Todo aquel jaleo, la brillantina y los chillones farolillos de plástico que algunos consideraban que conferían un aspecto navideño a las calles, empezaban, por fin, a tener algo de sentido. Al menos ya era diciembre. La nieve había vuelto y los comerciantes se habían percatado entusiasmados de que el consumo personal del pueblo noruego se había incrementado unos pocos puntos en el último año. Eso generaba grandes expectativas de ganancias e impulsaba a recargar los escaparates. En Navidad, los tilos de la calle Karl Johan sustituían a sus primos de hojas perennes, aunque parecían desnudos y algo embarazados con sus luces de Navidad. Dos días antes se habían encendido solemnemente las luces del enorme abeto de la plaza de la Universidad, pero aquel día sólo lo estaba disfrutando un triste oficial del ejército de salvación que, tiritando de frío, sonreía esperanzado a cualquiera que aquella mañana pasara apresurado por delante de su bote de dinero, sin disponer de un solo minuto de sobra para detenerse a admirar el enorme árbol.
Jørgen Lavik sabía que lo estaban vigilando. En varias ocasiones se detuvo bruscamente y miró hacia atrás, pero le resultaba imposible distinguir a quien le estaba siguiendo. Todo el mundo tenía la misma mirada vacía; sólo alguno de ellos miró con curiosidad al abogado Lavik, como si lo reconociera, «¿Dónde lo habré visto antes?». Por suerte, las fotografías de la prensa diaria eran tan malas y tan viejas que era probable que nadie lo reconociera de inmediato.
Pero sabía que estaban detrás de él. Eso le complicaba las cosas, pero al mismo tiempo le proporcionaba una coartada perfecta. Podía volverlo todo a su favor. Suspiró profundamente, se sentía muy lúcido.
La visita al despacho fue corta. A la secretaria estuvo a punto de caérsele la dentadura postiza de pura alegría de verle y le propinó un abrazo que olía a vieja y a lavanda. Resultó casi enternecedor. Tras dedicarle unas horas a los asuntos más urgentes, dio aviso de que iba a pasar el resto de la semana en su cabaña de la montaña. Estaría localizable por teléfono y se llevaba consigo una pila de casos, un aparato de fax portátil y un ordenador. Probablemente volvería el viernes, al fin y al cabo tenía que presentarse en el juzgado.
– Así que tendrás que ocuparte tú del negocio, Caroline, como has estado haciendo estos días -le dijo a la secretaria para darle ánimos.
Su boca volvió a desplegarse en una sonrisa gris y la alegría por el halago hizo que se le formaran pequeños soles rojos en las mejillas. Se le plegaron las rodillas coquetamente, pero se contuvo antes de que la reverencia llegara a ser demasiado profunda. Claro que ella se ocuparía del negocio, y esperaba que él disfrutara mucho de sus vacaciones. ¡Se las merecía!
Eso mismo pensaba él. Pero antes de irse pasó por el servicio y sacó el teléfono móvil que había cogido del estante de uno sus colegas. Se sabía el número de memoria.
– Vuelvo a estar en la calle. Puedes relajarte.
El susurro apenas se oyó a causa del molesto ruido de una cisterna defectuosa.
– No me llames, y mucho menos ahora -le espetó el otro, pero no colgó.
– Es un teléfono seguro, puedes relajarte -repitió él, aunque no sirvió de nada.
– ¡No me digas!
– Karen Borg está en su cabaña de Ula, pero no va a permanecer allí mucho tiempo. Puedes estar seguro. Ella es la única que puede cazarme a mí, y yo soy el único que puede cazarla a ella. Si a mí me van bien las cosas, a ti también te irán bien.
Las protestas del viejo no llegaron a oírse. La comunicación ya se había cortado. Jørgen Ulf Lavik meó, se lavó las manos y salió a reunirse con sus invisibles guardianes.
Pronto iba a tener que hacer algo con su corazón. Las medicinas que le habían dado ya no funcionaban, por lo menos no muy bien. En dos ocasiones había estado al borde de sentir el mordisco de la muerte, del mismo modo en que lo había derribado tres años antes. El entrenamiento sistemático y la dieta magra probablemente lo habían ayudado hasta ese momento, pero la situación por la que estaba pasando en las últimas semanas no se podía compensar haciendo footing y comiendo zanahorias.
Habían ido a buscarlo. En cierto sentido los había estado esperando desde que la pelota de nieve empezó a correr. Sólo podía ser una cuestión de tiempo. A pesar de que la descripción en el Dagbladet del presunto hombre fuerte de la organización había sido bastante general y podría encajar con cientos de personas, el retrato había resultado un poco demasiado evidente para los chicos de la calle Platou. Una tarde, cuando volvía a casa desde el trabajo, de pronto estaban ahí. Eran tan anónimos como el trabajo que realizaban, dos hombres iguales, igual de altos, vestidos igual. Con amabilidad pero decisión, lo habían metido en un coche. El viaje duró media hora y finalizó delante de su propia casa. Él lo había negado todo y ellos no le habían creído, pero sabían que él sabía que era conveniente para todos que saliera indemne del asunto. Eso lo tranquilizaba un poco. Si se llegaba a saber para qué se había empleado el dinero, el asunto iba a arrastrarlos a todos. Era cierto que sólo él sabía de dónde provenía el capital, pero los demás habían cogido el dinero y lo habían usado. Nunca le habían preguntado nada ni habían comprobado nada ni habían investigado nada, lo cual los dejaba en una situación delicada.
Lavik era el gran problema. El tipo había perdido la cabeza. Estaba bastante claro que pretendía quitarle la vida a la abogada Borg, como si eso fuera a solucionar algo. Él sería el sospechoso número uno, al instante. Además: ¿quién podía saber si había hablado con más gente o si había escrito algo que aún no había llegado a manos de la Policía? Matar a Karen Borg no solucionaba nada.
Matar a Jørgen Lavik, en cambio, lo solucionaba casi todo. En el mismo momento en que se le ocurrió la idea, la vio como su única posibilidad. El exitoso asesinato de Hans A. Olsen había bloqueado con eficacia cualquier problema en esa rama de la organización. Lavik lo estaba complicando todo, para él mismo y para el viejo. Había que pararle los pies.
La idea no lo asustaba, le resultaba más bien tranquilizadora. Por primera vez en varios días, su pulso latía constante y tranquilo. Su cerebro parecía estar lúcido y la capacidad de concentración estaba regresando de sus largas vacaciones.
Lo mejor era acabar con él antes de que le diera tiempo a enviar a Karen Borg al dudoso cielo de los abogados. El asesinato de una abogada joven, guapa y, en este contexto, inocente, causaría demasiado revuelo. Tampoco un abogado drogadicto y desesperado iba a morir sin llamar la atención, pero aun así… Un asesinato era mejor que dos. Pero ¿cómo hacerlo?
Jørgen Lavik había hablado de una cabaña en Ula. Tenía que significar que pensaba ir para allá. Pero el viejo no entendía cómo tenía pensado librarse de la cola de policías que sin duda tenían que estarlo persiguiendo, aunque ese problema se lo iba a dejar a Lavik. El suyo era encontrar a Lavik, encontrarlo sin que lo vieran esos mismos policías y, preferiblemente, antes de que llegara hasta Karen Borg. No necesitaba coartada, no estaba en el punto de mira de la Policía y tampoco iba a estarlo, si todo salía bien.
Le costaría menos de una hora encontrar la dirección exacta de la cabaña de Karen Borg. Podía llamar a su despacho, o tal vez a algún juez del lugar, que podría comprobar el registro de la propiedad, pero eso era demasiado arriesgado. Al cabo de unos minutos se había decidido. Por lo que podía recordar, sólo había una carretera que llevara a Ula, un pequeño brazo de la carretera de la costa entre Sandefjord y Larvik. Iba a tener que esperarlo allí.
Aliviado por haber tomado una decisión, se concentró en los asuntos más urgentes de aquel día. Las manos ya no le temblaban y el corazón se había estabilizado. A lo mejor al final no necesitaba medicinas nuevas.
