Martes, 10 de noviembre

– Vaya pérdida de tiempo.

Wilhelmsen había sido lo bastante sensata como para amarrar los documentos del caso con dos gruesas gomas. Ahora tenían el aspecto de un tentador regalito de Navidad. Un regalo que aguantaba que lo arrojaran. Pang.

– Ya hemos investigado a Olsen y a Lavik. Nada.

– ¿Nada? ¿Nada de nada?

Sand estaba sorprendido. Resultaba más llamativo que no dieran con nada de interés que si hubieran encontrado alguna cosilla; por pequeña que fuese. Muy poca gente soportaba la mirada crítica de la Policía sin que se les descubriera alguna que otra cosa.

– Por cierto, hay una cosa curiosa que me llama mucho la atención -dijo Hanne-. No tenemos acceso a las cuentas bancarias de Lavik, puesto que no está acusado, pero mira sus declaraciones de la renta de los últimos años.

Era una hoja con unos números que no le decían nada. No entendía una palabra, más allá del hecho de que el tipo tenía unos ingresos anuales que hubieran conseguido que cualquier representante del Ministerio Fiscal palideciera de envidia.

– Da la impresión de que ha desaparecido dinero -dijo Hanne a modo de explicación. -¿Desaparecido?

– Pues sí, resulta que el dinero que dice que ha ganado no se corresponde con su patrimonio. O bien el tipo tiene unos gastos cotidianos enormes, o bien tiene dinero escondido en algún sitio.

– Pero ¿por qué iba a esconder el dinero que gana legalmente?

– Pues sólo existe una explicación lógica: evasión de impuestos sobre el patrimonio. Pero para el nivel que tiene el impuesto sobre el patrimonio en este país me parece bastante estúpido, además de poco plausible. No me encaja que se vaya a arriesgar a evadir impuestos sobre el patrimonio por unas pocas coronas. Sus cuentas están en orden, y el inspector se las aprueba todos los años. Aquí hay algo que no acabo de entender.

Se quedaron mirándose el uno al otro. Håkon se metió un poco de rapé en la boca.

– ¿Has empezado a usar esa guarrada? -dijo Hanne con cara de asco.

– Sólo es un intento de no volver a caer en los cigarrillos. Es puramente temporal -se disculpó él, y escupió los restos del tabaco por la habitación.

– Eso te destroza las encías. Y además huele fatal.

– A mí no me va a oler nadie -replicó él-. Bueno, juguemos a la pelota. ¿Qué te llevaría a ti a esconder dinero?

– Pues escondería dinero negro o dinero completamente ilegal. En Suiza, quizá. Eso hacen en las novelas policíacas. Pero con los bancos suizos no tenemos nada que hacer. No tienes ni que dar tu nombre para tener una cuenta, basta con un número.

– ¿Hemos registrado algún viaje a Suiza?

– No, pero tampoco le hace falta viajar hasta allí. Los bancos suizos tienen filiales en muchos de los países a los que ha viajado. Además no se me quita de la cabeza que tiene que haber algo en sus negocios en Oriente. Drogas. Eso encaja con nuestra teoría. Es una pena que tenga una explicación tan buena, y legítima, para sus viajes. Los hoteles están ahí.

Llamaron a la puerta y, sin aguardar respuesta, un agente rubio abrió. Håkon se molestó, pero no dijo nada.

– Aquí están los papeles que me has pedido -dijo el policía tendiéndole a Hanne cinco páginas impresas de ordenador, luego se fue sin cerrar la puerta.

Håkon se levantó y lo hizo por él.

– No tienen modales, los jóvenes de hoy en día.

– Si tuviera un montón de dinero ilegal y usara una cuenta suiza, y si además fuera tacaña, ¿no intentaría tal vez mandar parte de mi dinero legal al mismo lugar?

– ¿Tacaño? ¡Sí, puede que Lavik encaje con ese calificativo!

– ¡Mira lo austeramente que vive! Ese tipo de gente disfruta especialmente de tener dinero guardado. ¡Lo ha metido todo en la misma cuenta!

La teoría no era muy buena, pero les servía, a falta de algo mejor. La avaricia lleva incluso a los mejores a cometer errores. Aunque tampoco era un gran error: difícilmente se podía defender la ilegalidad de tener menos dinero en tus cuentas del que has ganado.

– A partir de ahora vamos a suponer que Lavik tiene dinero metido en Suiza. Ya veremos adonde nos lleva eso. No muy lejos, me temo. ¿Y qué pasa con Peter Strup? ¿Has hecho algo con él tras vuestro misterioso encuentro en el parque de Sofienberg?

Ella le tendió una carpeta fina. El fiscal adjunto se dio cuenta de que no llevaba número de caso.

– Es mi carpeta privada -le explicó-. Este juego de copias es para ti. Llévatelo a casa y guárdalo en algún sitio seguro.

