Viernes, 16 de octubre

– Dos muertos y dos personas en el hospital. Y todo lo que tenemos para seguir adelante son unas iniciales y unas sospechas vagas.

La hojarasca amarilla de los arces había sufrido su primera noche de helada y crepitaba como si caminaran entre billetes de banco nuevos. Por aquí y por allá había manchas de nieve reciente, las primeras que caían tan cerca del centro. Habían llegado hasta la parte alta de la loma de Saint Hans; la ciudad se extendía a sus espaldas con la palidez y el frío típico del otoño. Daba la impresión de que el frío repentino había pillado tan desprevenida a Oslo como a los automovilistas de la calle Geitemyr, que no conseguían manejar sus coches porque aún llevaban los neumáticos de verano. El cielo estaba bajo. Sólo las cúspides de las iglesias, la más alta en Uranienborg y las dos más bajas cercanas a Saint Hans, impedían que el cielo se desplomara.

Wilhelmsen había recibido el alta del hospital, pero apenas tenía fuerzas ni para dar un paseo por el bosque. Tampoco le convenía incordiar a su cerebro magullado, pero Håkon no pudo resistirse a la tentación cuando ella lo llamó para proponerle un paseo. Hanne estaba aún pálida y mostraba claros signos de la paliza. La mandíbula azulada se había puesto de un color verde claro y los enormes vendajes habían sido sustituidos por grandes tiritas. Tenía el pelo completamente irregular, cosa que sorprendió a Håkon, que había esperado que se lo cortara para armonizar el resto de la cabeza con la gran franja rapada en torno a una oreja. Cuando se encontraron, ella le explicó entre tímidas sonrisas que se negaba a renunciar al resto de la melena, por muy raro que quedara.

– En el hospital sólo queda uno, Håkon -lo corrigió-. Yo ya he salido.

– Sí, en ese sentido tienes más suerte que nuestro amigo el holandés. Al tipo se le ha ido la cabeza del todo. Psicosis retroactiva, dice el médico, sea lo que sea eso. Como una cabra, creo que significa. Ahora está en la planta de psiquiatría del hospital de Ullevål. No creo que podamos contar con que le dé por hablar después de esto. Por ahora está en cama y sólo balbucea. Le aterra todo y todo el mundo.

– Es raro, en realidad -dijo Hanne, que se sentó sobre un banco, luego dio unas palmaditas en el espacio junto a ella, y Håkon obedeció-. Es bastante curioso que se le fuera la cabeza después de más de tres semanas. Me refiero a que ya sabemos lo que pasa en el patio, no son precisamente unas vacaciones; pero hay mucha gente que se pasa allí más tiempo de la cuenta. ¿Has oído que alguien se haya vuelto loco por eso?

– No, pero supongo que el chico tiene mejores razones que la mayoría para tener miedo. Es extranjero, supongo que se siente solo y todo eso.

– Pero aun así…

Håkon había aprendido a escuchar cuando Wilhelmsen hablaba. Él no había reflexionado gran cosa sobre el estado mental de Han van der Kerch, se había limitado a registrarlo con desánimo: se cerraba otra puerta en una investigación que estaba casi atascada.

– ¿Puede haberlo provocado algo? ¿Puede haberle pasado algo en la celda?

Håkon no respondió y Hanne tampoco dijo nada más. Håkon tenía la extraña sensación de bienestar que siempre sentía en presencia de Hanne. Aquello resultaba nuevo en comparación con otras mujeres a las que había conocido hasta entonces, era una forma de camaradería, de comunidad colegial, y tenía la profunda convicción de que se respetaban y se caían bien. Se pilló pensando que deberían hacerse amigos, pero descartó la idea. Comprendía por instinto que debía ser ella quien tomara la iniciativa para que pasaran de ser compañeros de trabajo a amigos. Allí sentado sobre la loma de Saint Hans, un grisáceo día de octubre, estaba más que satisfecho con la sensación de estar en el equipo de aquella mujer, tan cercana y tan lejana al mismo tiempo, tan competente y tan decisiva para el trabajo que él tenía que intentar llevar a cabo. Esperaba que no anduvieran mal de tiempo.

– ¿Encontraron algo interesante en la celda?

– No que yo sepa, pero, de todos modos, ¿qué podría ser?

– Pero ¿buscaron algo?

Él no respondió. La echaba de menos en el trabajo y estaba empezando a entender por qué. A él le faltaba experiencia a la hora de dirigir una investigación: aunque formalmente fuera el responsable de todas las investigaciones a su nombre, rara vez los juristas participaban directamente en las pesquisas tal y como estaba haciendo él en este caso.

– Creo que ese punto se me ha pasado -admitió.

– No es demasiado tarde -lo consoló-. Todavía puedes investigar el asunto.

Él se dejó consolar y después, para enderezar su dudosa posición de jefe de la investigación, le contó a la subinspectora sus averiguaciones en torno a Jørgen Ulf Lavik.

Lavik había obtenido un éxito considerable en un plazo bastante corto. Después de trabajar dos años con Peter Strup, había empezado por su cuenta con otros dos abogados de su misma edad. Entre los tres cubrían la mayoría de los campos y la actividad de Lavik incluía un 50% de casos penales, mientras que la otra mitad se repartía entre casos de derecho mercantil en la franja media de la escala. Se había casado por segunda vez y había tenido tres hijos muy seguidos. La familia vivía en una chalet adosado en una zona medianamente buena de la ciudad. A primera vista, sus gastos no parecían sobrepasar lo que se podía permitir un hombre como Lavik: tenía dos coches, un Volvo de un año y un Toyota de siete para la mujer, y no poseía ni barco ni casa de campo. La mujer era ama de casa, cosa que quizá fuera necesaria, puesto que tenían tres niños de uno, dos y cinco años.

– Parece un abogado de Oslo cualquiera -dijo Hanne con resignación -. Tell me something I don't know.

Håkon pensó que parecía cansada, su blanco aliento estaba acelerado a pesar de que llevaban un rato sentados. Håkon se levantó, se cepilló el trasero para limpiarse una nieve imaginaria y tendió la mano a Hanne para ayudarla a levantarse. Aunque no le hacía falta, ella la cogió.

– Investiga más de cerca su parte mercantil -le ordenó Hanne a su superior-. Y haz una lista de todos sus casos penales en los últimos dos años. Te apuesto lo que quieras a que encontramos algo. Además -añadió-, ha llegado el momento de unir los casos. Son todos míos, yo tenía el caso más antiguo.

Daba la impresión de que aquello la hacía casi feliz.

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