Lunes, 28 de septiembre

Con miradas retrospectivas

La jefatura de Policía de Oslo, calle Grønland, número 44. Una dirección sin historia; no como la de la calle Møller número 19, y lejos de Victoria Terrasse. Calle Grønland, 44, sonaba a cansino, gris y moderno, con un regusto a ineptitud pública y conflictos internos. Grande y ligeramente inclinada, como si no hubiese podido aguantar las ráfagas de viento, la comisaría estaba encajonada entre la capilla y la cárcel. A sus espaldas, una asolada aglomeración de casitas se extendía sobre la loma Enerhaugen y, por delante, sólo un enorme césped la protegía del barrio con más tráfico y más contaminado de la ciudad. La entrada, que era escueta, poco acogedora y demasiado pequeña en relación con la fachada de doscientos metros de largo, estaba constreñida y de través, casi escondida, como para dificultar el acceso e imposibilitar la huida.

A las nueve y media de la mañana del lunes, la abogada Karen Borg llegó a pie y subió la cuesta adoquinada hacia las puertas de entrada, que era lo bastante larga como para que llegara con la espalda sudada. Llegó a la conclusión de que el repecho era deliberado: todo el mundo entra en la jefatura de Oslo con la ropa húmeda.

Empujó las pesadas puertas metálicas y pasó al vestíbulo. Si no hubiera tenido tanta prisa, se habría fijado en la frontera invisible que cruzaba la sala. En la parte luminosa de la inmensa estancia, los noruegos con fiebre viajera esperaban su certificado rojo de nacionalidad. Hacia el norte, agolpados bajo la galería, se hallaba la gente de piel oscura, inquieta y con las manos sudorosas tras largas horas de espera ante los verdugos de la Policía de extranjería.

Karen Borg llegaba un poco tarde. Echó una mirada hacia arriba, a las galerías que remataban las paredes. A un lado, las puertas eran azules, y el suelo, de linóleo; al otro, hacia el sur, puertas amarillas. Hacia el oeste, se esfumaban dos agujeros, uno rojo y otro verde. La amplísima sala se alzaba a lo largo de siete plantas de altura. Más tarde comprobaría que era un derroche de espacio excesivo: los despachos eran minúsculos. Cuando se familiarizara con la casa, se enteraría de que las zonas más importantes se encuentran en la séptima planta, donde están el despacho del comisario principal de la Policía y el comedor. Y por encima de éstos, imperceptible desde el vestíbulo como el Señor en las alturas, anidaba la Brigada de Información.

«Como en una guardería», pensó Karen cuando se fijó en los códigos de colores. «Como para asegurarse de que cada uno encuentra su sitio.»

Tenía que subir a la tercera planta, zona azul. Los tres ascensores con puertas metálicas habían tomado simultáneamente la decisión de obligarla a subir por las escaleras. Tras constatar, al cabo de cuatro minutos, que el puntito luminoso a un lado de la puerta ascendía y descendía sin acercarse nunca al número uno, se dejó convencer y subió andando.

El número de cuatro cifras del despacho estaba garabateado en un papelito. Fue fácil encontrarlo. La puerta azul estaba cubierta de pegatinas que alguien había intentado despegar, pero Mickey y el pato Donald se habían opuesto obstinadamente a la exterminación y la miraban sonrientes, sin piernas y con medias caras. Habría quedado mejor si las hubieran dejado en paz. Karen llamó a la puerta, recibió respuesta y entró.

Håkon Sand no tenía buena cara. La habitación olía a after shave; sobre una silla, la única del cuarto aparte de la que ocupaba el propio Sand, había una toalla húmeda. Observó que tenía el pelo mojado.

Sand agarró la toalla, la tiró en un rincón e invitó a la mujer a sentarse. El asiento estaba húmedo, pero ella se sentó.

Håkon Sand y Karen Borg eran viejos amigos que nunca se veían. Intercambiaron algunas frases vacías como «qué tal estás», «hace demasiado tiempo que no nos vemos», «tenemos que comer juntos algún día», un ejercicio de reiteraciones llevado a cabo durante encuentros casuales, tal vez en la calle o en casa de amigos comunes que eran más constantes que ellos a la hora de cuidar las amistades.

– Qué bien que hayas venido. Me alegro -dijo de repente. No lo parecía. La sonrisa de bienvenida le quedó arrugada y marchita, forzada tras veinticuatro horas de trabajo-. El tipo se niega a hablar. Sólo repite una y otra vez que te quiere a ti como abogada.

Karen había encendido un cigarrillo. Desafiando todas las advertencias, fumaba Prince en su versión original, la que dice «Ahora yo también fumo Prince», con el máximo nivel de nicotina y alquitrán, etiqueta roja, rojísima, con una advertencia aterradora de las autoridades sanitarias. Nadie le pedía un cigarro a Karen Borg.

– Debería ser fácil hacerle entender que es imposible. En primer lugar, de alguna forma soy testigo del caso, pues encontré el cadáver. Y en segundo lugar, yo ya no sé nada de derecho penal. No lo he tocado desde que me examiné hace siete años.

– Ocho -rectificó él-. Hace ocho años que nos examinamos. Fuiste la tercera de una promoción de ciento catorce. Yo acabé el quinto por la cola. Claro que sabes de derecho penal, si quieres.

Estaba irritado, cosa que se contagiaba. De repente, Karen volvió a sentir la tensión que solía surgir entre ellos en sus tiempos de estudiantes. Sus siempre excelentes resultados contrastaban con la arrastrante cojera académica de su compañero en una licenciatura que nunca hubiese obtenido de no ser por ella. Lo había arrastrado, amenazado y tentado a través de los estudios, como si su propio éxito le resultara más llevadero con una cruz a la espalda. Por alguna razón que nunca llegaron a entender, tal vez porque nunca lo hablaron, ambos sentían que era «ella» la que estaba en deuda con él y no al revés. Desde entonces, siempre le había fastidiado esa sensación de deberle algo. Nadie entendía por qué habían sido como uña y carne durante los estudios. Nunca fueron novios, ni siquiera un morreo estando bebidos, simplemente eran amigos inseparables, una pareja embroncada pero siempre con un cuidado recíproco que los hacía invulnerables a las profundas trampas que deparaba la vida estudiantil.

– Y en cuanto a tu condición de testigo, si te soy sincero, en estos momentos me importa una mierda. Lo más importante es que el tipo empiece a hablar. Es evidente que no lo va a hacer hasta que te tenga a ti como abogada defensora. Podemos volver a la cosa esa de que seas testigo cuando se le ocurra a alguien, pero para eso falta mucho.

«La cosa esa de que seas testigo.» Su lenguaje jurídico nunca fue especialmente preciso, aun así, a Borg le costaba mucho aceptarlo. Sand era fiscal adjunto de la Policía [1] y, en teoría, un guardián de la ley y el orden. Ella quería seguir pensando que la Policía se tomaba en serio el derecho.

– ¿No podrías al menos hablar con él?

– Con una condición. Tienes que darme una explicación creíble de cómo sabe quién soy.

– La verdad es que eso, precisamente, fue culpa mía.

Sand sonrió con el mismo alivio que había sentido cada vez que ella le explicaba algo que había leído diez veces sin entenderlo. Se dirigió a la salita a buscar dos tazas de café.