En realidad no se podía decir que fuera una cabaña. Era una sólida casa de madera de los años treinta, completamente rehabilitada, e incluso en la oscuridad de diciembre se intuía el paraíso que rodeaba la casa pintada de rojo. Estaba bastante expuesta a las inclemencias del tiempo y, aunque en la entrada había algo de nieve, el eterno viento proveniente del mar se había encargado de limpiar los peñascos detrás de la casa. Un abeto se cimbreaba testarudo un par de metros hacia la derecha de la pared de la casa. El viento había conseguido retorcer el tronco, pero no matar el árbol, que se inclinaba hacia el suelo, como si añorara reunirse con la familia de la casa, pero no fuera capaz de desprenderse. Entre las manchas de nieve del flanco resguardado de la casa, intuía los contornos de los parterres de flores del verano. El lugar estaba bien cuidado. No era propiedad del abogado Lavik, sino de su anciano y senil tío, que no tenía hijos. Mientras el viejo aún fue capaz de tener sentimientos, Jørgen había sido su sobrino preferido. Cada verano, el chiquillo había aparecido lealmente y se habían dedicado a pescar, a pintar la barca y a comer tocino frito con judías. El abogado se convirtió en el hijo que nunca había tenido el viejo; la hermosa casa de verano acabaría en manos del sobrino en el momento, que no tardaría en llegar, en que el alzhéimer tuviera que rendirse ante el único contrincante que podía vencerlo, la muerte.
Lavik había invertido bastante dinero en aquel lugar. El tío no era un hombre pobre y se había encargado él mismo de la mayor parte de los arreglos, pero fue Jørgen quien instaló la bañera con yacusi, la sauna y la línea telefónica. Además, para su setenta cumpleaños, le había regalado a su tío una pequeña barca, con la certeza de que en realidad iba a ser suya.
Durante el viaje hasta el extremo de Hurumlandet no había visto una sola vez a sus perseguidores. Aunque constantemente había tenido coches detrás, ninguno de ellos se le había pegado durante un tiempo sospechoso. Aun así sabía que estaban allí. Y se alegraba de ello. Se tomó su tiempo para aparcar el coche y dejó claras sus intenciones de quedarse una temporada al meter el equipaje en varios viajes. Caminó despacio de habitación en habitación encendiendo las luces y alivió la presión sobre la instalación eléctrica prendiendo la estufa de aceite del salón.
Después de comer salió a dar una vuelta. Paseó por el terreno familiar, pero tampoco entonces descubrió nada sospechoso. Por un momento se inquietó. ¿Acaso no estaban ahí? ¿Habían abandonado del todo? ¡No podían hacer eso! Su corazón latía rápido e inquieto. No, tenían que andar por las inmediaciones. Seguro. Se tranquilizó. Quizá sólo fueran extremadamente eficientes. Era probable.
Tenía unas cuantas cosas que preparar y sentía urgencia por ponerse manos a la obra. Se detuvo un rato delante de la puerta de entrada, se tomó tiempo para desperezarse y quitarse la nieve de las botas. Tardó mucho más de lo estrictamente necesario.
Después entró en la casa para dejarlo todo listo.
Lo peor era que todo el mundo intentaba animarlo. Le daban palmaditas en la espalda, «quien no se arriesga no gana», le decían. Y le sonreían y, con mucha amabilidad, le comunicaban su apoyo. Incluso la comisaria principal se había tomado la molestia de llamar al fiscal adjunto Håkon Sand para decirle que estaba satisfecha con sus esfuerzos, a pesar del lamentable final que había tenido el proceso. Él le mencionó la posibilidad de una demanda de indemnización, pero ella la descartó con desdén. No pensaba que Lavik fuera a atreverse a hacerlo, al fin y al cabo era culpable. Probablemente estaba feliz de volver a estar en libertad y prefería dejarlo todo atrás. Håkon podía estar de acuerdo en eso. Según los hombres que lo seguían, Lavik se encontraba en una cabaña en Hurumlandet.
Todo aquel apoyo no le ayudaba gran cosa. Se sentía como si lo hubieran metido en una lavadora automática, con centrifugadora y todo, y sin pedirle permiso. El tratamiento había hecho que se encogiera. En el escritorio, ante sí, tenía algunos otros casos cuyos plazos eran endemoniados, pero estaba completamente paralizado y decidió esperar al menos hasta el día siguiente.
Sólo Hanne sabía cómo se sentía por dentro. A media tarde pasó por su despacho con dos tazas de té ardiente. Al probarlo, Håkon tosió y escupió el contenido, creía que era café.
– ¿Y ahora qué hacemos, fiscal adjunto Sand? -le preguntó poniendo las piernas sobre la mesa. Unas hermosas piernas, era la primera vez que Håkon se fijaba.
– Si tú me preguntas a mí, yo te pregunto a ti.
Volvió a probar el té, esta vez con más cuidado, en realidad estaba bueno.
– Desde luego no vamos a tirar la toalla. Vamos a coger a ese tipo. Aún no ha ganado la guerra, sólo una batalla de mierda.
Era increíble que consiguiera ser tan optimista. La verdad es que daba la impresión de que lo decía en serio. Tal vez esa fuera la diferencia entre ser sólo policía y pertenecer a la fiscalía. Él disponía de muchas otras posibilidades. Podía ser secretario tercero del Ministerio de Pesca, por ejemplo, y el pensamiento lo entristeció aún más. Wilhelmsen, en cambio, se había formado como policía y sólo había un sitio donde podía encontrar trabajo, en la Policía. Por eso nunca podía rendirse.
– Pero escucha, hombre -dijo ella volviendo a bajar las piernas de la mesa-. ¡Tenemos muchas cosas con las que seguir trabajando! ¡Ahora no puedes desanimarte! Es en las derrotas cuando se tiene la oportunidad de demostrar lo que se vale.
Una banalidad, pero tal vez fuera cierto. En tal caso era un pusilánime. Estaba claro que no podía encajar aquello. Quería irse a su casa. Tal vez fuera lo bastante hombre como para encargarse de las tareas del hogar…
– Llámame a casa si pasa algo -dijo, y abandonó tanto a la cansada subinspectora como el té que casi no había tocado.
– You win some, you lose some -le gritó cuando bajaba por el pasillo.
Los agentes, seis en total, habían comprendido que iba a ser una noche larga y fría. Uno de ellos, un hombre competente de hombros estrechos y ojos inteligentes, había comprobado la parte de atrás de la casa roja. A sólo tres metros de la pared, en dirección al mar, una empinada cuesta descendía hacia una cala con una playa de arena. La cala no tenía más de quince o veinte metros de ancho y estaba delimitada por una valla de alambre de espino asegurada con pilares en ambos extremos. «El derecho de propiedad privado siempre se acentuaba junto al mar», pensó el agente con una sonrisa. Al otro lado de las vallas, una pared de montaña de cinco o seis metros de alto subía por cada lado. Seguro que se podía remontar el repecho, pero no era fácil. Como mínimo, Lavik tendría que salir al camino que pasaba junto a la casa. El cabo estaba completamente aislado de la carretera que había que atravesar para salir de allí.
Dos de los agentes se colocaron en sendos extremos del pequeño camino que separaba el cabo de la tierra firme; otro se situó en medio, y tampoco era tan largo como para que no pudieran vigilar visualmente la extensión de unos doscientos metros que los separaba. Lavik no podía pasar por allí sin que lo vieran. Los otros tres agentes se distribuyeron por el terreno para vigilar la casa.
Lavik estaba dentro disfrutando de la idea de que los hombres del exterior, fueran cuantos fueran, tenían que estar pasando un frío de muerte. Dentro de la casa se estaba caliente y a gusto, y el abogado se sentía animado y exaltado por todo lo que estaba haciendo. Tenía ante sí un viejo despertador al que le faltaba el cristal que cubría las manecillas. Con un poco de esfuerzo, consiguió amarrar un palito a la manecilla más corta y conectó el telefax a la red y metió una hoja para comprobar que funcionaba. Luego puso el despertador algo antes de las tres, colocó la manecilla ahora alargada sobre la tecla de enviar del fax, marcó el número de su propio despacho y se quedó mirándolo. Pasó un cuarto de hora sin que sucediera nada. Al cabo de unos minutos más, empezó a preocuparse por si todo acababa siendo un fracaso. Pero, en ese momento, cuando la manecilla saltó sobre el número tres, todo funcionó. El palito que alargaba la manecilla rozó levemente la tecla electrónica de enviar y con eso bastó: el aparato obedeció, se tragó la hoja de papel y envió el condescendiente mensaje.
