El periodista Fredrick Myhreng estaba incómodo. Se tiró nerviosamente de las mangas recogidas antes de empezar a juguetear con un bolígrafo que, de pronto, se le rompió y que hizo que la tinta le tiñera las manos de azul. Miró a su alrededor buscando algo con que secarse, pero se tuvo que contentar con el tieso papel de su cuaderno de espiral. No sirvió de mucho.
Además, se manchó de tinta el traje caro que llevaba, con las mangas remangadas, como si no se hubiera enterado de que eso pasó de moda cuando Corrupción en Miami desapareció de la televisión, y de eso hacía ya mucho tiempo. No había quitado la marca de la parte exterior de la manga derecha, al contrario, había doblado la manga con tanto esmero que la marca aparecía como una señal de aristocracia. No le fue de gran utilidad: se sentía pequeño e inquieto en el despacho de Håkon Sand.
Había acudido voluntariamente. Sand lo había llamado a primera hora de la mañana, antes de que se le hubiera aplacado la triste sensación de lunes tras un fin de semana libre y animado. El fiscal adjunto había sido correcto, aunque considerablemente firme, cuando le pidió que se presentara en la comisaría lo antes posible. Eran las diez y se sentía algo mareado.
Sand le ofreció un caramelo de un cuenco de madera y el periodista aceptó, pero se arrepintió en cuanto se lo metió en la boca, era un caramelo grande e imposible de manejar sin hacer ruido. El propio Sand se había abstenido y Myhreng entendía por qué. Resultaba difícil hablar con aquella bola en la boca y empezar a masticarlo le pareció demasiado infantil.
– Por lo que entiendo, estás investigando nuestros casos de asesinato -dijo el fiscal adjunto en un tono no falto de arrogancia.
– Sí, soy reportero de sucesos -respondió Myhreng secamente y disimulando mal su orgullo por el título de su profesión.
En su empeño por parecer seguro de sí mismo, estuvo a punto de perder el caramelo de la boca. Al intentar recuperarlo a toda prisa, acabó tragándoselo. Sintió la lenta e incómoda peregrinación del caramelo en dirección al estómago.
– ¿Qué es lo que sabes, en realidad?
El joven periodista no estaba seguro de qué hacer. Todos sus instintos le recomendaban precaución, al mismo tiempo que sentía la imperiosa necesidad de presumir de todo lo que sabía.
– Creo que sé lo que sabéis vosotros -anunció, creyendo haber matado dos pájaros de un tiro-. Y tal vez algo más.
Sand suspiró.
– Escucha. Ya sé que no vas a decir nada sobre quién o cómo, sé que para vosotros es una cuestión de honor no revelar nunca vuestras fuentes. Así que no te estoy exigiendo nada, te estoy proponiendo un acuerdo.
Un atisbo de interés asomó en los ojos de Myhreng, pero el adjunto no estaba seguro de hasta dónde llegaba.
– Puedo confirmarte que no andas desencaminado -continuó Sand-. Me he enterado de que has vinculado los dos casos de asesinato, pero ya me he dado cuenta de que aún no has escrito nada sobre el asunto. Eso está bien. Para la investigación sería bastante malo, por decirlo suavemente, que esto saliera a imprenta. Como es obvio, podría conseguir que la comisaría principal de la Policía llamara al director de tu periódico, para presionaros, pero tal vez pueda evitar hacerlo. -El tipo estaba cada vez más interesado-. Te prometo que serás el primero en saberlo cuando tengamos algo más, pero eso presupone que pueda confiar en ti cuando te pida discreción. ¿Puedo?
A Fredrick Myhreng no le gustaba el giro que había tomado la conversación.
– Eso depende -dijo sonriendo-. Cuéntame más.
– ¿Por qué has vinculado los dos asesinatos?
– ¿Por qué los vinculáis vosotros?
Sand suspiró pesadamente. Se levantó, se giró hacia la ventana y permaneció así durante medio minuto. De pronto se volvió.
– Estoy intentándolo por las buenas -dijo con voz alta y dura-. Pero también puedo hacerte un interrogatorio judicial, puedo acusarte de retención de pruebas importantes para un proceso penal. Tal vez no te pueda obligar a soltar la información, pero sí que puedo hacer que lo pases muy mal. ¿Crees que será necesario?
