Martes, 8 de diciembre

Los dos se recuperaron. Karen había sufrido una intoxicación de humo, una pequeña fractura en el hueso de la frente y una fuerte conmoción cerebral. Seguía internada en el hospital, pero tenían previsto darle el alta hacia finales de semana. Håkon Sand ya estaba en pie, aunque no literalmente. Las quemaduras no eran tan terribles como se habían temido, pero tendría que hacerse a la idea de usar muletas durante una temporada. Le habían dado una baja de varias semanas. La pierna le dolía muchísimo y no paraba de bostezar, tras una semana durmiendo mal y consumiendo grandes cantidades de calmantes. Además se había pasado varios días escupiendo manchitas de hollín. Pegaba un respingo cada vez que alguien encendía una cerilla.

De todos modos estaba satisfecho, casi alegre. Seguramente no habían resuelto el caso, pero al menos le habían puesto una especie de punto final. Jørgen Lavik estaba muerto; Hans A. Olsen estaba muerto; Han van der Kerch estaba muerto; y Jacob Frøstrup estaba muerto. Sin olvidar al pobre e insignificante Ludvig Sandersen, que había tenido el dudoso honor de inaugurar la fiesta. La Policía sabía quién había matado a Sandersen y a Lavik; Van der Kerch y Frøstrup habían elegido ellos mismos su camino. Sólo el triste encontronazo de Olsen con una bala de plomo seguía siendo un misterio, aunque se sospechaba que el responsable era Lavik. Tanto Kaldbakken como la comisaria principal y el abogado del Estado habían insistido en eso. Era mejor tener un asesino conocido aunque muerto, que uno desconocido y libre. Håkon tenía que admitir que el fundamento de la teoría de un tercero en discordia había caído. La idea había surgido a causa del extraño comportamiento de Peter Strup, y ahora el abogado estrella ya no estaba bajo sospecha. El hombre había tenido un comportamiento ejemplar. Aceptó sin rechistar los dos días de prisión preventiva, hasta que la fiscalía cerró el asesinato de Jørgen Lavik sobreseyendo el caso al entender que se trataba de circunstancias no penales. Pura legítima defensa. Incluso el fiscal, que tenía por principio llevar cualquier asesinato ante los tribunales, se había mostrado enseguida de acuerdo con el sobreseimiento. El arma de Strup era legal, pues era miembro de un club de tiro.

La mayoría sostenía que no había ningún tercer hombre, y respiraban aliviados. Él por su parte no sabía qué pensar. Estaba tentado de aceptar las conclusiones lógicas de sus superiores, pero Wilhelmsen protestaba. Insistía en que el tercer hombre tenía que ser el que la había asaltado aquel domingo fatal. No podía haber sido Lavik. Los jefes no estaban de acuerdo. O bien había sido Lavik, o bien algún hombre más abajo en el jerarquía. En todo caso, no debían permitir que algo tan insignificante embadurnara la solución que tenían ahora sobre la mesa. La aceptaron, todos ellos. Salvo Hanne Wilhelmsen.


Strike. Por tercera vez consecutiva. Desafortunadamente era tan temprano que sólo una de las demás pistas estaba ocupada por cuatro jóvenes en la edad del pavo, que habían continuado jugando sin dedicarles una sola mirada desde que recibieron a los hombres mayores entre miradas críticas y risas. Por eso no había más testigo de su hazaña en los bolos que su contrincante, que no se dejó impresionar.

La pantalla que se encontraba por encima de sus cabezas, colgada del techo, mostraba que ambos habían hecho una buena serie. Cualquier cosa por encima de los 150 puntos estaba bien, teniendo en cuenta su edad.

– ¿Otra ronda? -preguntó Strup.

Bloch-Hansen vaciló un segundo, luego se encogió de hombros y sonrió. Sólo una más.

– Pero consíguenos antes algo de beber.

Se quedaron sentados con sendas bolas en el regazo y una botella de agua mineral compartida. Strup no dejaba de acariciar la pulida superficie de la bola. Parecía más delgado y más viejo que la última vez que se vieron. Tenía los dedos delgados y secos, y sobre los nudillos se le había agrietado la piel.

– ¿Tenías razón, Peter?

