Viernes, 27 de noviembre

No tenía sentido intentar que le cubrieran los gastos del viaje. Doscientos cuarenta kilómetros en un triste coche de servicio, sin radio ni calefacción, le resultaron tan poco tentadores que decidió irse en su propio automóvil. Una solicitud de ayuda por kilómetros recorridos tendría que pasar por infinitas instancias y lo más probable era que fuera rechazada.

Tina Turner berreaba un poco demasiado alto «We don't need another hero». Le sonó bien, no se sentía precisamente heroica. El caso estaba atascado. La comisión del tribunal de apelaciones había aceptado la puesta en libertad de Roger y había reducido la prisión preventiva de Lavik a una raquítica semana. La primera alegría provocada porque la comisión se mostrara de acuerdo en que había razones para catalogar a Lavik como un criminal se le había pasado en unas pocas horas; el pesimismo no había tardado en asomar su fea sonrisa por los rincones, y al poco tiempo se había apoderado de ellos de modo pegajoso y desagradable. En ese sentido estaba encantada de poder alejarse de todo durante un día. Cuando el pesebre está vacío, los caballos empiezan a morder, se dice, y en su grupo todo el mundo había empezado a pegar mordiscos. El final del plazo, el lunes por la mañana, era como un muro para todos ellos. Nadie se sentía lo bastante fuerte como para saltarlo. En la reunión matinal, a la que Hanne había acudido antes de meterse en el coche, sólo Kaldbakken y Håkon habían mostrado cierta confianza en que aún tenían alguna posibilidad. En el caso de Kaldbakken probablemente la confianza era sincera, aquel hombre nunca se rendía antes de que fuera imprescindible, pero Hanne pensaba que las débiles energías que mostraba Håkon eran en realidad pura apariencia. El fiscal tenía los ojos enrojecidos y la cara demacrada por falta de sueño, y debía de haber perdido peso, aunque esto le había sentado bien.

En total, había catorce investigadores trabajando en el caso; cinco de ellos eran del grupo de drogas. Hubieran podido ser cien, porque el reloj avanzaba inexorablemente hacia el lunes, el plazo implacable que les habían impuesto los tres vejestorios del tribunal de apelaciones. La decisión judicial había sido brutal: si la Policía no podía aportar más de lo que tenía hasta ese momento, Lavik volvería a ser un hombre libre. Las investigaciones técnicas, los informes de las autopsias, varias listas de viajes al extranjero, una gastada bota de invierno, hojas codificadas e incomprensibles, los análisis de la droga de Frøstrup…, todo estaba apilado en la sala de emergencias, como retazos de una realidad cuyo aspecto conocían perfectamente, pero que eran incapaces de armar de modo que pudiera convencer a alguien que no fuera de la Policía. El análisis de la letra de la nota que amenazó la vida de Van der Kerch tampoco había proporcionado una respuesta clara. La habían comparado con un par de notas encontradas en el despacho de Lavik, además de con una nota que le habían hecho escribir con el mismo texto. El abogado la había escrito sin protestar y aparentemente sin comprender, pero el experto vacilaba. Le parecía apreciar ciertos rasgos en común aquí y allá, pero llegó a la conclusión de que no se podía decir nada con certeza. Subrayó que no era imposible que Lavik fuera el autor de la nota, podía haber previsto la situación y haber cambiado su propia letra. Un rinconcito en la parte alta de la T y un extraño garabato en la U podían indicar algo así, pero eso desde luego no tenía valor como prueba.

Se salió de la carretera principal a la altura de Sandefjord, una pequeña ciudad de veraneo que, bajo la niebla de noviembre, no resultaba nada encantadora. La ciudad estaba como adormilada. Sólo algún que otro valiente vestido de otoño se atrevía a enfrentarse al viento y a la lluvia que prácticamente entraba en horizontal desde el mar. El viento era tan fuerte que varias veces tuvo que agarrar el volante con firmeza, puesto que el coche perdía estabilidad y amenazaba con acabar en la cuneta.