El discurso tuvo cierto efecto. Myhreng se retorció en la silla, pidió más garantías de que sería el primero en saberlo cuando pasara algo y las obtuvo.
– Yo estaba en Gamle Christiania el día en que mataron a Sandersen, era por la tarde, creo que en torno a las tres. Estaban allí el abogado Olsen y Sandersen. Me fijé porque estaban sentados solos. Olsen tiene una pandilla con la que suele, perdón, solía salir a beber. Ellos también estaban allí, pero en otra mesa. En ese momento no lo pensé mucho, pero como es obvio lo recordé cuando se sucedieron los dos asesinatos. No sé de qué hablaron, ¡pero menuda casualidad! Más allá de esto no tengo idea de nada. Bueno, alguna idea sí que tengo, pero no sé nada.
Se hizo el silencio en la habitación. Oían el zumbido del tráfico en la calle Ákeberg. Una corneja se posó sobre el alféizar de la ventana y presentó sus altisonantes acusaciones. Sand no prestó atención.
– Tal vez los casos estén vinculados, pero no lo podemos asegurar. Por ahora no hay más de dos personas aquí en la jefatura que piensen en esa dirección. ¿Has hablado con alguien de esto?
Myhreng pudo desmentir tal extremo, dijo que le interesaba guardarse la información, pero que había empezado a investigar. Había estado preguntando un poco por aquí y por allá, pero nada que pudiera despertar sospechas. Además, todo lo que había averiguado hasta ahora, lo sabía de antes. La relación de Hansa Olsen con el alcohol, su apego a los clientes, su falta de amigos y su gran cantidad de compañeros de borrachera. ¿Qué hacía la Policía?
– Por ahora, poco -dijo Håkon-. Pero ya nos estamos poniendo en marcha. Hablaremos hacia finales de semana. Que no te quepa duda de que, como no respetes nuestro acuerdo, voy a ir a por ti. Ni una palabra sobre esto en los periódicos. Ya te llamaré cuando sepamos algo más. Puedes irte.
Myhreng estaba encantado. Aquel día había hecho un buen trabajo y, al abandonar la Comisaría General, sonreía de oreja a oreja. La tristeza del lunes se la había llevado el viento.
La gran estancia era demasiado oscura. Pesadas cortinas marrones de velludillo con borlas en los bordes robaban la poca luz que hubiera podido colarse en el piso ubicado en la planta baja de un patio trasero. Todos los muebles eran de maderas oscuras; Wilhelmsen creía que era caoba. Olía a cerrado y estaba todo cubierto de una gruesa capa de polvo que era imposible que se hubiera acumulado en una sola semana, así que los policías llegaron a la conclusión de que a Hansa Olsen no le había importado mucho la limpieza. Pero estaba todo muy ordenado. Una estantería de libros cubría una pared entera; era marrón oscuro, con armarios en la parte baja y un mueble-bar iluminado y con puertas de vidriera de colores en un extremo. Sand se dirigió a la librería pisando la gruesa moqueta. Le daba la impresión de que se iba hundiendo en ella y sus pasos no producían más ruido que el suave crujido del cuero de los zapatos. No había ni una sola novela en los estantes, pero el abogado tenía una imponente colección de libros jurídicos. Sand ladeó la cabeza y fue leyendo los títulos de los lomos. Había allí obras que se podrían vender por varios miles de coronas en una subasta. Sacó una de ellas de la estantería, palpó el cuero auténtico con que estaba encuadernada y sintió aquel olor tan característico al hojearlo con cuidado.
Wilhelmsen se había sentado en la descomunal mesa de mármol con patas en forma de pie de león y miraba fijamente el sillón orejero de cuero. Sobre el respaldo había un tapete de ganchillo, cubierto de sangre seca y oscura. Le pareció sentir un ligero olor a hierro, pero lo descartó como meras imaginaciones suyas. El asiento también estaba manchado.
– ¿Qué es lo que estamos buscando en realidad? -La pregunta de Håkon Sand era oportuna, pero no hubo respuesta-. Tú eres la investigadora, ¿por qué me has traído aquí?
