No tenía sensación de soledad, aunque tal vez sí la de estar solo. La voz femenina que emanaba del noticiero de las seis era agresiva y ordinaria, pero le servía de compañía. Había heredado la butaca de su abuela, era muy cómoda y por eso la usaba, pese a que la anciana se había reunido con el Señor estando sentada en el sillón en cuestión. Dos motas de sangre seguían manchando uno de los reposabrazos como resultado de un golpe que la mujer, al parecer, se había dado en la cabeza al sufrir un infarto. Eran imposibles de quitar, como si la abuela, desde su existencia inmaterial en el más allá, tratara obstinadamente de que prevaleciese su derecho de propiedad, cosa que provocaba en Håkon un sentimiento de ternura. La recordaba terca como una mula y los restos pálidos de sangre sobre la funda de terciopelo azul evocaban a la espléndida mujer que había ganado la guerra en solitario, que se había ocupado de todos los indefensos y abandonados, que había sido su heroína de la infancia y que le había convencido para que estudiara derecho a pesar de tener una cabeza bastante limitada para los libros.
El piso estaba amueblado con muy poco gusto, sin ninguna coherencia o intento de mantener un estilo homogéneo. Los colores se mataban, pero paradójicamente la vivienda transmitía amabilidad y calor hogareño. Cada objeto tenía su propia historia: había heredado algunas cosas, otras las había comprado en mercadillos, y los muebles del salón comedor los adquirió en IKEA. En suma, era un apartamento de hombre, aunque más limpio y recogido. Como hijo único de lavandera, aprendió pronto el oficio y le gustaban las labores domésticas.
El fiscal general del Estado lanzaba duros ataques contra la prensa por el modo en que cubría los procesos criminales y la locutora tenía problemas para moderar la tertulia y conducir a los propios tertulianos, mientras que Håkon seguía el debate con los ojos cerrados y escaso interés. «Sea como sea, la prensa nunca se deja gobernar», pensó. Estaba a punto de dormirse cuando sonó el teléfono.
Era Karen. Podía oír el eco de su propio zumbido de oídos en el aparato. Intentó en vano tragar saliva, una y otra vez, pero tenía la boca seca como en un día de resaca.
Se saludaron, pero ahí quedó la cosa. Era incómodo permanecer mudo en un teléfono silencioso, así que, para llenar el vacío, Håkon carraspeó de modo algo forzado.
– Estoy sola en casa -dijo Karen finalmente-. ¿Te apetece pasarte por aquí? -Y como para justificar que deseaba compañía añadió-. Tengo miedo.
– ¿Y Nils?
– En un cursillo. Puedo preparar algo rico para cenar, tengo vino y podemos hablar del caso y de los viejos tiempos.
Estaba dispuesto a hablar con ella de lo que fuese, estaba encantado, feliz, expectante y muerto de miedo. Tras una larga ducha y veinte minutos de taxi llegó al barrio de Grünerløkka y se quedó boquiabierto al ver el piso, en su vida había visto nada igual.
Las mariposas debajo de su camisa dejaron pronto de aletear y se tranquilizaron. El recibimiento por parte de Karen no fue muy atento, ni siquiera le dio un beso de bienvenida, sólo le dirigió esa sonrisa circunspecta que tenía por costumbre dispensarle. No tardaron en entrar en conversación y él fue recuperando su pulso normal; Sand estaba acostumbrado a las decepciones.
La comida dejó mucho que desear, él mismo lo habría hecho bastante mejor. Había frito demasiado las costillas de cordero antes de echarlas a la marmita, así que la carne estaba dura. Conocía la receta y sabía que la salsa contenía vino blanco, pero Karen había exagerado tanto la dosis que el penetrante sabor del vino blanco lo dominaba todo. Sin embargo, el tinto de las copas era exquisito. Durante demasiado tiempo hablaron de esto y de aquello, de antiguos compañeros de estudios. Ambos se mantenían alerta, la conversación fluía, pero discurría por una senda estrecha y rígida. Karen fue quien eligió el camino.
– ¿Habéis avanzado algo en la investigación?
Habían acabado de comer y el postre había sido un desastre, un sorbete de limón que se negó a mantenerse firme más de treinta segundos. Håkon se tragó la sopa limonera fría con una sonrisa y aparentemente buen apetito.
– Tenemos la sensación de que entendemos un montón de cosas, pero estamos a años luz de poder demostrar algo; ahora nos aburrimos con toda la mierda rutinaria. Reunimos todo lo que podría tener algún valor y lo repasamos con lupa para comprobar si sirve o no. De momento no tenemos nada que colgarle a Jørgen Lavik, pero dentro de unos días sabremos más sobre su vida.