Animado por el éxito, se dio una vuelta por la casa colocando los pequeños programadores que se había traído de su casa. Allí los utilizaban para ahorrar electricidad: apagaban los radiadores a media noche y los volvían a encender a las seis de la mañana, para que la casa estuviera caliente cuando se levantaban.
No le llevó mucho tiempo, estaba familiarizado con aquellos pequeños aparatos. Le quedaba lo más difícil. Necesitaba algo que produjera movimiento mientras estaba fuera, no bastaba con que se encendieran y se apagaran luces. Lo había planeado todo, pero no había probado para ver si funcionaba. Era difícil saber si se podría llevar a cabo en la práctica. Al resguardo de las cortinas corridas, extendió tres cordeles a través del salón. Amarró un cabo de todos ellos al pomo de la puerta de la cocina; los cabos opuestos los fue enganchado en diversos puntos de la pared de enfrente. Después amarró un trapo de cocina, un bañador viejo y una servilleta de sus respectivos cordeles. Le llevó un poco de tiempo colocar correctamente las velas. Tenía que situarlas muy cerca de los cordeles, tan cerca como para que la cuerda se prendiera cuando la vela se hubiera consumido. A continuación partió las velas a diferentes alturas y las fijó sobre unos cuencos de porcelana con un montón de cera. La vela junto al cordón de la servilleta era la más corta, se alzaba pocos milímetros por encima del tenso cordel. Se quedó mirándolo, expectante.
Funcionó. Al cabo de pocos minutos la llama había bajado lo suficiente como para empezar a prender la cuerda. El hilo se rompió y la servilleta cayó al suelo, dibujando sombras en las cortinas de la ventana que daba al camino. Perfecto.
Preparó un nuevo cordel para sustituir al que se había quemado y puso una vela más grande. Luego colocó el reloj de manera que la manecilla de las horas señalaba la una pasadas. Dentro de algo menos de una hora, parecería que Lavik le enviaba un fax a un abogado de Tønsberg. Era un mensaje relacionado con un encargo urgente que lamentablemente se había retrasado por causas ajenas a su voluntad. Pedía disculpas y esperaba que el retraso no le causara mayores inconveniencias.
Después se vistió. La ropa de camuflaje estaba pensada para la caza: era lo apropiado. Prendió con cuidado las velas y se aseguró una vez más de que estaban firmes. A continuación bajó al sótano y salió por el ventanuco de la parte trasera de la casa.
Abajo, en la playa, permaneció un rato a la espera. Se pegó a la pared de montaña y estaba bastante seguro de que se fundía con el entorno. Cuando recuperó el aliento, se dirigió sigilosamente hacia el lugar donde muchos veranos atrás había hecho un agujero en la valla, a fin de facilitar el acceso a la casa del vecino, donde vivía un niño de su edad.
Se arrastró hacia el camino. Era probable que lo vigilaran en toda su extensión. Se quedó un rato entre los árboles escuchando a ver si oía ruidos. Nada. Pero tenían que estar allí. Siguió avanzando a lo largo del camino, pero manteniendo con él una distancia de cinco metros y oculto por los árboles. Allí estaba. La pequeña tubería que conducía a un riachuelo que salía del bosque al otro lado y que se dirigía, imperturbado, hacia el mar. Pero ahora iba a perturbarlo. Se había arrastrado a través de la tubería incontables veces, aunque desde aquellos tiempos había ganado veinte centímetros de altura y unos cuantos kilos. Sin embargo, no se había equivocado al calcular que aún podía pasar por allí. Desde luego que se mojó un poco, pero el riachuelo tenía poco caudal, probablemente la laguna se había congelado por el invierno. La tubería salía a tres metros del camino. Habían dejado espacio para una ampliación del camino de la que se llevaba hablando años pero que nunca se llevaba a cabo. Con la cabeza asomada por fuera del tubo, escuchó de nuevo durante unos minutos. Seguía sin oír nada. Respiraba con dificultad y cayó en la cuenta de hasta qué punto le habían afectado los días que había pasado retenido. Sin embargo, parte de la pérdida de fuerzas se veía compensada por una fuerte dosis de adrenalina. Aceleró el paso y desapareció silenciosamente entre el boscaje que había al otro lado del camino.
No tenía que recorrer a la carrera mucho trecho, Al cabo de seis o siete minutos había llegado. Miró el reloj. Las siete y media. Perfecto. Las maderas crujieron un poco cuando abrió la puerta del pequeño cobertizo, pero la Policía se encontraba demasiado lejos como para oírlo. Se metió dentro en el momento en que pasó un coche por la carretera, a unos veinte metros de distancia. Justo después pasó otro, pero él ya se encontraba dentro del Lada verde oscuro y pudo constatar que la batería seguía funcionando tras dos meses en desuso. Aunque el tío estaba completamente ido y apenas lo reconocía cuando lo visitaba en la residencia, resultaba evidente que se alegraba cuando Jørgen, de vez en cuando, se lo llevaba de excursión en su viejo Lada. El sobrino había mantenido el coche en condiciones en un gesto hacia su tío, pero aquellos momentos era un verdadero regalo para él mismo. Comprobó el motor un par de veces y salió del garaje. Se dirigía a Vestfold.
Hacía un frío de perros. El agente estaba de pie y se daba golpecitos en los brazos intentando no hacer ruido ni hacerse visible. No era fácil. Para utilizar los prismáticos se tenía que quitar los guantes, así que no los usaba demasiado. Maldecía por lo bajo al abogado que se había refugiado dentro de un cálido lugar que les obligaba a vigilarlo al aire libre. Hacía un momento, el tipo había apagado la luz de una habitación de la segunda planta, pero seguramente no tenía intenciones de acostarse tan temprano. No eran más que las ocho. Joder, le quedaban cuatro horas para el cambio de turno. La muñeca se le heló cuando destapó su reloj de pulsera y se apresuró a volverla a cubrir.
Podía probar a usar los prismáticos con los guantes puestos. No se veía gran cosa. Como era natural, había corrido todas las cortinas. El tipo no podía ser tan tonto como para no entender que ellos estaban allí. En ese sentido era una estupidez que se esforzaran tanto por ser invisibles. Suspiró. Qué trabajo tan aburrido. Era probable que el abogado Lavik pretendiera quedarse allí varios días, lo había visto entrar con muchas bolsas de comida, con un ordenador portátil y con un aparato de telefax.
De pronto se despabiló. Guiñó rápidamente los ojos para deshacerse unas lágrimas que le había provocado el viento frío y después de un momento se arrancó los guantes, los soltó en el suelo y ajustó los prismáticos.
¿Qué coño era lo que arrojaba aquellas sombras bamboleantes? ¿Habría encendido la chimenea? El agente bajó un momento los prismáticos y miró la chimenea cuyo contorno se dibujaba en negro contra el cielo gris oscuro. No, no había humo. Pero, entonces, ¿qué era? Volvió a mirar por los prismáticos y esta vez lo vio con claridad. Algo estaba ardiendo, y ardía con viveza. De pronto las cortinas estaban en llamas.
Arrojó los prismáticos al suelo y corrió hacia la casa.
– La casa está ardiendo -berreó en el interior de su equipo de radio portátil-. ¡La puta casa está ardiendo!
El equipo era innecesario. Todos los oyeron y dos agentes acudieron corriendo. El primero de ellos salió corriendo hacia la puerta de entrada y se percató inmediatamente de que junto a ella había un extintor, como prescribía la ley, luego se dirigió corriendo al salón. A los pocos segundos empezaron a escocerle los ojos a causa del humo y del calor, pero se dio cuenta enseguida de donde estaba el foco del incendio. Con el haz de polvos al modo de una furiosa espada, se abrió paso a través de la habitación, blandiendo el extintor. Las cortinas en llamas lanzaban ascuas hacia la habitación y una de ellas aterrizó sobre su hombro. La chaqueta se prendió. Ahogó la llama con las manos, aunque se quemó la palma de una de ellas. Aun así no se rindió. Entre tanto, habían llegado los otros dos. Uno de ellos cogió una manta de lana del sofá; el otro, sin ningún respeto, arrancó un magnífico tapiz de la pared. Al cabo de un par de minutos habían apagado el fuego. La mayor parte del salón se había salvado. Ni siquiera se había ido la luz. Pero el abogado Lavik sí.
