Martes, 3 de noviembre

Fredrick Myhreng estaba en plena forma. Mientras aún seguía con vida, Hans A. Olsen le había proporcionado un par de reportajes buenos a cambio de unas pocas cervezas en Gamla. El tipo corría detrás de los periodistas como los chiquillos detrás de los cascos de las botellas. A pesar de ello, Myhreng lo prefería muerto. Ahora contaba con la plena confianza del director del periódico y con tiempo libre para concentrarse en el caso de la mafia, además de recibir miradas de ánimo de los compañeros que entendían que el chico estaba a punto de hacerse su hueco.

– Contactos, ya sabes, contactos -respondía a la gente cuando le preguntaban.

Se encendió un cigarrillo y el humo se mezcló con el dióxido de carbono que, pesado como el plomo, flotaba tres metros por encima del asfalto. Se reclinó contra una farola y se subió las solapas de la cazadora de piel de borrego; se sentía como James Dean. Al inhalar, una brizna de tabaco acompañó al humo hasta las vías respiratorias, y le provocó una tos violenta. Los ojos se le llenaron de lágrimas y las gafas se empañaron, ya no veía nada, y James Dean había desaparecido, agitó la cabeza y abrió los ojos de par en par a fin de librarse del vaho.

Al otro lado del tráfico de la calle se encontraba el despacho de Jørgen Ulf Lavik. Una suntuosa placa de latón anunciaba que Lavik, Sastre & Villesen tenían su despacho en la tercera planta del espigado edificio de ladrillo de finales de siglo. Estaba muy céntrico, a tiro de piedra del juzgado. Extremadamente práctico.

Lavik le resultaba interesante. Myhreng había investigado ya a unas cuantas personas, había hecho llamadas de teléfono, había hojeado viejas declaraciones de la renta y había frecuentado las tabernas mostrándose muy jovial. Al comenzar tenía veinte nombres en el cuaderno, ya sólo le quedaban cinco. La selección había sido difícil y en gran medida dictada por el instinto. Lavik se destacaba y había terminado encabezando la lista, con su nombre subrayado. Gastaba tan poco dinero que resultaba sospechoso. Tal vez sólo fuera ahorrativo, pero ¿hasta ese punto? La vivienda y los coches podrían ser los de un asesor de nivel 31 de ingresos, y no tenía ni barco ni cabaña en el campo, a pesar de que su declaración de la renta demostraba que los últimos años las cosas le habían ido muy bien y que había ganado mucho dinero con un proyecto hotelero en Bangkok, proyecto en el que aún seguía implicado. Al parecer, resultó ser una inversión especialmente ventajosa para sus clientes noruegos y había generado nuevos proyectos en el extranjero, la mayoría de ellos con pingües beneficios tanto para los inversores como para el propio Lavik.

Como abogado defensor se podía decir que su éxito era considerable. En la bolsa de renombres tenía un valor medio-alto, su estadística de absoluciones resultaba convincente y no era fácil encontrar a nadie que hablara mal de él.

Myhreng no era demasiado inteligente, pero sí lo bastante listo como para fijarse en el abogado. Por otro lado, era ingenioso y estaba dotado de buena intuición, además de haberse formado con el director de un periódico local, un hombre más listo que el hambre y que sabía que el periodismo de investigación consistía en su mayor parte en tiros fallidos y trabajo duro.

– La verdad está siempre bien escondida, Fredrick, siempre bien escondida -le repetía el viejo periodista-. Hay que remover mucha mierda para encontrarla. Abrígate, no tires nunca la toalla y lávate a fondo cuando hayas acabado.

No podía hacerle daño mantener una charla con el abogado Lavik. Lo mejor era no tener cita, llegar de improviso. Apagó el cigarro, escupió y cruzó la calle haciendo zigzag entre los coches que pitaban y un camión sin carga.

La señora de la recepción era sorprendentemente fea. Era una mujer mayor que parecía la bibliotecaria de una película para adolescentes. Las recepcionistas deberían ser bellas y amables, ésta no lo era. Tuvo la impresión de que iba a reñirlo cuando tropezó en la puerta y casi entró de bruces en la habitación, pero para su sorpresa sonrió, aunque sus dientes eran anormalmente regulares y grisáceos y era evidente que llevaba dentadura postiza.

– Esa puerta está fatal -se quejó-. Lo he dicho mil veces. En realidad es un milagro que a nadie le haya pasado nada grave. ¿En qué puedo ayudar al señor?