Karen lo interrumpió alzando su copa para brindar; él, al tragar demasiado líquido, casi se ahogó, lo cual le provocó una tos indeseada, además de teñir el mantel de rojo. Se lanzó sobre el salero para atenuar su torpeza, pero ella le cogió la mano, lo miró a los ojos y lo calmó.
– Relájate, Håkon, lo limpiaré mañana, sigue hablando.
Posó el salero sobre la mesa y se disculpó un par de veces antes de proseguir.
– Si supieras lo aburrido que es… El noventa y cinco por ciento del trabajo en un caso de asesinato es totalmente estéril. Comprobar una y otra vez el ancho y el largo de las paredes y los postes de luz. Por suerte, a mí no me toca hacer ese trabajo, en la práctica, digamos, pero tengo que leérmelo todo y hasta ahora hemos interrogado a veintiún testigos. ¡Veintiuno! Y ninguno de ellos ha aportado lo más mínimo. Las pocas pistas técnicas que tenemos no nos dicen absolutamente nada. La bala que acabó con la vida de Hansa Olsen proviene de un arma que ni siquiera se vende en este país… Vamos, que seguimos igual. Creemos vislumbrar un patrón en todo esto, pero no encontramos el denominador común, esa pieza del puzle que nos proporcionaría la conexión para poder seguir trabajando. -Intentó aplanar el bultito de sal con el dedo índice, con la esperanza de que el consejo de maruja fuera más eficiente-. Tal vez estemos equivocados del todo -añadió bastante desanimado-. Creímos haber encontrado algo importante cuando el registro de visitas reveló que Lavik había estado en los calabozos el día que tu cliente se volvió majareta. Yo estaba como una moto, pero el policía de apoyo recordaba la visita al detalle y juró que el abogado no habló con nadie más que con su propio defendido y que, además, estaba en todo momento acompañado, como ocurre con todas las visitas.
Håkon Sand no deseaba hablar del caso, era viernes, la semana había sido larga y agotadora, y el vino empezaba a subírsele a la cabeza. Se sintió aliviado y el calor interno se expandió y ralentizó sus movimientos. Estiró los brazos para recoger el plato de su anfitriona, echó los restos con cuidado en el suyo, colocó los cubiertos encima y se estaba levantando para llevarlo a la cocina cuando ocurrió.
Ella se despegó de la mesa como un resorte, rodeó la gigantesca mesa de pino y se golpeó la cadera con el borde redondeado, algo que tuvo que hacerle bastante daño, aunque no mostró signo alguno de dolor, y acabó sentada sobre las rodillas de su compañero. Él permaneció mudo y perplejo, sus brazos colgaban indolentes y flácidos; balanceaba sendas manos como dos pesas plomizas, no sabía qué hacer con ellas.
Tenía los ojos acuosos de miedo y de deseo, y el temor aumentó cuando ella le quitó las gafas con firmeza y habilidad. Estaba tan aturdido que al parpadear una lágrima diminuta y solitaria resbaló por su mejilla izquierda; ella la vio, acercó su mano y la limpió con el pulgar.
A continuación acercó su boca a la suya y le obsequió con un beso interminable. Era muy distinto al roce que habían experimentado en el despacho de Håkon. Éste era un beso lleno de promesas, de pasión y de deseo, un beso con el que había soñado Håkon, pero que también había desechado hacía tiempo, como una dulce fantasía. Era exactamente como se lo había imaginado, distinto a todos los besos que llevaba almacenando a lo largo de quince años de soltería. Era la compensación y la recompensa por haber amado a una única mujer, desde que se conocieron en la facultad catorce años antes, ¡catorce años! Se acordaba de aquel encuentro con más claridad que del almuerzo del día anterior. Llegaba cinco minutos tarde, entró dando tumbos al aula del edificio Oeste y se sentó en un asiento abatible justo delante de una rubia muy mona. Al bajar el asiento aplastó los pies que ella tenía apoyados sobre la butaca. La chica pegó un grito y Håkon se disculpó entre sus propios balbuceos y las risas y alaridos de los demás, pero cuando descubrió a su víctima cayó en un enamoramiento que nunca más lo soltaría. Jamás dijo una sola palabra, aunque su paciente espera fue dolorosa y triste, pues durante todos esos años vio desfilar a los amantes de Karen. La resignación lo había sumido en la creencia de que las mujeres eran algo que podía uno agenciarse durante un par de meses, mientras el interés de la novedad mantenía la vitalidad en los juegos de cama. No esperaba nada más, no con otras mujeres.
