Estaba insatisfecho y de muy mal humor. Su caso, el «gran caso», últimamente se había quedado en nada, y tampoco conseguía sacarle gran cosa a la Policía, aunque probablemente se debiera a que ésta se hallaba tan atascada como él. El director del periódico estaba disgustado y lo había vuelto a meter en el viejo sistema de turnos. Le aburría tener que acudir a los juzgados para intentar sacarle información anodina a un policía lacónico acerca de casos que apenas obtenían espacio para un artículo de una columna.
Estaba sentado con los pies sobre la mesa y daba la impresión de estar tan enfurruñado como un niño de tres años tras una rabieta. El café estaba amargo y tibio. Incluso el cigarrillo le sabía mal. No tenía nada apuntado en su cuaderno.
Se levantó tan bruscamente que se le volcó la taza de café. El negro contenido se extendió rápidamente por los periódicos, las notas y un libro de bolsillo que estaba boca abajo para que no se le cerrara. Fredrick Myhreng se quedó unos segundos mirando el charco antes de decidir que le importaba un bledo. Agarró su cazadora y se apresuró a cruzar la redacción antes de que nadie pudiera pararlo.
La tiendecita la llevaba un antiguo compañero del colegio. Myhreng se pasaba por allí de vez en cuando, para hacerle una copia de las llaves de su casa a la nueva novia de turno -como nunca las devolvían…-, o para ponerle suelas nuevas a las botas. Era incomprensible para él qué tendrían que ver el arreglo de zapatos con las copias de llaves, pero su compañero del colegio no era el único en la ciudad que operaba con esa combinación.
Se saludaron con un «choca esos cinco». Myhreng tenía la incómoda sensación de que el hombre de la tienda estaba orgulloso de conocer a un periodista de la capital, pero se avino a tomar parte en el ritual. El diminuto local estaba vacío y el dueño estaba trabajando con una desgastada bota de invierno negra.
– ¡Novia nueva otra vez, Fredrick! ¡En esta ciudad debe de haber ya cerca de cien juegos de llaves de tu casa!
El hombre esbozó una gran sonrisa burda.
– No, sigo con la misma chica. Vengo para pedirte ayuda con una cosa especial.
El periodista sacó una caja de metal de uno de sus holgados bolsillos, la abrió y, con cuidado, sacó los dos moldes de plastilina. Por lo que podía apreciar, los moldes estaban perfectos. Se los enseñó a su amigo.
– Pero, bueno, Fredrick, ¿has empezado a delinquir? -Había una insinuación de seriedad en la voz y añadió-: ¿Es una llave numerada? Yo no hago copias de llaves numeradas. Ni siquiera para ti, viejo amigo.
– No, no está numerada. Lo puedes ver en el molde.
– El molde no me garantiza nada. Qué sé yo, podrías haber quitado los números… Pero me fiaré de tu palabra.
– ¿Quiere eso decir que me puedes hacer una copia?
– Sí, pero me va a llevar un tiempo. Aquí no tengo el equipo que me hace falta. Yo uso llaves hechas, como la mayoría de la gente. Luego las pulo con este ordenador tan majo que tengo. -Acarició una máquina monstruosa con un montón de botones-. Dentro de una semana puedes pasarte por aquí. Para entonces debería tenerla lista.
Fredrick Myhreng le dijo que era un ángel; estaba ya saliendo por la puerta cuando se dio la vuelta.
– ¿Me podrías decir qué tipo de llave es?
El hombre vaciló.
– Es pequeña. No creo que sea de una puerta grande. ¿Quizás de un armario? Tal vez una caja. ¡Me lo pensaré!
Myhreng volvió al periódico un poco más animado.
Tal vez el chico entre tinieblas disfrutara de salir a dar una vuelta. Wilhelmsen, al menos, estaba dispuesta a hacer un nuevo intento. La información proveniente de la cárcel indicaba que estaba algo mejor, cosa que no significaba mucho.
– Quítale las esposas -ordenó, mientras se preguntaba para sus adentros si los policías jóvenes no eran capaces de pensar por sí mismos.