A continuación, le contó la historia de un joven súbdito holandés cuyo único acercamiento al mundo de los negocios -según las teorías provisionales de la Policía – había sido el tráfico de estupefacientes en Europa. La historia trataba de cómo este neerlandés, que ahora esperaba mudo como una ostra a Karen Borg en el patio trasero más rancio de Noruega -los calabozos de la jefatura de Policía de Oslo-, sabía quién era ella: una desconocida pero sumamente exitosa abogada dedicada al mundo de la empresa que tenía treinta y cinco años.

– ¡Bravo dos-cero llamando a cero-uno!

– Cero-uno a Bravo dos-cero, ¿qué ocurre?

El policía hablaba en voz baja, como si esperara que le confiaran un secreto. No fue así. Estaba de guardia, en la Central de Operaciones. En la gran sala de suelo inclinado el vocerío era tabú; la determinación, virtud; y la facultad de expresarse con brevedad, una necesidad. El turno de funcionarios uniformados, como las gallinas cuando aovan, estaba sentado en hilera en la pendiente de la escena teatral; en la pared que estaba situada frente a ellos, sobre el escenario principal, había un plano gigantesco de la ciudad de Oslo. La sala se encontraba en el mismísimo centro del edificio, sin una sola ventana que diera al exterior, hacia la bulliciosa tarde del sábado. Aun así, la noche capitalina se abría paso a través de las comunicaciones con los coches patrulla y el voluntarioso teléfono 002 que socorría a los habitantes más o menos necesitados de Oslo.

– Hay un hombre sentado en medio de la calle Bogstad. No hay quien hable con él, tiene la ropa ensangrentada, pero no parece estar herido. No lleva identificación. No ofrece resistencia, pero obstaculiza el tráfico. Nos lo llevamos a jefatura.

– De acuerdo, Bravo dos-cero. Avisad cuando volváis a salir. Recibido. Corto y cierro.

Media hora más tarde, el arrestado se encontraba en la recepción de detenidos. Sin duda alguna, la ropa estaba empapada de sangre. Bravo dos-cero no había exagerado. Un joven aspirante se puso a cachear al hombre. Con sus impecables hombreras azules, sin un solo galón que le resguardara de los trabajos sucios, le aterraba tal cantidad de sangre, presumiblemente contaminada de VIH. Dotado con guantes de plástico, quitó al detenido la chaqueta de cuero abierta y pudo constatar que la camiseta había sido blanca en algún momento. El rastro de sangre bajaba hasta los vaqueros; por lo demás, el tipo tampoco parecía ir muy aseado.

– Datos personales -preguntó el jefe de servicio, mirándolo por encima del mostrador con los ojos cansinos.

El arrestado no contestó. En lugar de eso, contempló con deseo el paquete de cigarrillos que el aspirante introdujo en una bolsa de papel color castaño claro, junto con un anillo de oro y un juego de llaves atadas con un cordel de nailon. Las ganas de fumar eran lo único que se podía leer en su rostro y el rasgo desapareció en cuanto soltó la bolsa con la mirada y reparó en el jefe de servicio. La distancia entre ambos era de casi un metro. El joven permanecía de pie detrás de un sólido arco metálico que le llegaba hasta la cadera y que casi tenía forma de herradura, con los dos extremos fijados en el suelo de hormigón, a medio metro de distancia del altísimo mostrador de madera. Este, a su vez, era considerablemente ancho y sólo asomaba el flequillo gris y deshilachado del policía.

– ¡Datos personales! ¡Tu nombre, chaval! ¿Fecha de nacimiento?

El desconocido dibujó una sonrisa, aunque no era en absoluto desdeñosa. Mostraba más bien signos de leve simpatía hacia el fatigado policía, como si el chico quisiera expresar que no era nada personal. No pensaba abrir la boca, así que por qué no encerrarle sin más en una celda y acabar con aquello. La sonrisa era casi afable. El hombre se mantuvo en silencio. El jefe de servicio no lo entendió, claro.

– Mete a este tío en una celda. La cuatro está libre. Por mis cojones que no va a seguir provocándome.

El hombre no protestó y caminó dócilmente hasta el calabozo número cuatro. En el pasillo había un par de zapatos colocados delante de cada celda. Zapatos viejos de todos los tamaños, como placas identificativas que contaban quién vivía dentro. Es probable que pensara que dicha norma también valía para él. En cualquier caso, se deshizo de sus playeras y las colocó con cuidado delante de la puerta, sin previa petición.

La lúgubre celda medía tres metros por dos. Las paredes y el suelo eran de color amarillo mate, con una llamativa falta de grafitis. La única y levísima ventaja que pudo constatar enseguida en aquello que ni de lejos era comparable a un hotel, era que el anfitrión no escatimaba en electricidad. La luz era demasiado intensa y la temperatura del cuartucho alcanzaba los veinticinco grados.

A un lado de la puerta se encontraba la letrina. No merecía la denominación ni de aseo ni de servicio. Era una estructura de ladrillo con un agujero en el centro. Nada más verlo, se le encogió el estómago en un terrible estreñimiento.

La falta de pintadas de anteriores inquilinos no impedía que el lugar mostrara signos de haber sido visitado con frecuencia. Aunque él mismo no estaba ni mucho menos recién duchado, sintió convulsiones en la zona del diafragma cuando lo alcanzó el hedor. La mezcla de orina y excrementos, sudor y ansiedad, miedo y maldición, había impregnado las paredes; era evidente que resultaba imposible eliminarlo. Salvo la letrina, que recibía las diversas evacuaciones, cuya limpieza era totalmente irrealizable, el resto del cuarto, de hecho, estaba limpio. Era probable que lo lavaran a diario con una manguera.

Escuchó el cerrojo de la puerta a sus espaldas. A través de los barrotes pudo oír cómo su vecino de celda continuaba con el interrogatorio allí donde había desistido el jefe de servicio.

– ¡Oye, soy Robert! ¿Cómo te llamas? ¿Por qué te persigue la pasma? -Tampoco el tal Robert tuvo suerte y hubo de resignarse tan irritado como el jefe de servicio-. Tío mierda -murmuró al cabo de unos minutos, aunque lo bastante alto como para que el mensaje llegara a su destinatario.

Al fondo del cuarto, una elevación que ocupaba todo el ancho de la celda podía tal vez, con considerable buena voluntad, representar un catre. Carecía de colchón y no se veía ni una manta en toda la celda. Tampoco es que importara demasiado, estaba sudando con el calor. El sin-nombre hizo una almohada con su chaqueta de cuero, se tumbó sobre el lado ensangrentado de su cuerpo y se durmió.

Cuando el fiscal adjunto, Håkon Sand, llegó a su trabajo a las diez y cinco del domingo por la mañana, el arrestado desconocido seguía durmiendo. Sand no lo sabía. Tenía resaca, algo que debería haber evitado, y el arrepentimiento del campesino hacía que la camisa del uniforme se le adhiriera aún más al cuerpo. Al pasar por el puesto de control de seguridad, de camino a su despacho, empezó a tirarse del cuello de la camisa. Los uniformes eran una mierda. Al principio, todos los criminalistas estaban fascinados con ellos. Ensayaban en casa, de pie ante el espejo, y acariciaban las distinciones que les cubrían las hombreras: un galón, una corona y una estrella para los ayudantes de la fiscalía. Una estrella que podía convertirse en dos o tres, dependiendo de si se aguantaba lo suficiente como para llegar a fiscal adjunto o inspector jefe. Sonreían a su propio reflejo en el espejo, enderezaban espontáneamente la espalda, advertían que tenían que cortarse el pelo y se sentían limpios y arreglados. Sin embargo, al cabo de pocas horas de trabajo, constataban que el acrílico hacía que olieran mal y que los cuellos de las camisas eran demasiado rígidos y les producían heridas y marcas rojas alrededor del cuello.

