secretaria a través del interfono y ordenó que le anulara todas las citas de aquel día y del día siguiente. La secretaria se quedó perpleja y empezó con un «pero», aunque ella misma se detuvo.

– De acuerdo. ¿Los cito a todos para otro día?

– Sí, hazlo, por favor. Diles que me ha surgido un imprevisto. Tengo que hacer un par de llamadas importantes, que no me moleste nadie.

Se levantó y cerró la puerta que daba al pasillo, después sacó un pequeño teléfono móvil y se acercó a la ventana. Al cabo de un par de llamadas logró ponerse en contacto con la persona que andaba buscando.

– Hola Christian, soy Peter.

– Buenos días.

La voz era tenebrosa y armonizaba mal con el mensaje.

– Bueno, lo cierto es que no son buenos para ninguno de los dos. Entiendo que debo felicitarte, por lo que dicen los titulares de los periódicos: uno, libre; el otro, encarcelamiento parcial. No es un mal resultado.

La voz era plana e inexpresiva.

– Esto es un jodido lío, Peter, un auténtico desbarajuste de mierda.

– No lo dudo.

Ninguno de los dos habló y el crepitado de la conexión empezaba a ser molesto.

– Hola, ¿sigues ahí?

Strup pensó que la conexión se había cortado, pero no era así.

– Sí, estoy aquí. Sinceramente, no sé lo que es mejor, que permanezca en prisión o que salga libre, ya veremos. El tribunal de apelación no dará a conocer su decisión hasta el final del día, o tal vez hasta mañana. Esta gente no es precisamente de la que alarga su jornada laboral.

Strup se mordió el labio inferior, cambió el teléfono de mano, se dio la vuelta y se situó de espaldas a la ventana.

– ¿Existe alguna posibilidad de parar esta avalancha? Quiero decir, ¿de un modo relativamente decente?

– Quién sabe, de momento estoy preparado para cualquier eventualidad. Como esto reviente va a ser el caso más importante desde la Segunda Guerra Mundial. Espero encontrarme lejos para entonces. Ojalá me hubieras mantenido al margen.

– No pude hacerlo, Christian, que Lavik te escogiera a ti fue una increíble suerte dentro de toda esta desdicha. Alguien en quien podía confiar, confiar de verdad.

No pretendía en absoluto que fuera una amenaza; sin embargo, la voz de Bloch-Hansen se tornó más incisiva.

– Que te quede una cosa muy clara -dijo con determinación y dureza -, mi buena voluntad tiene límites y te lo dejé bien claro el domingo. No lo olvides.

– No tendré ocasión de hacerlo -contestó Strup en un tono seco, para concluir la conversación.

Permaneció de pie, apoyado en la fría ventana. «Esto no es un jodido batiburrillo, es un puto caos», se dijo. Hizo otra llamada que finalizó al cabo de tres o cuatro minutos. A continuación salió a desayunar, aunque no tenía ni pizca de hambre.

Sentada ante una mesa de pino, delante de una ventana con laterales y travesaños de madera y cortinas de cuadros rojos, Karen disfrutaba del desayuno con un apetito bien distinto. La tercera rebanada de pan estaba a punto de desaparecer y el bóxer, tumbado con la cabeza sobre las patas entrecruzadas, miraba a su ama con ojos melancólicos y suplicantes.

– ¡Pedigüeño! -le recriminó, y siguió profundizando en la novela que tenía delante.

La emisora P2 la entretenía lo justo, el sonido salía de una vieja radio portátil colocada en la estantería sobre la encimera.

La cabaña estaba ubicada en una loma pedregosa con unas vistas panorámicas que, cuando era niña, creía que llegaban hasta Dinamarca. A los ocho años había evocado aquellos parajes sureños y los veía llenos de hayas y gente sonriendo. La imagen no había desaparecido, ni las burlas de su hermano ni la demostración científica de su padre, que le decía que todo eran imaginaciones suyas, lo habían conseguido. Al cumplir Karen los doce, la imagen había palidecido; el verano que empezó en el instituto, Dinamarca entera se había hundido en el mar. Había sido una de las experiencias más dolorosas en su camino hacia la madurez, tuvo la sensación de que las cosas no eran como ella siempre había creído.

