Domingo, 11 de octubre

Hanne Wilhelmsen tenía la misma relación con el cuerpo policial que la que, en sus momentos más románticos, se imaginaba que tenían los pescadores con el mar. Estaba indisolublemente ligada a la Policía y no se veía haciendo ninguna otra cosa. Cuando a los veinte años eligió la Academia de Policía, rompió con las pesadas tradiciones académicas de la familia. Aquello supuso una rebelión en contra de sus padres, catedráticos, y de sus orígenes, sólidamente burgueses. La elección de su camino en la vida fue recibida con un apabullante silencio por parte de su familia, a excepción de dos toses nerviosas de su madre durante una comida dominical. Pero se lo habían tomado con una calma aceptable, y ella acabó convirtiéndose en una suerte de mascota para todos ellos, era la que tenía las anécdotas más entretenidas que contar durante los encuentros navideños, la coartada realista de la familia, y amaba su trabajo.

Al mismo tiempo le daba miedo. Había empezado a notar cómo el alma, a la larga, se va viendo afectada por el contacto con los asesinatos, las violaciones, el maltrato y la violencia diaria. Todo aquello se adhería a su cuerpo como una sábana húmeda y, a pesar de haber cogido la costumbre de ducharse cada vez que volvía a casa del trabajo, a veces sentía que desprendía un olor a muerte, del mismo modo que a los pescadores siempre les huelen las manos a entrañas de pescado. La subinspectora se imaginaba que los pescadores siempre están alerta respecto de los indicios más o menos claros de peces en el agua -la aglomeración de gaviotas, la persecución de las ballenas-, reflejos grabados en la médula espinal tras generaciones de hombres de mar; de ese mismo modo, Wilhelmsen dejaba que su subconsciente trabajara simultáneamente con todos los casos. No había dato que no pudiera conducir a algo. El peligro residía en el eterno exceso de trabajo. La criminalidad de Oslo aumentaba a mayor velocidad que el dinero destinado a la Policía en los presupuestos estatales.

Procuraba no investigar nunca más de diez casos al mismo tiempo, un objetivo que se saltaba con demasiada frecuencia. Las carpetas verdes de grosor variable se le estaban agolpando en una amenazadora pila a un lado de su escritorio. Incluso durante la última época, extremadamente ajetreada, se había tomado el tiempo de revisar la pila con regularidad para destinar el mayor número de casos posible a la pequeña hoja DINA-5 encabezada con el rótulo «Se recomienda archivar». Con el convencimiento sagrado e insuficiente de la culpabilidad del sospechoso, y atenazada por la mala conciencia, acudía al jurista que le proporcionaba el sello necesario, código 058, «Archivado por falta de pruebas». Como consecuencia, un delincuente volvía a la calle y ella tenía un caso menos en el que ocupar su tiempo, sólo le quedaba esperar que hubiera priorizado correctamente. Aunque la carga se veía acrecentada por el hecho de que los juristas nunca se oponían a sus recomendaciones. Confiaban en ella, se limitaban a hojear los documentos por obligación, antes de seguir sin excepción sus recomendaciones. Wilhelmsen sabía que las pilas verdes también eran la pesadilla de aquellos abogados.

Era domingo y tenía ante sí veintiuna carpetas. Las había ordenado según la tipología penal, pero el bloqueo no dejaba de rondarla, hasta que por fin consiguió deshacerse de él. Ninguno de los casos se destacaba en dirección al archivo. Tenía once casos en el montón del parágrafo 228/229, atentados contra la integridad física y lesiones. Tal vez podía apostar por proponer sanciones en algunos de esos casos, una manera sencilla y amparada por la ley de sacar el caso del mundo.

Tres horas más tarde había propuesto sanciones para siete casos, que versaban sobre violencia más o menos seria vinculada a clientes borrachos de restaurante o a porteros agresivos. Con una considerable dosis de buena voluntad, dos de los casos se podían dar por investigados, aunque no cupiera duda de que supondría una ventaja disponer de más interrogatorios de testigos. Apostó porque los tribunales estuvieran en disposición de reconocer a un delincuente cuando lo tuvieran delante y recomendó que se presentara acusación.

Los domingos eran un buen día de trabajo. No había llamadas telefónicas ni reuniones, y muy poca gente con la que intercambiar autocomplacientes frases de admiración recíproca por emplear el día libre para trabajar, sin que les pagaran por ello ni se lo agradeciera nadie más que ellos mismos, pero la verdad era que después resultaba más sencillo enfrentarse al lunes.

Hanne escuchó voces en el patio trasero y miró por la ventana. Vio a una cantidad considerable de fotógrafos de la prensa y cayó en la cuenta de que el ministro de Justicia estaba de visita.

– ¿Por qué en domingo? -había preguntado secamente el jefe de sección cuando anunciaron la visita desde el despacho de la comisaria principal.

La única respuesta que recibió fue que se ocupara de sus propios asuntos. Wilhelmsen tenía la sospecha de que la elección del día tenía relación con que los lunes los periódicos disponían de mucho espacio libre para titulares, después de que los domingos se hubieran ocupado del país y de las grandes noticias. Los periódicos de los lunes solían ser más delgados, con lo que resultaba más fácil que publicaran algo. La visita del ministro de Justicia era consecuencia de los frecuentes titulares sobre las malas condiciones de los calabozos. Al mismo tiempo, el ministro aprovecharía la visita para reunirse con la comisaria principal y discutir la creciente violencia callejera, lo que los periódicos gustaban de llamar «violencia no provocada», denominación que no resultaba ser la más adecuada si se tenía acceso a los informes de los casos. Pero, por lo general, los periodistas no tenían acceso. Por eso tampoco entendían que el problema no era la falta de provocación, sino que ésta fuera respondida con puños y navajas, en vez de con agresiones verbales como antes.