La labor administrativa de un fiscal adjunto era una mierda. Aun así quería conservar su trabajo, que era, por lo general, bastante aburrido y, en consecuencia, insoportablemente cansino. Estaba prohibido dormir; algo que la mayoría infringía cubriéndose el uniforme con una manta de lana sucia y maloliente. Pero los turnos de guardia se pagaban muy bien. A cada criminalista, con un año de navegación, le tocaba una guardia al mes, que les reportaba cincuenta mil coronas extra al año en el sobre de la paga. Valía la pena. El gran inconveniente era que la guardia empezaba nada más acabar la jornada laboral, a las tres de la tarde, y cuando terminaba, a las ocho de la mañana siguiente, había que empalmar con otro día de trabajo. Durante los fines de semana, las guardias se dividían en turnos de veinticuatro horas, lo que las hacía aún más lucrativas.

La mujer a la que iba a relevar Sand estaba ya impaciente. Aunque según las reglas el cambio de turno debía producirse a las nueve, existía un acuerdo tácito que permitía al turno dominical llegar una hora más tarde, con lo que el jurista saliente estaba siempre en ascuas por que llegara el relevo. Así era como estaba la rubia a la que iba a relevar.

– Todo lo que necesitas saber está en el libro de relevos -dijo-. Sobre la mesa tienes una copia del informe sobre el asesinato del viernes por la noche. Hay mucho que hacer. He redactado ya catorce sanciones y dos resoluciones de párrafo 11.

Joder. Por mucho que se esforzara, Sand era incapaz de entender que él fuera más competente a la hora de resolver custodias que la propia gente de protección de menores. No obstante, la fiscalía siempre tenía que despachar los casos de niños que resultaban incómodos más allá de lo burocrático y que además lo pasaban muy mal fuera del horario de oficina. Que hubiera dos casos en un sábado significaba, estadísticamente, que no habría ninguno el domingo. Al menos no perdía la esperanza.

– Encima, el patio trasero está lleno, deberías darte una vuelta por ahí en cuanto puedas -dijo la rubia.

Sand cogió las llaves y se las colocó en el cinturón con algo de torpeza. La caja contenía lo que debía. El número de impresos de solicitud del pasaporte era también correcto. El libro de relevos estaba al día.

Habían concluido las formalidades. Decidió hacer una ronda de multas y sanciones ahora que la mañana dominical ya había posado su pegajosa, aunque, sin duda, tranquilizadora mano sobre los detenidos por embriaguez. Antes de marcharse, hojeó los documentos de la mesa. Había oído mencionar el asesinato en la radio. Se había hallado un cadáver muy maltrecho cerca del río Aker. La Policía carecía de pistas. «Frases hechas», pensó. La Policía siempre tiene pistas, lo que ocurre es que, con demasiada frecuencia, son pésimas.

Era evidente que la carpeta con las fotografías del lugar de los hechos, que proporciona la Policía científica, aún no estaba incluida. No obstante, en la carpeta verde había alguna polaroid suelta que era lo bastante grotesca. Sand no acababa de acostumbrarse a ver fotos de personas muertas. En sus cinco años en la Policía, los últimos tres ligados al A.2.11, el grupo de homicidios, había visto más que suficientes. Se informaba a la Policía de todas las muertes sospechosas y se introducían en el sistema informático con el código «sosp». El concepto de «muertes sospechosas» era muy amplio. Había visto personas calcinadas, ahogadas, envenenadas por inhalación de gases, apuñaladas, abatidas con escopetas de caza y estranguladas. Incluso los trágicos casos de ancianos que sólo habían sido expuestos al «crimen» de que nadie se había acordado de ellos durante meses, hasta que el vecino de abajo empezaba a notar un olor desagradable en el comedor, miraba al techo y veía dibujarse una aureola de humedad para, acto seguido, indignado por los daños, llamar a la Policía; incluso esta pobre gente era fichada como «sosp» y recibía el dudoso honor de que su último álbum de fotos fuera realizado post mórtem. Había visto cadáveres verdes, azules, rojos, amarillos y de muchos colores a la vez, además de esos cuerpos rosas intoxicados por monóxido de carbono, cuyas almas no había podido aguantar más el valle de lágrimas de este mundo.

Sin embargo, aquellas fotos eran mucho más fuertes que las cosas que había visto hasta entonces. Las arrojó sobre la mesa para apartarlas de su vista. Como para olvidarlas enseguida, agarró con fuerza el informe del hallazgo y se lo llevó al incómodo sillón antiestrés, una barata imitación en escay del buque insignia de la marca Ekornes, demasiado redondeado en la espalda y sin apoyo donde la región lumbar más lo necesitaba.

Los hechos objetivos eran introducidos a golpe de martillo en un lenguaje extremadamente torpe. Sand frunció el entrecejo a modo de mueca irritada. Se decía que las pruebas de admisión para la Academia de Policía eran cada vez más duras, pero era imposible que la capacidad de exposición escrita formara parte de la prueba.

Se detuvo hacia el final de la hoja: «La testigo Karen Borg estuvo presente durante la visita al lugar de los hechos. La testigo descubrió al fallecido mientras paseaba con su perro. El cuerpo tenía restos de vómito. La testigo Borg dijo que fue ella».

La dirección de Borg y su credencial profesional confirmaba que era Karen. Se pasó los dedos por el pelo y notó que debería habérselo lavado por la mañana. Decidió que llamaría a Karen a lo largo de la semana. Siendo las fotos tan crudas, el cadáver tenía que estar en un estado pésimo. Desde luego que la iba a llamar.

Volvió a dejar los papeles sobre la mesa y cerró la carpeta. Se fijó un instante en los nombres que aparecían en la parte superior izquierda: Sand. Kaldbakken. Wilhelmsen. El caso era suyo. Kaldbakken era el inspector de Policía responsable; Hanne Wilhelmsen, la investigadora principal.

Era hora de imponer sanciones.

La cajita de madera contenía un grueso montón de minutas de detenciones perfectamente enumeradas. Pasó las páginas con rapidez. La mayoría eran casos de embriaguez. Luego había un maltratador de mujeres, otro que había sido declarado enfermo mental -y que ese mismo día por la tarde iba a ser trasladado al hospital Ullevål- y un delincuente perseguido por estafa. Los tres últimos podían esperar. Iba a ocuparse de los borrachos uno por uno. Lo cierto es que no entendía muy bien la razón de tales sanciones. La mayoría de las notificaciones aterrizaban en la papelera más cercana y la minoría que pagaba lo hacía a través de la Oficina de Asistencia Social. Ciertamente este carrusel del dinero público contribuía a mantener puestos de trabajo, pero no podía ser muy razonable.

Quedaba una minuta. No tenía nombre.

– ¿Qué es esto?

Se giró hacia el jefe de servicio, un cincuentón con exceso de peso que nunca obtendría más galones que los tres que lucía en las hombreras y que nadie le podía discutir. Se los habían dado por antigüedad, no por cualificaciones. Hacía mucho que Håkon Sand había constatado que el tipo era un necio.

– Un imbécil. Estaba aquí cuando comencé mi turno. Un gilipollas. Se negó a dar sus datos personales.

– ¿Qué ha hecho?

– Nada. Estaba estorbando en medio de la calle en algún sitio. Lleno de sangre. Puedes multarle por no haber facilitado sus datos. Y por desorden público. Y por ser un mierda.