– Sí, lamentablemente. -La mano se detuvo en medio de la bola, y Strup la dejó en el suelo y apoyó los antebrazos sobre las rodillas-. Tenía tanta fe en ese chico… -dijo con una sonrisa triste, como un payaso que lleva demasiado tiempo trabajando y está ya un poco mayor.

A Bloch-Hansen le pareció ver lágrimas en los ojos de su amigo. Le dio una torpe palmada en la espalda a la vez que desviaba la mirada hacia los diez bolos que aguardaban su destino, serios y tensos. No tenía nada que decir.

– Tampoco es que el chico fuera como un hijo para mí, pero durante un tiempo estuvimos muy unidos. Cuando dejó de trabajar conmigo para empezar por su cuenta, me llevé una decepción…, tal vez incluso me sintiera algo herido. Pero mantuvimos el contacto. Siempre que podíamos, comíamos juntos los jueves. Era agradable y enriquecedor para ambos, creo. Aun así, el último medio año no hemos coincidido mucho para comer. El viajaba mucho al extranjero y supongo que yo ya no era tan prioritario para él. -Strup se enderezó en la incómoda sillita de plástico, tomó aire y continuó-: Soy un idiota. Creí que tenía una historia de faldas. Cuando se divorció por primera vez, creo que me comporté un poco como un padre severo. Cuando se alejó de mí, supuse que volvía a tener problemas de pareja y que no quería escuchar mis reproches.

– Pero ¿cuándo entendiste que algo iba mal? Realmente mal, quiero decir.

– No sabría decirte. Pero a finales de septiembre empecé a tener la sospecha de que alguien de nuestro gremio tenía algún negocio entre manos. Todo empezó cuando uno de mis clientes se derrumbó. Un pobre diablo con el que llevo toda la vida trabajando. No hacía más que llorar, y resultó que lo que quería en realidad era que me hiciera cargo del caso de un amigo suyo. Un joven holandés. Han van der Kerch.

– ¿El tipo que se suicidó en la cárcel? ¿Cuando se montó tanto lío?

– Exacto. Ya sabes cómo nos vienen con sus amigos a rastras para que los ayudemos a ellos también. No tiene nada de raro. Pero después de tres horas de lloriqueos me contó que sabía que había dos o tres abogados detrás de una liga de contrabando de drogas, casi una banda, o una mafia. Me lo tomé con mucho escepticismo. Aun así me pareció que merecía la pena investigarlo un poco. Lo primero que intenté hacer fue conseguir que el holandés hablara. Le ofrecí mis servicios, pero Karen Borg se mostró inamovible. -Se rio con una risa seca y breve, sin un ápice de alegría-. Esa decisión ha estado a punto de costarle la vida. En fin, puesto que no tenía acceso a la fuente principal, tuve que dar algunos rodeos. A ratos me he sentido como un detective norteamericano barato. He hablado con gente en lugares extraños, a las horas más raras. Pero…, de algún modo, también ha sido emocionante.

– Pero, Peter… -dijo el otro en voz baja-. ¿Por qué no acudiste a la Policía?

– ¿A la Policía? -Miró a su compañero con la cara descompuesta, como si le hubiera propuesto un asesinato múltiple antes de comer-. ¿Y con qué narices iba a acudir a ellos? No tenía nada concreto. En ese sentido tengo la sensación de que la Policía y yo hemos tenido el mismo problema: hemos intuido, hemos creído y hemos supuesto cosas, pero no podíamos probar nada, coño. ¿Sabes cómo se concretó por primera vez mi incipiente sospecha hacia Jørgen?

Bloch-Hansen negó levemente con la cabeza.

– Puse a una de mis fuentes contra la pared…, bueno, lo senté en una silla sin mesa delante. Luego me coloqué ante él, con las piernas separadas, y lo miré fijamente. El tipo estaba asustado. No por mí, sino por una inquietud que se percibía en el mercado y que, por lo visto, estaba afectando a todo el mundo. Entonces le mencioné a una serie de abogados de Oslo. Cuando llegué a Jørgen Ulf Lavik, se puso muy nervioso, miró hacia otro lado y pidió algo de beber.

Los chicos ruidosos se estaban yendo. Tres de ellos se reían y se tiraban una chaqueta entre ellos, mientras que el cuarto, que era el más pequeño, intentaba recuperarla entre quejas y maldiciones. Los dos abogados se mantuvieron en silencio hasta que las puertas de cristal se cerraron detrás de los jóvenes.

