– Flan, gelatina, hojarasca, lo que quieras. Tienes un temblor de cojones, así que como no seas capaz de sacarme un certificado médico que garantice que padeces un párkinson avanzado, yo aseguraría que estás a punto de mearte de miedo.
Wilhelmsen no debería haber dicho eso. Silenciosamente, se formó un charquito a los pies del detenido, un charquito que fue creciendo despacio hasta tocar las cuatro patas de la silla. La subinspectora suspiró, abrió la ventana y decidió que lo iba a dejar un rato con los pantalones mojados. Por si fuera poco, el chico había empezado a llorar un poco, un llanto lastimoso que no despertó en ella ningún tipo de compasión, sino que, más bien al contrario, le irritó ostensiblemente.
– Deja de lloriquear. No voy a matarte. -Sus palabras no sirvieron de nada. El chico siguió gimoteando sin lágrimas; le pareció estar enfrentándose a un niño malcriado-. Tengo amplios poderes -mintió Hanne-. Muy amplios poderes. Tú estás metido en un buen lío, pero las cosas mejorarían bastante si mostraras un poco de buena voluntad, algo de flexibilidad, si nos dieras algo de información. ¿Qué relación tienes con el abogado Jørgen Lavik?
Era la enésima vez que se lo preguntaba, pero tampoco esta vez tuvo suerte. Completamente desanimada, dejó al detenido en manos de Kaldbakken, quien hasta ese momento se había mantenido callado en un rincón.
Tal vez él pudiera sacarle algo al tipo, aunque la verdad es que no tenía mucha fe en ello.
Håkon se deprimió cuando le resumió la situación. Daba la impresión de que el tipo de Roa prefería sufrir los martirios del Infierno antes que las represalias de Lavik y su organización. Así pues, la policía no lo tenía todo tan controlado como habían creído Hanne y Billy T. la noche anterior, cuando no podían parar de reír. Aun así, la batalla todavía no estaba perdida.
Lo estuvo cinco horas más tarde, cuando Kaldbakken se hartó, dejó un rato solo al llorica y sacó a Hanne al pasillo.
– No podemos seguir -dijo en voz baja, con una mano sobre el pomo de la puerta, como para asegurarse de que nadie se lo iba a robar-. Está exhausto y además tenemos que dejar que lo vea un médico. Ese temblor no es natural. Tendremos que volver a intentarlo mañana.
– ¡Tal vez mañana sea demasiado tarde!
La subinspectora Wilhelmsen estaba desesperada, pero no sirvió de nada. Kaldbakken había tomado una decisión y, en tales casos, no había quien le hiciera cambiar de opinión.
Fue Hanne quien tuvo que comunicarle las malas noticias a Håkon, quien las escuchó sin decir palabra. Al acabar, Hanne se quedó sentada sin saber qué hacer, pero decidió que lo mejor era dejarlo tranquilo.
– Por cierto, metí el interrogatorio de Karen en tu carpeta del caso -dijo antes de irse-. El viernes no me dio tiempo a hacer copias. ¿Podrías hacerlas tú antes de irte? Yo me voy, que hoy es el primer domingo de Adviento.
Lo último pretendía ser una disculpa, aunque fue innecesaria. Él la despachó agitando la mano. Cuando Hanne cerró la puerta a sus espaldas, Håkon se inclinó sobre la mesa y apoyó la cabeza en los brazos.
Estaba agotado y quería irse a casa.
Lo malo fue que se le olvidó hacer copias del interrogatorio, se acordó en el coche, de camino a casa. En fin. Podía esperar hasta el día siguiente.
A pesar de rondar la edad de la jubilación, se movía con la agilidad de un atleta. Eran las cuatro de la madrugada del lunes, esa hora en la que el noventa y cinco por ciento de la población está durmiendo. Las luces de un enorme árbol de Navidad parpadeaban entre la hojarasca para mantenerse despiertas y las paredes de cristal de los locales de guardia del grupo de crimen arrojaban una pálida luz azulada, pero, por lo demás, estaba todo a oscuras. Sus suelas de goma no hacían ruido a pesar de que correteaba por el pasillo, pero agarró con fuerza el imponente manojo de llaves para que no sonaran. Una vez delante del despacho señalado con el nombre de Håkon Sand, no tardó en encontrar la llave correcta. Pocos segundos después cerraba la puerta tras de sí. Luego sacó una pesada linterna cubierta de goma, cuyo haz de luz era tan potente que por un momento lo cegó.