Tras cinco años en el cuerpo, Sand había aprendido a contar hasta diez antes de hablar. En aquella ocasión contó hasta veinte. No deseaba tener un conflicto sólo porque un estúpido uniformado no entendiera que conllevaba cierta responsabilidad privar a alguien de su libertad.

Calabozo número cuatro. Se llevó a un policía de apoyo. El hombre sin nombre estaba despierto. Los miró fijamente con el semblante abatido; era obvio que dudaba de sus intenciones. Anquilosado y entumecido, se incorporó en el catre y soltó sus primeras palabras desde que estaba bajo arresto policial.

– ¿Me podríais dar algo de beber?

Hablaba en noruego y a la vez no lo hacía. Sand no sabría decir por qué, su lenguaje era perfecto; sin embargo, había algo que no era del todo noruego. ¿Tal vez era un sueco que intentaba dar a su idioma un aire más noruego?

Como es natural dieron al hombre algo de beber, una Coca-Cola comprada por Sand con su propio dinero, e incluso le permitieron ducharse y le proporcionaron una camiseta y unos pantalones limpios. Todo provenía del casillero personal de Sand en su despacho. Los gruñidos del personal acerca del trato especial aumentaban con cada «regalito». Pero Sand ordenó guardar la ropa ensangrentada en una bolsa y al cerrar las pesadas puertas metálicas dijo:

– ¡Estas prendas son pruebas importantes!

El joven era poco locuaz. Aunque la sed perentoria provocada por todas aquellas horas en una celda con un calor excesivo le había soltado la lengua, estaba claro que aquella necesidad de comunicarse había sido sólo temporal. Cuando aplacó su sed, volvió al silencio total.

Estaba sentado en una silla muy incómoda. En aquel despacho de ocho metros cuadrados que, además, albergaba un pesado armario archivador doble de tipo «estatal», tres filas de horrendas estanterías metálicas llenas de carpetas de anillas ordenadas por colores y un escritorio, apenas cabían dos sillas. El tablero de la mesa estaba fijado a la pared y presentaba una importante inclinación. Así se había quedado cuando al médico de la comisaría se le ocurrió encasquetarle a los empleados un ergoterapeuta. Por lo visto, las mesas de despacho inclinadas eran buenas para la espalda. Nadie entendía por qué. La mayoría había constatado que los problemas de espalda empeoraban porque la gente se pasaba el día hurgando por los suelos para recuperar las cosas que rodaban y caían del tablero inclinado. Con una silla de más resultaba imposible moverse sin tener que desplazar los muebles.

El despacho pertenecía a Wilhelmsen. Su belleza saltaba a la vista; acababa de ascender a subinspectora. Tras licenciarse en la Academia de Policía como la mejor de su promoción, había empleado diez años en la jefatura de Policía de Oslo para destacar como la policía perfecta para una campaña publicitaria. Todos hablaban bien de Hanne Wilhelmsen, toda una hazaña en un lugar de trabajo donde el diez por ciento de la jornada laboral se invertía en hablar mal de los demás. Se inclinaba ante los superiores sin que la tacharan de pelota, a la vez que tenía el valor de defender sus propias opiniones. Era leal con el sistema, pero también aportaba propuestas de mejora que casi siempre eran lo bastante buenas como para que acabaran llevándose a cabo. Wilhelmsen poseía esa intuición que sólo tiene uno de cada cien policías, un olfato que indica cuándo se debe engañar y tentar a un sospechoso, y cuándo se le debe amenazar y pegar un puñetazo en la mesa.

Era respetada y admirada, y se lo merecía. Aun así, nadie en la gran casa gris la conocía de verdad. Ciertamente acudía siempre a la cena anual de Navidad, a la fiesta estival y algún que otro cumpleaños, y una vez allí bailaba de maravilla, hablaba del trabajo, sembraba hermosas sonrisas a su alrededor y se iba a casa diez minutos después de que se fuera el primero, ni demasiado pronto ni demasiado tarde, nunca bebía hasta emborracharse y, por consiguiente, nunca metía la pata; pero, más allá de eso, nadie conseguía intimar con ella.

Hanne Wilhelmsen se sentía bien consigo misma y con el mundo, pero había cavado un profundo foso entre su vida profesional y su yo privado. No tenía un solo amigo en la Policía. Wilhelmsen amaba a otra mujer, un defecto en aquella perfección que estaba convencida de que, si se llegara a saber, estropearía todo lo que había tardado tantos años en construir. Un movimiento de su larga melena morena bastaba para atajar cualquier pregunta acerca del anillo en su dedo anular, la única alhaja que llevaba y que le había regalado su pareja cuando se fueron a vivir juntas a los diecinueve años. Corrían rumores, los rumores siempre corren. Pero es que era tan bella y tan femenina… Y aquella médica a quien conocía alguien a quien alguien conocía, y que otros habían visto con Hanne en varias ocasiones, era también muy guapa, se podría incluso decir que extremadamente coqueta. No podía ser verdad. Además, las pocas veces que vestía de uniforme, Hanne Wilhelmsen llevaba falda y eso no lo hacía casi nadie, los pantalones eran mucho más prácticos. Sin duda los rumores eran malintencionados.

Así pues, vivía su vida con la certeza de que lo que no está confirmado nunca es del todo cierto, y de que por eso era más importante para ella que para cualquier otro inquilino de la casa gris hacer siempre un buen trabajo. La perfección la protegía como un escudo. Eso era lo que quería y, puesto que carecía por completo de codazos, pisotones y ambiciones, y no tenía otro afán que hacer una buena labor, tampoco los celos y la envidia iban a quebrantar su solidez.

Sonrió a Sand, que se había sentado en la silla sobrante.

– ¿No confías en que haga las preguntas pertinentes?

– Descuida. Éste es tu juego, lo sé. Pero tengo la sensación de que estamos tocando algo. Como te dije, si no te importa demasiado, me gustaría estar presente. -Al momento añadió-: No va en contra del reglamento.

Håkon Sand conocía su necesidad de seguir el reglamento hasta lo humanamente posible, y la respetaba. No era habitual que alguien de la fiscalía estuviera presente durante el interrogatorio de un sospechoso, aunque desde luego tampoco iba contra las normas. Ya lo había hecho en otras ocasiones, sobre todo para aprender cómo se hacía, y algunas veces porque estaba especialmente involucrado en el caso. Por lo general, los agentes no solían oponerse. Al contrario, si el fiscal de la Policía se hacía imperceptible y no se entrometía en el interrogatorio, a la mayoría de los agentes les parecía hasta divertido.

Como respondiendo a una señal, ambos se giraron hacia el detenido. Wilhelmsen posó el codo derecho sobre la mesa y dejó que sus largas uñas lacadas de blanco juguetearan con el teclado de una antiquísima máquina de escribir eléctrica. Era una IBM de cabeza redonda, moderna quince años atrás. Ahora le faltaba la «e». Estaba tan desgastada que, cuando se pulsaba, sólo salía una mancha de la cinta de color. Tampoco pasaba nada, se entendía que la mancha debía leerse como una e.

– Me parece que este día va a ser muy largo si te empeñas en quedarte así, sin decir nada. -La voz era suave, casi condescendiente-. A mí me pagan por hacer esto, y al fiscal adjunto Sand también. Tú, en cambio, te vas a quedar ahí. Tarde o temprano, quizá te dejemos ir. ¿Tal vez pudieras contribuir a que sea más pronto que tarde?

Por primera vez, el joven mostró signos de estar desconcertado.

