Martes, 29 de septiembre

Karen Borg había pasado una noche intranquila, lo que hasta cierto punto era habitual. Por la noche siempre tenía sueño y se quedaba dormida a los pocos minutos de acostarse. El problema era que luego se volvía a despertar, por lo general hacia las cinco de la mañana. Estaba cansada y tenía la cabeza embotada, pero era incapaz de volver a gatas al reino de los sueños. De noche todos los problemas se tornaban enormes, incluso aquellos que por el día no eran más que sombras incómodas, y a veces ni eso. Cosas que le resultaba fácil minimizar durante el día, como inconvenientes que solventaba como tal cosa, poco peligrosos y carentes de interés, en el tránsito de la noche al día se convertían en fantasmas que le atenazaban y arrojaban sombra sobre todo lo demás. Con demasiada frecuencia se quedaba dando vueltas en la cama hasta que, sobre las seis y media, caía desmayada y conseguía echarse una cabezadita inservible hasta que, media hora más tarde, el despertador la sacaba a rastras del sueño.

Aquella noche se había despertado a las dos de la mañana, empapada en sudor. Iba montada en un avión sin suelo; todos los pasajeros tenían que hacer equilibrios sobre unos pequeños salientes que asomaban del cuerpo del avión, sin cinturones de seguridad. Después de aferrarse al aparato hasta acabar exhausta, el avión había empezado a trazar un marcado arco hacia la tierra. Se despertó en el momento en que se estrellaban contra el suelo. Se decía que los sueños sobre aviones estrellados eran señal de falta de control sobre la existencia. No tenía la sensación de que ése fuera su caso.

Era un magnífico día de otoño. Llevaba una semana lloviendo a cántaros, pero esa noche la temperatura había subido hasta los quince grados y el sol había hecho un enorme esfuerzo para recordar que, al fin y al cabo, el verano no quedaba tan lejos. Los árboles de la plaza de Olaf Ryes estaban ya de color amarillo-rojizo, y la luz era tan deslumbrante que incluso los pakistaníes parecían un poco pálidos en el momento que sacaban a la calle los productos de sus tiendecitas y de sus puestos. La calle Tofte retumbaba por la densidad del tráfico, pero, a pesar de todo, el aire resultaba sorprendentemente fresco y limpio.

Cinco años antes, cuando Karen se convirtió en la socia más joven de Greverud & Co, además de la única mujer, Nils y Karen habían hablado de la posibilidad de abandonar el barrio de Grünerløkka. Sin duda se lo podían permitir; el barrio no había evolucionado en la dirección en que esperaba todo el mundo cuando ella, siendo estudiante, se las había ingeniado para hacerse con un piso de 30 metros cuadrados en un edificio ruinoso que poco después fue salvado por la campaña de renovación de Oslo. La salvación, por decirlo suavemente, había consistido en una reforma deleznable a un precio descabellado. Como consecuencia, los gastos de comunidad se quintuplicaron en tres años; los menos acomodados tuvieron que mudarse y, si no hubiera sido porque a los acreedores no les convenía declarar la comunidad de vecinos en quiebra, las cosas hubieran ido muy mal. Sin embargo, Karen vendió el piso a tiempo, justo antes de la gran caída del precio de la vivienda en 1987, y había salido del asunto con suficientes recursos económicos para hacerse con una nueva vivienda: un ático en el edificio contiguo. Éste se había librado del plan de renovación porque los propios inquilinos se habían encargado de llevar a cabo las reformas que exigía el Ayuntamiento en esa zona.

Karen y Nils se plantearon seriamente mudarse del barrio, pero algunos años atrás, en una maravillosa noche de sábado, habían analizado sus propios motivos. Hicieron una lista con los pros y los contras, como si tuvieran que responder a un examen de selectividad. Al final llegaron a la conclusión de que era mejor usar el dinero para ampliar su pequeño apartamento y de paso reforzaron las finanzas de la comunidad de vecinos al comprar el resto de la planta del ático, de casi 200 metros cuadrados. Cuando estuvo acabado, se había convertido en un piso magnífico, y caro. Nunca se habían arrepentido. Después de que ambos, de forma sorprendentemente serena, hubieran asumido que nunca iban a tener hijos, una especie de reconocimiento silencioso que había surgido entre ellos después de que llevaran cuatro o cinco años sin usar medios anticonceptivos sin que eso tuviera la menor consecuencia, empezaron a olvidar todas las objeciones que sus amigos ponían al contaminado centro de Oslo. Tenían una azotea, una piscina jacuzzi y una barbacoa, se libraban de las labores de jardinería y podían darse un paseo hasta el cine más cercano sin llegar a cansarse. Tenían coche, un Ford Sierra que compraron de segunda mano pensando que era una tontería gastar mucho dinero en un coche que iba a estar aparcado al aire libre, pero por lo general iban en tranvía o a pie.