Permaneció pasivo durante unos segundos hasta que el beso eterno empezó a ser cosa de dos. El valor creció y las manos dejaron de estar tan aturdidas, se volvieron más ligeras y recorrieron la espalda de la mujer al tiempo que separaba las piernas para que ella estuviera más cómoda.
Hicieron el amor durante horas, una extraña y cercana pasión entre dos viejos amigos con mucha historia en común que nunca se habían tocado, no de esa forma. Era como pasear por un entrañable paraje familiar, pero disfrazado de una estación poco habitual. Conocido y desconocido a la vez, cada cosa en su lugar, aunque la luz fuera diferente y el paisaje inexplorado y ajeno.
Se susurraron intimidades y palabras dulces al oído y se sentían fuera de la realidad. El tranvía traqueteaba a lo lejos y el ruido se abrió camino y penetró en la densa atmósfera del suelo del salón, engulló el amanecer y desapareció como un buen amigo que les deseaba lo mejor. Karen y Håkon estaban de nuevo solos: ella, confundida, agotada y feliz; él, feliz, sólo feliz.
El viernes por la noche Hanne Wilhelmsen estuvo ocupada con cosas muy distintas. Compartió con Billy T. el asiento delantero de un coche oficial, que tenía las luces apagadas y estaba aparcado en el repecho de una callejuela en la zona de Grefsenkollen. La calle era estrecha y para no obstaculizar el escaso tráfico de una noche de fin de semana, dejaron el vehículo tan al borde que estaba ladeado. La espalda de Hanne protestaba por la postura que la obligaba a mantener un glúteo más bajo que el otro. Intentó incorporarse, aunque sin éxito.
– Aquí tienes -dijo Billy T., estirándose para agarrar la cazadora que reposaba sobre el asiento trasero-. ¡Ponte esto debajo de medio culo!
Aquello la ayudó, al menos como remedio provisional. Comieron lo que ella había traído, elegantemente empaquetado en papel film: seis rodajas de pan con fiambre para él, y una para ella.
– ¡La cena!
Billy T. vociferó de alegría y se sirvió café del termo.
– Viernes gourmet -dijo Hanne, dibujando una sonrisa con la boca llena.
Llevaban ya allí tres horas y era su tercer día de vigilancia, apostados frente al complejo de adosados donde vivían Jørgen Lavik y su familia. La casa era aburrida y de color marrón, pero las bonitas cortinas y la suave luz interior transmitían calor hogareño. Los miembros de la familia se acostaron tarde, aunque los policías estaban ya acostumbrados a ver las últimas luces apagarse alrededor de medianoche. De momento, su espera en un coche frío no había dado frutos, la familia Lavik se comportaba de un modo tediosamente normal. La luz azul de un televisor parpadeó a través de la ventana del salón, desde los programas infantiles hasta la última edición de las noticias. Sobre las ocho de la tarde se apagaron dos luces de un dormitorio de la segunda planta, los dos agentes supusieron que se trataba de los cuartos de los niños. Sólo una vez salió alguien por la puerta de madera blanca, que lucía una oca fijada con clavos que croaba la bienvenida con letras góticas. Era probable que fuera la señora Lavik, que sólo iba a sacar la basura. No les había resultado fácil verla bien, pero ambos tuvieron la impresión de estar ante una mujer arreglada, delgada y bien vestida, incluso en una noche de tinte casero.
Se aburrían, el radiocasete estaba prohibido en los coches oficiales y los avisos que escupía la radio de la Policía, acerca de la criminalidad capitalina del viernes por la noche, no eran especialmente entretenidos, pero los dos agentes se armaron de paciencia.
Había empezado a nevar, los copos eran grandes y secos y el coche llevaba tanto tiempo aparcado que la nieve ya no se derretía encima del capó, que no tardó en estar vestido de blanco. Billy T. accionó los limpiaparabrisas para mejorar la visión.
– Ya es de noche noche -dijo, apuntando hacia la casa cuyas luces se apagaban una tras otra.
Una de las ventanas de la segunda planta siguió encendida algunos minutos más, pero pronto la luz de la entrada quedó como la única fuente de iluminación que permitía discernir la silueta de la casa.