– Me llamo Han van der Kerch -dijo al cabo de unos minutos de silencio-. Soy holandés, pero tengo residencia legal en el país. Estudio.

Sand obtuvo la explicación a aquel lenguaje perfecto que, no obstante, no era del todo noruego. Se acordó de su héroe de juventud, el patinador Ard Schenk, y de cómo, con trece años, comprendió que aquel hombre hablaba un noruego perfecto para ser extranjero. Y se acordó de cuando era niño y estudiaba historia de la literatura; se acordó de El holandés Jonas, de Gabriel Scott, un libro que le había encantado y que hizo que más tarde apoyara siempre al equipo naranja durante los torneos internacionales de fútbol.

– No quiero decir más.

Se hizo el silencio. Sand esperaba la próxima jugada de Wilhelmsen, fuera lo que fuera.

– En fin, está bien. Es tu elección y estás en tu derecho. Pero como sigas así nos vamos a quedar aquí bastante tiempo. -Había colocado una hoja en la máquina de escribir, como si ya en ese momento supiera que iba a tener algo que escribir-. Bien, pues vas a oír una teoría que tenemos nosotros.

Las patas de la silla rasparon el linóleo cuando la echó hacia atrás. Ofreció un cigarrillo al holandés y ella se encendió otro. El joven parecía agradecido. Håkon Sand estaba menos satisfecho, movió la silla y entreabrió la puerta para que se formara corriente. La ventana ya estaba entornada.

– El viernes encontramos un cadáver -dijo Hanne en voz baja-. Presentaba unas lesiones tremendas. Probablemente no quiso morir, no de una manera tan brutal. Tuvo que salpicar mucha sangre. Tú estabas bastante manchado cuando te encontramos. En la Policía podemos ser lentos, pero todavía estamos en condiciones de sumar dos y dos. Por lo general, nos sale cuatro, y creemos que ahora nos ha salido cuatro.

Se alargó para coger un cenicero que estaba sobre la estantería a sus espaldas. Era un recuerdo bastante cutre del sur de Europa, fabricado en cristal de botella marrón. En el canto, el cenicero tenía una figura de fauno de sonrisa malvada y un enorme falo erguido, que seguro no era del estilo de Hanne Wilhelmsen, pensó Sand.

– Bueno, lo diré de un modo claro y conciso. -Su voz sonaba ahora más incisiva-. Mañana dispondremos un análisis previo de la sangre de tu ropa. Si la sangre pertenece a nuestro amigo desfigurado, tendremos pruebas de sobra para encerrarte. Luego iremos a buscarte, sin previo aviso, para interrogarte una y otra vez. Tal vez pase una semana sin que tengas noticias nuestras, pero, de repente, estaremos allí otra vez, puede que después de que te hayas dormido, y seguiremos con el interrogatorio durante unas horas. Como te negarás a hablar, te devolveremos a tu celda y vuelta a empezar. Para nosotros también es bastante agotador, claro está, pero al menos podemos turnarnos, para ti es peor.

Sand empezó a dudar de que Hanne Wilhelmsen mereciera realmente su fama de defensora a ultranza del reglamento. Sin duda, sus métodos interrogatorios no aparecían en el decálogo policial, y más dudosa aún era la legitimidad de usar dichos métodos como amenaza.

– Tienes derecho a un abogado de oficio -le recordó Sand, como para nivelar eventuales irregularidades cometidas por la subinspectora.

– ¡Nada de abogados! -gritó el joven, y pegó una última calada al pitillo antes de aplastarlo con fuerza en el cenicero-. No quiero abogado. Me apaño mejor sin ellos. -Dirigió una mirada de soslayo, casi suplicante, hacia el paquete de tabaco sobre la mesa. Hanne asintió con la cabeza y le alcanzó un cigarro y una cajetilla de cerillas-. Así que creéis que he sido yo. Bueno, tal vez sea cierto.

Lo era. El hombre había saciado ya sus necesidades primarias, es decir, una ducha, un desayuno, algo de beber y un par de cigarrillos, y su comportamiento daba a entender que había soltado ya todo lo que tenía que decir. Se reclinó en la silla, deslizó el trasero hacia delante y se quedó casi tumbado con la mirada perdida.

– En fin -la subinspectora Wilhelmsen parecía tener controlada la situación-. Tendré que seguir -dijo, y empezó a hojear la finísima carpeta colocada al lado de la máquina de escribir-. Encontramos el cuerpo en un estado lamentable, sin rostro, totalmente desfigurado y sin documentación. Pero nuestros chicos de la patrulla, perfectos conocedores del paisaje de estupefacientes de esta ciudad, han tenido indicios suficientes con sólo analizar la ropa, el cuerpo y el pelo. Opinan que se trata de un ajuste de cuentas, y no creo que la suposición sea disparatada. -Wilhelmsen cruzó los dedos y colocó las manos detrás de la cabeza, antes de masajearse la nuca con los pulgares mientras clavaba la mirada en el holandés-. Creo que mataste a ese tipo. Mañana lo sabremos con seguridad, cuando lleguen los resultados del instituto anatómico forense. Pero los técnicos no pueden desvelarme la razón del crimen, ahí necesito tu ayuda. -El envite surtió poco efecto; el hombre no contrajo ni un solo músculo de la cara, se limitó a mantener su sonrisa lejana, llena de menosprecio, como si quisiera remarcar que seguía siendo dueño de la situación, aunque en realidad no lo era-. Te seré sincera, creo que te conviene ayudarme -prosiguió infatigable la subinspectora-. Quizá lo hicieras por tu cuenta, tal vez fuera un encargo, puede incluso que te presionaran para hacerlo, lo cual significa que nos encontramos ante una serie de circunstancias que pueden ser de vital importancia para tu futuro.

La mujer detuvo el flujo constante de palabras, encendió otro cigarrillo y miró a los ojos del detenido, que seguía sin dar señales de querer hablar. Wilhelmsen suspiró elocuentemente y apagó la máquina de escribir.

– No me toca a mí decidir tu condena, si es que eres culpable. Pero cuando tenga que testificar en el juzgado sería muy importante para ti que yo pudiera decir algo bueno y positivo sobre tu disposición a cooperar con nosotros.

Sand volvió a experimentar esa sensación de cuando era pequeño y le dejaban ver la serie policíaca en televisión. Nunca se atrevía a ir al baño por si se perdía algo emocionante.

– ¿Dónde lo encontrasteis?

La pregunta del holandés pilló completamente por sorpresa a Sand y pudo advertir por primera vez una leve inseguridad en el rostro de su compañera.

– En el sitio donde lo mataste -contestó ella de un modo exageradamente lento.

– Contesta a mi pregunta. ¿Dónde encontrasteis al tipo?

Ambos policías vacilaron.

– A la altura de la cabeza del puente Hundremann, al otro lado del río Aker. Pero eso ya lo sabes -dijo Hanne, mientras mantenía sus ojos clavados en él para no perderse un solo matiz de su rostro.

– ¿Quién encontró el cuerpo? ¿Quién lo denunció a la Policía?

La vacilación de Wilhelmsen se convirtió en un vacío que Sand tuvo que rellenar.

– Fue una paseante, una abogada, amiga mía, por cierto, y seguro que fue una experiencia bastante jodida.

Wilhelmsen estaba furiosa, pero Sand se percató demasiado tarde de lo que había hecho. Cuando empezó a hablar, no se dio cuenta que ella le estaba avisando con la mano de lo que estaba ocurriendo. Se sonrojó fuertemente bajo la intensa mirada de reproche de la subinspectora.