Karen se había criado en Kalfaret, un barrio bueno de Bergen. Tuvo una infancia marcada por el sofisticado servicio de vigilancia de las amas de casa, agentes que se asomaban por detrás de las cortinas, siempre perfectamente informadas del más mínimo detalle sobre todo el mundo, desde los suelos sin lavar hasta las relaciones extramatrimoniales. Un par de veces al año, cuando pasaba unos días en casa de sus padres, siempre la embargaba una claustrofobia insoportable que no acababa de entender, sobre todo porque nunca había tenido nada que ocultar.

Por eso, para ella, Grünerløkka era un lugar de libertad. Se habían quedado allí, y no tenían la menor intención de irse.

Se detuvo ante el pequeño quiosco cuya puerta daba a la parada del tranvía. La prensa amarilla se agolpaba ante ella.

«Brutal asesinato vinculado al mundo de la droga asola a la Policía.»

El titular del periódico Dagbladet llamó su atención. Agarró un ejemplar, entró en la tiendecita leyéndolo y lanzó siete coronas sobre el mostrador sin mirar al vendedor. Cuando salió, el tranvía acababa de llegar. Marcó su bonobús y se sentó en un asiento plegable que estaba libre. La portada remitía a la página cinco. Debajo de una foto del cadáver que ella misma había encontrado apenas cuatro días antes, el texto informaba de que «el brutal asesinato de un hombre de unos treinta años, no identificado hasta ahora, responde a un ajuste de cuentas por asuntos de drogas, según la policía».

No se indicaban las fuentes, pero la historia coincidía inquietantemente con lo que le había contado Sand.

Estaba cabreada. Håkon había recalcado que lo que hablaran entre ellos no debía salir de allí. Por otro lado era una advertencia por completo superflua, poca gente le gustaba menos a Karen Borg que los periodistas. Por eso la irritaba aún más la dejadez de la Policía.

Pensó en su cliente. ¿Vería los periódicos en el calabozo? No, había aceptado la prohibición de recibir cartas y visitas, y Karen creía recordar que eso implicaba también la prohibición de periódicos, televisión y radio. Pero no estaba segura.

«Esto tiene que asustarlo aún más», pensó, y luego se abstrajo con el resto del periódico mientras el tranvía traqueteaba a través de las calles de la ciudad, al modo de los tranvías modernos.

En la otra punta de la ciudad un hombre tenía miedo a morir.

Hans A. Olsen era tan ordinario como su propio nombre. El aire inconfundible de la ingesta abusiva de alcohol durante un número excesivo de años había hecho estragos en su rostro. Su pálida piel grisácea era grasienta, con los profundos poros bien visibles, y nunca parecía seca del todo. En esos momentos sudaba con fuerza y aparentaba más de los cuarenta y dos años que tenía. La amargura había colaborado con el abuso del alcohol y había proporcionado a su cara un aire descontento y furibundo.

Hans A. Olsen era abogado. Al comienzo de sus estudios había mostrado prometedores modales y por eso había tenido algunos amigos. Sin embargo, la infancia en un ambiente pietista al sudoeste del país había encadenado fuertemente toda la voluptuosidad y alegría de vivir que alguna vez hubiera tenido. Había perdido la fe de su infancia a los pocos meses de llegar a la capital, pero el joven no había encontrado nada con lo que sustituirla. Nunca se había librado del todo de la imagen de un dios vengativo e implacable, y el desgarro entre su yo primitivo y el sueño sobre una época de estudios repleta de vino, mujeres y logros académicos no había tardado en llevarlo a buscar consuelo en las tentaciones de la gran ciudad. Ya en aquellos tiempos, sus compañeros de estudios afirmaban que Hans A. Olsen nunca había usado sus órganos sexuales más que para mear. Era una verdad a medias. El chico aprendió pronto que el sexo se puede comprar. Su falta de encanto y su inseguridad habían hecho que no tardara en comprender que las mujeres no eran lo suyo, así que había frecuentado la zona del Ayuntamiento y acumulado mucha más experiencia de la que le atribuían sus compañeros.