Seguía sin recibir respuesta, aunque Hanne se levantó, se acercó a la ventana y palpó por debajo del alféizar.
– Todo esto ha sido revisado por los técnicos -dijo al fin-. Pero ellos estaban buscando pistas para un caso de asesinato, y tal vez se les haya pasado lo que estamos buscando nosotros. Creo que tiene que haber documentos escondidos en alguna parte. En algún sitio de este piso debe haber algo que hable de lo que este tipo se traía entre manos, más allá de la abogacía, quiero decir. Ya hemos revisado sus cuentas de banco, al menos las que conocemos, y no se ha encontrado nada sospechoso. -Continuó palpando las paredes y prosiguió-: Si tenemos razón en nuestra débil teoría, el hombre debería tener dinero. No creo que se atreviera a tener los documentos almacenados en el despacho. Por allí pasa un montón de gente todo el tiempo. Aquello es un flujo constante, joder. A no ser que tuviera otro escondite en algún otro lado, tiene que haber algo por aquí.
Håkon siguió el ejemplo de la detective y recorrió la pared de enfrente con los dedos. Se sentía idiota, no tenía ni idea de cómo reconocería una supuesta cámara secreta. Aun así, continuaron hasta que palparon debidamente toda la habitación, sin otro resultado que los dedos sucios.
– ¿Y si probamos con lo obvio? -dijo Håkon, mientras se dirigía a la estantería de mal gusto y abría las puertas.
En el primer armario no había nada y el polvo de los estantes indicaba que llevaba mucho tiempo vacío. El siguiente estaba repleto de películas porno, meticulosamente ordenadas por categorías. La subinspectora sacó una de ellas y la abrió. Contenía lo que prometía la voluptuosa etiqueta. Dejó la película en su sitio y sacó la siguiente.
– ¡Bingo!
Una nota había caído al suelo. La recogió, era un folio plegado con minuciosidad. En la parte de arriba de la hoja ponía «las alas», escrito a mano. Después aparecían una serie de números, en grupos de tres, con guiones intercalados: 2-17-4, 2-19-3, 7-29-32, 9-14-3. Y así continuaba casi hasta el final de la página.
Miraron la hoja largo rato.
– Tiene que ser un código -intervino Sand, y se arrepintió enseguida.
– No me digas -sonrió Hanne, y luego volvió a plegar la hoja con cuidado y la introdujo en una bolsa de plástico-. Entonces vamos a tener que intentar descifrarlo -dijo con énfasis, y metió la bolsa en una maleta que había traído.
El abogado Peter Strup era un hombre inquieto. Mantenía un ritmo que, teniendo en cuenta su edad, habría hecho saltar las alarmas de cualquier médico, si no fuera porque se mantenía en un impresionante estado físico. Actuaba en los tribunales treinta días al año, además de participar en campañas, programas de televisión y debates. Había publicado tres libros en los últimos cinco años, dos de ellos sobre sus muchas bravatas en los juzgados y el otro una pura autobiografía. Los tres se habían vendido bien, y habían salido al mercado con la anticipación precisa a las Navidades.
En aquel momento se hallaba en un ascensor que se dirigía hacia el despacho de Karen Borg. Vestía un traje de buen gusto, de franela de lana de color rojo que tiraba a marrón. Los calcetines hacían juego con una raya de la corbata. Se vio a sí mismo en el enorme espejo que cubría toda una pared del ascensor. Se pasó una mano por el pelo, se enderezó el cuello de la camisa y le molestó notar que se le insinuaba una franja oscura en torno al cuello.
En el momento en que se abrieron las puertas de metal y daba un paso hacia el pasillo, una joven salió por las grandes puertas de cristal con números blancos que le indicaban que se encontraba en la planta correcta. La mujer era rubia, una belleza del montón, y llevaba un traje chaqueta que era prácticamente del mismo color y tela que el traje que llevaba él. Al verlo, la mujer se detuvo perpleja.
– ¿Peter Strup?
– Mrs. Borg, I presume -dijo él tendiéndole la mano, que ella estrechó tras una breve vacilación-. ¿Te estás yendo? -preguntó de modo bastante superfluo.