Van der Kerch se levantó.

– Pues ahora sí que quiero un abogado -dijo, como si fuera una declaración-. Quiero a esa mujer; si conseguís que venga, me pensaré si hablo o no. Prefiero pasar diez años aislado en la cárcel de Ullersmo que tener a otro defensor.

Se dirigió por iniciativa propia hacia la puerta, franqueando las piernas de Sand como si fuesen un obstáculo, y esperó educadamente a que le acompañaran de vuelta a su celda. Wilhelmsen lo siguió sin mirar al todavía muy ruborizado fiscal adjunto.


Se habían acabado el café; no estaba muy bueno, y eso que estaba recién hecho. Sand explicó que era descafeinado. En un horroroso cenicero de color naranja había seis colillas.

– Después tenía un cabreo de la hostia conmigo, y con razón. Creo que va a pasar algún tiempo hasta que me permitan volver a estar presente en un interrogatorio. Pero el tío es firme, dijo que te quería a ti o a nadie. -El fiscal adjunto no parecía ahora menos cansado que cuando Karen Borg llegó, se frotó las sienes y se revolvió el pelo ya seco-. Le pedí a Hanne que le pusiera al chico todo tipo de reparos y objeciones, pero dice que es inquebrantable. La he cagado y la cosa mejoraría algo si consiguiera que me ayudaras en esto.

Karen suspiró, durante seis años de su vida prácticamente no hizo otra cosa que hacerle favores a Håkon. Sabía que tampoco esta vez iba a ser capaz de negarse, pero pensaba ponérselo muy difícil.

– Sólo te prometo que voy hablar con él -dijo brevemente, y se levantó.

Ambos salieron por la puerta, ella delante y él detrás, como en los viejos tiempos.

El joven holandés había insistido en hablar con Karen Borg, no sin insinuar cierta apertura. Pero en ese momento parecía que se le había olvidado, estaba malhumorado y agrio como el vinagre. Karen se había cambiado a la silla de Håkon, mientras que éste, con buen juicio, se había retirado. El despacho de los abogados en el patio trasero tenía un aspecto bastante tétrico, así que Sand había puesto su oficina a disposición de Karen por temor a que se retractara de su promesa de hablar con el joven holandés.

El muchacho tenía un aspecto agradable pero soso, cuerpo atlético y pelo rubio oscuro. El crecimiento del cabello de las últimas tres o cuatro semanas había estropeado lo que en su día fue un corte de pelo carísimo. Las manos eran refinadas, casi femeninas. ¿A lo mejor tocaba el piano? «Las manos de un amante», pensó Karen, que en ese momento no tenía la menor idea de cómo afrontar la situación. Ella estaba acostumbrada a los consejos de administración y a las juntas directivas, a los muebles de roble en las salas de juntas y a los despachos amplios con cortinas de quinientas coronas el metro. Sabía cómo manejarse entre hombres trajeados, llevaran corbatas elegantes o espantosas, y entre alguna que otra mujer con maletín y perfume de Shalimar. Dominaba a la perfección el derecho mercantil y la creación de empresas y, hacía tan sólo tres semanas, se había hecho merecedora de 150.000 coronas de honorarios tras haber revisado un extenso contrato para uno de sus mayores clientes. Aquello, básicamente, consistía en leerse contratos de quinientas páginas, verificar que mantenían lo que prometían y poner un OK en la cubierta: 75.000 coronas por letra.

Como es obvio, las palabras del reo eran igual de valiosas.

– Querías hablar conmigo -dijo Karen-. No entiendo por qué. ¿Tal vez podamos comenzar por ahí? -El detenido la examinaba pero seguía sin decir nada, y balanceaba una y otra vez la silla, cosas que a ella la ponían nerviosa-. Lo cierto es que no soy el tipo de abogada que necesitas. Conozco a unos cuantos, podría hacer algunas llamadas y conseguirte a uno de los mejores en un periquete.

– ¡No! -Las patas delanteras de la silla golpearon el suelo con fuerza, se inclinó hacia delante y la miró por primera vez a los ojos-. No, te quiero a ti, no llames a nadie.

De repente la abogada se dio cuenta de que se encontraba a solas con un presunto asesino; además, el cadáver sin rostro no había dejado de aterrarla desde que lo descubrió el viernes por la noche. Hizo un esfuerzo para controlar sus nervios, nunca en este país un abogado había muerto a manos de su cliente, y menos en la propia jefatura. Respiró hondo y se tranquilizó con ayuda del cigarrillo.

– ¡Y bien! ¿Qué es lo que quieres de mí? -El detenido seguía sin contestar-. Esta tarde ordenarán tu ingreso en prisión y me niego a presentarme allí si no tengo la menor idea de lo que vas a decir. -Tampoco las amenazas surtieron efecto en el chico, aunque la abogada advirtió una ligera preocupación en sus ojos, y lo volvió a intentar por última vez-. Además me queda muy poco tiempo -dijo mirando su Rolex con premura y notando que la ansiedad iba dejando paso a una creciente irritación. El holandés se percató de ello y empezó a bascular la silla-. ¡Basta ya con la silla! -Las patas de la silla golpearon el suelo por segunda vez, la mujer empezaba a dominar la situación-. No te estoy pidiendo que me digas la verdad. -Su voz era más serena-. Sólo quiero saber lo que vas a decir en el juzgado, y lo tengo que saber ahora.

La poca experiencia que Karen Borg tenía con criminales que no llevaran cuellos de camisa blancos y corbatas de seda se limitaba al caco que un día bajó pedaleando por la calle Mark sobre la bicicleta de quince marchas que ella misma acababa de estrenar. Pero veía la televisión y se acordó de lo que había dicho el abogado defensor Matlock: «No quiero oír la verdad, quiero saber lo que vas a decir en el juicio». No lo soltó de modo tan convincente como el personaje televisivo, en ella sonó más bien vacilante, pero quizá aquello fuera suficiente para provocar en el detenido algún tipo de desahogo oral.

Habían pasado muchos minutos y, en vez de columpiarse, el detenido restregaba el suelo de linóleo con las patas de la silla. El ruido era insoportable.

– Fui yo quien mató al hombre que encontraste.

Karen se sintió más aliviada que sorprendida, pues sabía que había sido él. «Dice la verdad», pensó, y le ofreció una pastilla para la garganta. El chico mostraba cierta predilección por fumar con una pastilla en la boca, igual que la abogada. Ella inició ese ritual muchos años antes, convencida de que prevenía el mal aliento, pero con el tiempo tuvo que reconocer que no servía de nada, aunque a esas alturas ya había empezado a gustarle.

– Fui yo quien mató al tío ese -lo dijo como si tratara de convencer a alguien, algo que no era necesario-. No sé quién es, quién era, quiero decir. Vamos, que sé cómo se llama y el aspecto que tenía, pero no le conocía. ¿Conoces tú a algún abogado defensor?

– Desde luego -contestó, esbozando una sonrisa de alivio que él no le devolvió-. Bueno, conocer, lo que se dice conocer, no tengo amistad con ninguno de ellos, si te refieres a eso, pero será fácil encontrarte un buen abogado. Me alegro de que empieces a entender lo que realmente necesitas.

– No te estoy pidiendo que me facilites otro abogado, sólo te estoy preguntando si conoces alguno, así en privado.

– No, sí, bueno, algunos de mis compañeros de estudios se dedican a ese tipo de derecho, pero ninguno juega en primera división, aún.

– ¿Los ves con frecuencia?

– No, muy de vez en cuando.