La figura apática y escuálida que tenía ante ella no hubiera podido hacer gran cosa contra dos fornidos policías. Era dudoso que fuera capaz ni de correr. La camisa le quedaba grande, el cuello que asomaba parecía el de un bosnio apresado por los serbios. Probablemente el pantalón había sido de su talla en algún momento, pero ahora se mantenía subido gracias a un cinturón al que alguien había tenido que hacerle un agujero extra, a muchos centímetros de distancia del anterior. Por si fuera poco, el agujero estaba torcido, con lo que el cabo suelto del cinturón se subía hacia un lado, para luego caer por su propio peso, como una erección malograda. El hombre iba calzado, aunque sin calcetines. Estaba pálido, poco aseado y aparentaba diez años más que la última vez que lo había visto. Le ofreció un cigarrillo y una pastilla para la garganta. Ella se acordaba y él sonrió débilmente.
– ¿Qué tal estás? -le preguntó con amabilidad, sin esperar en realidad respuesta, y no la obtuvo-. ¿Puedo traerte algo? ¿Una Coca-Cola? ¿Algo de comer?
– Una chocolatina. Stratos.
Tenía la voz débil y agrietada, probablemente apenas habría hablado en las últimas semanas. La subinspectora pidió tres Stratos por el interfono, y dos cafés. No había metido papel en la máquina de escribir, ni siquiera estaba encendida.
– ¿Tienes algo que puedas contarme?
– Stratos -respondió él calladamente.
Esperaron durante seis minutos. Ninguno de los dos dijo nada. El café y la chocolatina los trajo una oficinista, ligeramente molesta por tener que hacer de camarera, aunque se animó con los agradecimientos de la subinspectora.
El holandés que comía chocolate era todo un personaje. Primero desenvolvió la chocolatina con cuidado, siguiendo el borde del pegamento para que no se rompiera el papel, y luego partió la chocolatina siguiendo escrupulosamente las líneas marcadas por la fábrica. A continuación acható el papel sobre la mesa y separó las piezas dejando un milímetro exacto entre ellas. Finalmente empezó a comérselo siguiendo un esquema definido: comenzó por una esquina, luego cogió el pedazo que quedaba por encima en diagonal, después el de la siguiente fila en diagonal hacia atrás, y así fue subiendo en zigzag hasta que llegó arriba. Entonces empezó desde arriba y fue comiendo hacia abajo, siguiendo el mismo patrón, hasta que se acabó la chocolatina. Le llevó cinco minutos. Para acabar lamió el papel hasta que estuvo completamente limpio, lo alisó con los dedos unidos y lo plegó minuciosamente.
– En realidad ya he confesado -dijo finalmente.
Hanne pegó un respingo, se había quedado completamente fascinada por el espectáculo de su ingestión.
– No, estrictamente hablando no has confesado, aún -dijo y, sin hacer movimientos demasiado bruscos, sacó el papel que había preparado con los datos personales obligatorios en la esquina superior de la derecha-. No es necesario que confieses -dijo con calma-. Además tienes derecho a que esté aquí tu abogado. -Con eso había cumplido las reglas y le pareció intuir una sonrisa en la boca del joven cuando mencionó a la abogada, una sonrisa buena-. A ti te gusta Karen Borg -constató con amabilidad.
– Es buena.
El holandés había empezado a comerse la segunda chocolatina, siguiendo el mismo esquema que con la primera…
– ¿Te gustaría que ella estuviera ahora aquí o te parece bien que tú y yo tengamos una charla solos?
– Me parece bien.
No estaba del todo segura de si se refería a la primera alternativa o a la segunda, pero lo interpretó a su favor.
– Así que fuiste tú quién mató a Ludvig Sandersen.
– Sí-dijo, aunque estaba más pendiente de la chocolatina que de la conversación. Se le había movido un pedazo y el dibujo estaba alterado, era evidente que eso lo inquietaba.
Hanne suspiró y pensó para sus adentros que aquel interrogatorio iba a tener menos valor que el papel sobre el que lo iba a escribir; aun así merecía la pena intentarlo.
– ¿Por qué lo hiciste, Han? -Él ni siquiera la miró-. ¿No quieres contarme por qué? -Siguió sin haber respuesta, la chocolatina estaba a medias-. ¿Hay alguna otra cosa que me quieras contar?
– Roger -dijo, con voz alta y clara, y con la mirada lúcida durante una milésima de segundo.