– Sí, pero sólo para recoger algo privado, acompáñame dentro -respondió Karen, y se detuvo-. ¿Querías verme a mí?
El abogado se lo confirmó y entraron juntos en el despacho de ella.
– Vengo a causa de tu cliente -dijo una vez que se hubo sentado en uno de los dos sillones separados por una mesita de cristal-. Lo cierto es que quisiera hacerme cargo del caso. ¿Has hablado con él del asunto?
– Sí, y me temo que no quiere. Quiere que sea yo. ¿Quieres un café?
– No, no te ocuparé tanto tiempo -dijo Strup-. Pero ¿sabes por qué insiste en que seas tú?
– No, la verdad es que no -mintió, y le asombró lo fácil que le resultaba mentir a aquel hombre-. Tal vez quiera que sea una mujer, así de sencillo.
Karen sonrió y el abogado soltó una carcajada breve y encantadora.
– No pretendo ofenderte -le aseguró-, pero con todos mis respetos: ¿sabes algo de derecho penal? ¿Tienes alguna idea de lo que sucede en un juicio?
Ella no respondió, pero se irritó considerablemente. A lo largo de la última semana había sufrido las bromas de sus compañeros, el acoso de Nils y el reproche de la esnob de su madre por haberse hecho cargo de un proceso criminal. Peter Strup pagó el pato. Karen estampó la mano contra la mesa.
– Para serte franca, estoy bastante harta de que la gente resalte mi incompetencia. Tengo ocho años de experiencia como abogada, y eso después de una licenciatura sin duda brillante. Y por usar tus propias palabras: con todos mis respetos, ¿cómo de difícil es defender a un hombre que ha confesado un asesinato? ¿Acaso no basta con poner el piloto automático y añadir una nota de color sobre las dificultades de su vida en el momento en que se esté decidiendo la duración de la pena?
No estaba acostumbrada a presumir, y no solía enfadarse. A pesar de todo, le sentó bien. Se percató de que Strup parecía cohibido.
– Por Dios, seguro que puedes hacerlo -dijo conciliadoramente, como un examinador amable-. No era mi intención herirte. -En el momento en que salía, se giró con una sonrisa y añadió-: ¡Pero la oferta sigue en pie!
Cuando cerró la puerta, marcó el número de teléfono de la jefatura de Policía. Al cabo de un rato le atendió una recepcionista de mal humor; pidió que le pasaran al fiscal adjunto Sand.
– Soy Karen.
Él no respondió, y durante una centésima de segundo sintió la peculiar tensión que había surgido entre ellos antes del fin de semana, pero que entre tanto casi había olvidado. Tal vez era eso lo que quería.
– ¿Qué sabes de Peter Strup?
La pregunta se abrió paso a través de la tensión. Él no pudo disimular su asombro.
– ¿Peter Strup? Uno de los abogados defensores más competentes del país, tal vez el mejor, lleva siglos en activo ¡y la verdad, es un tipo muy majo! Eficaz, famoso y sin un solo rasguño en el esmalte. Lleva casado veinticinco años con la misma mujer, tiene tres hijos, que han salido muy bien, y vive en una villa modesta en Nordstrand. Lo último lo sé por la prensa rosa. ¿Qué pasa con él?
Karen contó su historia. Fue escueta, no añadió ni quitó nada. Al acabar dijo:
– Algo falla. No puede estar buscando trabajo. ¡Y se tomó la molestia de venir a mi despacho! ¡Podría haberme llamado otra vez! -Parecía casi indignada, pero Håkon se había puesto a pensar y no dijo nada-. ¡Oye!
– Que sí, mujer, aquí estoy -reaccionó él-. No, la verdad es que no lo entiendo, pero es probable que simplemente pasara por allí. Tal vez estaba en las inmediaciones por algún asunto de trabajo.
– En fin, puede ser, pero entonces me extraña que no llevara un maletín o algo así.
Håkon estaba de acuerdo, pero no dijo nada. Nada de nada. Aunque estaba pensando con tal intensad que no hubiera sido raro que Karen lo oyera.