– Vaya ocurrencia. ¿Qué podría haber hecho? ¿Acudir al tío policía para contarle que, usando un detector de mentiras de aficionados, había conseguido que un drogadicto de diecinueve años me contara que Lavik era un criminal, que si, por favor, podían arrestarlo? No, no tenía nada que contarles. Por otro lado, a esas alturas había empezado a ver retazos de la auténtica verdad y no era algo como para ir corriendo a contárselo a un crío de fiscal adjunto de la tercera planta de la casa. Preferí acudir a mis viejos amigos de los servicios secretos. La imagen que conseguimos componer con mucho esfuerzo no era nada bonita. Seré franco: era fea. Jodidamente fea.

– ¿Cómo se lo tomaron ellos?

– Como era de esperar se montó una limpieza de la hostia. En realidad creo que aún no han acabado del todo. Lo peor es que no pueden tocarle un pelo a Harry Lime.

– ¿Harry Lime?

El tercer hombre. ¿Te acuerdas de esa película? Tienen suficientes cosas contra el viejo como para que se le caiga el pelo, pero no se atreven. Les iba a salpicar a ellos.

– Pero ¿le van a dejar seguir en el cargo?

– Han intentado presionarlo para que se retire, y seguirán haciéndolo. Ha tenido problemas de corazón, bastante serios, la verdad. No resultaría nada sospechoso que se retirara, por motivos de salud. Pero ya conoces a nuestro antiguo colega, ese hombre no se rinde hasta que está perdido. No ve ninguna razón para retirarse.

– ¿Su superior está informado?

– ¿Tú qué crees?

– No, supongo que no.

– Ni siquiera el primer ministro sabe nada. Es una putada. Y la Policía no conseguirá cogerlo nunca. Ni siquiera sospechan de él.

La última serie salió mal. Para su gran irritación, Strup tuvo que verse derrotado por su amigo por casi cuarenta puntos. Estaba empezando a hacerse viejo de verdad.


– Respóndeme a una cosa, Håkon.

– Espera un momento.

No le estaba resultando fácil meter la pierna herida en el coche. Se rindió después de tres intentos y le pidió a Hanne que reclinara el asiento lo máximo posible. Finalmente, lo logró. Colocó las muletas entre el asiento y la puerta; las pesadas puertas del patio trasero de la Policía se abrieron despacio y con vacilación, como si no estuvieran seguras de que fuera sensato dejarlos marchar. Al final se decidieron y los dejaron pasar.

– ¿A qué querías que te respondiera?

– En realidad, ¿era tan importante para Jørgen Lavik quitarle la vida a Karen Borg? Quiero decir, ¿su caso dependía tanto de eso precisamente?

– No.

– ¿No? ¿Sólo no?

– Sí.

Le dolía hablar de ella. En dos ocasiones había ido a la pata coja hasta la planta del hospital donde estaba ingresada Karen, muy magullada y desamparada, y las dos veces se había topado con Nils. Con mirada hostil y agarrando las pálidas manos sobre el edredón, el marido de Karen había impedido cualquier intento de Håkon de decir lo que quería decir. Ella se había comportado de manera distante y, aunque él no había esperado que le diera las gracias por salvarle la vida, le dolía profundamente que ni siquiera hubiera mencionado el asunto. Al igual que Nils, la verdad. Al final, el fiscal se había limitado a intercambiar unas cuantas frases anodinas y se había ido al cabo de cinco minutos. Tras la segunda visita se sintió incapaz de volver a intentarlo, pero desde entonces no había pasado un segundo sin que pensara en ella. Aun así, para su sorpresa, era capaz de alegrarse de que el caso estuviera más o menos resuelto. Sólo que no soportaba hablar de ella. Aun así se sobrepuso.

– No hubiéramos conseguido que condenaran al tipo, ni siquiera con la declaración de Karen o su testimonio. Eso sólo podía ayudarnos a prolongar la preventiva. Una vez que lo habían puesto en libertad, Borg daba igual. A no ser que encontráramos algo más. Pero supongo que Lavik no estaba del todo bien.

– ¿Quieres decir que estaba loco?