Fue todo casi demasiado fácil. La carpeta estaba encima de la mesa y el interrogatorio que buscaba fue lo primero que encontró dentro. Hojeó rápidamente el resto del montón, pero era evidente que no había más copias, al menos de aquellos documentos. Recorrió el papel con la luz de la linterna. ¡Era el original! Se apresuró a plegarlo y lo introdujo en el fondo de un bolsillo interior de su amplia chaqueta de tweed. Echó un rápido vistazo para asegurarse de que todo estaba como cuando llegó, y a continuación se dirigió a la puerta, apagó la linterna antes de salir y cerró con llave. Un poco más adelante en el pasillo, abrió otra puerta con otra llave. También en este despacho el expediente estaba sobre el escritorio, abierto y dividido en dos pilas desordenadas, como si se hubiera quedado dormido por el agotamiento provocado por su exceso de volumen. Esta vez la búsqueda le llevó más tiempo. El interrogatorio no se encontraba donde le correspondía. Siguió buscando, pero como el documento de ocho páginas no aparecía, empezó a registrar sistemáticamente otros sitios.
Al cabo de quince minutos tiró la toalla. No podía haber otra copia. La idea lo animó, y no era del todo ilógica. Según se desprendía de los informes, Hanne Wilhelmsen no había regresado al despacho hasta las siete y media de la tarde del viernes. Tal vez no había tenido la paciencia de esperar los veinte minutos que tardaba la fotocopiadora en calentarse.
La teoría se vio reforzada por el registro del tercer despacho, el de Kaldbakken. Si tanto Wilhelmsen como el inspector carecían de copias, era bastante probable que sólo existiera el original del documento, que ahora se encontraba en su bolsillo.
A los pocos minutos ya no estaba allí. Primero lo pasó por una máquina de destrucción de documentos, hasta que adquirió el aspecto de un montón de espaguetis secos y malogrados. Luego lo dejó todo en un cuenco durante el rato que tardaron las llamas en destruirlo por completo; al final, reunió las cenizas en un trozo de papel higiénico, las tiró al inodoro y tiró de la cadena. El servicio se encontraba al fondo del pasillo de la planta más invisible de la comisaría. El hombre de la Brigada de Información de la Policía limpió las últimas pavesas de ceniza del inodoro con un cepillo bastante usado; de eso modo, el viaje de Hanne Wilhelmsen a una fría zona de Vestfold pasó al olvido.
Una vez de vuelta en su despacho, el hombre sacó el teléfono móvil y marcó el número de uno de los dos hombres con los que se había reunido un par de días antes en la calle Platou.
– He ido tan lejos como podía ir -dijo en voz baja, como por respeto al edificio adormilado-. La declaración de Karen Borg ha desaparecido del caso. Es una putada hacerle algo así a unos compañeros. A partir de ahora tendréis que apañaros sin mí.
No esperó a que le respondieran antes de cortar la conversación. En su lugar, se acercó a la ventana y contempló Oslo. La ciudad se extendía pesada y fatigada a sus pies, como una vieja ballena dormida cubierta de algas luminiscentes. Suspiró y se echó sobre un sofá pequeño y muy incómodo para esperar el comienzo de la jornada laboral. Antes de dormirse, el mismo pensamiento volvió a asaltarlo: era una putada hacerle algo así a unos compañeros.
Lunes, 30 de noviembre
No me extraña que esta gente haya conseguido funcionar durante tanto tiempo. Nunca he visto un caso en el que tengan a su gente tan controlada, no en el mundillo de la droga. Es asombroso. ¿No suelta prenda?
Kaldbakken estaba francamente sorprendido. Estuvo seis años en el grupo de drogas y sabía de lo que hablaba.
– Bueno, tampoco es que tengamos tantas cosas con las que acusar al tipo -constató Wilhelmsen en tono lúgubre-. Las amenazas a la autoridad no te dan derecho más que a unas breves vacaciones en una celda bonita. En ese sentido le conviene no hablar. No cabe duda de que parece aterrorizado, pero no lo bastante como para perder la cabeza. Es incluso lo bastante astuto como para haber reconocido que fue él quien apuntó a Billy T., así que vamos a tener que soltarlo hoy mismo. Con eso no basta para retenerlo. Si confiesa, no hay peligro de destrucción de pruebas.