No había tenido demasiados problemas para calentar el lugar, la cabaña estaba muy bien aislada y preparada para el invierno. Estaba provista de electricidad y todavía quedaba mucho del domingo cuando la casa alcanzó una temperatura agradable. No se atrevió a poner en marcha la bomba de agua eléctrica por si se congelaban las tuberías. No importaba, el pozo se encontraba a un tiro de piedra de la cabaña.

Habían transcurrido dos días y se sentía más tranquila de lo que lo había estado desde hacía muchas semanas. El teléfono móvil estaba encendido como medida de seguridad, pero sólo la gente del despacho y Nils disponían del número. Éste la había dejado en paz, pues las últimas semanas habían sido una dura prueba para ambos. Se encogió al recordar su mirada afligida e interrogante, y todos sus desesperados intentos de satisfacerla. El rechazo era ya una costumbre, y se dedicaban a hablar con amabilidad del trabajo, de las noticias y de las cosas cotidianas y necesarias. Ninguna intimidad, ninguna comunicación. A lo mejor sintió cierto alivio cuando ella decidió marcharse una temporada, aunque intentó protestar con lágrimas en los ojos y con preguntas desalentadas. En cualquier caso no había vuelto a dar señales de vida después de que mantuvieran la conversación de rigor para asegurarse de que ella había llegado bien. Estaba contenta de que él respetara su deseo de estar sola, pero no podía evitar sentir cierto fastidio al comprobar que realmente lo conseguía.

Sintió un fuerte escalofrío que la hizo estremecerse y derramó un poco de té en el platillo. El perro levantó la cabeza al notar el movimiento brusco; ella le lanzó un trozo de queso que el animal atrapó en el aire.

– No tienes bastante con un trozo -le dijo como para ahuyentarlo, sin que el perro mostrara signo alguno de perder la esperanza de cazar al vuelo otro pedazo, con su hocico lleno de babas.

De repente pegó un salto y subió el volumen de la radio. Debía de haber un mal contacto porque el sonido se distorsionaba cuando giraba la tecla del volumen.

¡Lavik en la cárcel! Dios mío, eso tenía que ser una victoria para Håkon. Habían dejado en libertad a otro hombre, de 52 años, aunque ambas decisiones iban a pasar por un control y una revisión posteriores. Seguro que se referían a Roger. ¿Por qué habrían dejado en libertad a uno y mantenido en la cárcel al otro? Ella había estado convencida de que, o bien los encarcelaban a los dos, o bien los soltaban a ambos.

El noticiero no aportó nada más.

La mala conciencia empezó a manifestarse, le había prometido a Håkon que lo llamaría antes de marcharse de la ciudad. No lo había hecho, no tuvo fuerzas, tal vez lo llamase esta noche, pero sólo quizá.

Acabó la comida y el bóxer recibió dos trozos de queso adicionales. Iba a fregar los cacharros antes de salir para recorrer los dos kilómetros hasta el quiosco de prensa. No era mala idea seguir el asunto por los periódicos.

– ¿Dónde diablos se ha metido esta mujer? -Estrelló el auricular contra el escritorio; el teléfono quedó destrozado-. Mierda -dijo algo sorprendido y mirando cariacontecido el teléfono; luego acercó el auricular al oído y el tono seguía ahí, una goma elástica serviría como reparación provisional-. No lo entiendo -prosiguió más calmado-. En el bufete dicen que no estará localizable durante una temporada y en casa no contesta nadie.

«Y definitivamente no llamaré a Nils», pensó sin decirlo. ¿Dónde estaba Karen?