Con el aliento entrecortado, los tres policías contemplaron la habitación. Vieron los dos cordeles que quedaban y descubrieron el pequeño mecanismo que aún no había tenido tiempo de enviar su telefax.
– Me cago en la leche -maldijo el primero de ellos por lo bajo, mientras agitaba su mano abrasada-. Ese puto abogado nos ha engañado. Nos ha engañado como a tontos.
– No puede haber salido antes de las siete. Los agentes lo vieron mirar por una ventana a las siete menos cinco, joder. En otras palabras, no nos puede sacar más de una hora de ventaja. Con un poco de suerte, menos. Quién sabe, tal vez se acababa de largar cuando lo descubrieron.
Wilhelmsen intentaba tranquilizar al alterado fiscal adjunto, pero sin ningún éxito.
– Tienes que llamar a las jefaturas más cercanas. Hay que pararlo como sea.
– Håkon, escúchame. No tenemos ni idea de dónde está. Puede haber regresado a su casa de Grefsen, y tal vez esté viendo la tele con su mujer y bebiéndose una copa de bienvenida. O quizá se haya ido de excursión a la ciudad. Pero lo más importante de todo es que no tenemos nada nuevo que justifique otra detención. El que todos nuestros agentes se dejaran engañar evidentemente supone un problema, pero el problema es nuestro, no de él. Nosotros podemos vigilarlo, pero él no hace nada que esté penado por la ley al tomarnos así el pelo.
Aunque Håkon estaba dominado por la angustia, tenía que darle la razón a Hanne.
– Está bien, está bien -interrumpió a la subinspectora en medio de otra parrafada-. Está bien. Entiendo que no podamos mover cielo y tierra. Tienes razón en todo. Pero, créeme, va a ir a por ella. Todo encaja: las notas sobre Karen que robaron cuando te atacaron a ti, luego su declaración, que desapareció. Tiene que ser él quien está detrás de todo eso.
Hanne suspiró, la cosa se estaba yendo de madre.
– ¿No querrás decir, en serio, que fue Jørgen Lavik quien me atacó? ¿Que se escapó de una celda para subir a tu despacho a robar un interrogatorio, para luego volver a su celda y cerrar la puerta? No lo estás diciendo en serio.
– No tiene por qué haberlo hecho él en persona. Puede tener colaboradores. ¡Hanne, por favor! ¡Sé que va a por ella!
Håkon estaba realmente desesperado.
– ¿Te quedarías más tranquilo si cogemos el coche y vamos para allá?
– Creí que no me lo ibas a preguntar nunca… Ven a buscarme al hipódromo de Skøyen dentro de un cuarto de hora.
Tal vez todo aquello no fuera más que una excusa para ver a Karen. No podía jurar que no fuera así. Por otro lado, la angustia se acumulaba en un doloroso bulto bajo sus costillas y desde luego eso no se lo estaba imaginando.
– Llámalo intuición masculina -ironizó, y más que ver intuyó que ella sonreía.
– Intuición, intuición… -se rió ella-. Esto lo hago por ti, no porque crea que estés en lo cierto.
No era verdad. Después de hablar con él veinte minutos antes, había empezado a tener la sensación de que tal vez su compañero no anduviera tan desencaminado. No tenía claro qué era lo que le había hecho cambiar de opinión. Tal vez hubiera sido la convicción de Håkon: había vivido lo suficiente como para no despreciar las intuiciones de la gente. Además, Lavik había parecido tan perdido y tan desesperado la última vez que lo vio que lo creía capaz de cualquier cosa. No le gustaba que Karen llevara toda la tarde sin coger el teléfono. Por supuesto, no tenía por qué significar nada, pero no le gustaba.
– Prueba a llamar otra vez -dijo, metiendo otra cinta en el radiocasete, pero Karen seguía sin responder; Hanne miró a Håkon, puso una mano sobre su muslo y lo acarició levemente-. Cálmate, lo mejor es que no esté en casa. Además… -lanzó un vistazo al reloj que brillaba sobre el salpicadero-, aún no puede haber llegado, incluso en el peor de los casos. Primero tiene que haberse buscado otro coche. Y aunque, contra todo pronóstico, hubiera tenido alguno preparado en las inmediaciones de la casa, es imposible que haya salido antes de las sietes pasadas. Es probable que más tarde. Ahora son las nueve menos veinte. Cálmate.
Era más fácil de decir que de hacer. Håkon tiró de la palanca situada a la derecha del asiento y reclinó el respaldo.
– Voy a intentarlo -murmuró con desánimo.
Las nueve menos veinte. Tenía hambre. De hecho no había comido nada en todo el día. Todo aquel trajín había acabado con su apetito; además, su estómago se había desacostumbrado a la comida después de pasar diez días prácticamente de ayuno, aunque, a decir verdad, en aquel momento rugía con exigencia. Puso el intermitente y salió hacia el aparcamiento iluminado. Tenía tiempo de sobra para comer algo. Le faltaba poco más de tres cuartos de hora para llegar, a lo que había que añadir otro cuarto de hora para encontrar la cabaña en cuestión. Tal vez incluso media hora, pues habían pasado muchos años desde su fin de semana de estudiantes.
Aparcó el coche entre dos Mercedes, pero el vehículo no pareció dejarse cohibir por la elegante compañía. El abogado Jørgen Lavik sonrió un poco, dio unas palmaditas amistosas sobre el maletero del Lada y entró en la cafetería. Era un edificio extraño, parecía un ovni que se hubiera asentado en el terreno. Pidió un gran plato de sopa de guisantes y se fue con un periódico a una mesa junto a la ventana. Allí se quedó durante un buen rato.
Ya habían pasado Holmestrand y la cinta se había dado la vuelta. Håkon estaba harto de escuchar country y rebuscó en la ordenada guantera en busca de otra cinta. No dijeron gran cosa durante el viaje. No era necesario. Håkon se había ofrecido a conducir, pero ella no había accedido. En realidad se alegraba de ello. Lo que no le alegraba tanto era que Hanne hubiera encadenado un cigarrillo con otro desde que pasaron por Drammen. No tardó en hacer demasiado frío como para mantener abierta la ventanilla y estaba empezando a marearse. El rapé no le ayudaba gran cosa. Empleó una servilleta de papel para librarse de él, pero acabó tragando un poco.
– ¿Te importaría dejar el tabaco para luego?
Ella se quedó atónita, pidió mil disculpas y apagó el cigarrillo que acaba de encender.
– ¿Por qué no lo has dicho antes? -dijo con cierto tono de reproche, y arrojó el paquete de tabaco por encima del hombro.
– Éste es tu coche -respondió él en voz baja y mirando por la ventana: una fina capa de nieve cubría los grandes campos sobre los que se extendían largas filas de bobinas de paja envueltas en plástico blanco-. Parecen enormes albóndigas de pescado -comentó, y se mareó aún más.
– ¿El qué?
– Las bobinas de plástico. Heno o lo que sea.
– Paja, supongo.
Håkon avistó al menos veinte grandes bobinas a unos cien metros de la carretera por el lado izquierdo, pero el plástico era negro.
– Bolas de regaliz -dijo, y cada vez estaba más mareado-. Pronto vamos a tener que hacer una parada. Me estoy mareando.
– No nos quedan más de veinte minutos, ¿no podrías esperar?
No parecía molesta, sólo impaciente por llegar.
– No, la verdad es que no puedo esperar -respondió él, y se llevó rápidamente la mano a la boca para subrayar la precariedad de su situación.
Al cabo de tres o cuatro minutos encontraron un sitio adecuado para salir del camino, una parada de autobús justo delante de la salida que llevaba hacia una casita blanca en la que no había luz. El sitio estaba tan desierto como lo puede estar un lugar en la carretera general que cruza Vestfold. No se veían más signos de vida que los coches que de vez en cuando pasaban a toda velocidad.