– ¿Roger? ¿Fue Roger quién te pidió que lo mataras?
– Roger.
Estaba a punto de volver a desaparecer en sí mismo, la voz volvía a parecer la de un anciano. O la de un niño.
– ¿Se llama algo más aparte de Roger?
Se había roto la comunicación. La mirada distante había reaparecido. La policía llamó a los dos hombres fornidos, ordenó que no lo esposaran y le dio al holandés la última chocolatina, para la merienda. Él se puso muy contento y se fue con una sonrisa.
La nota con su número colgaba en el corcho. Respondieron enseguida al teléfono y ella se presentó. Karen sonaba amable, pero sorprendida. Hablaron durante varios minutos antes de que Hanne fuera al grano.
– No tienes por qué contestar a esto, pero, de todos modos, te lo pregunto: ¿Han van der Kerch te ha mencionado alguna vez el nombre de Roger?
Había dado en el blanco. La abogada se quedó completamente callada. Hanne tampoco dijo nada.
– Todo lo que sé es que anda por Sagene. Prueba allí. Creo que debes buscar a un vendedor de coches. No debería decirte esto. No te lo he dicho.
Hanne le aseguró que nunca lo había oído, le dio las gracias efusivamente, cortó la conversación y marcó un número de tres cifras en el teléfono.
– ¿Está Billy T.?
– Hoy tiene el día libre, pero se va a pasar por aquí, creo.
– ¡Cuando venga pídele que se ponga en contacto con Hanne en la once!
– ¡¡¡Está bien!!!
La atmósfera al otro lado de la ventanilla del coche tenía el aspecto de airados garabatos a lápiz y el aguanieve se adhería al cristal a pesar de los intensos esfuerzos del limpiaparabrisas. Había sido un otoño extraño, el frío intenso se había alternado con la nieve, la lluvia y hasta ochos grados centígrados. Pero ahora el termómetro se había aferrado a algún punto por la mitad del árbol, y desde hacía varios días la temperatura se mantenía en torno a los ceros grados.
– Te estás aprovechando bastante de nuestra vieja amistad, Hanne. -No estaba enfadado, sólo se hacía valer un poco-. Yo trabajo en Desorden, no soy el recadero de Su Alteza Wilhelmsen. Y encima hoy tengo el día libre. En otras palabras: me debes un día libre. Apúntatelo.
Para ver algo tenía que inclinar su enorme cuerpo hasta tocar el cristal. Si no hubiera sido por su tamaño y la cabeza rapada, se le hubiera podido tomar por una cuarentona de un barrio fino, con un BMW y el carné recién sacado.
– Estaré eternamente en deuda contigo -le aseguró Hanne, y pegó un respingo cuando él frenó bruscamente a causa de una sombra que resultó ser un adolescente despistado.
– Joder, no veo una mierda -dijo Billy T., que intentó limpiar el vaho que se formaba en la parte interior del cristal tan pronto como lo quitaba.
Hanne giró la clavija de la calefacción, sin que tuviera el más mínimo resultado.
– Propiedad pública -murmuró, y se anotó para sus adentros el número del coche para no volver a cogerlo en días de lluvia-. Sólo he encontrado a un Roger en el negocio del automóvil en Sagene. Así que, por lo menos, no vamos a tener que andar buscándolo -dijo, intentando consolarlo. El coche se subió a una acera y Hanne se golpeó contra la puerta y se dio un golpe en el codo con la manivela de la ventanilla-. Ay, ¿pretendes matarme?
Primero se enfadó, pero luego descubrió que habían llegado.
Billy T. aparcó junto a una pared de hormigón gris, que tenía pintado un gran letrero de prohibido aparcar. Apagó el motor y se quedó sentado con las manos en el regazo.
– ¿Qué es lo que vamos a hacer, en realidad?
– Sólo vamos a echar un vistazo. Tal vez asustarlo un poco.
– ¿Yo hago de policía o de bandido?
– De cliente, Billy T. Tú eres un cliente. Hasta que yo te diga lo contrario.
– ¿Qué estamos buscando?
– Lo que sea. Algún rasgo particular, cualquier cosa de interés.
Hanne salió del coche y cerró la puerta con llave, aunque fue bastante innecesario. Billy T. se limitó a cerrar la suya de un portazo, sin mayores contemplaciones.