– Bien, pues vamos a ver si el bueno de Jørgen tiene otra cosa que hacer el viernes por la noche aparte de regocijarse debajo de las sábanas -dijo Hanne, sin parecer demasiado esperanzada.
Pasó una hora y seguía nevando, serena y silenciosamente. Hanne acababa de proponer la retirada. Billy T. resopló despreciando la idea. ¿Acaso era la primera vez que vigilaba a alguien? Tenían que aguantar otras dos horas más.
Alguien salió de la casa y los ocupantes del coche estuvieron a punto de perdérselo, habían empezado a cerrar los ojos y a dormitar. El perfil de un hombre emergió del frío, vestía un abrigo de cuero negro e intentó torpemente cerrar la puerta con la llave. Al volverse, se levantó el cuello del abrigo, cruzó los brazos a la altura del pecho y empezó a correr hacia el garaje situado al borde de la carretera. La puerta se abrió antes de que alcanzara la cochera, «apertura automática», dedujeron los dos policías.
El Volvo era de color azul oscuro, pero con las luces encendidas fue fácil seguirlo. Billy T. se mantenía a una distancia prudencial, el tráfico a esas horas de la noche era tan poco denso que el peligro de perderlo de vista era mínimo.
– Es una locura vigilar con una sola unidad -murmuró Billy T.-. Esos tíos son unos paranoicos, deberíamos tener al menos dos coches.
– Dinero, dinero -contestó Hanne-. Este no está acostumbrado al juego, no se cubre las espaldas.
Bajaron hasta el cruce de Storo. Los semáforos de la bifurcación parecían enormes cíclopes descerebrados cuyo ojo de color ámbar parpadeaba de forma intermitente para empujar a los automovilistas hacia el siniestro. Había dos coches cruzados en la calzada de la autovía periférica Store Ringvei, uno de ellos con importantes daños en la parte delantera. Los policías no podían permitirse parar, así que prosiguieron hacia Sandaker.
– Ha parado -dijo Hanne, con brusquedad.
El Volvo estaba aparcado con el motor en marcha junto a una cabina telefónica en el distrito de Torshov. Lavik tenía problemas para abrir la puerta de la cabina, el hielo y la nieve atascaban las bisagras, y sólo pudo penetrar por una estrecha apertura. Billy T. pasó lentamente por delante de la cabina, giró a la derecha en la primera bocacalle y luego viró el vehículo ciento ochenta grados. Volvió al cruce y aparcó cincuenta metros más allá del hombre al teléfono. Era evidente que la luz que iluminaba el habitáculo era molesta, porque el tipo se encorvó para proteger su rostro y se colocó de espaldas hacia los dos policías.
– Conversación telefónica desde una cabina. Vale, un viernes por la noche; creo que nuestras sospechas tienen fundamento -dijo Billy T. con satisfacción manifiesta.
– Puede que tenga una amante.
Hanne quiso frenarle en seco, pero no consiguió sofocar el entusiasmo de su colega.
– ¿Una amante a la que llama desde una cabina a las dos de la mañana? Venga ya, por favor -dijo él, a modo de censura y consolidado por el peso de su propia experiencia.
La conversación se prolongó durante un rato. La calle estaba casi vacía, tan sólo se veía a algún que otro chotacabras borracho, que volvía a casa dando tumbos, vadeando por la nieve que tapizaba el entorno y que confería un aspecto navideño al mes de octubre.
De repente el hombre colgó, parecía seguir teniendo prisa y se zambulló en el coche, que patinó un poco con las ruedas antes de soltarse y bajar la calle Vogt como un alud.
El coche de Policía salió del cruce y aceleró siguiendo el rastro del Volvo, que luego volvió a parar de pronto, esta vez en el distrito de Grünerløkka, tras tomar una bocacalle y prácticamente aterrizar en una plaza de aparcamiento libre. Los policías aparcaron cien metros más arriba. Jørgen Lavik desapareció del campo de visión en cuanto dobló la esquina. Hanne y Billy T. cruzaron sus miradas y sin hablar acordaron salir del coche en ese mismo instante. Billy T. la rodeó con el brazo, le susurró al oído que eran novios y, abrazados, bajaron el callejón por donde se había esfumado el abogado. El pavimento estaba resbaladizo. Hanne tuvo que aferrarse con fuerza a Billy T. para no caerse, sus botas tenían las suelas de piel.
Torcieron por la misma esquina y enseguida avistaron a Lavik con otro hombre. Hablaban en voz baja, pero los aspavientos que hacían con los brazos decían mucho acerca del contenido de la conversación. No parecían muy amigos. La distancia que los separaba de los policías era de unos cien metros, cien largos metros.
