Billy T. lo había llamado un bloque de pisos, pero el lugar no merecía tal denominación. El edificio tenía que tener la peor ubicación de toda Oslo, estaba aprisionado entre la calle Moss y la de Ekeberg. Fue construido alrededor de 1890, mucho antes de que nadie se imaginara el monstruoso tráfico que acabaría destruyendo el edificio a mordiscos, aunque lo volvía a escupir por ser completamente intragable. Pero aún seguía en pie, a duras penas y en un estado completamente inaceptable para cualquiera que no fuera uno de los usuarios habituales de los bancos de la ciudad, cuya alternativa era un contenedor en el muelle.
Olía a cerrado y era nauseabundo. Según se entraba, había un cubo con restos de vómito viejo y alguna otra cosa indefinible, pero probablemente orgánica. Wilhelmsen ordenó al pelirrojo de nariz respingona que probara la ventana de la cocina. Él tiró y empujó, pero el cristal no se movió.
– Esta ventana hace años que no la abren -jadeó el joven, y recibió un breve asentimiento en respuesta, que él interpretó como el permiso para abandonar aquel intento-. Joder, cómo está esto -constató, y parecía que no se atrevía a moverse por miedo a contagiarse de bacilos desconocidos y mortalmente peligrosos.
«Es demasiado joven», pensó Hanne, que ya había visto demasiados zulos como aquél, a los que algunos llamaban hogares. Dos guantes de plástico atravesaron el aire.
– Toma, ponte éstos -dijo, y ella también se puso los suyos.
La cocina se encontraba a la izquierda según se entraba por el estrecho pasillo. Por todas partes había vómitos de hacía varias semanas. En el suelo había dos bolsas de basura negras. La subinspectora se valió de la punta del zapato para abrirlas un poco. La peste se extendió por la habitación y al pelirrojo le entraron ganas de vomitar.
– Disculpa -jadeó-. Discúlpame.
El chico salió corriendo y ella sonrió un poco y entró en el salón.
No debía de tener más de quince metros cuadrados, a los que había que restarle una alcoba para dormir instalada provisionalmente. La habitación era cuadrada y, más o menos en el centro, habían colocado un puntal. Una cortina marrón de tela barata estaba corrida hacia una pared, enganchada con un clavo a una tabla del techo. La tabla estaba torcida, probablemente había sido puesta allí en una borrachera.
Al otro lado de la cortina había una cama casera, igual de ancha que larga. Era imposible que hubieran lavado aquellas sábanas aquel año. Al levantar el edredón con dos dedos plastificados vio que la sábana bajera parecía la paleta de un pintor, donde la gama de colores era de matices marrón con algo de rojo. Había una botella de medio litro de aguardiente a los pies de la cama. Vacía.
Detrás de la cortina había una estantería estrecha. Sorprendentemente contenía algunos libros. Al mirarlos más detenidamente resultó que eran libros pornográficos daneses, en edición de bolsillo. Por lo demás, la estantería estaba ocupada por algunas botellas medio vacías y otras completamente vacías, algún que otro souvenir de los países vecinos y una fotografía desenfocada de un chico de unos diez años. La cogió y la estudió detenidamente. ¿Tendría Jacob Frøstrup un hijo? ¿Habría en algún sitio un niño que tal vez hubiera querido al pobre heroinómano que murió de una sobredosis en la cárcel provincial de Oslo? Casi sin darse cuenta, limpió el polvo del cristal con la manga de la chaqueta, lo despejó un poco para la fotografía y la devolvió a su sitio.
La única ventana del salón estaba constreñida en el pasillo que se formaba entre la alcoba y el resto de la habitación. Se podía abrir. En el patio trasero, tres pisos más abajo, vio cómo el joven agente de policía se inclinaba con un brazo contra la pared y la cara hacia el suelo. Aún llevaba puestos los guantes de plástico.
– ¿Cómo andas?
No obtuvo respuesta, pero el chico se enderezó, miró hacia arriba e hizo un movimiento tranquilizador con el brazo. Inmediatamente después volvió a aparecer por la puerta. Pálido, pero sobrepuesto.
– Yo tuve que pasar por eso por lo menos cinco o seis veces -le dijo ella sonriendo-. Acabarás acostumbrándote. Respira por la boca y piensa en frambuesas. Suele ayudar.
No les llevó más de quince minutos revisar el apartamento. No apareció nada de interés, pero Wilhelmsen no se sorprendió. Billy T. le había asegurado que allí no había nada, que había buscado por todas partes. En fin, no había nada visible. Tendrían que empezar a buscar lo invisible. Envió al chico por herramientas al coche y él pareció agradecerle la oportunidad de volver a salir al aire fresco. Tres minutos después estaba de vuelta.
– ¿Pod dónde quiedes que empecemos?
– No hace falta que respires por la boca al hablar, ¿no hablarás al inspirar?
– Como no me tape la nadiz todo el dato, vomito, incluso hablando.
Empezaron por la pared que parecía más nueva, la que estaba detrás del sofá. Era de tablas de madera y eran fáciles de desprender. El joven manejaba bien la palanca y sudó la gota gorda. Allí no había nada. Volvieron a clavar las tablas y colocaron el sofá en su sitio.
– Mida, esto no está tan zucio como lo demás -murmuró el joven, que señaló una tabla del suelo de unos veinte centímetros junto a la pared.
Tenía razón. No cabía duda de que la tabla era mucho más clara que el resto del suelo mugriento. Además, la suciedad entre las tablas, que alisaba el resto del suelo, había desaparecido. Hanne sacó un destornillador, soltó la tabla y la apartó con cuidado. Apareció una pequeña cámara. Estaba repleta de algo envuelto en una bolsa de plástico. El pelirrojo se emocionó tanto que se olvidó respirar por la nariz:
¡Es dinero, Wilhelmsen! ¡Mira, es dinero! ¡Un huevo de dinero!
La subinspectora se levantó, se quitó los guantes de plástico manchados, los arrojó a un rincón y se puso un par limpio. Luego volvió a ponerse en cuclillas y sacó el paquete. El chico tenía razón. Era dinero. Un grueso fajo de billetes de mil. A toda velocidad calculó que debía de haber por lo menos cincuenta mil coronas. El agente había sacado una bolsa de plástico de un bolsillo y se la tendió abierta. El dinero casi no cupo.
– Buen trabajo, Henriksen. Serás un buen Torvald.
Al chico le gustó el piropo y, por la pura alegría de ver la posibilidad de salir de aquel lugar pestilente, lo recogió todo por propia iniciativa y cerró la puerta a sus espaldas antes de seguir a su superiora escaleras abajo.