Myhreng le dedicó su sonrisa irresistible-para-señoras-mayores, pero ella desenmascaró sus intenciones y su boca adquirió un aire severo, y se le formaron mil arrugas alrededor como pequeñas flechas enfadadas.

– Me gustaría hablar con el abogado Lavik -dijo Myhreng, sin quitarse la sonrisa malograda.

La señora hojeó en un libro, pero no lo encontró.

– ¿No tenía cita?

– No, pero la cosa tiene cierta importancia.

Myhreng dijo quién era y la boca de la señora se frunció aún más. Sin añadir palabra, la secretaria pulsó dos teclas en un teléfono. El abogado Lavik lo iba a recibir, pero tardaría unos minutos en estar disponible.

Tardó media hora.

El despacho de Lavik era grande y luminoso. Era una habitación cuadrada con suelo de parqué y en las paredes sólo había tres cuadros, con lo que la acústica era desagradable; hubiera resultado útil tener más adornos en las paredes. El escritorio estaba llamativamente ordenado, tan sólo contenía cuatro carpetas. Un enorme armario archivero de madera noble ocupaba uno de los rincones de la habitación, junto a una pequeña caja fuerte. La silla para los clientes era cómoda, pero Myhreng sabía que estaba comprada en Muebles A y que era más barata de lo que parecía, porque él tenía una igual. En la estantería no había gran cosa, así que el periodista supuso que el bufete contaba con una biblioteca. Sonrió al percatarse de que uno de los estantes estaba repleto de viejos libros juveniles, en envidiable estado de conservación, a juzgar por los lomos.

Volvió a presentarse. El abogado parecía tener curiosidad y era probable que el sudor sobre su labio se debiera a que el termostato no funcionaba. Myhreng también tenía calor y se tiró un poco del jersey de lana.

– ¿Esto es una entrevista? -preguntó el abogado, con mucha amabilidad.

– No, más bien se podría decir que es un pequeño interrogatorio.

– ¿Sobre qué?

– Sobre tu relación con Hansa Olsen y el asunto de drogas en el que la Policía cree que estaba implicado.

Hubiera jurado que el abogado Lavik reaccionó. Un rubor suave, casi invisible, asomó en su cuello y con el labio inferior succionó algunas de las gotas de sudor del superior.

– ¿Mi relación?

Sonrió, pero la sonrisa no le quedó muy bien.

– Sí, tu relación.

– ¡Pero si yo no tenía nada que ver con Olsen! ¿Estaba implicado en un asunto de drogas? ¿Implicado? Por tu periódico había creído entender que fue víctima de unos traficantes de drogas, no que estuviera implicado en algo…

– Por ahora, es todo lo que podemos afirmar, pero tenemos nuestras teorías. Y la Policía también, creo.

Lavik se había sobrepuesto. Volvió a sonreír, esta vez le quedó mejor.

– Bueno, estás errando mucho el tiro si me quieres relacionar a mí con todo eso. Apenas conocía a Olsen. He coincidido con él, por supuesto, por aquí y por allá, pero no se puede decir que lo conociera, en absoluto. Trágico, por cierto, morir de esa manera. ¿No tenía hijos?

– No, no tenía. ¿Dónde metes tu dinero, Lavik?

– ¿Mi dinero?

Parecía sinceramente perplejo.

– Sí, ganas un montón de dinero. Si los datos que has proporcionado a Hacienda son correctos: 1,4 millones el año pasado. ¿Dónde los has metido? -¡Eso no es asunto tuyo! Para serte franco, tengo la conciencia completamente tranquila a este respecto; cómo invierto el dinero que gano legalmente no es, en absoluto, asunto tuyo.

Se interrumpió de pronto, se le había acabado la paciencia. Miró el reloj y dijo que tenía que preparar una reunión.

– Pero tengo más cosas que preguntarte, Lavik, muchas, muchas cosas más -protestó el periodista.

– Pues yo no tengo más respuestas -dijo Lavik con decisión, se levantó y señaló la puerta.

– ¿Puedo volver otro día que te venga bien? -insistió Myhreng mientras cruzaba la habitación.

– Será mejor que llames antes. Soy un hombre muy ocupado -concluyó el abogado, y cerró la puerta.