Era evidente que podían seguir al tipo, podían vigilarlo durante algunos días, pero ¿durante cuánto tiempo? Gran parte de su capacidad estaba acaparada por el seguimiento, las veinticuatro horas al día, de Roger de Sagene. Si soltaban ese día a Lavik, sencillamente iban a tener problemas de falta de personal. A corto plazo se podían resolver, sin duda, pero estos tipos no iban a hacer nada malo en los próximos días ni semanas. Era probable que pasaran meses antes de que reanudaran algo que pudiera tener interés y, a esas alturas, la Policía no se percataría. No por propia voluntad, sino porque los presupuestos no toleraban semejantes extravagancias, ni siquiera en un caso de dimensiones tan grandes. Pan comido. Como siempre.
Håkon no había dicho nada. Se había dejado llevar por la apatía. Estaba asustado, harto y profundamente decepcionado. Sus sienes grises se habían tornado más grises, su acidez de estómago más ácida y sus manos húmedas más húmedas. Ya no le quedaba más que la declaración de Karen, y no estaba claro que fuera suficiente. Se levantó resignado y abandonó la reunión sin decir una palabra. Dejó tras de sí un gran silencio.
La declaración no estaba donde él la había dejado. Distraídamente abrió un par de cajones, ¿podría haberlo metido allí? No, todo lo que encontró fueron unos casos insignificantes que estaban ya tan caducados que intentaba aplacar su mala conciencia apartándolos de su vista, pero estaba tan agotado que su conciencia no se dejó afectar por el reencuentro.
El interrogatorio no apareció en ningún sitio del despacho. Era extraño, estaba convencido de haberlo dejado justo ahí, sobre la pila de documentos. Con el ceño fruncido, empezó a repasar el día anterior. Iba a sacar unas copias, pero luego se le había olvidado. ¿O sí había pasado por la sala de la fotocopiadora? Fue a comprobarlo.
La máquina iba a todo trapo. Una oficinista sesentona, bajita y corpulenta, le aseguró que, al llegar ella, no había nada allí. Por si acaso echó un vistazo detrás y debajo de la fotocopiadora, pero el documento tampoco se había escondido allí.
Hanne no lo había cogido y Kaldbakken ya le había solicitado una copia y se limitó a encogerse de hombros con desánimo al jurarle que él nunca había llegado a verlo.
Håkon empezó a preocuparse en serio. El documento era lo único que mantenía algo parecido a la esperanza de obtener una ampliación de la prisión preventiva. Antes de irse a casa la noche anterior, lo había recorrido con sus ojos enrojecidos. Era exactamente lo que necesitaba, minucioso y hecho en profundidad, convincente y bien redactado. Pero ¿dónde coño estaba?
Era el momento de dar la alarma. Eran las nueve y media de la mañana y la solicitud de prolongación de la prisión preventiva tenía que estar lista antes de las doce para llevársela al juez. En realidad, la vista oral estaba prevista para las nueve de la mañana; sin embargo, ya el viernes, Bloch-Hansen había pedido que se pospusiera algunas horas. El abogado tenía un juicio esa misma mañana y prefería no enviar a un ayudante a una cita tan importante. Quedaban dos horas y media. En realidad era el tiempo justo para dictar una solicitud. No quedaba tiempo para una búsqueda, y sin ese documento se quedaban sin prisión preventiva.
Sobre las diez y media se suspendió la búsqueda. El documento había desaparecido sin dejar rastro. Hanne estaba desconsolada y se echaba toda la culpa. Tendría que haberse asegurado de hacer las copias enseguida. Pero el hecho de que asumiera toda la responsabilidad no ayudaba en absoluto a Håkon. Todo el mundo sabía que él era último que había tenido en su poder los papeles.
Karen podía venir a declarar. Podría conseguir un aplazamiento de una hora, de manera que tuviera tiempo de acudir desde la cabaña. Tendría que darle tiempo a llegar.
Pero no cogía el teléfono. Håkon la llamó cinco veces sin resultado alguno. Mierda. El pánico acechaba al fiscal adjunto, con sus pequeñas pezuñas afiladas trepaba ya por su espalda. Era muy desagradable. Sacudió violentamente la cabeza, como si eso le pudiera ayudar.
– Llama a Sandefjord o a Larvik. Que vayan a recogerla. De inmediato.