– Nadie va a robar este trasto -dijo encogiéndose de hombros, sobre todo para protegerse del frío que le esperaba a la vuelta de la esquina.
La subinspectora adivinó las letras: «Sagene Car Sale». Aunque hubiera convenido cambiar los tubos de neón, pues en la penumbra sólo se podía leer: «Sa ene Ca S le».
– ¡Vaya, qué ambiente tan internacional!
Cuando entraron por la puerta sonó una campana lejana. Olía a Volvo Amazon. Un olor completamente mareante que procedía de la colección más grande que Wilhelmsen hubiera visto nunca de los así llamados purificadores de aire: cuatro árboles de Navidad de cartón, de unos cincuenta o sesenta centímetros de altura, estaban alineados sobre el mostrador de cinco metros de largo. Los árboles estaban a su vez decorados con árboles más pequeños que colgaban de hilos brillantes y con exuberantes dibujos de mujeres impregnadas de la misma sustancia. Como si fueran regalos al pie de los árboles, en torno a los troncos había unas pilas de tortugas de plástico con olor a ambientador que contribuían lo suyo a que el aire en torno a la caja registradora fuera uno de los más purificados de la ciudad. Las tortugas tenían las cabezas sueltas sobre un pequeño muelle y, cuando los policías abrieron la puerta y se formó corriente, los saludaron amablemente moviendo la cabeza.
Por lo demás, el local estaba repleto de todo lo que pudiera tener alguna utilidad en cualquier cosa que fuera sobre cuatro ruedas. Había tubos de escape y tapas para el contenedor de la gasolina; fundas para los asientos, de nailon, que imitaban la piel de leopardo; dados de cuero y encendedores de coche. Entre las estanterías, donde no cabía ni un estante, había viejas fotografías de calendario de mujeres medio desnudas. Las tetas ocupaban dos tercios de la foto, mientras que los días del calendario se agolpaban en la parte baja, en una estrecha franja completamente innecesaria.
Más de un minuto después de que sonara la campanilla apareció un hombre desde las habitaciones posteriores. Wilhelmsen tuvo que pincharse la mano con la uña del dedo meñique para no reírse.
El tipo tenía el aspecto de un tópico. Era fornido y bajito, no debía de medir más de metro setenta. Llevaba unos pantalones de poliéster marrón, con la raya del pantalón cosida. La costura se había abierto por la rodilla y le daba un aspecto cómico: una larga costura de salchicha que desaparecía y se quedaba en un fino hilo sobre la rodilla, para luego aparecer otra vez después de unos quince centímetros. El pantalón tenía que tener más de veinte años. Desde entonces no había vuelto a ver un pantalón con la raya cosida.
La camisa era una de esas sin mangas, de las que habían llevado en el instituto, azul claro con pequeñas bombas, y en honor a la verdad había que decir que la corbata hacía juego: también era azul celeste. Por encima de aquello, el hombre llevaba una chaqueta de traje a cuadros a la que le faltaba un botón, aunque daba igual, le quedaba tan pequeña que no tardaría en ser imposible cerrarla. Su cabeza recordaba a la de un puerco-espín.
– ¿Puedo ayudarles? ¿Puedo ayudarles? -dijo en voz alta y amable.
Casi pareció asustarse ante el aspecto del policía con el pendiente en la oreja, pero la presencia de Hanne debió de tranquilizarlo, porque se le iluminó la cara cuando se giró hacia ella para repetir la oferta.
– Sí, me gustaría ver un coche usado -dijo Hanne vacilando un poco y echando una mirada, por encima del hombro del hombrecito, hacia los cristales de una puerta que no debía de haberse limpiado en los dos últimos años. Tenía la sensación de que detrás había un almacén de coches.
– Un coche usado, sí. Pues entonces habéis llegado al sitio adecuado -dijo el hombre riéndose, esta vez con mayor amabilidad aún, como si al principio hubiera pensado que estaban buscando un encendedor de coche y ahora viera la posibilidad de hacer un negocio más sustancioso-. ¿Querrían acompañarme los señores? ¡Acompáñenme!
Los condujo a través de la puerta mugrienta. Billy T. se dio cuenta de que había una puerta igual justo al lado, que daba a una especie de oficina.
