Lunes, 9 de noviembre

Los cuadros se apretujaban en las paredes y generaban un ambiente agradable pese a que no pegaban entre ellos. Reconoció algunas de las firmas. Artistas reconocidos. Una noche húmeda le había ofrecido al dueño una bonita suma de dinero por un cuadro de la plaza de Olaf Ryes de casi un metro cuadrado. Era una pintura al agua, pero no de acuarela, daba la impresión de que habían extendido la pintura por un papel de embalar que no había absorbido los colores. El cuadro era duro y violento, rebosante de vida urbana y salpicaduras. Al fondo se intuía el edificio en el que vivía Karen Borg. El cuadro no estaba a la venta.

Las mesas estaban demasiado apiñadas, eso era lo único que le disgustaba de aquel lugar. No resultaba fácil mantener una conversación íntima con la mesa contigua a pocos centímetros de distancia, pero los lunes no estaba demasiado lleno. Había tanto silencio en el local que los dos habían rechazado la mesa que les ofrecieron cortésmente y habían insistido en sentarse en la otra punta de la sala, donde por ahora no había más clientes que ellos.

El hule negro contrastaba elegantemente contra las servilletas blancas de tela, las copas de vino eran perfectas, sin perifollos, y el vino era fantástico. Había que reconocer que el hombre había elegido bien.

– Tú no te rindes -le dijo sonriendo tras el primer trago.

– No, no tengo fama de rendirme, ¡al menos con las mujeres guapas!

En boca de otro habría resultado banal, incluso descarado, pero Peter Strup conseguía que sonara como un cumplido, y ella se dio cuenta -no sin cierto autorreproche- de que le gustaba.

– Nadie puede negarse ante una invitación por escrito -dijo Karen-. Hace siglos que no recibo una invitación de este tipo.

La postal había coronado la pila de correo de aquel mismo día. Una postal amarillenta de Alvøen, con los bordes ribeteados y con un texto breve impreso en el rincón superior: «Peter Strup. Abogado del Tribunal Supremo».

El texto estaba escrito a mano, con una letra masculina pero elegante y fácilmente legible. Era una humilde invitación a que se reuniera con él para cenar en un restaurante; con mucha consideración, había escogido uno situado a sólo dos manzanas de la casa de Karen. La cita era para aquella misma noche. Al final había escrito:

Ésta es una invitación con la mejor de las intenciones. Con tus negativas anteriores in mente, dejo en tus manos la decisión de acudir o no. No hace falta que me avises, pero si vienes, estaré allí a las 19.00. Si no vienes, te prometo que no sabrás nada más de mí, ¡al menos respecto a este asunto!

Había firmado con su nombre de pila, como una invitación norteamericana a la confianza. Resultaba un poco impositivo, pero sólo lo del nombre. La carta en sí misma era elegante y le proporcionaba a Karen la posibilidad de elegir. Podía acudir si quería. Y quería. Sin embargo, antes de decidir nada, llamó a Håkon.

Hacía más de dos semanas que le había pedido que se mantuviera a distancia. En el tiempo posterior había oscilado entre la urgente necesidad de llamarlo y el pánico por lo que había sucedido. Aquélla había sido la mejor noche en la vida de Karen Borg. Amenazaba todo lo que tenía en la vida y le demostraba que llevaba dentro algo incontrolable que le tentaba a salir de esa seguridad en la existencia que tanto necesitaba. No quería mantener una relación paralela y no deseaba, en ningún caso, divorciarse. La única conclusión razonable era que había que mantener a Håkon a distancia. Pero al mismo tiempo se sentía enferma y había perdido cuatro kilos por el camino hacia una decisión que por ahora no tenía la menor idea de cuál iba a ser.

– Soy Karen -anunció cuando por fin, tras tres intentos, consiguió dar con el fiscal adjunto.

Él tragó saliva con tanta fuerza que empezó a toser. Karen notó que Håkon tuvo que soltar el aparato, lo que no oyó fue que la tos y la excitación ante su llamada le provocaron náuseas y que apenas alcanzó a agarrar la papelera. El sabor amargo aún le escocía en la garganta cuando finalmente fue capaz de contestar.