Fredrick Myhreng estaba solo con la bibliotecaria. Se había contagiado de la actitud distante de su jefe y dio la impresión de que iba a negárselo cuando Myhreng pidió permiso para usar el servicio, pero al final accedió.

Al llegar se había fijado en una ventana con cristal ahumado situada a medio metro de la puerta de entrada, en el pasillo. Mientras esperaba había supuesto que debía de dar al servicio, pero no era exactamente así. Tras la puerta con un corazón de porcelana había una antesala con lavabo, mientras que el propio servicio estaba separado por una puerta con cerrojo. La sacudió un poco, pero en vez de entrar, sacó una navaja multiusos. Tenía tres destornilladores y no le resultó difícil aflojar los seis tornillos que sujetaban la ventana de cristal ahumado. Myhreng sabía lo suficiente de carpintería como para sonreír un poco al comprobar que la ventana estaba atornillada. Debería estar sujeta con masilla, si no acabaría atascándose. Aunque por ahora no había sucedido, quizá porque era una ventana interior y poco expuesta a la humedad. Se aseguró de que a los tornillos les quedaban un par de vueltas de rosca y tiró de la cadena. A continuación se lavó las manos y sonrió amablemente a la señora, que, en cambio, no se dignó a decirle adiós cuando salió del bufete. Él no se lo tomó a mal.

Ya era de noche. Hacía un frío tremendo, pero Myhreng no tenía prisa por entrar. Había empezado a inquietarse. Los ánimos desbordados de la mañana habían dado paso a una vacilación inquieta. En la Facultad de Periodismo no le habían enseñado nada sobre cómo entrar en casas ajenas u otras ilegalidades, más bien al contrario. Ni siquiera sabía por dónde empezar.

El edificio tenía oficinas en las tres primeras plantas y viviendas en las dos superiores, por lo que se podía deducir del telefonillo. En las películas, el ladrón solía llamar a todos los timbres y decir «Hi, it's]oe», con la esperanza de que alguien conociera a algún Joe y le abriera la puerta, pero dudaba de que eso funcionara. La puerta del portal estaba cerrada a cal y canto. Optó por la segunda mejor opción y sacó una palanca de hierro de su cazadora de cuero.

Fue bastante sencillo. Después de dos crujidos, la puerta cedió. Ni siquiera los pernios chirriaron cuando entornó la puerta lo bastante como para colarse hacia dentro. A la izquierda, tres lindos escalones conducían a otra puerta y ya habían echado sal contra las heladas de la noche. Myhreng estaba preparado para un nuevo obstáculo, pero, por si acaso, probó el pomo antes de arremeter contra ella con la barra de hierro. A alguien se le debía de haber olvidado echar la llave, pues la puerta se abrió. Le pilló tan por sorpresa que, sin querer, dio un paso hacia atrás, se quedó con el pie en el aire y gimoteó cuando alcanzó el suelo más tarde de lo que habían calculado sus reflejos. Pero aquello no disminuyó su alegría por lo bien que iba todo.

Subió las escaleras al doble de velocidad que unas pocas horas antes. Al llegar a la ventana ahumada se detuvo un rato para recuperar el aliento y para comprobar que nadie daba señales de haberlo descubierto, pero no se oía más que el pitido de sus propios oídos; al cabo de un minuto, sacó un bote de plastilina. Con cuidado pegó un poco de la masa contra el cristal y, con ayuda del pulgar, la fue introduciendo por el borde. No era fácil calcular cuánto podía apretar sin que el cristal se desprendiera, pero después de un rato le pareció suficiente y repitió la operación un poco más abajo con otro pedazo de plastilina. Una vez que la hubo extendido, apretó con fuerza. La ventana no se movió.

Había empezado a sudar y sentía la necesidad de quitarse la cazadora, que además dificultaba sus movimientos, así que tras un segundo intento se la quitó. Los dedos habían dejado profundas marcas en la masa de plástico, a pesar de los guantes. Al tercer intento empujó con todo el peso de su cuerpo y sintió cómo cedían los tornillos. Afortunadamente la ventana se desprendió primero por abajo. Entornó el marco al mismo tiempo que se colaba dentro de la pequeña habitación. La ventana estaba completamente suelta, pero entera. Recogió la cazadora antes de quitar la plastilina y volvió a colocar el cristal en su sitio.