El tono de comando no consiguió camuflar su angustia. Daba igual, Wilhelmsen estaba igual de asustada. Cuando hubo hablado con la jefatura de Larvik, porque tenía la errónea impresión de que era la más cercana de las dos, volvió corriendo al despacho de Håkon, pero se lo encontró borde y cortante, y muy ocupado intentando componer un texto que se pareciera a algo sólido. No era una tarea nada fácil, con el material de tercera con el que se había quedado.
Maldijo al tipejo ese de la bota. Håkon se sentía tentado de ir corriendo a buscarlo para ofrecerle cien mil coronas por hablar. Si no surtía efecto, siempre podía pegarle una paliza, o tal vez matarlo, de puro enfado y furia. Por otro lado, tanto Frøstrup como Van der Kerch habían comprado y pagado su billete al más allá, así que tal vez la Policía no tardara en tener otro suicidio sobre sus espaldas. Que Dios no lo quisiera. Además, ese mismo día tenían que soltar al tipo, aunque pensaban retenerlo lo máximo posible.
Al cabo de una hora no había nada más que hacer. A la secretaria le llevó doce minutos pasar a limpio lo que le había dictado. El fiscal lo leyó con un desánimo que iba creciendo por cada línea. La mujer lo miró con compasión, pero no dijo nada. Probablemente fuera lo mejor.
– Karen no está en la cabaña. -Hanne estaba en la puerta-. El coche está allí y la luz de la cocina sigue encendida, pero no ven al perro ni a ninguna persona. Tiene que haberse ido de excursión.
De excursión: su amada Karen, su clavo ardiendo y su única esperanza. La mujer que podía salvarlo a él de la humillación total, salvar a la Policía de los titulares del escándalo y salvar al país de un asesino y narcotraficante, estaba dando un paseo. Tal vez en esos precisos instantes estuviera paseando por las playas de Ula, arrojando palos al perro e inspirando el aire fresco del mar a años luz de distancia de su caluroso despacho de la comisaría, cuyas paredes habían empezado a desplazarse, a juntarse hasta amenazar con ahogarlo. Se la estaba imaginando, con su viejo chubasquero amarillo, el pelo mojado y la cara sin maquillar, como iba siempre los días de lluvia en la cabaña. De excursión. Se había ido de puta excursión un día que diluviaba.
– ¡Pues que los policías también se vayan de excursión! ¡Esa zona tampoco es tan grande, coño!
Era injusto pagarlo con Hanne y se arrepintió enseguida. Intentó paliar su exabrupto con una sonrisa pálida y un triste movimiento de cabeza.
Hanne dijo en voz baja que ya les había pedido que lo hicieran. Aún quedaba tiempo, todavía podían mantener la esperanza. Una apresurada mirada al reloj le obligó a preguntarle si ya había dado aviso del retraso.
– Les he pedido un aplazamiento hasta las tres, y me lo han concedido hasta las dos. Nos queda una hora. Supongo que me darían más si les pudiera prometer que Karen va a venir; como no pueda, la vista empezará a las dos.
Lejos, lejos de allí, una figura amarilla caminaba junto a un mar de invierno, alimentándolo con piedras. El bóxer se zambullía en las aguas agitadas y frías, pero eso no lo detenía, sus instintos se negaban en redondo a abstenerse de perseguir cualquier objeto que fuera arrojado. Nunca había estado constipado, pero en aquellos momentos temblaba vigorosamente. Karen se paró y sacó un jersey viejo de la mochila, con el que abrigó al bóxer. Aquello le confirió un aspecto ridículo, con un jersey rosa de angora que se le fruncía por las patas delanteras y le colgaba del resto de su enclenque cuerpo, pero al menos dejó de temblar.
Había llegado ya al extremo de los cabos al sur de Ommane y estaba buscando un cálido rincón resguardado en el que ya se había refugiado muchas veces en días como éstos, pero que siempre le resultaba igual de difícil de encontrar. Ahí estaba. Se sentó sobre un cojín aislante y sacó el termo. La leche con cacao tenía un definido sabor a muchos años de café impregnado, pero no le importó. Permaneció mucho tiempo sentada, ensimismada y rodeada del ruido del mar revuelto y del viento que se cortaba en la gran piedra a sus espaldas. El bóxer se había acurrucado a sus pies y parecía un caniche rosa. Por algún motivo u otro se sentía inquieta. Había ido allí buscando paz, pero ésta había desaparecido. Era raro, la tranquilidad siempre había estado dispuesta a citarse con ella allí. Tal vez se hubiera enamorado de otra. Menuda traición.
