– Esto no puede ser, me cago en la hostia. -Håkon Sand sólo decía palabrotas cuando estaba furioso-. ¡No estamos seguros ni en el despacho, joder! ¡Y en un puto domingo! -Las palabras salían como escupitajos de su boca, acusaciones de ineptitud sin destinatario; se encontraba en medio de la habitación y marcaba con el pie el ritmo de sus propios exabruptos-. ¡De qué sirve poner candado en las puertas y tener un sistema de seguridad cuando nos pueden atacar en cualquier momento!
El jefe de la sección A 2.11, un hombre estoico de cincuenta y pocos años, escuchaba y presenciaba la protesta sin mudar la expresión de su cara. No tomó la palabra hasta que el fiscal adjunto se hubo desahogado.
– No tiene mucho sentido colgarle el muerto a nadie en especial. No somos una fortificación y tampoco pretendemos serlo. En un edificio con cerca de dos mil empleados, cualquiera puede haberse colado en el momento en que alguien entraba por la puerta de personal. Sólo hay que coordinar el paso, así de sencillo. Se puede uno esconder detrás de uno de los árboles junto a la iglesia y entrar pegado a algún empleado que tenga tarjeta de acceso. Seguro que tú también le has abierto la puerta a gente que entraba detrás de ti, aunque no los conocieras. -Sand no contestó, cosa que el jefe de sección interpretó acertadamente como una admisión-. Además, en teoría alguien puede esconderse dentro del edificio mientras aún está abierto. Salir, siempre se puede salir. Más que preguntarnos cómo, deberíamos preguntarnos por qué.
– El porqué está más que claro, carajo -le espetó Sand-. El caso, coño, ¡el caso! ¡El expediente ha desaparecido del despacho de Hanne! No es que eso sea una tragedia en sí mismo, tenemos copias, pero es obvio que alguien ha querido saber lo que sabíamos. -De pronto se interrumpió, miró el reloj y el enfado pasó a ser una risa avergonzada-. Me tengo que ir corriendo. Me ha citado la comisaria principal a las nueve. Hazme un favor: llama al hospital y averigua si Hanne puede recibir visitas. Déjame un recado en la antesala en cuanto sepas algo.
La diosa Justicia era impresionante. Se alzaba treinta y cinco centímetros del tablero de la mesa, y el óxido del bronce indicaba que tenía cierta edad. La venda de los ojos estaba casi verde y la espada de la mano derecha era rojiza.
Pero los dos platillos de la balanza estaban brillantes y se balancearon levemente a causa del movimiento que provocó su entrada en la habitación. No se pudo contener y tocó la estatuilla.
– Impresionante, ¿verdad? -La mujer uniformada pareció afirmar un hecho más que formular una pregunta-. Me lo regaló mi padre la semana pasada, por mi cumpleaños. Se ha pasado toda la vida en su despacho y yo llevo admirándola desde que era una chiquilla. La compró mi bisabuelo en Estados Unidos, a finales de la década de 1890, o por ahí. Tal vez tenga valor, en todo caso es preciosa.
Era la primera mujer que ocupaba el puesto de comisaria principal de la Policía de Oslo. Había sustituido en el cargo a un tipo grandullón de Bergen, un hombre muy controvertido que siempre estaba en conflicto con sus empleados, pero que, a pesar de todo, tenía una integridad y una determinación que habían escaseado en la historia de la jefatura hasta que él había asumido el cargo siete años antes.
Dejó tras de sí una jefatura mucho mejor organizada que la que le pasaron a él, pero el precio fue alto. Tanto él como su familia suspiraron aliviados cuando pudo jubilarse, un poco antes de lo que le tocaba, pero lo bastante tarde como para irse honrosamente.
La mujer de cuarenta y cinco años que ahora ocupaba el sillón del jefe era de un calibre muy distinto. Håkon no la aguantaba. Era una pija de Trøndelag y la persona más intrigante que conocía. Durante todos sus años en la jefatura había maniobrado para llegar al puesto de comisaria principal: se había acercado a la gente adecuada, había acudido a las fiestas correctas y había brindado con las personas convenientes en las reuniones de la fiscalía. Su marido trabajaba en el Ministerio de Justicia, aunque eso no era lo peor.
Por lo demás, su eficiencia era innegable. Si el antiguo comisario principal no hubiera decidido jubilarse lo antes posible, ella habría pasado por la posición intermedia de fiscal del Estado. Sand no sabía qué hubiera sido peor.
Presentó su informe del modo más escueto posible, y desde luego no se lo contó todo. Tras unos segundos de evaluación, concluyó que debía informar a su superior sobre la vinculación no oficial de los dos casos de asesinato. Pero fue breve. Para gran irritación del fiscal adjunto, la comisaria principal lo entendió todo de inmediato, planteó preguntas breves y apropiadas, asintió a sus conclusiones y, por último, le reconoció que había hecho un buen trabajo. Pidió que se la mantuviera informada en todo momento, preferentemente por escrito, y luego añadió:
– No especules demasiado, Håkon. Ocúpate de un asesinato por vez. El caso de Sandersen ya está resuelto. Las pruebas técnicas bastan para condenar al holandés. Hasta cierto punto has de tomártelo como una orden.