– Disculpa -le dijo todavía tosiendo-. Se me ha atascado algo en la garganta. ¿Cómo estás?

– Ahora no quiero hablar de eso, Håkon. Hablaremos, pero más adelante. Tengo que pensármelo. Eres un buen chico. Me vas a dar un poco más de tiempo.

– Y entonces, ¿por qué llamas?

La mezcla de desesperación con una pizca de esperanza hacía que su voz sonara innecesariamente borde. Él mismo se dio cuenta, pero esperaba que la línea telefónica le quitara el aguijón a su voz.

– Peter Strup me ha invitado a cenar.

Se hizo un silencio absoluto. Sand estaba francamente sorprendido y sentía unos celos incontrolables.

– Ya veo.-¿Qué más podía decir?-. Ya veo. ¿Has acepta do? ¿Te ha dado alguna razón para invitarte?

– En realidad no, no me ha dado ninguna -respondió ella-. Pero sospecho que tiene algo que ver con el caso. Estoy tentada de ir. ¿Crees que debo?

– ¡No, claro que no debes! ¡El tipo es sospechoso de un delito grave! ¿Estás completamente chiflada? ¡Sabe Dios lo que puede querer! No, no te permito que vayas. ¿Me oyes?

Ella suspiró y se dio cuenta del error que había cometido al llamarlo.

– Por Dios, Håkon, no está bajo sospecha. Ya vale. ¡No tenéis nada contra el tipo! El hecho de que muestre un interés particular por mi cliente no puede de ninguna manera ser suficiente como para que la Policía sospeche de él. Francamente, siento cierta curiosidad por saber a qué viene tanto interés y tal vez una cena lo aclare. Eso también tiene que veniros bien a vosotros, ¿no? Te prometo contarte lo que salga de la cena.

– Tenemos más indicios en contra de ese tipo -replicó Håkon con intensidad-. Tenemos más que el simple intento de robar a un cliente. Pero no te puedo contar nada sobre eso. Simplemente me tienes que creer.

– Lo que creo es que estás celoso, Håkon.

El fiscal se dio cuenta de que ella estaba sonriendo.

– No siento ni una pizca de celos -le berreó tragando nuevas oleadas de ácidos intestinales-. ¡Siento una preocupación genuina y profesional por tu salud!

– Está bien -concluyó ella-. Si esta noche desaparezco, tendrás que arrestar a Peter Strup. Pero yo voy a ir. Adiós.

– ¡Espera! ¿Dónde os vais a encontrar?

None of your businnes, Håkon, pero si te empeñas en saberlo: Casa de Vinos y Comidas de la calle Marke. No me llames. Ya te llamaré yo. Dentro de unos días o de unas semanas.

Colgó y desapareció dejando tras de sí un despectivo zumbido monótono.

– Mierda -murmuró Sand, antes de escupir en la papelera, sacar la bolsa de plástico y hacerle un nudo. A continuación salió para deshacerse del pestilente contenido.


La comida era fantástica. Karen disfrutaba enormemente de una buena comida. Sus propios intentos con las ollas eran siempre un fracaso y un estante de un metro de largo con libros de cocina no la habían ayudado gran cosa. A lo largo de los años de convivencia con Nils, él se había ido haciendo cargo de la cocina. Era capaz de hacer comidas de gourmet a partir de una sopa de sobre, mientras que ella podía destrozar hasta un solomillo.

Peter Strup era más guapo de cómo lo recordaba en los periódicos. Según decían, tenía sesenta y cinco años. En las fotografías parecía mucho más joven, pero probablemente fuera porque no salían sus muchas arrugas diminutas. Ahora, sentado a menos de un metro de ella, se daba cuenta de que la vida no le había tratado tan bien como había creído hasta entonces. A pesar de ello, las marcas de su rostro lo volvían más creíble, con más experiencia vital. Su imponente cabellera gris oscuro parecía un casco de acero sobre su cabeza. Un jefe vikingo con ojos de hielo.

– ¿Qué tal te va de abogada defensora? -le preguntó sonriente por encima del oporto, después de tres platos más tarta de queso.