– Tenemos que encontrarla -dijo Hanne en un comentario superfluo-. Es urgente tener otra entrevista con ella, y lo mejor sería tenerla hoy. Si tenemos suerte, el tribunal de apelación no estudiará el caso hasta mañana, y para entonces podríamos brindarles otro interrogatorio, ¿no?

– Pues sí -murmuró Håkon

No sabía qué pensar. Karen había prometido avisarlo cuando se marchara. Él había mantenido su parte del acuerdo, no la había llamado ni había intentado dar con ella. Qué raro que ella no hubiera mantenido su parte, si es que realmente estaba fuera. Las posibilidades eran múltiples, tal vez estuviera reunida con toda discreción con un cliente. Tampoco había que tomárselo tan a pecho. No obstante, una sensación creciente de intranquilidad lo hostigaba desde el domingo. El consuelo que le proporcionaba saber que al menos se encontraba en la misma ciudad que Karen se había marchitado y había acabado desapareciendo del todo.

– Tiene un móvil con número secreto. Utiliza todo tu peso policial para hacerte con él. La operadora de móviles, su despacho, lo que sea. Procura traerme ese número, no debería ser tan difícil.

– Voy a seguir buscando al hombre sin bota, me da igual lo que digas -afirmó Hanne, que volvió a su propio despacho.

El hombre mayor de pelo gris estaba asustado. El miedo encarnaba un enemigo hasta ahora desconocido y luchaba enérgicamente contra él. Había estudiado los periódicos con lupa, pero era imposible hacerse una idea clara de lo que sabía la Policía. El artículo que apareció en la tirada dominical del Dagbladet era en sí suficientemente aterrador, pero no podía ser cierto. Jørgen Lavik había jurado y perjurado su inocencia, eso sí que rezumaba de los rotativos, con lo cual era imposible que hubiese hablado. Nadie más sabía quién era, así que no había, ni podía haber, peligro alguno.

El miedo no se dejó convencer, se le agarró con sus zarpas ensangrentadas al corazón y le provocó un intenso dolor. Durante un instante respiró de manera entrecortada para intentar recobrar el control de sí mismo. Cogió una cajita con pastillas del bolsillo interior de su chaqueta, sacó torpemente una píldora y se la colocó bajo la lengua. Le alivió, recuperó el ritmo respiratorio y consiguió correr un tupido velo sobre la parte más agobiada de su persona.

– Por Dios, ¿qué te pasa? -La secretaria, que iba siempre como un pincel, se había asomado estupefacta a la puerta y se abalanzó sobre su jefe-. ¿Va todo bien? Tienes el rostro completamente gris.

La preocupación parecía sincera; aquella mujer idolatraba a su jefe. Además, sentía un terror obstinado ante la piel gris y húmeda desde que su marido había fallecido en la cama junto a ella cinco años antes.

– Ya estoy mucho mejor -aseguró él, que se desembarazó de la mano que la mujer había posado sobre su frente-. Es cierto, muchísimo mejor.

La secretaria salió atolondrada a por un vaso de agua. Cuando regresó, el viejo había recobrado parte de su color facial natural. Se bebió el agua con avidez y con una sonrisa ajada pidió más. La mujer se precipitó por otro vaso que desapareció con la misma premura.

Después de haberse asegurado repetidas veces de que todo iba bien, la secretaria se retiró con reticencias a la antesala. Inquieta, frunció el ceño y dejó la puerta entreabierta, con la esperanza de que el hombre al menos diera alguna señal antes de morir. El hombre gris se levantó con firmeza y cerró la puerta tras ella.

Tenía que hacer de tripas corazón y recomponerse. Tal vez debiera tomarse unos días libres. Lo más importante era mantenerse completamente neutral con todo lo que estaba cayendo. No le podían pillar, lo más sensato era mantener el tipo mientras se lo pudiera permitir. Pero debía, «tenía» que averiguar lo que sabía la Policía.