Håkon hojeó los papeles. La historia de la vida de Strup era impresionante. Durante la guerra participó activamente en la resistencia, a pesar de que apenas tenía dieciocho años cuando llegó la paz. Ya entonces era miembro del Partido Laborista. En los años posteriores no destacó dentro del partido, pero, como había mantenido relación con sus compañeros, contaba con un impresionante círculo de amistades que ocupaban posiciones importantes. Era amigo íntimo de varios antiguos peces gordos del partido, mantenía buenas relaciones con el rey -con el que además había navegado de joven, Dios sabría cómo sacaba tiempo para todo- y se reunía una vez por semana con el secretario de Estado del Ministerio de Justicia, con el que también había trabajado en tiempos. Era masón de décimo grado y tenía, por lo tanto, acceso a la mayoría de los pasillos del poder. En su momento se casó con una antigua cliente, una mujer que había asesinado a su marido tras dos años de infierno y que, tras pasar año y medio en la cárcel, quedó en libertad y se dirigió hacia las campanas de la boda y una vida brillante. El matrimonio era aparentemente feliz y nadie había podido nunca demostrar que el tipo hubiera tenido una aventura extramatrimonial. Ganaba mucho dinero, a pesar de que, por lo general, recibía su salario del ámbito público. Pagaba sus impuestos con alegría, según había repetido muchas veces en los periódicos, aunque se tratara de cantidades considerables.

– Esto no parece exactamente el retrato de un gran delincuente -dijo Håkon plegando la carpeta.

– No, pero tampoco parece muy legal reunirse con gente en parques siniestros en medio de la noche.

– El encuentro nocturno con clientes se está convirtiendo en una costumbre en este caso -ironizó Håkon mientras se colocaba el rapé con la lengua.

– Tenemos que tener cuidado. Entre los muchos amigos de Peter Strup también hay gente de la Brigada de Información de la Policía.

Håkon se rindió en la lucha contra el rapé y lo escupió en la papelera. Ya no estaba en forma.


Era una verdadera preciosidad, además de ser el único artículo de lujo que poseía Wilhelmsen. Al igual que la mayoría de los artículos de lujo, no tenía cabida en el sueldo de una subinspectora, pero gracias a la ayuda de una médica, durante seis meses al año podía sentir la libertad de conducir una Harley-Davidson de 1972. Era rosa. Completamente rosa. Rosa Cadillac, con cromo pulido y relumbrante. En esos momentos la tenía desmontada en el sótano, en un taller con las paredes amarillas y una vieja estufa en un rincón que había conectado a la chimenea de la casa sin pedir permiso a la comunidad de vecinos. En las paredes, estanterías de IKEA con numerosas herramientas; en el estante superior, una televisión portátil en blanco y negro.

Ante sí tenía todo el motor desmontado y lo estaba limpiando con bastoncillos para los oídos. Todo era poco para una Harley. Pensó que aún faltaba demasiado tiempo para que llegara marzo, y el pensamiento le hizo sentir la emoción de la primera excursión del año. Era preciso que hiciera un tiempo estupendo y que hubiera charcos. Cecilie iría montada detrás y el ruido del motor sería constante y abrumador. Si no hubiera sido por la mierda del casco… Años atrás, Hanne había recorrido Estados Unidos de costa a costa, con una cinta en la cabeza en la que ponía «Fuck Helmet laws». Pero en Noruega era policía e iba con casco. No era lo mismo. Se perdía parte de la libertad, parte del placer del peligro, el contacto con el viento y los olores.

Volvió a la realidad y encendió el televisor para ver Actualidad de la tarde. El programa estaba empezado y ya se había caldeado. Unos periodistas habían publicado un libro sobre la relación del Partido Laborista con los servicios secretos y, al parecer, sostenían unas tesis que a unos cuantos les resultaban intragables.

Acusaban a los autores de especular y de aportar afirmaciones no documentadas, de periodismo de aficionados y cosas aún peores, de emponzoñar el éter. El periodista, un atractivo hombre de pelo gris, de unos cuarenta años, respondía con la voz tan calmada que al cabo de pocos minutos Hanne se convenció de que tenía razón. Después de atender durante un cuarto de hora, volvió a ponerse con el motor. Los ventiladores estaban sucios tras usarlos durante una larga temporada.

De repente el programa volvió a captar su atención. El presentador, que parecía estar del lado del autor, planteó una pregunta a uno de los críticos. Quería que el invitado le garantizara que no se realizaba ningún trabajo ni se hacía ninguna compra de material para los servicios secretos sin que el dinero saliera de los presupuestos del Estado. El hombre, un señor gris vestido con un traje gris, abrió los brazos de par en par y lo garantizó sin contemplaciones.

– ¿De dónde íbamos a sacar el dinero? -preguntó retóricamente.

Aquello le puso la zancadilla durante el resto del programa, y Hanne siguió con su trabajo hasta que Cecilie apareció en la puerta.

– Tengo ya muchísimas ganas de acostarme -dijo sonriendo.

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