– No, de ninguna manera. Pero tienes que recordar que cuanto más alto estás, más grande es la caída. Tenía que estar bastante desesperado. De algún modo, se le había metido en la cabeza que Karen Borg era peligrosa. En ese sentido encaja eso que dicen los jefes de que fue él quién te agredió. Esas notas pueden haber hecho que se obcecara con ella.

– Así que es culpa mía que a Borg casi la mataran -dijo Hanne, ofendida, aunque sabía que él no había pretendido decir eso.

La subinspectora bajó la ventanilla, apretó un botón rojo e informó de su objetivo a una voz asexuada que salía de una plancha de metal agujereada. Un criado invisible levantó la barrera. Hanne encontró el sitio que le habían indicado en el garaje del Edificio del Gobierno.

– Kaldbakken iba a venir por su cuenta -dijo, y ayudó a su colega a salir del coche.

Un ministro de Justicia no se iba a conformar con condiciones tan modestas. Aunque la habitación estaba siendo reformada, era evidente que el joven ministro seguía trabajando allí. El hombre pasó por encima de una pila de rollos de papel, esquivó una escalera de mano a la que un cubo de pintura amenazaba con hacer caer, sonrió de oreja a oreja y les tendió la mano a modo de saludo.

Era extremadamente guapo y joven, cosa que llamaba la atención. Cuando tomó posesión del cargo tenía sólo treinta y dos años. Su pelo rubio estaba dorado, aunque fuera pleno invierno, y sus ojos podrían ser los de una mujer: enormes, azules y con unas largas pestañas bellamente arqueadas. Las cejas constituían un masculino contraste con todo lo rubio, eran negras y tupidas y se juntaban sobre la nariz.

– Me alegra muchísimo que hayáis podido venir -dijo con entusiasmo-. Con todo lo que se ha dicho en la prensa en la última semana, es difícil saber qué creer. Me gustaría que me orientarais un poco. Ahora que ya ha pasado todo, quiero decir. Un caso bastante inquietante, ¡e incómodo para nosotros, los guardianes de la ley! Se supone que es responsabilidad mía controlar a todos estos abogados, y no es nada agradable que empiecen a pasarse de la raya.

Su mueca probablemente pretendía expresar un amistoso hastío respecto al gremio de los abogados. El propio ministro había trabajado durante dos años en la Policía, antes de que, a velocidad récord, lo nombraran abogado del Estado con sólo veintiocho años. Amablemente, ayudó a Håkon con una de las muletas, que se le había caído al suelo cuando se estrecharon las manos.

– Toda una acción de salvamento, por lo que tengo entendido -dijo cordialmente señalando la pierna-. ¿Qué tal estás?

Håkon le aseguró que se encontraba perfectamente, que sólo tenía algunos dolores, pero que iba bien.

– Tenemos que entrar -dijo el ministro, que los condujo a la habitación contigua.

A diferencia de la otra, aquella estancia no tenía vistas sobre el enorme descampado en obras -por fin, estaban intentando transformar la manzana de Ditten en algo que no fuera sólo un agujero-, sino que daba al helipuerto situado sobre la azotea del ministerio de Industria.

El otro despacho no era más grande que el anterior, simplemente estaba más ordenado. Sobre el suelo se extendían dos magníficas alfombras orientales, una de ellas de más de cuatro metros cuadrados. No podían ser de propiedad pública; tampoco los cuadros que había sobre la pared. Si fueran propiedad del Estado, deberían haber estado expuestos en la Galería Nacional.

El secretario de Estado entró detrás de ellos. Dado que era su despacho, les ofreció sillas y agua mineral. Tenía el doble de edad que su jefe, pero era tan jovial como él. Llevaba un traje hecho a medida que dejaba notar que aquel hombre no había renunciado a las caras costumbres adquiridas durante los más de treinta años en que había ejercido la abogacía. El sueldo de secretario de Estado no debía de ser más que calderilla para él, seguía siendo socio de una firma de abogados de tamaño medio, pero de éxito muy por encima de la media.

La explicación les llevó algo más de media hora. Kaldbakken llevó la voz cantante casi todo el tiempo. Håkon estaba adormilado. Era embarazoso. Agitó la cabeza y pegó un trago de agua mineral para mantenerse despierto.