El aire fresco y el frío le sentaron increíblemente bien. Hanne se quedó dentro del coche mientras él daba una vuelta por la carretera aledaña. Permaneció durante algunos minutos con la cara hacia el viento. Se sintió mejor y se dio la vuelta para volver.
– El peligro ha pasado -dijo poniéndose el cinturón de seguridad.
El coche tosió cuando ella giró la llave. Luego se quedó en silencio. Hanne volvió a girarla una y otra vez. No hubo reacción. El motor estaba muerto. Los pilló tan desprevenidos que ninguno de los dos dijo anda. Ella volvió a intentarlo. Seguía sin sonar nada.
– Habrá entrado agua por la tapa del distribuidor -dijo Hanne con las mandíbulas apretadas-. O tal vez sea otra cosa. Puede que el puto coche se haya estropeado.
Håkon seguía sin decir palabra y era lo mejor. Enfurruñada y brusca, Hanne salió del coche y levantó el capó. Poco después se encontraba de nuevo dentro del coche, con algo en las manos que él asumió que sería la tapa del distribuidor, al menos tenía el aspecto de una pequeña tapa. Hanne sacó papel de cocina de la guantera y empezó a secar la tapa. Al final inspeccionó el interior con mirada crítica y salió para volverlo a colocar en su sitio. No tardó mucho.
Pero no sirvió de nada. El coche no quería colaborar. Tras dos nuevos intentos de arrancarlo, aporreó el volante del enfado.
– Típico. Y justo ahora. Este coche ha ido como un reloj desde que lo compré hace tres años. Sin problemas. Y ha tenido que fallarme precisamente ahora. ¿Sabes algo de motores de coche?
La mirada que le dirigió era bastante crítica y él intuyó que conocía la respuesta a la pregunta. Negó despacio con la cabeza.
– No mucho -dijo exagerando. La verdad era que lo único que sabía de coches era que necesitaban gasolina.
Aun así salió con ella para echar un vistazo. Podía contribuir con una especie de apoyo moral, tal vez el coche se dejara persuadir si eran dos.
A juzgar por sus maldiciones, Hanne no estaba avanzando mucho en su búsqueda de la avería. Håkon fue lo bastante sabio como para saber que debía retirarse. De nuevo sintió que la inquietud de su cuerpo aumentaba. Hacía frío y empezó a pegar saltitos mientras miraba los coches que pasaban. Ni uno de ellos hizo ademán de parar. Seguramente se dirigían a sus casas y no tenían la menor gana de mostrar compasión en un día tan frío y desagradable de diciembre. Pero los conductores tenían que verlos, una farola solitaria estaba colocada junto al pequeño cobertizo de la parada de autobús. Se hizo el silencio, una pequeña pausa en el tráfico constante aunque no demasiado abundante. A lo lejos vio los faros de un coche que se acercaba hacia ellos. Daba la impresión de respetar el límite de velocidad de 70 kilómetros por hora, a diferencia de todos los demás, y llevaba detrás una fila de cuatro coches impacientes y demasiado pegados.
Se pegó un verdadero susto. La luz del cobertizo iluminó durante un segundo al conductor del coche que pasaba. Miró con especial atención porque había hecho una apuesta consigo mismo: Laque conducía tan despacio tenía que ser una mujer. No lo era. Era Peter Strup.
Pasaron unos segundos antes de que las consecuencias de lo que había visto alcanzaran la zona correcta de su cerebro. Pero fue sólo un momento. Se sobrepuso del shock y salió corriendo hacia el coche con el capó abierto, parecía un lucio entre los juncos.
– Peter Strup -chilló-. ¡Peter Strup acaba de pasar en un coche!
Hanne se levantó bruscamente y se golpeó la cabeza contra el capó, pero ni siquiera se dio cuenta.
– ¡Qué dices! -exclamó, aunque lo había oído perfectamente.
– ¡Peter Strup! ¡Acaba de pasar en un coche! ¡Ahora mismo, justo ahora!
Todas las piezas encajaron a tal velocidad que les resultó difícil entenderlo, aunque ahora la imagen de conjunto se presentaba ante ellos con la claridad de un día de primavera frío y soleado. Hanne se puso furiosa consigo misma. El hombre había estado todo el rato bajo sospecha. Era la alternativa más obvia, en realidad la única. ¿Por qué no había querido verlo? ¿Habría sido por la impecable vida de Strup? ¿Por su correcto comportamiento, por las fotos de las revistas, por su longevo matrimonio y sus fantásticos hijos? ¿Habría hecho todo aquello que su intuición frenara la sospecha más lógica? Su cerebro le estaba diciendo que era él, pero su instinto policial, su maldito instinto que tanto le halagaban, había protestado.
– Mierda -dijo en voz baja, y cerró el capó de un golpetazo-. So much for my damned instincts. -Ni siquiera había interrogado al tipo, menuda puta mierda-. Para un coche -le gritó a Håkon.
Él siguió la orden y se situó junto a la carretera y empezó a agitar los brazos. Ella, por su parte, se metió en su maldito coche estropeado para coger la ropa de abrigo, el tabaco y el monedero, y luego se aseguró de que quedaba cerrado. A continuación se situó junto a Håkon, que parecía aterrorizado.
Ni un solo coche hizo ademán de parar. O bien seguían a toda velocidad sin dejar que les afectaran las dos personas que brincaban y agitaban los brazos junto a la carretera, o bien los sorteaban a pocos centímetros de distancia, o bien les pitaban expresando su reproche y pasaban trazando un suave arco.
Cuando hubieron pasado más de veinte coches, Håkon estuvo a punto de derrumbarse y Hanne entendió que había que hacer algo. Ponerse en medio de la carretera era mortalmente peligroso, así que eso quedaba descartado. Si llamaban pidiendo ayuda podría ser demasiado tarde. Echó un vistazo a la casa a oscuras. Parecía estar encogida y ser discreta, con los ojos cerrados, como si intentara disculparse por la inconveniencia de su ubicación a sólo veinte metros de la carretera E-18. No se veía ningún coche aparcado.
Salió corriendo hacia el edificio. La pequeña construcción al otro lado de la casa, que apenas se veía desde la carretera, podía ser un garaje. Håkon no tenía claro si esperaba que él siguiera intentando parar algún automóvil, pero se arriesgó a seguirla y no oyó protestas.
– Llama al timbre, para ver si hay alguien -le gritó mientras ella tiraba de la puerta de la pequeña construcción.
No estaba cerrada.
Dentro no había ningún coche. Pero sí una motocicleta. Una Yamaha FJ, de 1.200 metros cúbicos. El modelo del año. Con frenos ABS.
Wilhelmsen despreciaba los cacharros. Motos sólo eran las Harley, lo demás no eran más que medios de transporte de dos ruedas. A excepción de las Motoguzzi, tal vez, aunque fueran europeas. A pesar de todo, en su fuero interno siempre había sentido cierta atracción hacia las motos japonesas, con su aire de carreras urbanas, sobre todo hacia las FJ.
Parecía estar en condiciones de ser conducida, aunque le habían sacado la batería. Estaban en diciembre, así que era probable que la moto llevara como mínimo tres meses parada. Encontró la batería sobre un periódico, limpia y almacenada para el invierno, tal y como suele recomendarse. Agarró un destornillador y conectó los polos. Saltaron chispas y, unos segundos después, la punta del fino metal empezó a brillar un poco. Había la corriente suficiente.
– No hay nadie en la casa -dijo Håkon jadeando desde la puerta.
Sobre los estantes había muchas herramientas, prácticamente las mismas que tenía ella en el sótano de su casa. Encontró enseguida lo que necesitaba y la batería estuvo instalada en tiempo récord. Luego vaciló un instante.
– En sentido estricto esto es un robo.
– No, es derecho de emergencia.
– ¿Legítima defensa?
No acababa de entenderlo y pensaba que Håkon se había expresado mal por la agitación.
– No, derecho de emergencia. Luego te lo explicó.
«Si es que alguna vez tengo la oportunidad», pensó.
Aunque le partía el alma tener que destrozar una moto nueva, no le llevó más de unos segundos hacerle un puente. De un fuerte tirón, partió el bloqueo del volante. El motor zumbaba de modo constante y prometedor. Buscó el casco por el cobertizo, pero no estaba allí. Era natural, probablemente en el interior de la casa cerrada hubiera un par de cascos caros, unos BMW o unos Shoei. ¿Deberían forzar la puerta de la casa? ¿Les quedaba tiempo?