Había conseguido reducir su pila a doce casos sin resolver.

Se estaba acercando a sus objetivos personales y el humor iba mejorando. Cogió la carpeta más gruesa.

No sabían mucho más sobre los motivos por los que Ludvig Sandersen había tenido que acabar, de un modo tan brutal, en el mundo que algunos afirmaban que era el mejor. Por el bien de Ludvig Sandersen, Hanne esperaba que fuera ella la que se equivocaba y que en aquellos momentos el difunto estuviera sentado en una nube, vestido de blanco, y disfrutando sin restricción de los polvos blancos que habían convertido su vida terrenal en un infierno.

El caso aún no había sido relacionado con el del asesinato del abogado Olsen. Lo había hablado con Sand el viernes, porque ella pensaba que ya tenían la suficiente información como para proponer una vinculación oficial. Él se había opuesto.

– Es mejor que esperemos un poco -había dicho.

Pero ella sentía que había llegado el momento de mirar los dos casos simultáneamente. Apartó el expediente y bajó los pies de la mesa. Los botines golpearon el suelo y rebuscó en el bolso las llaves que servían también para los despachos de los demás agentes. El caso lo tenía Heidi Rørvik, cuyo despacho se encontraba dos puertas más allá.

Wilhelmsen no vio a nadie en el pasillo al salir. Había silencio, como correspondía a un domingo por la tarde. En el momento en que iba a abrir la puerta del despacho de Rørvik, sintió pasos detrás de ella. Se giró, pero demasiado tarde. El golpe, asestado con un objeto que tampoco comprendió qué era, la alcanzó con fuerza en la sien. Su cabeza explotó en un violento mar de luces y tuvo tiempo de percibir que, antes de caer al suelo, sangraba en abundancia. El cuerpo quedó sin fuerza alguna y no pudo amortiguar la caída. La cabeza recibió otro golpe en el momento en que el lado izquierdo de la frente chocó con el suelo, pero Hanne no se dio cuenta. Estaba ya inconsciente y sólo alcanzó a registrar la intensa sensación de que la vida se había acabado, antes de sumergirse en una oscuridad que le evitó sentir el dolor provocado por el desgarro de la piel de la frente, que formaba una enorme sonrisa desdeñosa que asomaba por encima de los ojos cerrados.

Se despertó a causa de las intensas náuseas. Estaba tumbada boca abajo, con la cabeza en una postura retorcida e incómoda. La urgencia por vomitar eran tan enorme que, por un triste rato, consiguió ahogar la sensación de que se le iba a reventar la cabeza. Sentía dolor por todas partes. Con mucho cuidado, comprobó que tenía dos grandes desgarros sangrantes, uno en la frente y otro sobre la oreja derecha, y constató con fatigada sorpresa que el dolor que le producían no era mayor que el punzante dolor luminoso que provenía de algún sitio de su interior, en las profundidades de la cabeza. Wilhelmsen permaneció unos minutos tumbada luchando contra las náuseas, pero al final tuvo que tirar la toalla. Por algún instinto, tuvo las fuerzas suficientes como para incorporarse sobre los brazos, como un niño que mira la televisión, y pudo vomitar sin tragar nada. Se sintió un poco mejor.

Se secó la frente, pero no pudo evitar que la sangre le cayera en un ojo y le dificultara la visión. Intentó levantarse. El pasillo azul no dejaba de dar vueltas, y tuvo que realizar el esfuerzo por etapas. Al final consiguió ponerse en pie. Se apoyó contra la pared y fue entonces cuando probó a entender lo que había pasado. No recordaba nada. Le entró el pánico. No sabía por qué estaba allí, pero comprendió que estaba en la jefatura. ¿Dónde estaban los demás? Consiguió llegar tambaleándose a su propio despacho y manchó de sangre el teléfono al marcar el número de su casa. Tuvo que hacerlo varias veces, le costaba acertar con las teclas correctas. La luz de la ventana le molestaba muchísimo y sentía martillazos detrás de los ojos.

– Cecilie, tienes que venir a buscarme. Estoy enferma.

Soltó el teléfono y volvió a desmayarse.

La oscuridad le resultaba placentera. Seguía doliéndole la cabeza, pero donde antes había tenido desgarros sangrantes, percibió que ahora tenía suaves vendas. No sentía en absoluto las heridas, así que supuso que le habían suministrado anestesia local. La cama era de metal y, tras palparse los vendajes, descubrió que le habían puesto una vía en una mano. Hanne estaba en el hospital y Cecilie estaba sentada a su lado. -Ahora lo estás pasando mal -dijo su compañera, y sonrió al coger la mano que no tenía entubada-. Me asusté un montón cuando te encontré. Pero ha salido todo bien. Yo misma he revisado tus radiografías, no hay indicio de fractura en ningún sitio. Tienes una fuerte conmoción, una conmoción cerebral. Las heridas eran muy feas, pero ya te las han cosido y se van a curar.

Hanne se echó a llorar.

– No me acuerdo de nada, Cecilie -susurró.

– Eso no es más que un poco de amnesia -dijo Cecilie con una sonrisa-. Es normal. No te preocupes, te vas a quedar aquí un par de días o tres, y luego podrás disfrutar de tres deliciosas semanas de baja. Yo te cuidaré. -El llanto no había cesado, Cecilie se inclinó sobre Hanne con mucho cuidado y apoyó la cara contra la cabeza vendada, de modo que su boca quedó a la altura de la oreja de Hanne-. Con esa cicatriz en la frente vas a estar muy sexy -susurró-. Muy, pero que muy sexy.

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