Después de recorrer durante quince minutos una carretera sinuosa, vio la banderita que, al modo de un testarudo homenaje a la madre patria, se golpeaba en blanco, rojo y azul contra el tronco de un árbol que no se dejaba perturbar por la paliza. Qué manera tan rara de marcar un camino del bosque. Por alguna extraña razón sintió que era una irreverencia dejar la bandera del país abandonada contra las fuerzas de la naturaleza y se tomó el tiempo necesario para parar y recogerla.

No le resultó difícil encontrar el sitio. De las ventanas salía una luz acogedora que contrastaba cálidamente con la tristeza de las cabañas vecinas, cerradas durante el invierno.

Casi no la reconoció. Karen llevaba puesto un chándal del año de la polca. No pudo evitar sonreír al verlo. Era azul con unas hombreras blancas que se reunían en dos picos sobre el pecho. Ella había tenido uno igual de adolescente, que había ido haciendo las veces de prenda para jugar, ropa deportiva y pijama, hasta que acabó deshaciéndose y fue imposible encontrar otro igual.

En los pies, Karen llevaba unas zapatillas de lana viejísimas, agujereadas en ambos talones, y daba la impresión de que no se había peinado ni maquillado. La abogada guapa y aseada se había escondido. Hanne se pilló a sí misma buscándola por la habitación.

– Tendrás que disculparme por la vestimenta -sonrió Karen-, pero parte de la libertad que siento aquí reside en tener este aspecto.

Le ofreció a Hanne un café, pero ella prefirió un vaso de zumo. Se quedaron charlando durante media hora, después de lo cual la abogada le enseñó la cabaña y ella expresó la debida admiración. La subinspectora nunca había echado raíces en ningún sitio en el campo, sus padres siempre habían preferido viajar al extranjero durante las vacaciones. El resto de los niños de la calle la habían envidiado, pero ella les habría cambiado sus viajes por dos meses en el campo con una abuela, puesto que la única que tenía ella era una actriz fracasada y alcoholizada que vivía en Copenhague.

Al final se instalaron a la mesa de la cocina. Hanne sacó una máquina de escribir portátil de una funda gris y se preparó para el interrogatorio. Les llevó cuatro horas. En tres páginas, la abogada habló sobre el estado mental de su cliente, sobre su relación con ella y sobre cómo interpretaba la propia Karen los verdaderos deseos del chico. A continuación redactaron una declaración de cinco hojas que, a grandes rasgos, era igual a lo que ya tenían. Firmaron detenidamente en el margen de cada hoja, además de al final de la última de ellas.

Se había hecho tarde. Hanne miró su reloj antes de aceptar la invitación a comer. Estaba muerta de hambre y calculó que le daría tiempo a comer y estar de vuelta en la ciudad antes de las ocho.

La comida no fue especialmente refinada. Albóndigas precocinadas en salsa, con patatas y una ensalada de pepino. La ensalada no pegaba nada, pensó Hanne para sus adentros, pero no se quedó con hambre, sin duda.

Karen se puso un chubasquero amarillo enorme y unas botas de marinero para acompañar a la subinspectora al coche. Se quedaron un rato comentando el paisaje antes de que Karen le diera un abrazo impulsivo a la otra mujer y le deseara buen viaje. Hanne le respondió con una sonrisa y le deseó que disfrutara de sus vacaciones.

Arrancó el coche, encendió la calefacción y puso a Bruce Springsteen a todo trapo. Luego salió traqueteando por el desastroso camino. Karen no se movió, sino que se quedó allí despidiéndola con la mano. Hanne vio por el espejo como la figura amarilla se iba encogiendo hasta desaparecer detrás de una curva. Ésa, pensó con una sonrisa en los labios, es el gran amor de Håkon Sand. Estaba totalmente convencida.

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