Era cierto y doloroso a la vez, a Karen no le quedaban muchos amigos. Habían ido saliendo de su vida uno detrás de otro, o ella de las suyas, caminando por senderos cuya vegetación aumentaba cada vez más, pero que de vez en cuando se cruzaban: entonces intercambiaban fórmulas mutuas de cortesía, ya fuera tomando una cerveza o a la salida de un cine en otoño.

– Bien, entonces te quiero a ti. Que me acusen de homicidio: acepto la prisión preventiva. Pero tienes que conseguir que la Policía acceda a una cosa: quiero permanecer aquí, en estas dependencias. No pienso ir a la cárcel provincial.

El hombre no dejaba de sorprenderla.

Con relativa frecuencia los periódicos habían publicado grandes titulares acerca de las condiciones infrahumanas que sufrían las personas retenidas en aquella jefatura. Las celdas estaban pensadas para estancias de veinticuatro horas, y apenas reunían las condiciones para tal propósito; sin embargo, aquel tipo quería quedarse allí durante semanas.

– ¿Por qué?

El joven se inclinó hacia ella y se quedó a un palmo de su rostro. Ella notó su aliento, bastante desagradable tras varios días sin tocar un cepillo de dientes, y eso la obligó a echarse hacia atrás.

– No me fío de nadie, tengo que pensar y, cuando haya reflexionado durante algunos días, podremos volver a tener esta conversación. ¡Pero, por favor, no dejes de volver para hablar conmigo!

Su conducta era vehemente, al límite de la desesperación; por primera vez, sintió lástima por él.

Marcó el número de teléfono que Håkon había garabateado en un papel.

– Hemos terminado, puedes venir a recogernos.

Karen no tuvo que presentarse en el juzgado de instrucción, tuvo esa suerte. Sólo en una ocasión había estado presente en una vista oral, y fue durante su época de estudios, cuando aún creía que iba a utilizar sus conocimientos de derecho para ayudar a los necesitados. Se había dejado caer en el banquillo del público de la sala 17, detrás de un mostrador que daba la impresión de haber sido colocado allí para proteger a los espectadores de la brutal realidad de la sala. Se decretaba prisión para la gente cada media hora y sólo uno de cada once conseguía convencer al juez de que seguramente no había cometido el delito. En aquella ocasión tuvo problemas para distinguir al abogado defensor del fiscal, porque no dejaban de sonreírse y mantenían entre ellos una actitud de camaradería: se invitaron a cigarrillos y contaron burdas anécdotas de los tribunales, hasta el momento en que el pobre detenido se sentó en el banquillo y los actores se dirigieron cada uno a su sitio para dar comienzo a la lucha. La Policía ganó diez rondas. Ocurrió todo con rapidez, el funcionamiento parecía eficaz y era implacable. A pesar de su juvenil entusiasmo defensor, tenía que admitir que no había reaccionado demasiado cuando el juez decretaba prisión. A Karen Borg los acusados le parecieron peligrosos, desaliñados, antipáticos y poco convincentes cuando proclamaron su inocencia y despotricaron contra el tribunal; algunos lloraron y muchos maldijeron. Pero sí que le había escandalizado el ambiente amistoso que retornaba a la sala en el mismo momento en que el preso era llevado de vuelta a los calabozos, con un policía agarrado a cada brazo. No era sólo que los dos oponentes, que un momento antes habían negado la honorabilidad el uno del otro, acto seguido siguieran contando la anécdota que se había quedado a medias, sino que incluso el juez se adelantaba en la silla, sonreía, negaba con la cabeza y soltaba algún comentario gracioso hasta que el siguiente desgraciado tomaba sitio en el banquillo. Karen pensaba entonces que había que mantenerse a respetuosa distancia de los jueces y que la amistad debía entablarse fuera de las salas de audiencias; y aún conservaba esa misma actitud solemne hacia los tribunales. Por eso se alegraba de que, en sus ocho años en un bufete de abogados, nunca hubiera tenido que poner un pie en una sala de audiencia. Siempre lo resolvía todo antes de que la cosa llegara tan lejos.

El auto de prisión de Han van der Kerch fue un mero trámite de despacho. Aceptó por escrito un máximo de ocho semanas de restricción de visitas y de correspondencia. No sin asombro, la Policía había aceptado su petición de permanecer en los calabozos del patio trasero. El hombre era un tipo raro.

De ese modo, Karen se había librado de acudir al juzgado de instrucción y estaba ya de vuelta en su despacho. Los quince abogados tenían sus oficinas en Aker Brygge, el antiguo puerto de Oslo, donde trabajaban además otros tantos secretarios y diez apoderados. La boutique de artículos de lujo para caballeros de la planta de abajo se había ido a la quiebra en tres ocasiones, y al final había sido sustituida por un H &M que iba muy bien. Un restaurante caro y agradable había tenido que ceder su sitio a un McDonalds. En suma, los locales no habían estado a la altura de lo que se esperaba de ellos en el momento en que los compraron, pero su venta hubiera implicado pérdidas catastróficas; y además estaban situados en el centro.

En las puertas de cristal de la entrada se podía leer Greverud & Co., en honor a Greverud, que, a sus ochenta y dos años, aún seguía pasándose por el despacho todos los viernes. Había fundado la empresa justo al acabar la guerra, a raíz de su brillante actuación durante los procesos contra los traidores a la patria. En 1963 habían pasado a ser cinco abogados, pero lo de Greverud, Risbakk, Helgesen, Farmøy & Nilsen acabó resultándole muy pesado a la recepcionista. A mediados de los ochenta compraron aquellos locales en lo que creyeron que iba a ser el palacio del capital de Oslo. Eran de las pocas empresas que habían sobrevivido allí.

Karen hizo prácticas en el sólido bufete durante el verano anterior a su último año en la universidad. En Greverud & Co. sabían apreciar el trabajo duro y la inteligencia. Ella fue la cuarta chica a la que admitieron en prácticas en el despacho, y la primera en tener suerte. Cuando se licenció un año más tarde, le ofrecieron trabajo, buenos clientes y un sueldo desorbitado. No pudo más que sucumbir a la tentación.

En realidad nunca se había arrepentido. Karen se había dejado llevar por el emocionante remolino del mundo del capital y participó en el Monopoly de la realidad durante la década en que fue más emocionante. Era tan buena que al cabo de sólo tres años, un tiempo récord, le ofrecieron pasar a ser socio. Fue imposible decir que no. Se sintió halagada y contenta, pensaba que se lo merecía. Ahora ganaba un millón y medio de coronas al año y casi se le había olvidado la razón por la que en su momento empezó a estudiar derecho. Los diseños tradicionales de Sigrun Berg fueron sustituidos por elegantes trajes de chaqueta adquiridos en la calle Bogstad por una fortuna.

Sonó el teléfono. Era su secretaria. Karen presionó el botón del altavoz. Aquello resultaba incómodo para el que llamaba, porque su voz se veía rodeada de un eco que la tornaba difusa. Sentía que eso le proporcionaba cierta ventaja.

– Te llama un abogado llamado Peter Strup. ¿Estás, estás reunida o ya te has ido a casa?

– ¿Peter Strup? ¿Qué quiere de mí?