– No me va mal -dijo ella, tratando de no decir ni mucho ni poco.

– ¿Tu cliente sigue igual de psicótico?

¿Cómo podía saber el estado de salud en que se encontraba su cliente? La pregunta la abandonó tan bruscamente como había llegado.

– Sí. La verdad es que el tipo da lástima. De verdad. Ni siquiera se han iniciado los trámites del juicio, ¡está demasiado loco! Debería estar ingresado, pero ya sabes cómo son las cosas… Es frustrante. No puedo hacer gran cosa por él.

– ¿Lo visitas?

– Sí, la verdad es que sí. Todos los viernes. Tengo la impresión de que, en las profundidades de las tinieblas de su cabeza, lo aprecia. Es curioso.

– No, no es nada curioso -dijo Strup agitando levemente la mano para deshacerse del humo del cigarrillo de Karen.

– ¿Te molesta? -preguntó ella con tristeza, y apagó el Prince a medio fumar.

– No, por Dios -le aseguró él, agarró el paquete, cogió un cigarrillo y se lo ofreció-. No me molesta en absoluto. -A pesar de ello, Karen rechazó el cigarrillo y se metió el paquete en el bolso-. No es nada raro que aprecie tus visitas. Siempre las aprecian. Debes de ser la única persona que se pasa por allí. Eso te convierte en un rayo de luz en su existencia, algo que puede esperar con alegría, algo a lo que agarrarse hasta la próxima visita. Por muy psicótico que esté, se da cuenta de lo que pasa. ¿Habla?

Era una pregunta completamente inocente y natural en ese contexto. Pero eso no impidió que ella se espabilara por completo, a pesar de la cálida atmósfera y el agradable mareo provocado por las tres copas de vino.

– No son más que murmullos sin sentido -le respondió-. Pero sonríe cuando llego. Al menos hace una mueca que me recuerda a una sonrisa.

– Así que no dice nada -replicó Strup con ligereza, y la miró por encima de la copa de oporto-. ¿Y sobre qué murmura?

A Karen se le tensó la mandíbula. La estaban interrogando y no le gustaba. Hasta ese momento había disfrutado de la comida y se había sentido bien en compañía de un hombre experimentado, inteligente y encantador. Le había contado anécdotas de los juzgados y del mundillo del deporte, además de chistes con triple fondo, y lo había aderezado todo con una atención que hubiera halagado a mujeres más atractivas que Karen Borg. También ella se había abierto, más de lo que solía, y le había confesado sus frustraciones sobre la vida de abogado entre los ricos y hermosos.

Ahora Strup la estaba interrogando. Y no estaba dispuesta a aceptarlo.

– No quiero hablar de un caso en concreto. Y mucho menos de este caso en concreto. Estoy obligada a mantener silencio. Aparte de que me parece que va siendo hora de que me expliques tu llamativa curiosidad.

Había cruzado los brazos, como hacía siempre que estaba enfadada o se sentía vulnerable. Ahora sentía ambas cosas.

Strup dejó la copa sobre la mesa, cruzó los brazos como si fuera su reflejo masculino en el espejo y la miró fijamente a los ojos.

– Estoy interesado porque intuyo el contorno de algo que me incumbe, como abogado y como persona. Tengo la posibilidad de protegerte contra algo que puede ser peligroso. Déjame que me haga cargo del caso.

Soltó los brazos y se inclinó hacia ella. Tenía la cara a menos de treinta centímetros de la suya; ella intentó, sin querer, echarse un poco hacia atrás. No tuvo éxito, la cabeza chocó con la pared con un pequeño ruido sordo.

– Puedes tomarte esto como una advertencia. O me dejas hacerme cargo del holandés o tendrás que asumir las consecuencias. Puedo asegurarte una cosa: no cabe duda de que saldrás ganando si te olvidas de este asunto. Probablemente aún no sea demasiado tarde.

En la sala había empezado a hacer demasiado calor. Karen sintió que el rubor le subía por las mejillas y una leve alergia al vino había empezado a formar manchas rojas en su cuello. Los aros del sujetador se le clavaban en la piel sudorosa bajo los pechos y de pronto se levantó para escapar de todo aquello.