El olor del aceite supuso una liberación de los ambientadores. Allí olía simplemente a coche. Estaba claro que aquel negocio no tenía pretensiones de especializarse, había allí Lada, Peugeot, Opel y dos Mercedes de cuatro o cinco años que parecían estar en buen estado.
– ¡No hay más que elegir! ¿Podría preguntar qué precio está contemplando pagar el matrimonio?
Les sonrió esperanzado y lanzó una mirada al Mercedes más cercano.
– Unas tres o cuatro mil coronas -murmuró Billy T., el hombre frunció su húmeda boca.
– Está de broma -atajó Hanne-. Tenemos alrededor de unas setenta mil. Pero el límite es flexible. Los buenos de nuestros padres también podrían aportar algo -dijo inclinándose hacia el hombre y susurrando en un tono íntimo.
Al vendedor de coches se le iluminó la cara y la cogió del brazo.
– Pues entonces debería ver este Kadett -dijo. El Kadett tenía muy buena pinta-. Modelo de 1987, no tiene más que cuarenta mil kilómetros, garantizado, y sólo ha tenido un dueño. El coche está perfecto. Y les puedo hacer un buen precio. Un buen precio.
– Es un coche precioso -asintió Hanne, y le dirigió una mirada inequívoca a su marido ficticio.
Él se llevó la mano a la entrepierna y le preguntó al hombre de la chaqueta de cuadros si podía ir al servicio.
– Está justo ahí fuera, justo ahí fuera -respondió él alegremente.
Hanne empezó a preguntarse si tendría algún defecto del habla que le obligara a repetirlo todo dos veces. Una especie de tartamudeo avanzado, pensó. Billy T. desapareció.
– No está bien de la tripa -dijo-. Esta tarde tiene una entrevista de trabajo. Es la cuarta vez que va al baño, el pobre. -El vendedor mostró mucha compasión y la invitó a sentarse en el Kadett, que estaba realmente bien-. No conozco este tipo de coches -continuó ella-. ¿Se tomaría la molestia de sentarte conmigo y explicarme un poco?
Desde luego que se tomaba la molestia. Encendió el motor y le mostró todos los detalles.
– Es un modelo magnífico -dijo enfáticamente-. Va sobre ruedas. Que quede entre nosotros, pero el antiguo dueño era muy agarrado. Lo bueno de eso es que cuidó muy bien del carro.
Acarició el salpicadero recién lavado, encendió y apagó las luces, reguló el asiento, encendió la radio, metió una cinta de Trond Granlund y tardó más de lo necesario en engancharle el cinturón de seguridad a Hanne.
Ella se giró a medias hacia él.
– ¿Y el precio?
Ninguno de los coches llevaba precio, cosa que le resultaba llamativa.
– El precio, sí. El precio… -Se lo pensó un poco, se chupó los dientes y luego le dirigió una sonrisa que ella supuso que pretendía ser íntima y amable-. Usted tiene setenta mil coronas y unos padres majetes. Por eso se lo dejo en setenta y cinco mil. Incluida la radio y las ruedas de invierno nuevas.
Llevaban ya más de cinco minutos allí sentados y Hanne estaba empezando a echar de menos a Billy T. No podía pasarse demasiado tiempo regateando por un coche sin verse de pronto comprándolo. Al cabo de tres minutos, su compañero llamó a la ventanilla. Ella la bajó.
– Nos tenemos que ir. Tenemos que ir a buscar a los niños -dijo.
– No, ya iré yo a buscarlos. Tú tienes que ir a la entrevista -lo corrigió ella-. Le llamaré para hablar de este coche -le dijo al hombre del poliéster, que, de todos modos, no pudo disimular del todo su decepción por perder lo que creía que era una venta segura.
Se sobrepuso y le dio a la subinspectora su tarjeta, que era de tan mal gusto como su dueño: de seda artificial azul oscuro:
«Roger Strømsjord, director administrativo», ponía en letras doradas. Un título pretencioso.
– Soy el dueño del negocio -dijo encogiéndose de hombros-. ¡Pero se tiene que dar prisa! Este tipo de coches me los quitan de las manos. Son muy populares. Muy populares, la verdad.