– En sentido estricto, en cuestiones de investigación, mi superior es el fiscal del Estado -le replicó él.
Como respuesta la mujer le pidió que se retirara. Al levantarse, Sand preguntó:
– ¿Por qué lleva, en realidad, una venda ante los ojos?
Señaló con la cabeza la diosa que estaba sobre la descomunal superficie de la mesa, acompañada solamente por dos teléfonos.
– No debe dejarse influir por ninguna de las partes. Ha de ejercer una justicia ciega -le explicó la comisaria principal.
– Pero con una venda ante los ojos resulta difícil ver -dijo Håkon, pero no obtuvo respuesta.
Aunque el rey, que aparecía junto a la reina en un marco dorado ubicado por encima del hombro de la comisaria principal, parecía estar de acuerdo con él. Sand escogió interpretar la insondable sonrisa mayestática como un apoyo a sus propias ideas, se levantó y abandonó el despacho de la séptima planta. Se iba más irritado de lo que llegó.
Wilhelmsen se alegró de verlo. Sand reparó en lo guapa que era, incluso con el ojo vendado y el pelo afeitado en un lado de la cabeza. La palidez hacía que sus ojos parecieran aún más grandes y, por primera vez desde que escuchó que la habían atacado, se dio cuenta de lo preocupado que había estado. No se atrevió a darle un abrazo. Tal vez lo desanimaran los vendajes, pero al pensarlo mejor se dio cuenta de que de todos modos no hubiera resultado natural. Hanne nunca había alentado su intimidad más allá de la confianza profesional que siempre había depositado en él. Pero estaba claro que se alegraba de verlo. No sabía muy bien qué hacer con el ramo de flores y, tras unos segundos de duda, lo dejó en el suelo. La mesilla ya estaba repleta. Acercó una silla de tubos de aluminio a la cama.
– Estoy bien -dijo Hanne, antes de que alcanzara a preguntarle-. Volveré al trabajo tan pronto como pueda. Por lo menos, ¡nos han dado la prueba definitiva de que estamos rozando algo grande!
El humor negro no le sentaba bien; se dio cuenta de que le dolía sonreír.
– No puedes volver hasta que estés completamente recuperada. Es una orden -esbozó una sonrisa, pero se detuvo, porque ella intentaba hacer lo mismo, a pesar del dolor, y toda la mandíbula se le estaba poniendo azul y amarilla-. El expediente original ha desaparecido de tu despacho. No había nada de lo que no tengamos copia, ¿verdad?
La pregunta era más bien una constatación esperanzada, pero Hanne lo decepcionó.
– Pues sí -respondió en voz baja-. Tomé unas notas, para uso propio. Sé lo que puse, así que no es que lo hayamos perdido, pero es un fastidio que lo vayan a leer otros. -Håkon se dio cuenta de que se estaba acalorando, y sabía por experiencia que le iban a salir unos coloretes nada favorecedores-. Mucho me temo que, a partir de ahora, el asaltante se va a interesar como nunca por Karen Borg. Escribí algo sobre que creo que sabe más de lo que nos dice. Y también sobre la relación que hemos establecido entre los dos casos. -Lo miró con una mueca y se tocó la cabeza con cuidado-. La cosa no pinta muy bien, ¿verdad?
Él estuvo de acuerdo. No pintaba nada bien.
Myhreng se mostró bastante exigente. Por otro lado, tenía razón cuando afirmaba que él había mantenido su parte del acuerdo. Estaba anotando todo lo que le contaba Håkon Sand, como un alumno aplicado. La idea de ser el primero en publicar la historia de que la Policía no se enfrentaba a dos asesinatos cualesquiera en la larga y creciente fila de asesinatos más o menos motivados, sino a un asesinato doble relacionado con el tráfico de drogas y tal vez hasta con el crimen organizado, le hacía sudar de tal manera que las gafas de pasta se le deslizaban constantemente por la nariz, a pesar de las prácticas patillas. Salpicaba tanta tinta cuando escribía que Sand pensó para sus adentros que el chico debería llevar un mono de trabajo cuando manejara su herramienta de escritura. Le ofreció al periodista un lápiz a cambio de su bolígrafo estropeado.
– ¿Cómo ves las posibilidades de resolver el caso? -preguntó Myhreng después de escuchar las explicaciones convenientemente censuradas, pero aun así muy interesantes, del fiscal adjunto.
El periodista tenía ya la nariz completamente azul de tanto recolocarse las gafas. Sand empezó a preguntarse si debía llamar la atención del hombre sobre su extraño aspecto, pero llegó a la conclusión de que le sentaría bien hacer un poco el ridículo, así que dijo:
– Siempre creemos en la posibilidad de resolver los casos.
Pero puede llevar tiempo. Tenemos muchas cosas que investigar. Eso puedes citarlo de mi parte.
Eso fue lo último que Myhreng le sacó aquel día a Sand, pero estaba más que satisfecho.