Con mucha precaución abrió la puerta que daba al recibidor. Myhreng no era tan tonto como para no prever una alarma, aunque tal vez no fuera muy sofisticada. Sobre la ventana descubrió una cajita con una luz roja. Se tumbó boca abajo y se arrastró hasta la puerta del despacho de Lavik. Se había metido la linterna entre el cinturón y la espalda, y le iba raspando la piel en su torpe movimiento hacia delante. La puerta estaba abierta. Buscó con la luz de la linterna una caja de alarma como la del recibidor, pero no había, o al menos la linterna no la encontró. Asumió el riesgo y se levantó.

Como es natural, no sabía qué estaba buscando. No lo había pensado y se sintió bastante idiota al verse en un despacho al que no tenía acceso legal, cometiendo su primer delito sin meta ni intenciones claras. La caja fuerte estaba cerrada, cosa que no podía considerarse sospechosa. El armario archivero estaba abierto; fue sacando los cajones y encontrando carpetas de cartón, todas ellas con una pequeña pestaña en una esquina en la que aparecía un nombre escrito con letra elaborada pero clara. Los nombres no le dijeron nada.

El cajón del escritorio contenía lo que se podía esperar. Post-it amarillos, subrayadores rosa fosforito, un montón de bolígrafos y un par de lápices. Estaba todo clasificado en una bandeja con compartimentos para ese tipo de cosas, sujetada por los bordes del propio cajón. Levantó la bandeja, pero los documentos que había debajo carecían de interés: el catálogo de invierno de Star Tours, un bloc de folios con impresos para el cobro de honorarios, además de un cuaderno normal de papel cuadriculado. Colocó la bandeja en su sitio y cerró el cajón. Debajo había un armarito suelto con ruedas que también estaba cerrado.

Recorrió con los guantes la parte baja del escritorio. Era lisa y pulida, los dedos no toparon con nada en ningún sitio. Decepcionado, se giró hacia el armario archivero del rincón, se acercó a él, se agachó y comprobó la parte baja de la misma manera. Nada. Se tumbó en el suelo y lo recorrió sistemáticamente con la linterna.

Estuvo a punto de escapársele la llave, quizá porque no esperaba encontrar nada. El haz de luz ya se había desplazado cuando el cerebro registró lo que había visto y, a causa de la emoción, dejó caer la linterna. Quedó colocada de tal manera que seguía viendo la pequeña mancha oscura. La soltó y se levantó. Las farolas arrojaban una luz pálida dentro de la habitación, la suficiente como para que viera enseguida de qué se trataba. Una llave, bastante pequeña, había estado pegada con celo en la parte baja del armario.

Fredrick Myhreng sentía una felicidad desbordante. Estaba a punto de meterse la llave en el bolsillo cuando se le ocurrió una idea mucho mejor. Sacó un trozo de plastilina del bote que llevaba en el bolsillo, lo calentó contra la mejilla y la moldeó hasta tener dos trozos planos. Presionó la llave contra el primero de ellos durante un buen rato. Tuvo que quitarse los guantes para poder volver a sacarla sin estropear el molde. Después hizo exactamente lo mismo con el otro lado de la llave. Al final, marcó el grosor de la llave en la parte alta de uno de los moldes.

Pudo volver a usar el celo con el que había estado pegada y le pareció que la colocaba más o menos donde había estado antes. Se puso la chaqueta, se arrastró de vuelta por el mismo camino por el que había llegado y consiguió volver a atornillar el cristal de la ventana desde dentro, sin que quedaran marcas del destornillador. Pasó la mano rápidamente por el marco para eliminar cualquier astilla que hubiera quedado y permaneció un momento en la puerta que daba al recibidor tomando aire antes del gran salto. Contó hacia atrás desde diez; cuando llegó a cero, salió disparado hacia la puerta de entrada, la abrió, la cerró detrás de sí; estaba ya bajando las escaleras cuando se disparó la estridente alarma. Se encontraba a una manzana de distancia antes de que a nadie en el edificio le hubiera dado tiempo a ponerse las zapatillas.

«Van a comerse bastante la cabeza -pensó triunfalmente-. No hay señales de violencia, no falta nada, no se ha toca do nada. Sólo hay una puerta abierta.»

Myhreng se estaba acostumbrando a sentirse satisfecho d sí mismo, pero ahora se sentía mejor que nunca. Iba canturreando y medio corriendo, como un niño tras una travesura lograda. Alcanzó a coger el último tranvía a casa pegando un grito y con una sonrisa en la boca.

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