Los agentes de Policía no la encontraron. Aquel día no llegó a Oslo y ni siquiera supo que la estaban buscando.
Como era obvio, la cosa tenía que salir mal. Sin un solo asidero nuevo, no había nada más que aportar al juez. En esta ocasión, a Bloch-Hansen no le llevó más de veinte minutos convencer al tribunal de que prolongar la prisión preventiva constituía una decisión insensata. Como era natural, el trabajo de Lavik se estaba viendo muy afectado por su encarcelamiento. Estaba perdiendo treinta mil coronas a la semana. Además, el abogado no era el único afectado: tenía dos empleados cuyos puestos de trabajo estaban amenazados por su ausencia. Su posición y su estatus social acentuaban sus padecimientos en este contexto y los enormes titulares de los periódicos no contribuían precisamente a mejorar la situación. Si el tribunal, contra todo pronóstico, aún pensaba que había motivos para seguir sospechando de él en un caso penal, al menos debía mostrar consideración por la carga extrema que suponía el encarcelamiento. En una semana, la policía debería haber conseguido aportar algo más, y no lo había hecho. El abogado debía ser puesto en libertad. Su salud corría peligro, no había más que verlo para darse cuenta de ello.
Y el juez lo veía. Si en la vista anterior había tenido mal aspecto, en esta ocasión desde luego no había mejorado. No hacía falta ser médico para ver que el hombre estaba consumido. La ropa había empalidecido al ritmo de su propietario; el joven abogado, antes tan boyante, tenía pinta de haber sido detenido después de una malograda cena de Navidad para indigentes.
El juez se mostró de acuerdo. Su decisión fue dictada en ese mismo momento. La profunda depresión de Håkon encontró algún obstáculo cuando llegaron al punto del motivo razonable de sospecha, que seguía vigente. Sin embargo, el alma volvió a caérsele a los pies cuando el juez describió en palabras bastante desagradables la incapacidad de la Policía para hacer avanzar el caso e hizo hincapié en lo lamentable que era que las circunstancias en torno a la desaparición de la declaración de Ka-ren Borg no se hubieran aclarado.
El peligro de destrucción de pruebas era también obvio, pero por desgracia al juez le pareció igualmente obvio que prolongar la preventiva era una actuación insensata. El hombre iba a ser puesto en libertad, aunque tendría que presentarse en el juzgado todos los viernes.
¡Presentarse en el juzgado! Menudo consuelo. Håkon recurrió de inmediato la decisión y pidió que se pospusiera la puesta en libertad. Eso al menos les proporcionaría un día más. Un día era un día. Aunque Roma no se hubiera construido en tan poco tiempo, muchos casos habían visto cambiar su suerte gracias a unas pocas horas extra.
El fiscal adjunto Håkon Sand no podía creer lo que estaba oyendo cuando el juez le dejó claro que tampoco le iba a conceder esa petición. Intentó protestar, pero fue rechazado con firmeza. La Policía había tenido su oportunidad y la había desperdiciado. Ahora tendrían que apañárselas sin la ayuda del tribunal. Sand respondió que entonces no tenía sentido recurrir y, en un ataque de enfado, retiró el recurso. El juez no se dejó afectar y antes de levantar la sesión comentó secamente: -Si tenéis suerte, os libraréis de una demanda de indemnización. Si tenéis suerte de verdad.
Pusieron en libertad a Jørgen Ulf Lavik esa misma noche. En el momento en que salió pareció erguirse dentro de su traje, dio la impresión de crecer algunos centímetros y de recuperar al menos algunos de los kilos que había perdido. Abandonó la comisaría riéndose, por primera vez en diez días.
Ni Hanne Wilhelmsen ni Håkon Sand se rieron, ni tampoco nadie más en el gran edificio de la calle Grønland 44.
Había salido bien. Lo cierto es que había salido todo bien. La pesadilla había terminado y no habían encontrado nada. Si hubieran encontrado algo, seguiría detenido. Pero ¿qué podían encontrar? Le dio gracias al destino, porque tan sólo unos días antes de su detención había sustraído la llave de debajo del armario y la había escondido en un sitio más seguro. Tal vez el viejo estuviera en lo cierto cuando afirmaba que las fuerzas del bien estaban de su parte. Los dioses sabrían por qué.