Doblaron la esquina del edificio, esta vez con el viento a su espalda, se metieron en el coche y pasaron dos minutos riéndose, hasta que Hanne tuvo que enjugarse las lágrimas.
– ¿Has encontrado algo de interés?
Él se inclinó hacia delante y alzó el culo para sacar un cuadernito del bolsillo trasero del pantalón. Se lo arrojó al regazo.
– Esto es lo único que puede tener interés de lo que había ahí dentro. Lo llevaba en el bolsillo del abrigo.
Hanne ya no se reía.
– ¡Joder, Billy T.! Esto no encaja precisamente con lo que aprendimos en la Academia de Policía. Y además es una enorme tontería, como contenga algo de interés no vamos a poder usarlo como prueba. ¡Lo hemos requisado ilegalmente! ¿Cómo podríamos explicarlo?
– Relájate, mujer. Ese cuaderno no va a meter a nadie entre rejas, pero nos puede ayudar a avanzar un poco. A lo mejor. No tengo ni idea de lo que contiene, sólo lo he hojeado un poco. Son números de teléfono. Sé un poco agradecida, anda.
La curiosidad reprimió la irritación de la subinspectora, que empezó a hojear el cuaderno. Como era de esperar, olía a ambientador. Era cierto que contenía un montón de números de teléfono. La mayoría de ellos aparecían a continuación de un nombre; en las cinco o seis primeras páginas, seguían el orden alfabético, pero después era todo un caos. Los últimos números no tenían nombre, algunos llevaban unas iniciales, la mayoría simplemente pequeños signos indescifrables.
Hanne se sorprendió. Algunos de los números empezaban con cifras que no se usaban para eso, pero tampoco tenían prefijos. Siguió pasando las páginas y se detuvo junto a unas iniciales:
– H. V. D. K. -exclamó-. ¡Han van der Kerch! Pero no reconozco el número…
– Compruébalo en la guía telefónica -dijo Billy T., aunque la cogió de la guantera antes de que Hanne tuviera tiempo de reaccionar-. ¿Cómo aparece Van der Kerch? ¿En Van, en Der o en Kerch?
– No lo sé, pruébalo todo.
Lo encontró en Kerch. El número no coincidía con el del cuaderno. Hanne estaba decepcionada, pero tenía la sensación de que en aquellos dos números había algo inexplicable. Era como si tuvieran algún parecido, aunque fueran completamente diferentes. Le llevó treinta segundos comprenderlo.
– ¡Eureka! El número de la guía telefónica es el número del cuaderno menos el siguiente número en la serie, si cuentas también con los números negativos y luego le quitas el menos. Billy T. no comprendió una palabra.
– ¿Cómo?
– ¿Nunca has visto los pasatiempos esos de números? Te dan una serie de números y luego tienes que descubrir la regla para agregar el último número a la lista. Una especie de test de inteligencia, eso dicen algunos, a mí me parece más bien un pasatiempo. Mira: el número del cuaderno es 93 24 35. Si a 9 le restas 3, sale 6. 3 menos 2 es 1, y 2 menos 4 es menos 2. Pasamos del menos. 4 menos 3 es 1, y 3 menos 5 es menos 2. Al 5 le restamos el primer número, 9, y nos da menos 4. El número de la guía telefónica tiene que ser 61 21 24.
– ¡Exacto! -Estaba francamente impresionado-. ¿Cómo has aprendido a hacer eso?
– Bah, la verdad es que hubo un tiempo en que tuve intención de estudiar Matemáticas, los números son algo fascinante. Esto no puede ser casualidad. Busca el número de Jørgen Lavik.
Usó el mismo método y tuvo suerte. El número aparecía codificado en la página ocho del cuaderno. Billy T. encendió el motor, que resonó con un bramido tan triunfal como se podía sacar de un viejo Opel Corsa, y se adentró en la tarde grisácea.
– O bien Jørgen Lavik compra muchos coches usados, o esto es la prueba más firme que tenemos en este caso -dijo Hanne en tono triunfal.
– Eres un genio, Hanne -respondió Billy T. con una sonrisa que le partía la cara en dos-. ¡Una puta crack!
Siguieron un rato en silencio.
– ¿Sabes? Creo que me han entrado bastantes ganas de comprarme el Kadett ese -murmuró Anne en el momento en que entraban en el garaje de la Comisaría General.