El consumo de alcohol, que aumentó a tal velocidad que ya a los veinticinco años se decía que era alcohólico -cosa que médicamente no era correcta-, le impidió licenciarse con los resultados que hubieran correspondido a un talento original. Se licenció en Derecho con un expediente medio y encontró trabajo en el Ministerio de Agricultura. Permaneció allí durante cuatro años, antes de establecerse por su cuenta tras dos años de prácticas en un juzgado del norte de Noruega, un tiempo que recordaba con horror y que no consideraba más que un mal necesario en el camino hacia la habilitación y la libertad que sentía haber estado siempre buscando.

Después encontró a otros tres abogados que tenían un espacio libre en el despacho que compartían y que llegaron a la conclusión de que era un hombre retraído y difícil, con una furia incontrolable. Sin embargo, lo aceptaron tal y como era, en gran medida porque, a diferencia de los demás, siempre y sin excepción estaba al día en el pago del alquiler y el resto de los gastos comunes, aunque sus compañeros lo atribuyeran más bien a su ínfimo gasto de dinero que a sus capacidades de ganarlo. Hans A. Olsen era simple y llanamente tacaño. Tenía debilidad por los trajes grises; poseía tres. Dos de ellos tenían más de seis años, y se notaba. Ninguno de sus colegas lo había visto jamás vestido de otra manera. Usaba el dinero en una sola cosa: alcohol.

Para sorpresa de todos, durante un breve periodo había florecido. El asombroso giro de su vida se manifestó en que se lavaba el pelo con más frecuencia, en que empezó a usar un after shave de lujo -que durante un rato ocultaba el olor gris y desaliñado de su cuerpo, que también impregnaba su despacho- y en que una mañana apareció con unos zapatos italianos que, en opinión de la secretaria, eran muy elegantes. La causa de la transformación fue una mujer que estaba dispuesta a casarse con él. La ceremonia tuvo lugar a las tres semanas de que se conocieran, cosa que en realidad implicaba unas cincuenta cervezas en el Gamla.

La mujer era más fea que el demonio, pero quienes la conocían decían que era buena, inteligente y cálida. Era diácono, pero eso no había supuesto ningún impedimento en el corto camino hacia su divorcio y ruptura definitiva.

Sin embargo, Hans A. Olsen tenía un punto fuerte: los criminales se entusiasmaban con él. Se esforzaba por sus clientes como pocos. Al tener sentimientos tan fuertes hacia ellos, detestaba a la Policía, la odiaba sin restricciones y nunca lo ocultaba. Su furia incontrolable había irritado a incontables miembros de la Policía judicial durante el transcurso de los años y como consecuencia sus clientes permanecían en prisión preventiva durante mucho más tiempo que la media. Olsen odiaba a la Policía, y ésta lo odiaba a él. Como es natural, eso afectaba a los prisioneros a los cuales representaba.

En aquel momento, Hans A. Olsen estaba muerto de miedo. El hombre que tenía ante él lo apuntaba con una pistola que sus escasos conocimientos sobre armas le impedían identificar. Pero parecía peligrosa, y había visto suficientes películas como para reconocer el silenciador.

– Has cometido una enorme tontería, Hansa -dijo el hombre de la pistola.

Hans A. Olsen odiaba el sobrenombre de Hansa, aunque fuera consecuencia natural de que siempre se presentara con la «a» intercalada.

– Sólo quería comentar el asunto contigo -gimoteó el abogado desde el sillón orejero en el que le habían ordenado que se sentara.

– Tenemos un acuerdo inviolable, Hansa -dijo el otro tipo, con la voz exageradamente controlada-. Aquí no se retira nadie. Y nadie va a dar el chivatazo. Tenemos que ir sobre seguro. Tienes que recordar siempre que no se trata sólo de nosotros. Sabes lo que está en juego y nunca antes has tenido inconvenientes. Lo que me dijiste ayer por teléfono, Hansa, eran puras amenazas. No podemos aceptar las amenazas. Si se derrumba uno, se derrumban todos, y no nos lo podemos permitir, Hansa. Tú lo entiendes.

– ¡Tengo documentos!

Fue un último intento desesperado de aferrarse a la vida. De pronto se extendió por la habitación el olor inconfundible de los excrementos y la orina.

– No tienes ningún documento, Hansa. Los dos lo sabemos. En todo caso, tengo que correr el riesgo.

El disparo sonó como una tosecilla medio ahogada. La bala alcanzó al abogado en medio de la nariz, que se deformó por completo en el momento en que el proyectil se abrió paso por su cabeza y formó un cráter del tamaño de una castaña en la parte trasera. Rojo y gris salpicaron el pequeño tapete de ganchillo que cubría el respaldo del sillón; grandes manchas llegaron hasta la pared que estaba un metro por detrás.

El hombre de la pistola se quitó el guante de plástico de la mano derecha, se dirigió hacia la puerta y desapareció.

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