– ¿Cuánto se puede ganar en realidad con las drogas?

La pregunta resultaba llamativa, puesto que la formulaba una investigadora que llevaba muchas semanas trabajando con un caso de estupefacientes. Pero Hanne Wilhelmsen nunca tenía miedo de plantear preguntas banales y, en los últimos tiempos, había empezado a preguntárselo seriamente. Si hombres más o menos respetados, con unos ingresos muy por encima de lo que ella consideraría altos, estaban dispuestos a arriesgarlo todo para ganar unos cuartos de más, tenía que tratarse de grandes cantidades de dinero.

Billy T. no se sorprendió en absoluto. Las drogas eran una cosa difusa y poco clara para la mayoría de la gente, incluso dentro de la Policía. Para él, en cambio, el concepto era bastante tangible: dinero, muerte y miseria.

– Este otoño, las Policías encargadas de los asuntos de drogas en los países nórdicos han requisado once kilos de heroína a lo largo de seis semanas -dijo-. Hemos arrestado a unos treinta correos en todos estos países, y ha sido gracias a la investigación de la Policía noruega. -Parecía orgulloso de lo que contaba, y probablemente tenía razones para estarlo-. Un gramo proporciona un mínimo de treinta y cinco dosis. En la calle, cada dosis cuesta unas 250 coronas. Así que te puedes hacer una idea de las sumas de las que estamos hablando.

Hanne apuntó las cifras en una servilleta, pero ésta se desgarró.

– ¡En torno a ocho mil setecientas coronas por gramo! Eso son… -con los ojos cerrados y la boca moviéndose en silencio, renunció a la servilleta e hizo una serie de cálculos mentales, luego abrió los ojos- 8,7 millones por kilo, casi cien millones por los once kilos. ¡Once kilos! ¡Eso no ocupa más que un cubo lleno! Pero ¿hay mercado para tanto dinero?

– Si no hubiera mercado, no lo importarían -comentó Billy T. en tono seco-. Y la introducción en el país es desesperantemente sencilla con el tipo de fronteras que tenemos nosotros, ya sabes, incontables entradas de barcos y aterrizajes de aviones, además del tráfico de los coches que entran por los pasos fronterizos. Es evidente que es imposible llevar a cabo un control demasiado efectivo. Pero, por suerte, la distribución es más problemática. La lleva un mundillo completamente podrido, y a eso nosotros le sacamos partido. En las investigaciones sobre drogas dependemos de los chivatazos. Aunque gracias a Dios, chivatazos tenemos un montón.

– Pero ¿de dónde sale todo?

– ¿La heroína? En su mayor parte de Asia. De Pakistán, por ejemplo. El sesenta o setenta por ciento de la heroína noruega viene de allí. Por lo general, el material ha pasado por África antes de llegar a Europa.

– ¿África? Eso es un rodeo, ¿no?

– Sí, geográficamente tal vez sí, pero allí hay muchos correos dispuestos. Pura explotación de africanos muertos de hambre que no tienen nada que perder. ¡En Gambia tienen escuelas para aprender a tragarse la droga! «Gambian swallow school.» Esos chicos son capaces de tragar grandes cantidades de la sustancia. Primero fabrican bolas de unos diez gramos cada una, las envuelven con papel de plata y calientan el plástico para sellar el paquete. Luego llenan un condón de bolas de esas, lo impregnan de alguna sustancia y se lo tragan entero. No te creerías lo que son capaces de tragar. Entre uno y tres días más tarde, sale por el otro lado. Entonces hurgan un poco en la mierda y, ¡hala!, ¡somos ricos!

Billy T. lo contaba con una mezcla de asco y entusiasmo. Casi había terminado de comer, una enorme cantidad de pan integral con fiambre. Todo lo que había comprado en la cantina eran dos botellas de medio litro de leche y un café. Se lo estaba comiendo todo en un tiempo récord.