– Y yo te puedo asegurar una cosa a ti -dijo en voz baja mientras cogía su bolso sin dejar de mirarle-. No pienso renunciar al chico por nada del mundo. Él me ha pedido ayuda, y he sido nombrada oficialmente y lo voy a ayudar. Me importan un bledo las amenazas, provengan de delincuentes o de abogados del Tribunal Supremo.

Aunque había hablado en voz baja, su exabrupto había llamado la atención. Los pocos clientes en el otro lado del local estaban callados y miraban con curiosidad a los dos abogados. Ella bajó aún más el tono de su voz y casi le susurró:

– Muchas gracias por la comida. Estaba muy buena. Cuento con no volver a tener noticias tuyas. Si vuelvo a escuchar una sola palabra de tu boca sobre este caso, te voy a denunciar a la Asociación de Abogados.

– No soy miembro -sonrió él, y se secó la boca con una gran servilleta blanca.

Karen se dirigió al ropero estampando los pies contra el suelo, se echó el abrigo por encima. Al cabo de menos de dos minutos, estaba de vuelta en casa. Se sentía furiosa.


Cuando se despertó, la noche estaba aún en la pubertad. Los números digitales de la radio despertador le arrojaban la hora en rojo airado: 02.11. La respiración de Nils sonaba lenta y constante, e intercalaba extraños ronquiditos cada cuatro inspiraciones. Intentó acompasarse a su ritmo, contagiarse de la calma del hombretón que dormía a su lado, respirar igual que él, obligar a sus pulmones entrecortados a coger el mismo ritmo que los del hombre, pero sus pulmones protestaron hasta provocarle un ligero mareo. También sabía por experiencia que tras el mareo, el sueño solía regresar de su huida nocturna.

Pero esta noche no. El corazón se negaba a frenar y los pulmones chillaban protestando contra la imposición de otro ritmo. ¿Qué era lo que había soñado? No se acordaba, pero sentía tal tristeza e impotencia, además de una angustia indefinible, que tenía que haber sido algo fuerte.

Se desplazó con cuidado hacia el borde de la cama, alargó la mano hacia la mesilla y desenchufó el contacto del aparato telefónico antes de salir sigilosamente de la cama, sin despertar a Nils, gracias a incontables noches de entrenamiento. Luego salió de la habitación, aunque se detuvo en la puerta para coger la bata.

Sólo la lamparita sobre la mesa le permitía ver algo en la entrada. Karen agarró el teléfono inalámbrico y lo levantó con cuidado de la base. Luego se fue apresuradamente hacia lo que ambos llamaban «el despacho», al que se accedía desde el otro lado del salón. La luz estaba encendida. Un montón de libros de psicología estaban esparcidos por el enorme tablero de pino grueso que pendía de dos columnas cuadradas que bajaban del techo inclinado. Las cuatro paredes estaban cubiertas de estanterías, pero, aun así, no bastaba, había varias pilas de libros sobre el suelo. Era la habitación más acogedora de la casa y, en un rincón, había un sillón orejero con una banqueta para los pies y una buena lámpara de lectura. Karen se sentó.

Se sabía de memoria su número de teléfono, a pesar de que sólo lo había marcado una vez en su vida, hacía poco más de dos semanas. Aún recordaba su número de estudiante, después de haberlo marcado al menos una vez al día durante seis años. Por alguna extraña razón, marcar su número mientras Nils dormía sólo tres habitaciones más allá le parecía mayor traición que hacer el amor con él en el suelo del salón mientras Nils estaba fuera de la ciudad.

Se quedó sentada mirando fijamente el teléfono durante varios minutos, hasta que finalmente sus dedos, prácticamente por sí solos, escogieron la combinación correcta de números. Tras dos llamadas y media escuchó su «hola» medio ahogado.

– Hola, soy yo.

No se le ocurrió nada más original.

– ¡Karen! ¿Qué pasa?

De pronto parecía completamente despierto.

– No puedo dormir.

El ruido de las sábanas le indicó que se estaba incorporando en la cama.

– En realidad no debería despertarte por eso -se disculpó.