Las alfombras rojizas, con sus detallados dibujos, eran preciosas. Desde este lado, lo colores eran distintos que vistos desde la puerta; eran más profundos y más cálidos. Las estanterías de la pared sí debían de formar parte del inventario, eran de madera chapada de color oscuro. Estaban repletas de literatura especializada. Håkon tuvo que sonreír al percatarse de que el secretario de Estado tenía debilidad por los libros antiguos de adolescentes. Había alguien más a quien le pasaba lo mismo, según creía recordar; pero las fuertes medicinas que tomaba no le dejaban recordar a quién.

– ¿Sand?

Håkon pegó un respingo y se disculpó señalando su pierna, ¿qué le habían preguntado?

– ¿Tú también piensas que el caso ya está resuelto? ¿Fue Lavik quién mató a Hans A. Olsen?

Wilhelmsen miró al aire, pero Kaldbakken asintió con decisión y lo miró directamente a los ojos.

– Bueno, en fin, tal vez. Es probable. Kaldbakken piensa que sí. Seguro que tiene razón.

Era la respuesta correcta. Los demás empezaron a recoger sus cosas, llevaban ya más tiempo allí de lo planeado. Håkon se puso en pie como pudo y se acercó a la estantería. Entonces lo recordó.

Se mareó y apoyó demasiado peso sobre una de las muletas, que se deslizó sobre el suelo. El secretario de Estado, que era quien estaba más cerca, acudió corriendo en su ayuda.

– Ten cuidado, ten cuidado, chico -dijo, y le tendió una mano.

Håkon no la cogió, pero se quedó mirando al hombre con cara de espanto el tiempo suficiente como para que Wilhelmsen acudiera corriendo y lo agarrara firmemente por el pecho.

– No pasa nada -murmuró esperando que atribuyeran su tribulación a la caída.

Después de que les dedicaran algunos cumplidos más, fueron libres para marcharse. Kaldbakken iba en su propio coche.

Cuando Hanne y Håkon estuvieron a solas, éste la agarró de la chaqueta.

– Ve a buscar las hojas de los códigos y reúnete conmigo en la biblioteca Deichman tan rápido como puedas.

Acto seguido salió disparado a toda velocidad.

– Te puedo llevar en coche -le gritó ella, pero dio la impresión de que no la había oído. Había recorrido ya casi la mitad del camino.

Estaba muy desgastado, pero la imagen de la portada aún se veía con claridad. Un joven y atractivo piloto europeo yacía desamparado en el suelo, con su traje azul de piloto y un casco de cuero de los antiguos, mientras que un grupo de africanos salvajes y con cara de pocos amigos se precipitaba sobre él. El libro se titulaba Biggles sobre las alas. Se lo tendió a la subinspectora que tenía la respiración entrecortada; lo entendió de inmediato.

– Las alas -dijo en voz baja-. El título de la página de códigos que encontramos en la película porno de Hansa Olsen. -Se inclinó sobre el hombro de Håkon, que tenía ante sí, sobre la mesa, el resto de la serie sobre el heroico piloto británico. Hanne cogió Biggles en África y Biggles en Borneo-. África y Borneo. Los documentos salvavidas de Jacob Frøstrup. ¿Cómo se te ha ocurrido? ¿Por qué ahora?

– Gracias, destino, por todo nuestro mortal trabajo rutinario. En las largas listas sobre todo lo que había en el despacho de Lavik, me fijé en que la serie de Biggles se encontraba entre sus libros de la oficina. Me hizo reír un poco, yo devoré estos libros de adolescente. Si hubieran especificado cada uno de los títulos, puede que se me hubiera ocurrido en ese mismo momento, pero no ponía más que: «La serie sobre Biggles». -Acarició el lomo azul claro y fruncido del libro, la pierna había dejado de dolerle y Karen no era más que un débil murmullo lejano; había sido él quien había encontrado el código, llevaba dos meses y medio corriendo detrás de Wilhelmsen, pero ahora había llegado su hora-. El secretario de Estado tenía los mismos libros. La serie completa.

Lo que en esos momentos se encontraba ante ellos en forma de deshilachados libros para adolescentes constituía una verdadera bomba. Aquellos libros que, por la razón que fuera, también se encontraban en el despacho del secretario de Estado. Al igual que en el despacho de un abogado cutre que estaba muerto. No podía ser una casualidad.