Aun así había algo que no acaba de entender. Cuando escogió como defensor al abogado del Tribunal Supremo Christian Bloch-Hansen, lo hizo porque estaba convencido de que era el mejor. El culpable necesita al mejor; el inocente puede apañarse con cualquier cosa. Y Bloch-Hansen había estado a la altura de sus expectativas, probablemente a él no se le hubiera ocurrido lo de la confidencialidad de la información de Karen Borg. El abogado defensor había hecho un gran trabajo y lo había tratado con corrección y cortesía, pero en ningún momento se había mostrado ni cálido ni comprensivo ni receptivo. No se había implicado en el caso. Bloch-Hansen había hecho su trabajo y lo había hecho bien, pero en sus agudos ojos había relumbrado algo que podría parecer odio, tal vez incluso desprecio. ¿Creía que era culpable? ¿Se negaba a creer sus plausibles historietas, tan plausibles que casi se las creía él mismo?
El abogado Lavik se desembarazó de la idea. Ya no tenía importancia. Era un hombre libre y no le cabía duda de que el caso sería sobreseído en poco tiempo. Le pediría a Bloch-Hansen que se encargara de eso. Lo del billete de mil coronas había sido un enorme error, pero por lo que sabía se trataba del único verdadero error que había cometido. Nunca, nunca, nunca, se volvería a poner a sí mismo en una situación semejante. Sólo le quedaba una cosa por hacer y había tenido tiempo de sobra para planearla, varios días, aunque ahora tendría que realizar ciertos ajustes en su plan, en ese sentido Sand le había hecho un regalo al explicar la ausencia de Karen Borg diciendo que estaba de vacaciones. Al juez le había irritado que la Policía tuviera problemas para contactar con una persona que se encontraba en Vestfold, como si aquello estuviera en la otra punta del mundo. No lo estaba. El abogado sabía exactamente dónde se hallaba. Nueve años antes habían estado allí junto con todos los representantes de los estudiantes que formaban parte del consejo de facultad. Progresistas y conservadores. En aquella ocasión tuvo la sensación de que la mujer tal vez estuviera enamorada de él, sin embargo, el abismo político que los separaba había imposibilitado cualquier acercamiento. Ahora bien, como se estaba hablando de restringir el acceso a los estudios, todos ellos habían dejado a un lado las grandes batallas políticas para reunir sus fuerzas en torno a la lucha contra la exclusión de estudiantes; Karen Borg se había propuesto como anfitriona de aquella histórica reunión, que acabó girando más en torno al vino que a la política, aunque por lo que podía recordar había sido un fin de semana agradable.
Tenía prisa y le iba a resultar difícil deshacerse de los moscones que sabía que le iban a perseguir durante bastante tiempo, pero podría con ello. Tenía que poder. Si se libraba de Karen Borg, nunca conseguirían cogerlo. Ella era el último obstáculo entre su persona y la libertad definitiva.
El Volvo azul oscuro había llegado al garaje, patinó un poco en el resbaladizo acceso, pero aun así encontró su sitio, como un caballo viejo que retorna a su establo tras una dura jornada de trabajo. Lavik se inclinó por encima del volante, hacia su pálida mujer, y la besó con ternura mientras le daba las gracias por su apoyo.
– Ahora va a ir todo bien, cariño.
Dio la impresión de que ella no le acababa de creer.
¿Debería llamarla o no debería? ¿Debería ir a buscarla o no? Deambulaba inquieto por su pequeño apartamento, que mostraba claros indicios de no haber sido, en los últimos días, más que un lugar por donde se pasaba para coger la colada y echar una cabezadita. Pero ya no le quedaba más ropa limpia y tampoco era capaz de conciliar el sueño.
Se mareó y tuvo que agarrarse a la estantería para no caer al suelo. Por suerte, tenía una botella vieja de vino tinto en el fondo de la nevera. Media hora más tarde estaba vacía.
Había perdido el caso, y probablemente también a Karen. No tenía sentido contactar con ella. Todo había terminado.
Se sentía fatal y arremetió contra media botella de aguardiente de patata, que llevaba en el congelador desde las Navidades del año anterior. Al final el alcohol surtió efecto y se quedó dormido. Durmió mal y tuvo pesadillas con grandes abogados demoníacos que lo perseguían y con una diminuta figura amarilla que lo llamaba desde una nube en el horizonte. Intentaba correr hacia ella, pero las piernas le fallaban y nunca llegaba hasta ella. Finalmente, Karen desaparecía, y él se quedaba tirado en el suelo mientras la figura amarilla salía volando y unos cuervos con capa le sacaban los ojos a un pequeño fiscal adjunto.