– Como dijo el maestro Galeno: «Quien quiera comer y lo haga despacio, lo hará con sabiduría».

Billy T. interrumpió por un momento la ingesta y la miró sorprendido.

– El Corán -le explicó Hanne.

– Bah, el Corán…

Siguió comiendo al mismo ritmo.

Hanne no había tenido tiempo de desayunar aquella mañana, y mucho menos de prepararse una tartera. Una rebanada de pan seco con gambas descansaba a medio comer sobre su plato. Billy T. comentó que no habían sido precisamente muy generosos con las gambas y asintió en dirección al triste bocadillo. La mayonesa tenía mal aspecto; aun así, la subinspectora había aplacado lo peor del hambre. El resto no se lo iba a comer.

– La cocaína, en cambio, por lo general, viene de Sudamérica. Por Dios, ahí abajo hay regímenes enteros que se mantienen gracias a que nuestras sociedades generan la necesidad de droga en mucha gente. Sólo en este país se vende por miles de millones al año. Eso creemos. Con unos siete mil drogadictos que compran material por unas dos mil coronas al día, te salen unas sumas increíbles. ¿Que si da mucho dinero? Sin duda. Si no fuera ilegal, creo que yo mismo me metería en el negocio. De inmediato.

Ella no lo dudó, estaba perfectamente enterada de la costosa política de contribución familiar de Billy T. Por otro lado, con el aspecto que tenía sería bastante vulnerable en un control fronterizo. Al menos sería el primero al que pararía ella.

La cantina se estaba empezando a llenar, ya era casi la hora del almuerzo. Cuando varias personas hicieron ademán de quererse sentar en su mesa, Hanne consideró que había llegado el momento de volver al trabajo. Antes de que se retirara, Billy T. le prometió, por lo más sagrado, que iba a buscar la bota perdida.

– Estamos todos en guardia -sonrió el policía-. He distribuido una foto del alijo entre todas las unidades. ¡Ha dado comienzo la gran caza de la bota!

Amplió aún más la sonrisa y le dedicó un saludo de boy scout, llevándose dos dedos a la cabeza rapada.

Hanne le devolvió la sonrisa. Realmente el tipo era todo un policía.

La habitación ofrecía la garantía de no tener aparatos de escucha, como era natural. Se hallaba al fondo de un pasillo de la tercera planta del número 16 de la calle Platou. Desde fuera, el edificio parecía completamente aburrido y anónimo, una impresión que se veía reforzada por la gente que conseguía entrar. La casa alojaba el cuartel general de los servicios secretos desde 1965. Era pequeña y angosta, pero servía para sus propósitos. Era lo bastante discreta.

Tampoco el despacho era muy grande. Estaba vacío por completo, aparte de una mesa cuadrada de un material plástico que ocupaba el centro de la habitación, con cuatro sillas a cada lado, además de un teléfono que se encontraba en el suelo, en un rincón. Las paredes estaban desnudas y eran de un color amarillo sucio que reflejaba amablemente la luz hacia los tres hombres sentados a la mesa.

– ¿Existe alguna posibilidad de que vosotros os hagáis cargo del caso?

El hombre que lo preguntaba, un tipo rubio de unos cuarenta años, era uno de los empleados del cuerpo, al igual que el tipo moreno vestido con vaqueros y jersey. El tercer hombre, un tipo mayor vestido con un traje de franela, estaba vinculado a la Brigada de Información de la Policía y tenía los codos apoyados sobre la mesa, mientras entrechocaba las puntas de los dedos a toda velocidad.

– Demasiado tarde -constató brevemente-. Habría sido posible hace un mes, antes de que el caso creciera tanto. Ahora, sin duda, es demasiado tarde. Llamaría mucho la atención, mucho más de lo que nos podemos permitir.

– Pero ¿hay algo que podamos hacer?