Cuarenta minutos más tarde habían descifrado el código. Tres páginas incomprensibles rellenas de líneas de números se habían transformado en tres mensajes de siete líneas. Con ello quedaba casi todo confirmado, lo que habían creído desde el principio. Se trataba de grandes cantidades. Tres entregas de cien gramos cada una. Heroína, como habían supuesto. Las letras apresuradas y torcidas, tanto Hanne como Håkon eran zurdos, decían dónde había que recoger el material y dónde debía ser entregado. Constaba el precio, la cantidad y la calidad. Cada mensaje acababa especificando los honorarios del correo.

Pero no salía ni un puto nombre ni una maldita dirección. Los lugares se indicaban con precisión, pero en código. Los tres lugares de recogida estaban indicados como «B-c», «A-r» y «S-x» respectivamente. Los lugares de destino eran «FM», «LS» y «FT». La Policía no podía entenderlo, aunque era obvio que los destinatarios de los mensajes sí.

Estaban solos en la enorme habitación. Los libros se elevaban en silencio y ausentes por las cuatro paredes, amortiguando la acústica e impidiendo cualquier intento de montar jaleo en el respetable edificio. Ni siquiera una clase de alumnos de primaria conseguía perturbar la sabia paz que impregnaba las paredes.

Hanne se dio una palmada en la frente, en un exagerado gesto de reconocimiento de su propia estupidez, y después golpeó el tablero de la mesa para destacar lo que iba a decir:

– El secretario de Estado estuvo en la comisaría el día en que me atacaron. ¿No lo recuerdas? ¡El ministro de Justicia iba a hacer una visita a las dependencias y a hablar sobre la violencia injustificada! ¡El secretario de Estado iba con él! Recuerdo haberlos oído en el patio trasero.

– Pero ¿cómo puede haber esquivado a todo su séquito? Los perseguían un montón de periodistas.

– La llave del servicio. Puede que le dejaran un manojo de llaves para ir al servicio, o que se hiciera con ellas de otro modo. Qué sé yo. Pero estaba allí, y no es por casualidad. No puede serlo.

Plegaron los códigos descifrados, devolvieron los libros de Biggles a la señora detrás del enorme mostrador y salieron a las escaleras. Håkon se afanaba con una dosis de rapé, ya empezaba a coger la técnica y le bastaba con un par de apretones con la lengua.

– Pero no podemos detener a un tipo por tener unos libros en una estantería.

Se miraron y rompieron a reír. La risa sonó ensordecedora e irrespetuosa entre las severas columnas, que parecieron pegarse aún más contra la pared por puro rechazo de semejante estruendo. La respiración de los dos compañeros dibujaba nubecitas de niebla en el aire helado.

– Es increíble. Sabemos que hay un tercer hombre. Sabemos quién es. Supone un escándalo sin igual. Y resulta que no podemos hacer nada. Nada en absoluto, joder.

No era como para reírse, pero, de todos modos, siguieron riéndose hasta llegar al coche, que Hanne, con gran arrogancia, había aparcado sobre la acera. La placa policial estaba sobre el salpicadero y tornaba legal haber dejado en aquel lugar el coche.

– En todo caso teníamos razón, Håkon -dijo ella-. Da bastante gusto saberlo. Hay un tercer hombre, como decíamos nosotros.

Volvió a reírse. Esta vez con más desánimo.

El piso seguía como antes. Le resultaba ajeno en toda su familiaridad. Debía de ser él quién había cambiado. Después de tres horas de limpieza a fondo, que finalizaron con una ronda con la aspiradora en la moqueta del salón, recuperó el aliento y la paz. A la pierna no le venía bien tanta actividad, pero al coco sí.

Tal vez fuera un error no decirle nada a los demás, pero Hanne Wilhelmsen había vuelto a hacerse con el control. Tenían en su poder información que podía tumbar a un Gobierno, o que tal vez acabara como un malogrado cohete chino. En ambos casos se montaría un jaleo de la hostia. Nadie podría reprocharles que esperaran un poco, que se tomaran su tiempo. No era probable que el secretario de Estado desapareciera.

Había marcado tres veces el número de Karen. Todas las veces lo había atendido Nils. Era una idiotez, sabía que aún seguía en el hospital.

