Sábado, 7 de noviembre

A pesar de haber blandido violentamente los sables, el invierno había tenido que rendirse ante un otoño frío y normal. Durante algunos días, los restos de las escaramuzas yacieron como manchas grisáceas sobre la tierra, pero ya habían desaparecido. A la lluvia le faltaban tres o cuatro grados para convertirse en nieve, pero así era mucho más desagradable. El asfalto, que hacía pocos días había relumbrado en la oscuridad de la noche compuesto por millones de diamantes negros, parecía ahora un monstruo chato y baboso que absorbía todo rayo de luz tan pronto como alcanzaba el suelo.

Hanne y Cecilie se dirigían a casa después de una fiesta agradable. Cecilie había bebido demasiado e intentaba coquetear agarrando la mano de Hanne. Recorrieron algunos metros cogidas de la mano, la distancia entre dos farolas, pero Hanne la soltó en el momento en que entraron bajo la luz pálida.

– Gallina -le dijo Cecilie bromeando.

Hanne se limitó a sonreír y recogió las manos dentro de las mangas de la chaqueta, protegiéndose así de nuevas tentativas de intimidad.

– Ya casi estamos en casa -dijo, tenían ya el pelo mojado; y Cecilie se quejaba de que no veía nada a través de las gafas-. Pues hazte con unas lentillas, mujer.

– ¡Ya! ¡Pero no puedo conseguirlas ahora mismo! ¡Es ahora cuando no veo! Déjame que me agarre a tu brazo, por lo menos. Como no lo hagas me voy a caer y me voy a romper la crisma, y te vas a quedar completamente sola en el mundo.

Continuaron cogidas del brazo. Hanne no quería quedarse completamente sola en el mundo.

El parque estaba muy oscuro. Las dos tenían miedo a la oscuridad, pero querían ahorrarse los cinco minutos de camino que ganaban cruzándolo. Corrieron el riesgo.

– En realidad eres muy graciosa, Hanne. Supergraciosa. -Cecilie iba charloteando como si las voces humanas fueran capaces de ahuyentar a eventuales fuerzas oscuras que pudieran acechar en una noche de otoño-. Me muero de risa con tus chistes. Cuéntame el del Teatro Nacional de Gryllefjord. Ése me hace la misma gracia cada vez que lo cuentas. Y además dura un montón. ¡Cuéntamelo!

Y Hanne se lo contó encantada. Cuando llegó a la segunda visita del Teatro Nacional al ateneo de Gryllefjord, de pronto se interrumpió. Detuvo a Cecilie con un gesto agresivo de la mano y arrastró a su novia detrás de un enorme álamo. Cecilie lo malinterpretó y le ofreció la boca para un beso.

– ¡Corta el rollo, Cecilie! ¡Espabílate y calla!

Se desembarazó del abrazo involuntario, se apoyó sobre el tronco del árbol y asomó la cabeza.

Los dos hombres habían sido tan incautos como para situarse debajo de una de las dos únicas farolas que había en aquel gran parque oscuro. Las mujeres se encontraban a treinta metros de distancia y no podían oír lo que decían. Wilhelmsen sólo veía la espalda de uno de los hombres, que estaba de pie con las manos en los bolsillos y alternaba en darse pataditas una pierna contra la otra. Podía ser la señal de que ya llevaba un tiempo allí. Permanecieron así un buen rato, los hombres conversando en voz baja y las mujeres en silencio detrás de un árbol. Cecilie había entendido por fin la seriedad de la situación y se había hecho a la idea de que tendría que esperar para escuchar la explicación de Hanne sobre su comportamiento.

El hombre que les daba la espalda iba vestido completamente normal. Llevaba los vaqueros metidos en unas botas con las suelas inclinadas por el uso, la cazadora, que también era vaquera, estaba forrada con piel artificial que asomaba grisácea en torno al cuello: llevaba el pelo corto, casi rapado.

El hombre al que Wilhelmsen veía perfectamente la cara vestía un abrigo beis claro, pero tampoco llevaba gorro. No decía gran cosa, aunque parecía absorto por el flujo oral del otro. Al cabo de unos minutos cogió la pequeña carpeta que le tendía su compañero, podía ser un fajo de documentos. Hojeó rápidamente los papeles y pareció preguntar alguna cosa sobre el contenido. Señaló varias veces los documentos y giró a medias el montón para que pudieran verlo los dos. Al final los plegó a lo largo y tuvo algunos problemas para metérselos en un bolsillo interior.

La luz caía sobre ellos en vertical, como un débil sol en el cénit, con lo que su cara parecía una caricatura casi diabólica. Daba igual. Wilhelmsen lo había reconocido inmediatamente. En el momento en que los dos hombres se estrecharon la mano y salieron cada uno en una dirección, Hanne se soltó del álamo y se giró hacia su pareja.

– Sé quién es ese tipo -constató satisfecha; el hombre del abrigo correteaba con los hombros encogidos hacia un coche aparcado al otro lado del parque-. Es Peter Strup. El abogado Peter Strup.

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