– No, no pasa nada. Seamos sinceros, está claro que me alegro de que me llames. Tienes que llamarme siempre que te apetezca. Da igual la hora. ¿Dónde estás?

– En casa. -Se hizo el silencio-. Nils está durmiendo -le explicó atajando su pregunta-. He desenchufado el teléfono del dormitorio. Además, a esta hora de la noche duerme siempre como un tronco. Está acostumbrado a que yo me despierte y deambule un poco. No creo que le importe.

– ¿Qué tal la cena?

– Fue agradable hasta que llegamos al café. Luego se puso otra vez a dar la lata. No entiendo qué es lo que quiere de ese chico. Fue bastante descarado, así que tuve que ponerlo en su sitio. No creo que vuelva a tener noticias suyas.

– Sí, la verdad es que parecías bastante cabreada cuando te fuiste.

– ¿Cuando me fui? ¿Cómo lo sabes?

– Te fuiste del sitio exactamente a las 22.04, y saliste corriendo en dirección a tu casa.

Se rio un poco, como para disculparse.

– ¡Sinvergüenza! ¿Me estabas espiando?

Karen estaba indignada y halagada al mismo tiempo.

– No, no te estaba espiando, te cuidaba. Fue un frío placer. Tres horas en un portal de Grünerløkka no son de lo más apetecible. -Hizo una pausa involuntaria y, sin querer, estornudó dos veces-. Mierda, me he resfriado. Deberías estarme agradecida.

– ¿Por qué no me dijiste nada cuando salí? -Håkon no respondió-. ¿Creías que me iba a enfadar?

– No descartaba esa posibilidad, la verdad. ¡Tal y como estabas ayer por teléfono!

– Qué rico eres. Eres rico de verdad. Seguro que me hubiera cogido un buen cabreo. Pero me alegra pensar que estabas allí cuidándome todo el rato. ¿Estabas como policía o como Håkon?

En la pregunta subyacía una sutil invitación. Si hubiera sido de día, él se habría expresado con elegancia, tal y como sabía que a ella le gustaba. Pero eran las tantas de la madrugada, y dijo lo que pensaba, sin más.

– Los fiscales adjuntos no hacen de guardaespaldas, Karen. Los fiscales adjuntos de la Policía se quedan en sus despachos y les importa un bledo todo lo que no sean los documentos o los juicios. Era yo el que estaba de guardia. Estaba celoso y estaba preocupado. Y te amo. Por eso estaba allí.

Estaba tranquilo y satisfecho, que ella reaccionara como quisiera. Y su reacción fue tan sorprendente que casi lo tumba.

– Tal vez yo también esté un poco enamorada de ti, Håkon.

De pronto Karen rompió a llorar, él no sabía qué decir.

– ¡No llores!

– Pues sí, lloro si quiero -sollozó-. Lloro porque no sé qué voy a hacer.

Había empezado a llorar desconsoladamente. Håkon tenía problemas para entender lo que decía, por eso dejó que acabara de llorar.

Le llevó diez minutos.

– Vaya chorrada en la que gastar teléfono -murmuró Karen finalmente.

– Por la noche el teléfono casi no gasta. Seguro que te lo puedes permitir.

Ya estaba más tranquila.

– Estoy planeando marcharme de viaje -dijo-. Irme a la casa de la montaña, yo sola. Me voy a llevar al perro y unos cuantos libros. Tengo la sensación de que aquí en la ciudad no consigo pensar. Al menos no aquí en el piso, y en la oficina no me da tiempo más que a intentar resolver los asuntos del trabajo, y casi ni eso consigo hacer.

El lloriqueo volvió a intensificarse.

– ¿Cuándo te vas?

– No lo sé. Te prometo llamarte antes de irme. Puede que me lleve una semana o dos. Tienes que prometerme que no me llamarás. Hasta ahora lo has hecho muy bien.

– Te lo prometo. Palabra de honor. Pero, oye, ¿podrías volver a decirlo?

Tras una breve pausa, lo dijo.

– Tal vez esté un poco enamorada, Håkon. Tal vez. Buenas noches.

Загрузка...