Llamaron a la puerta. Miró el reloj. ¿Quién podía venir de visita un martes a las nueve y media de la noche? Por un momento consideró la posibilidad de no abrir. Seguramente sería alguien con una oferta fantástica para recibir el periódico durante un trimestre o alguien que quería salvar su alma inmortal. Por otro lado: podía ser Karen. No podía ser ella, claro, pero quizá, quizá, lo fuera. Cerró los ojos con determinación, rezó para sus adentros y respondió al interfono.

Resultó que era Fredrick Myhreng.

– He traído vino -dijo en tono alegre y, a pesar de que a Håkon no le tentaba en absoluto pasar la velada con el pesado del periodista, apretó el botón y lo dejó pasar.

Un instante después se encontraba ante la puerta, con una pizza tibia de Peppe's en una mano y una botella de un vino blanco dulce italiano en la otra.

– ¡Vino blanco y pizza! -anunció alegremente el joven; Håkon frunció la nariz-. Me gusta la pizza y me gusta el vino blanco. ¿Por qué no tomarlos juntos? Riquísimo. Saca unas copas y un sacacorchos. Yo he traído servilletas.

Le tentaba mucho más una cerveza; tenía dos botellas de medio litro en la nevera. Fredrick se decantó por el vino dulce y se lo bebió como si fuera zumo.

Pasó un buen rato antes de que Håkon entendiera qué era lo que quería el hombre. Al final empezó a hablarle de cosas que no implicaban sólo presumir de sí mismo.

– Oye, Sand -dijo secándose la boca con una servilleta roja-, si alguien hiciera algo que no está del todo bien, no algo ilegal ni nada, pero sí un poco prohibido, y con ello descubriera algo mucho peor, algo que hubiera hecho otra persona… O si, por ejemplo, encontrara algo que le podía servir, por ejemplo, a la Policía, por ejemplo, en un caso que fuera mucho peor que lo que hubiera hecho el tipo, ¿qué haríais vosotros? ¿Haríais la vista gorda con lo que hubiera hecho? ¿Con eso que estaba un poco mal, pero no tan mal como lo que había hecho el otro y que tal vez pudiera resolver el caso?

El silencio fue tan absoluto que Håkon pudo oír el débil zumbido de las velas. Con una mano agarró la caja de cartón, en la que ya no quedaban más que un par de champiñones, la quitó de la mesa y se inclinó sobre ella.

– ¿Qué es lo que has hecho, Fredrick? ¿Y qué coño has averiguado?

El periodista bajó la mirada, cohibido, y Håkon estampó la mano contra la mesa.

– ¡Fredrick! ¿Qué es lo que tienes?

El periodista capitalino se había esfumado y no quedaba más que un chiquillo compungido que tenía que admitir su pecado ante un furioso superior. Azorado, se metió la mano en el bolsillo y sacó una llavecita relumbrante.

– Esta llave era de Jørgen Lavik -dijo débilmente-. Estaba pegada a la parte baja de su caja fuerte. O en un armario archivero, no recuerdo bien.

– No recuerdas bien. -El fiscal tenía las fosas nasales blancas de furia-. No recuerdas bien. Has sustraído una prueba importante que pertenece a uno de los sospechosos en un caso penal grave y no recuerdas bien dónde la encontraste. Está bien. -La mancha blanca se había extendido en un círculo en torno a la nariz y su cara parecía una bandera japonesa invertida-. ¿Podría preguntarte cuándo «encontraste» la llave?

– Hace algún tiempo -respondió el joven esquivamente-. Por cierto, ésta no es la original. Es una copia. Saqué un molde de la llave y la volví a dejar en su sitio.

El fiscal adjunto de la Policía respiraba por la nariz, como un toro excitado.

– Volveré sobre esto, Fredrick. Créeme. Volveré sobre esto. Ahora puedes coger tu botella y largarte de aquí.

Con un movimiento agresivo introdujo el corcho en la botella medio vacía. Al periodista del Dagbladet no le quedó más remedio que salir a la desagradable y fría noche prenavideña. Al llegar a la puerta colocó el pie en el marco para impedir que se interrumpiera todo contacto.

– Pero, oye, Sand -probó a decir-: algo recibiré yo a cambio de esto, ¿no? ¿La historia va a ser mía?

No obtuvo más respuesta que un dedo del pie muy dolorido.

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