No. Tendrían que ir sin casco. En un rincón, unas gafas de slalom colgaban de un gancho, junto a cuatro pares de esquís alpinos amarrados a la pared. Tendría que bastar. Se montó en la motocicleta y la sacó al exterior.
– ¿Has montado alguna vez en moto? -Håkon no respondió, se limitó a menear elocuentemente la cabeza-. Escucha: cógeme la cintura con los brazos y haz lo que haga yo. Sientas lo que sientas, no tienes que inclinarte hacia el lado contrario. ¿Lo has entendido?
Esta vez él asintió y, mientras ella se ponía las gafas, se montó en la moto y la agarró tan firmemente como le fue posible. La sujetaba tan fuerte que ella tuvo que soltarse un poco antes de salir bramando con la moto hacia la carretera.
Håkon estaba aterrorizado y no decía nada, pero hacía lo que ella le había dicho. Para paliar el miedo, cerró los ojos e intentó pensar en otra cosa. No era fácil. El ruido era extremo y tenía muchísimo frío.
Wilhelmsen también. Sus guantes, sus propios guantes de paseo, estaban ya empapados y helados. Aun así era mejor llevarlos puestos, al menos le proporcionaban cierta protección. Las gafas también eran de cierta ayuda, aunque no de mucha. Tenía que limpiárselas constantemente con la mano izquierda. Miró de refilón el reloj digital que tenía ante sí. No les había dado tiempo a ponerlo en hora antes de salir, pero al menos sabía que hacía un cuarto de hora que habían salido; en ese momento había marcado las diez menos veinticinco.
Quizá se les estuviera acabando el tiempo.
El viejo constató que lo recordaba bien. Sólo había una carretera hacia Ula. Aunque estaba asfaltada, era estrecha y no invitaba a ir rápido. En una pronunciada curva, encontró una carreterita que se metía en un boscaje tupido. El coche avanzó algunos metros dando tumbos. En una pequeña pradera, encontró sitio para dar la vuelta al coche. La helada había endurecido la tierra y facilitaba la maniobra. Poco después tenía el morro del coche apuntando hacia la carretera. Estaba bien oculto, al mismo tiempo que, a través de un claro, podía ver los coches que llegaran. Tenía la radio puesta con el sonido bajo y, dadas las circunstancias, estaba bastante cómodo. Suponía que reconocería el Volvo de Lavik. Sólo tenía que esperar.
Karen también estaba escuchando la radio. Era un programa para camioneros, pero la música no estaba mal. Por séptima vez empezó a leer el libro que tenía en el regazo, el Ulises, de James Joyce. Nunca había pasado de la página cincuenta, pero esta vez lo iba a conseguir.
En el amplio salón hacía calor, casi demasiado. El perro ladró y ella abrió la puerta para que saliera, pero no quiso, sino que continuó dando vueltas dando muestras de intranquilidad. Cuando Karen se hartó, lo riñó para que volviera a su sitio y al final el animal se tumbó, reticente, en un rincón, con la cabeza alzada y las orejas en guardia. Lo más probable era que hubiera olido a algún animalillo, o tal vez a un alce.
Pero lo que se ocultaba entre los arbustos no era ni un conejo ni un alce. Era un hombre que ya llevaba un rato allí tumbado. Aun así tenía calor. Estaba alterado y bien abrigado. No le había costado encontrar la cabaña, sólo una vez había escogido el camino de bosque erróneo, aunque se había dado cuenta bastante rápido. La cabaña de Karen Borg era la única que estaba en uso en esa época del año y había encontrado un buen sitio para esconder el coche a cinco minutos de distancia. Como un pequeño faro, la cabaña le había ido indicando el camino.
Tenía la cabeza y los brazos apoyados contra una lata de gasolina de diez litros. Aunque al llenarla había puesto cuidado para no derramar nada, el combustible le molestaba en la nariz. Entonces se levantó algo entumecido, agarró la lata y se encaminó agachado en dirección a la casa. Probablemente fuera innecesario porque el salón daba hacia el otro lado y tenía vistas sobre el mar. A la parte de atrás sólo daban las ventanas de dos dormitorios, que estaban a oscuras, y de un aseo en la entreplanta. Se palpó el pecho para asegurarse de que la llave inglesa estaba en su sitio, aunque sabía que estaba allí.
La puerta estaba abierta. Un obstáculo menos de lo previsto. Sonrió y bajó el pomo, infinitamente despacio. La puerta estaba en buen estado y no hizo ningún ruido cuando la abrió y entró.
El viejo miró el reloj. Debía llevar ya un buen rato ahí sentado. No había pasado ningún Volvo, sólo un Peugeot, dos Opel y un viejo Lada oscuro. La densidad del tráfico era mínima. Intentó estirarse un poco, pero no resultaba fácil, allí sentado dentro de un coche. No se atrevía a correr el riesgo de salir a estirar las piernas.
¡Qué locura! Una motocicleta pasó a mucha más velocidad de la recomendable en un camino tan malo. Dos personas iban montadas en ella y ninguno llevaba casco ni traje de motero. ¡Y en aquella época del año! Se estremeció/tenía que hacer muchísimo frío. La moto patinó en la curva y, por un momento, temió que chocaran contra su coche, pero el conductor consiguió enderezar en el último momento, luego aceleró y desaparecieron. Una locura. Bostezó y volvió a mirar el reloj.
Karen había llegado a la página cinco. Suspiró. Era un buen libro, lo sabía porque lo había leído en muchos sitios, aunque a ella le resultaba tedioso. Aun así estaba decidida, pero eso no impedía que constantemente se le ocurrieran pequeñas tareas para interrumpirse a sí misma. Ahora quería más café.
El perro seguía inquieto. Lo mejor era que no saliera, en dos ocasiones anteriores había desaparecido durante más de un día persiguiendo a algún conejo. Era curioso porque no era un perro de caza, pero ese instinto debían de tenerlo todos los perros.
De pronto oyó algo y se giró hacia el bóxer. El animal permanecía inmóvil y, aunque había dejado de gimotear, tenía la cabeza ladeada y las orejas alzadas. Una ligera vibración recorría al perro. Karen comprendió que él también había oído algo, algo que había sonado abajo.
Se dirigió a las escaleras.
– ¿Hola?
Qué ridículo, por supuesto que no había nadie. Se quedó inmóvil durante unos segundos, después se encogió de hombros y se giró para volver.
– Quieto -le ordenó severamente al perro al ver que se estaba levantando.
Luego escuchó los pasos detrás de ella y se giró sobre el talón. En un momento de incredulidad vio la figura que subía corriendo los quince escalones. Aunque tenía el gorro bien calado sobre los ojos, se dio cuenta de quién era.
– Jørgen La…
Pero no tuvo tiempo de acabar. La llave inglesa la alcanzó justo encima del ojo y cayó al suelo, inconsciente.
El perro se volvió loco. Se abalanzó sobre el intruso entre ladridos y gruñidos furiosos, y saltó sobre el pecho del hombre. Consiguió agarrarse a la chaqueta con la mandíbula, aunque la perdió cuando el hombre hizo unos convulsos movimientos con el tronco. No obstante, el perro no se rindió. Se aferró fuertemente al antebrazo del abogado y esta vez no se pudo soltar. Sentía un dolor terrible y, con las enormes fuerzas que le confería aquel dolor, consiguió levantar al perro del suelo, pero no sirvió de mucho. Se le había caído la llave inglesa, había caído al suelo y se arriesgó a dejar que la bestia volviera a hacer pie. No debería haberlo hecho, porque el perro lo soltó durante un segundo, pero sólo para agarrarse mejor un poco más arriba, donde le dolía aún más. El dolor estaba empezando a nublarle la vista y sabía que andaba mal de tiempo. Al final consiguió coger la llave inglesa y asestó un golpe mortal en el cráneo del perro enloquecido, que aun así no lo soltó. Estaba muerto y colgaba agarrado por su último mordisco. Al abogado le llevó casi un minuto desprender el brazo de las poderosas mandíbulas. Sangraba como un cerdo. Con los ojos llenos de lágrimas echó un vistazo por la habitación y vio unas toallas Verdes que colgaban de un gancho, en el rincón donde estaba instalada la cocina. Se apresuró a hacerse un torniquete provisional y lo cierto es que empezó a dolerle menos, aunque sabía que el dolor regresaría con brutalidad. Mierda.