Le fue imposible disimular su perplejidad. Peter Strup, entre otras muchas cosas, era presidente del Grupo de Abogados Defensores, la singular asociación de abogados defensores que se sentían demasiado buenos, o malos, como para sólo formar parte de la MNA, como todos los demás. Algunos años antes había sido elegido el hombre más guapo de Noruega y destacaba como uno de los creadores de opinión más activos del país en prácticamente todos los ámbitos de la vida. Ya sobrepasaba los sesenta años, pero aparentaba cuarenta, y era capaz de acabar la carrera de Birkebein con una marca bastante buena. Por otro lado, se decía que era amigo cercano de la casa real, aunque había que concederle que nunca lo había confirmado en presencia de la prensa.

Karen no había coincido ni hablado nunca con él, pero obviamente había leído muchas cosas sobre el abogado.

– Pásamelo -dijo, tras un instante de vacilación, y cogió el teléfono en un gesto de respeto inconsciente-. Karen Borg -dijo sin tono en la voz.

– Buenas tardes, ¡soy el abogado Peter Strup! No te entretendré mucho. He tenido conocimiento de que has sido nombrada abogada defensora de un holandés que está acusado del asesinato junto al río Aker del viernes por la tarde, ¿es así?

– Sí, hasta cierto punto es verdad.

– ¿Hasta cierto punto?

– Bueno, quiero decir que es cierto que soy su abogada, pero la verdad es que no he hablado gran cosa con él.

Sin proponérselo empezó a hojear los documentos que tenía ante sí, la copia para el defensor del expediente del caso. Escuchó la encantadora risa del abogado Strup.

– ¿Desde cuándo trabajáis por 495 coronas la hora? ¡No pensaba yo que el salario oficial pudiera cubrir los gastos de alquiler de Aker Brygge! ¿Van tan mal las cosas que has decidido robarnos una cuota de mercado?

No le pareció un comentario malintencionado. El precio de su hora de trabajo estaba por encima de las dos mil coronas, dependiendo de quién fuera el cliente. Ella misma se rió un poco.

– Nos apañamos bien. Es una casualidad que vaya a ayudar a este tipo.

– Ya, verás, eso pensaba. Estoy bastante ocupado, pero uno de sus amigos ha acudido a mí para pedirme que ayude al chico. Es uno de mis más viejos clientes, este amigo suyo y, ya sabes, lo abogados defensores tenemos que cuidar a nuestros clientes. ¡Ellos también son fijos! -Volvió a reírse-. En otras palabras: estaría encantado de hacerme cargo del caso, y supongo que tú no estás demasiado interesada en conservarlo.

Karen no sabía qué decir. La tentación de dejar todo el caso en manos del mejor abogado defensor del país era grande. No cabía duda de que Peter Strup lo haría mejor que ella.

– Gracias, eres muy amable, pero es que ha insistido en que sea yo y, hasta cierto punto, le he prometido que continuaría. Como es obvio le transmitiré tu oferta, y en caso de que la acepte ya te llamará él.

– Está bien. En fin, entonces tendremos que quedar en eso. Pero supongo que entiendes que necesito que se me informe lo más rápido posible. Me tengo que poner al día del caso, ya sabes, confío en ti.

Karen estaba un poco aturdida. Aunque sabía que entre los abogados penales era mucho más habitual robarse los clientes, o hacer intercambios sensatos de éstos, como decía mucha gente, le sorprendía que Strup tuviera que recurrir a esas cosas. Hacía poco que había visto su nombre en un reportaje en un periódico, lo ponían como uno de tres ejemplos de cómo los casos penales se retrasaban durante meses e incluso años, por la excesiva longitud de las listas de espera de los abogados más famosos. Por otro lado, le resultaba simpático que quisiera ayudarlos, sobre todo cuando la petición provenía de un amigo de Van der Kerch. No le costaba ver el atractivo de semejantes atenciones, aunque ella mantenía a todos sus clientes a considerable distancia.

Karen cerró la carpeta que tenía ante sí, vio que eran las cuatro, dio la jornada por acabada y constató en la lista de recepción que era la primera de todos los abogados en irse. Aún no había conseguido deshacerse del pinchazo de mala conciencia que la atacaba cada vez que había menos de diez nombres bajo la rúbrica «Mañana más», se dijo. Ese día decidió no pensar en ello, dio un paseo bajo la lluvia y cogió un tranvía repleto en dirección a su casa.

– Tengo un caso de derecho penal -murmuró entre dos pedazos de pescado congelado.

Karen Borg era de Bergen, y en Oslo no comía pescado fresco. El pescado fresco no debía de llevar más de diez horas muerto. El pescado de cuarenta y ocho horas de la capital le sabía a goma de borrar; para eso prefería la producción en masa ultracongelada.

– La verdad es que sería más correcto decir que me lo han endosado -añadió después de acabar de masticar.

Nils sonrió.

– ¿Y tú sabes de esas cosas? Muchas veces te quejas de que has olvidado todo lo que aprendiste, a excepción de lo que llevas haciendo los últimos ocho años -dijo, y se secó la boca con las muñecas, una mala costumbre muy irritante que Karen había intentado quitarle durante los seis años que llevaban viviendo juntos; unas veces llamando su atención sobre ello, otras colocando enormes servilletas junto a su plato. Nils no había tocado la servilleta y volvió a servirse.

– Saber, saber… -murmuró, le sorprendió sentirse ofendida, puesto que ella había pensado exactamente lo mismo-. Claro que sé, sólo tengo que repasarlo un poco -dijo, y resistió la tentación de añadir que había sacado una nota impresionante en el último examen de Derecho Penal.

Le contó toda la historia, pero por alguna razón u otra omitió la llamada telefónica del abogado Strup. No sabía por qué. Tal vez fuera porque la incomodaba. Desde que era una niña, ponía mucho cuidado en no hablar de las cosas que le resultaban difíciles. Lo sombrío había que guardárselo para una misma. Ni siquiera Nils la conocía del todo. El único que alguna vez había estado cerca de penetrar en su alma había sido Håkon Sand. Después de que él desapareciera de su vida, se hizo campeona mundial en solucionar sus propios asuntos con discreción y los de los demás a cambio de dinero.

Cuando terminó de hablar habían acabado de comer. Nils empezó a recoger la mesa y no parecía demasiado interesado en el relato. Karen se sentó en un sillón orejero, reclinó el respaldo y lo oyó trajinar con el lavavajillas. Después de un rato, el sonido de la cafetera se unió al del lavaplatos.

– Está claro que está acojonado -gritó Nils desde la cocina, luego asomó la cabeza por la puerta y repitió-: Creo que tiene un miedo de la hostia, no sé a qué.

Genial, como si eso no fuera evidente. Típico de Nils, su capacidad para soltar obviedades la había seducido durante mucho tiempo, casi tenía la impresión de que era una parodia, como si lo hiciera a posta. Pero en los últimos tiempos se había dado cuenta de que realmente creía ver cosas que los demás no conseguían ver.

– Por supuesto que tiene miedo, pero ¿a qué? -murmuró, mientras Nils entraba con dos tazas de café-. Es evidente que no le tiene miedo a la Policía. Quería que lo cogieran. Se sentó en medio de una calle llena de tráfico a esperar que la Policía fuera a buscarlo. Pero ¿por qué no quería decir nada? ¿Por qué no quería contar que era él quien había matado al hombre del río Aker? ¿Por qué tiene miedo de la cárcel si no tiene miedo de la Policía? ¿Y por qué narices insiste en que sea yo su abogada?

Nils se encogió de hombros y agarró un periódico.

– Lo irás averiguando, ya verás -dijo, y se sumergió en las tiras cómicas.

Karen cerró los ojos.

– Lo iré averiguando -repitió para sí misma, y bostezó, a la vez que rascaba al perro detrás de la oreja.

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