– Los cogemos ahora -murmuró Billy T., impaciente como un Setter inglés que acaba de rastrear una perdiz blanca.
– No, no -bufó Hanne-. ¡Estás loco! ¿Con qué fundamento? No está prohibido charlar con alguien de noche.
– ¿Fundamento? ¿Qué coño significa eso? ¡Arrestamos gente todos los putos días basándonos solamente en nuestro instinto!
Notó la sacudida que recorrió el largo cuerpo de su compañero y se colgó de la chaqueta para retenerle. Los dos hombres se percataron de su presencia y los policías, ya muy cerca de la pareja, percibieron sus voces, pero sin discernir las palabras. Lavik reaccionó ante los curiosos, levantó el cuello del abrigo y volvió despacio pero con paso firme hacia el coche. Hanne y Billy T. se camuflaron en un abrazo apasionado y sintieron cómo los pasos a sus espaldas se dirigían hacia el Volvo oscuro, mientras el otro hombre permanecía de pie en el mismo lugar. De repente Billy T. se soltó y echó a correr en dirección al hombre desconocido. Lavik había cruzado la calzada y tomado la primera bocacalle, estaba ya fuera del campo de visión, el extraño echó a correr, y Hanne se quedó sola y desconcertada.
Billy T. estaba bien entrenado y recortaba la distancia con su presa a razón de un metro por segundo, pero al cabo de unos cincuenta metros de carrera el hombre se escabulló por un zaguán. Billy T. estaba ya a sólo diez metros de él y alcanzó la puerta justo antes de que ésta se trancara. Era imposible que el portón hubiera estado cerrado antes, el hombre tenía que haberlo empujado con mucha fuerza al entrar corriendo. La puerta de madera era grande y pesada, y entretuvo lo bastante a Billy T. como para que éste perdiera de vista a su contrincante al entrar.
Se precipitó a través del portal que desembocaba en un patio trasero de diez metros por diez, cercado por tapias de tres metros de altura. Uno de los muros aparentaba ser la pared trasera de un garaje o de un cobertizo; desde la parte superior de esa pared nacía un tejado de hojalata en pendiente. En una esquina asomaba un macizo enladrillado del cual brotaban, atravesando la capa de nieve, tristes y mustios restos de flores y, detrás, emergía una espaldera chapucera, totalmente desnuda y cuyas plantas apenas se agarraban al palo transversal inferior. En la parte superior, el fugitivo intentaba pasar al otro lado del muro.
Billy T. tomó la diagonal y alcanzó la esquina con diez zancadas, logró atrapar una bota, pero el hombre pateó con violencia y golpeó al agente en plena frente. El policía no lo soltó y además intentó trincar el pantalón con la otra mano, pero no tuvo fortuna, porque, al querer agarrarse, el otro hombre dio un potente respingo y consiguió soltarse. Billy T. se quedó con la bota en la mano y tuvo el tiempo suficiente como para sentirse ridículo antes de oír el golpe que produjo el otro al tocar el suelo al otro lado de la tapia. El policía tardó tres segundos en reaccionar, pero el fugitivo había aprovechado muy bien el tiempo, estaba a punto de alcanzar otro zaguán, y esta vez para salir a la calle. Cuando llegó a la salida en forma de arco, se giró hacia Billy T. empuñó un arma y apuntó en dirección al agente.
– ¡Policía!-bramó Billy T.-. ¡Soy policía!
Paró en seco, pero sus suelas de piel no aguantaron el gesto y siguieron deslizándose por el suelo. La enorme figura bailó cinco o seis pasos intentando recuperar el equilibrio mientras sus aspaventados brazos parecían dirigir una orquesta imaginaria. De nada sirvió, se precipitó de espaldas al suelo y sólo la nieve recién caída le salvó de un terrible impacto. Su orgullo se llevó la peor parte y profirió todo tipo de juramentos en su interior al oír la puerta exterior cerrarse detrás del fugado.
Se estaba cepillando la nieve cuando Hanne aterrizó detrás de él desde lo alto de la pared.
– Estás loco -dijo, llena a la vez de admiración y reproche-. ¿Y de qué le habrías acusado si lo hubieses pillado?
– Tenencia ilícita de arma -masculló el agente, mientras limpiaba la nieve de su trofeo de caza: una vulgar bota de caballero, un número 44 hecho en piel.
Ordenó la retirada. Bastante cabreado.