Bajó corriendo a la planta baja y abrió la lata de gasolina. Fue distribuyendo el contenido sistemáticamente por la cabaña. Le sorprendió lo mucho que daban de sí diez litros. Al poco rato, toda la casa apestaba a gasolinera vieja y la lata estaba vacía.
¡Robar algo! Tenía que conseguir que pareciera un robo. ¿Por qué no había pensado en eso? No traía nada en lo que transportar cosas, pero seguro que había una mochila en algún lado. Abajo. Seguro que estaba abajo. Había visto allí cosas de deporte. Bajó otra vez corriendo.
Karen no entendía qué era lo que sabía tan mal. Lo saboreó un poco. Debía de ser sangre, seguramente la suya. Quería volverse a dormir… No, tenía que abrir los ojos. ¿Por qué? Le dolía muchísimo la cabeza. Lo mejor era volverse a dormir. Olía fatal. ¿Olía así la sangre? No, era gasolina, pensó e intentó sonreír por lo lista que era. Gasolina. Intentó de nuevo abrir los ojos, pero le fue imposible. Tal vez debería intentarlo otra vez. Quizá fuera más fácil si se giraba, aunque cuando probaba a hacerlo le dolía una barbaridad. Aun así consiguió ponerse casi boca abajo, aunque algo le impedía girarse del todo, algo cálido y suave. Cento. Su mano acarició despacio el cuerpo del animal. Lo entendió enseguida. Cento estaba muerto. De pronto abrió los ojos. La cabeza del perro estaba pegada a la suya, completamente destrozada. Desconsolada intentó ponerse en pie. A través de las pestañas ensangrentadas vio una figura masculina al otro lado de la ventana. Tenía la cara pegada al cristal y se protegía la cabeza con las manos para ver mejor.
«¿Qué está haciendo aquí Peter Strup?», alcanzó a pensar antes de volverse a desmayar y aterrizar suavemente sobre el cadáver del perro.
En la cabaña no había gran cosa de valor. Algunos objetos de adorno y tres candelabros de plata tendrían que bastar, porque la cubertería de los cajones de la cocina era de acero. Puede que no llegaran a darse cuenta de que faltaba algo. Si tenía suerte, toda la casa quedaría reducida a cenizas. Cerró la mochila, sacó las cerillas de su bolsillo y se dirigió hacia la ventana de la terraza.
En ese momento vio a Peter Strup.
En realidad aquella motocicleta no era la más indicada para el motocross. Además estaba helada y se daba cuenta de que, por aquel día, ya había consumido sus fuerzas y su capacidad de coordinación. Se detuvo a los pocos metros de tomar el camino del bosque y se bajó de la moto. Håkon no dijo una sola palabra. Suponía una pérdida de tiempo intentar usar el pie de la moto en aquel terreno tan irregular, así que intentó tumbarla con cuidado. A treinta centímetros del suelo se le cayó. El dueño se iba a poner hecho una furia. Ella le hubiera matado.
Corrieron por el camino tan rápido como pudieron, y eso no era muy deprisa. Al tomar una curva se pararon en seco. Una terrible luz naranja se vislumbraba a través del bosque, unos doscientos metros más adelante; las llamas parecían querer lamer la barriga del cielo sobre los árboles desnudos.
Tres segundos más tarde estaban corriendo de nuevo. Mucho más rápido esta vez.
Lavik no sabía exactamente qué hacer, pero su indecisión sólo duró unos segundos. Había lanzado tres cerillas a su alrededor y todas habían alcanzado su objetivo. Las llamas se extendieron a los pocos segundos. Percibió que Strup zarandeaba la puerta de la terraza, pero por suerte estaba cerrada. No era probable que el hombre se largara, tenía que haber visto a Karen Borg tirada en el suelo, era perfectamente visible desde fuera. ¿Se habría movido? Estaba seguro de que antes estaba tumbada boca arriba.
Posiblemente, Strup no lo había reconocido. Seguía llevando el gorro bien calado sobre la frente; además, la chaqueta tenía el cuello alto. No obstante, no podía correr el riesgo. La cuestión era qué consideraría Strup que era lo más importante: cogerle a él o salvar a Karen Borg. Lo último era más probable.
No tardó en decidirse, agarró la llave inglesa y salió corriendo hacia la puerta de la terraza. Fue evidente que Strup se llevó una sorpresa, pues soltó la puerta desde fuera, retrocedió tres pasos y debió de tropezar con una piedra o con un tronco, ya que se balanceó un poco antes de caer hacia atrás. Ésa era la oportunidad que Lavik necesitaba. Abrió la puerta. Entonces las llamas, que ya se habían agarrado a las paredes de la cabaña y a algunos de los muebles, se inflamaron violentamente.
Se abalanzó sobre el hombre que estaba tirado en el suelo, con la llave inglesa alzada para golpear. Un nanosegundo antes de alcanzarlo en la boca, Strup se escabulló. La llave inglesa continuó hacia el suelo y Lavik la soltó.
Entre el aturdimiento y el intento de recuperar el arma, no estuvo lo bastante en guardia. Strup se había situado a su lado y consiguió estamparle la rodilla en los genitales. No fue un golpe muy fuerte, pero él se plegó por la cintura y se olvidó de la llave inglesa. El dolor lo puso tan furioso que consiguió agarrar las piernas del otro justo en el momento en que éste había conseguido levantarse. Strup volvió a caer al suelo, aunque esta vez tenía los brazos libres y, mientras intentaba soltarse las piernas dando patadas al contrincante, consiguió meter la mano dentro de la chaqueta. El pataleo estaba teniendo resultados y sintió que acertó en la cara de Lavik. De pronto tenía las dos piernas libres. Se levantó y se dirigió dando tumbos hacia el boscaje veinte metros más allá. A sus espaldas oyó un berrido y se giró, completamente asustado.
El fiscal adjunto Håkon Sand y la subcomisaria Hanne Wilhelmsen llegaron justo a tiempo para ver a un hombre vestido de cazador, con una llave inglesa en la mano, abalanzándose sobre otro que ofrecía un aspecto más urbano. Impotentes se quedaron mirando con la respiración entrecortada.
– ¡Detente! -chilló Wilhelmsen en un vano intento de evitar la catástrofe, pero el cazador no se dio por aludido.
Distaban sólo tres metros cuando resonó el disparo. No sonó muy fuerte, sino breve, violento, y muy, muy nítido. La cara del hombre vestido con traje de cazador adquirió una curiosa expresión perfectamente perceptible a la luz de las llamas; dio la impresión de que le hacía gracia alguna travesura infantil que no acababa de creerse. La boca, que durante la carrera había permanecido abierta de par en par, se cerró en una leve sonrisa antes de dejar caer la herramienta y los brazos, luego se miró el pecho y se derrumbó.
Strup se giró hacia los dos policías y arrojó la pistola al suelo, en un gesto abierto y tranquilizador.
– Ella sigue dentro -gritó señalando la cabaña en llamas.
Håkon no pensó en nada. Se lanzó hacia la puerta de la terraza y, sin siquiera oír los gritos de advertencia de los otros dos, entró en la habitación ardiendo. Iba tan deprisa que no consiguió parar hasta que estaba en medio del salón en donde, por ahora, sólo ardía la punta de una alfombra. El calor era tan intenso que sintió como la piel de la cara empezaba a tensarse.
Era ligera como una pluma, o tal vez él era tan fuerte como un toro. No le llevó más que unos segundos subirla sobre sus hombros, al modo en que lo hacen los bomberos de verdad. En el momento en que se giró para volver por donde había venido, resonó la explosión, fue un estallido ensordecedor. Las ventanas panorámicas habían hecho lo que habían podido para resistirse al calor, pero al final habían tenido que rendirse. La potencia de la corriente proveniente del exterior hizo que el estruendo de las llamas se volviera casi insoportable; no había manera de salir de allí, al menos por ese lado. Se giró despacio, como un helicóptero, con Karen como malograda hélice muerta. El calor y el humo le dificultaban la visión. La escalera estaba ardiendo.