– No creo. Mientras ni siquiera nosotros tengamos clara la envergadura del caso, sólo puedo recomendaros que mantengáis la relación con Peter Strup, que no perdáis de vista a nuestro buen amigo y que, por lo demás, intentéis adelantaros a todos los demás. ¿Cómo hacerlo? No tengo ni idea.

No había nada más que añadir. Las patas de las sillas chillaron en protesta cuando los tres hombres se levantaron al mismo tiempo. Antes de dirigirse a la puerta, el invitado estrechó lúgubremente la mano de sus dos anfitriones, como si acabaran de estar en un entierro.

– Esto no está bien, no está nada bien. Ruego a Dios que os estéis equivocando. Buena suerte.

Diez minutos más tarde estaba de vuelta en las plantas superiores e invisibles de la jefatura. Su jefe lo escuchó durante media hora. Luego se quedó mirando a su experimentado empleado durante más de un minuto, sin decir palabra.

– Menuda mierda -concluyó.

La comisaria principal estaba un poco molesta por la insistencia del secretario de Estado. Por otro lado, quizá sólo estaba usando el caso como una excusa para contactar con ella, la idea la halagaba. Se miró al espejo y, lo que vio, le hizo fruncir la boca en un gesto poco favorecedor. Era deprimente, cuanto más flaca estaba, más vieja parecía. Durante los últimos meses cada vez esperaba con más preocupación la siguiente menstruación, que ya no era tan fiel como antes. Vacilaba un poco, le venía cuando le parecía, y se había reducido desde una cascada de cuatro días a un riachuelo de dos. En su lugar, había registrado aterrorizada cierta tendencia hacia los sofocos. En el espejo veía a una mujer a la que la naturaleza había colocado, sin piedad, en la clase de las abuelas. Puesto que tenía una hija de veintitrés años, la posibilidad no era en absoluto una cuestión teórica.

Un estremecimiento le recorrió la espalda al pensarlo, tenía que intentarlo.

De un cajón del escritorio sacó una crema hidratante para la cara, Visible Difference. «Invisible difference», había comentado secamente su marido, una mañana hacía algunas semanas, con la boca prieta bajo la maquinilla de afeitar. Ella le había pegado tal empujón que él se había hecho un buen tajo en el labio superior.

Volvió al espejo y se aplicó la crema sobre la piel con mucho detenimiento. No sirvió de nada.

Al parecer, el secretario de Estado seguía casado. Al menos la prensa rosa no había informado de otra cosa, aun así, mantenía la posibilidad abierta. Una vez de vuelta en el sillón del jefe, le echó otra mirada al telefax antes de marcar el número de teléfono. El fax estaba firmado por el ministro en persona, pero se le indicaba que llamara al secretario de Estado.

El hombre tenía una voz profunda y agradable. Era de Oslo, pero acentuaba algunas palabras de un modo muy particular, cosa que tornaba su voz especial y muy fácil de reconocer, era casi cantarina.

El secretario de Estado no le propuso una cena, ni siquiera un triste almuerzo. Fue breve y estuvo poco implicado, y se disculpó por el fax. Era el ministro quien había insistido. ¿Podría proporcionarle un pequeño resumen del estado de la situación? La prensa había empezado a acosar al ministro de Justicia. Quería que mantuvieran una reunión, con la propia comisaria o con el jefe de grupo. Pero no quería cenar.

En fin, si el secretario de Estado quería mostrarse distante, ella también podía hacerlo.

– Te envío el texto de la acusación. Y punto.

– Está bien -respondió el secretario de Estado y, para decepción de la comisaria, ni siquiera se tomó la molestia de discutirlo-. A mí, en realidad, me importa un bledo, pero no acudas a mí en busca de ayuda cuando el ministro empiece a dar la lata. Yo me lavo las manos. Adiós.

La comisaria se quedó muda, mirando fijamente el aparato. Qué bajón. No pensaba proporcionarle ni un dato, ni un puto dato.

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