Pero ¿quizá no con tanta fuerza como el resto? No tenía elección. Inspiró profundamente, pero sólo consiguió provocarse un ataque de tos. Las llamas se habían agarrado ya a sus pantalones. Con un alarido de dolor, corrió escaleras abajo oyendo cómo la cabeza de Karen se golpeaba contra la pared por cada escalón.
El incendio había abierto la puerta del sótano. La alcanzó en un último esfuerzo y el aire fresco le proporcionó las fuerzas de más que le permitieron alejarse siete u ocho metros de la cabaña. Karen cayó al suelo y, antes de desmayarse, él alcanzó a constatar que sus perneras aún estaban en llamas.
Estaba siendo un fracaso considerable. Lavik podía haber llegado antes que él, aunque no era demasiado plausible, los asesinatos son más fáciles de cometer por la noche y en la oscuridad le resultaría más fácil deshacerse de los policías que le seguían.
Sin embargo, era muy aburrido esperarlo allí. Decidió correr el riesgo de bajarse del coche, no había pasado ningún vehículo después de los locos de la moto. Hacía un frío de perros, pero no llovía y la escarcha se extendía bajo sus pies. Estiró los brazos por encima de la cabeza.
Un débil resplandor rosa se reflejaba en las nubes bajas, más o menos a la altura de dónde pensaba que estaba Sandefjord. Se giró hacia Larvik y vio lo mismo. Sobre Ula, en cambio, la luz era más naranja y bastante más intensa. Además tuvo la sensación de ver humo. Miró con detenimiento en dirección a la casa. ¡Estaba ardiendo!
Mierda, Lavik tenía que haber llegado antes que él, ¿o tal vez no hubiera ido en el Volvo? Probablemente había usado otro coche, para engañar a la Policía. Intentó recordar las marcas que habían pasado por el camino. Un par de Opel y un Renault. O tal vez hubiera sido un Peugeot. Daba igual. El incendio no podía ser casual. Vaya manera de quitarle la vida a alguien. Debía de haberse vuelto loco.
Era probable que fuera ya demasiado tarde. Le iba a resultar muy difícil pillar a Lavik. El incendio era ya tan visible que alguien, necesariamente, tendría que verlo y avisar a los bomberos. Al cabo de pocos minutos, el lugar estaría lleno de coches rojos y de bomberos.
Pero no se pudo contener. Se volvió a meter en el coche, metió la marcha y condujo despacio hacia la enorme hoguera.
– La ambulancia es lo más importante. Lo más importante.
Hanne le devolvió el teléfono móvil a Strup, que se levantó y se lo metió en el bolsillo.
– La que peor está es Karen Borg -constató el abogado-. Aunque la quemadura de tu fiscal adjunto tampoco tiene muy buena pinta. Y a ninguno de los dos les puede haber sentado muy bien tragar tanto humo.
Entre los dos habían conseguido trasladar los dos cuerpos inconscientes hacia el aparcamiento, donde estaba el coche de Karen. Hanne no había vacilado en usar una piedra para romper el cristal del conductor. Dentro del coche había una manta de lana y dos pequeños cojines, y estaba cubierto por una lona sobre la que tendieron a los dos heridos, no sin antes arrancar un trozo grande que llenaron con el agua helada de un riachuelo que pasaba por la parte baja del aparcamiento. Aunque el agua se volvía a salir, ambos creían que debía de tener cierto efecto calmante sobre la pierna destrozada de Håkon. El incendio de la cabaña calentaba hasta el aparcamiento. Hanne ya no tenía frío. Esperaba que los dos heridos tampoco estuvieran mal. La herida sobre el ojo de Karen no parecía peor que la que había tenido ella unas cuantas semanas antes. Era de esperar que eso se correspondiera con la fuerza del golpe. El pulso parecía constante, aunque un poco rápido. De un maletín de primeros auxilios que encontró en el coche, sacó una pomada con la que untó las feas quemaduras antes de cubrirlas con una venda húmeda. Pensó, abatida, que debía de ser como usar un jarabe para la tos contra una tuberculosis, pero aun así lo hizo. Ambos seguían inconscientes, eso no debía de ser buena señal.
Strup y Hanne se quedaron mirando las llamas, que parecían a punto de saciarse. Era un espectáculo fascinante. Toda la planta alta había desaparecido, pero la planta baja era más difícil de digerir, estaba construida principalmente con ladrillo y hormigón, aunque debía de contener bastante madera, pues a pesar de que las llamas no se alzaban ya tanto hacia el cielo, aún seguían bastante ajetreadas. Por fin oyeron en la lejanía las sirenas, desdeñosas, como si los coches rojos quisieran tomarle el pelo a la cabaña moribunda anunciándole su llegada, aunque fuera demasiado tarde.
– Supongo que tuviste que matarlo -dijo Hanne sin mirar al hombre que tenía a su lado.
Él suspiró profundamente y le pegó una patada a la hierba congelada.
– Ya lo viste. Era él o yo. En ese sentido tengo la suerte de tener testigos.
Era verdad, un caso clásico de legítima defensa. Lavik estaba muerto antes de que Hanne llegara hasta él. El disparo lo había alcanzado en medio del pecho, así que debía de haber afectado a algún órgano vital. Curiosamente no había sangrado demasiado. Lo había arrastrado un poco más lejos de la pared de la cabaña, no tenía sentido incinerar al tipo de inmediato.
– ¿Qué haces aquí?
– En estos momentos estoy aquí porque me has detenido. No hubiera sido muy cortés largarme en estas circunstancias.
Habían pasado demasiadas cosas aquel día como para que tuviera fuerzas para sonreír. Lo intentó, pero no salió más que un gesto poco bonito en torno a su boca. En vez de seguir preguntando, lo miró con las cejas algo levantar.
– No tengo por qué contar la razón por la que vine -dijo él con calma-. No tengo ninguna objeción contra que me detengas ahora. He matado a un hombre y hay que interrogarme. Contaré todo lo que me ha pasado esta noche, pero nada más. No puedo, y tampoco quiero. Probablemente has estado pensando que yo tenía algo que ver con la organización de la que se ha estado hablando. Tal vez aún lo creas. -La miró para que confirmara o negara su afirmación, pero Wilhelmsen no movió un músculo-. Sólo puedo decirte que te equivocas, pero que he tenido mis sospechas sobre lo que estaba pasando. En tanto que antiguo jefe de Jørgen Lavik y como alguien que siente cierta responsabilidad hacia el gremio de los abogados y…
Se interrumpió, como si de pronto pensara que había dicho demasiado. Un ligero gemido de uno de los heridos a sus espaldas les hizo girarse. Era Håkon, que hacía ademán de levantarse. Hanne se puso de cuclillas junto a su cabeza.
– ¿Te duele mucho?
Bastaron un leve movimiento de la cabeza y una mueca. Le acarició con cuidado el pelo, lo tenía chamuscado y olía a quemado. La sirena de la ambulancia se oyó más fuerte y se desvaneció en un aullido ahogado en el momento en que el coche rojo y blanco se detuvo junto a ellos. Detrás venían los dos coches de bomberos, que eran demasiado grandes como para subir hasta arriba.
– Todo va a ir bien -le prometió en el momento en que dos hombres fornidos lo colocaban con cuidado sobre una camilla y lo metían en el coche-. Ahora va a ir todo bien.
El hombre de pelo grisáceo ya había visto bastante. Era evidente que Lavik estaba muerto, yacía solo y sin vigilancia sobre la hierba. Con respecto a los dos que estaban en el aparcamiento no estaba tan seguro. Le daba igual. Su problema estaba solucionado. Retrocedió de espaldas hacia el bosque y se detuvo para encender un cigarro cuando estaba a suficiente distancia. El humo le irritó los pulmones, en realidad hacía años que había dejado de fumar, pero ésta era una ocasión especial.
«Debería haber sido un puro», pensó al llegar al coche y apagar la colilla como pudo en la hierba marrón. «¡Un Habana enorme!»
Sonrió de oreja a oreja y se encaminó hacia Oslo.