Lunes, 23 de noviembre

Se montó la de San Quintín. Tres cámaras de televisión, innumerables fotógrafos de prensa, al menos veinte periodistas y una cantidad importante de curiosos se habían congregado en el enorme vestíbulo situado en la primera planta de los juzgados. Las ediciones dominicales se iban superando unas a otras en cuanto a titulares, aunque, analizando de cerca el contenido, se limitaban a informar acerca de un abogado de Oslo de 35 años que se encontraba arrestado, sospechoso de ser el hombre en la sombra y el cerebro de una red de tráfico de estupefacientes. Los periodistas carecían de más información; aun así llenaron portadas y páginas de sus diarios. Lograron cocinar un caldo bien aderezado de contenidos a partir de un pobre hueso sin chicha y con la inestimable ayuda de los compañeros de Lavik, quienes, según sabrosas encuestas, «estaban enérgicamente en desacuerdo con la monstruosa detención por parte de la policía de un colega apreciado y respetado». El hecho de que sus honrados colegas no supieran absolutamente nada del caso no les impidió hacer buen uso de toda la paleta lingüística. El único al que la gente de la calle Aker no había conseguido sacarle algo era precisamente el que más sabía: el abogado del Tribunal Supremo Christian Bloch-Hansen.

Fue difícil abrirse camino entre la masa de gente que bloqueaba la entrada del juzgado 17. Aunque sólo dos o tres de todos los periodistas allí presentes lo reconocieron, la muchedumbre reaccionó como una bandada de palomas cuando un tipejo de la televisión le enchufó un micrófono a la cara. El periodista televisivo estaba conectado con su micrófono mediante un cable al cámara, un hombre de dos metros que no consiguió levantar las piernas cuando el entrevistador tiró de repente del cable. Tuvo que esforzase mucho para mantener el equilibrio; durante unos segundos la gente que lo rodeaba evitó que se cayera, pero fue sólo durante unos instantes. Finalmente perdió la vertical y se llevó en la caída a seis personas, y en ese caos total Bloch-Hansen entró a hurtadillas en la sala 17.

Sand y Wilhelmsen ni siquiera lo intentaron. Se quedaron sentados en un coche con las ventanas tintadas hasta que Lavik, con la chaqueta de rigor sobre la cabeza, fue introducido en el edificio por el zaguán situado al lado de la entrada principal. A casi nadie le importó la presencia del pobre Roger de Sagene, y el chubasquero beis que se había subido hasta las orejas le confería un aspecto más bien cómico. Inmediatamente después, todos los curiosos entraron al juzgado, mientras que Hanne y Håkon penetraron furtivamente por la puerta trasera que solía utilizar la Policía, y subieron directamente del sótano a la sala.

Un ujier debilucho intentó mantener el orden en la sala, pero fracasó en el intento. El hombre mayor y uniformado no tenía la menor posibilidad de resistir la presión de la gente que se encontraba en el exterior. Håkon entendió la expresión de desesperación de aquel hombre y utilizó el interfono del juez para contactar con el sótano y pedir refuerzos. Al poco rato, cuatro agentes de Policía sacaron a todos los que no cabían en el único banco de oyentes de la sala.

La vista estaba prevista para la una en punto y el juez se estaba retrasando. A la una y cuatro minutos hizo su entrada, sin mirar a nadie, y colocó una carpeta llena de documentos encima de su mesa. Era algo más gruesa que la carpeta que había recibido el abogado Bloch-Hansen tres días antes y con la que había tenido que conformarse. Håkon se levantó y le dio al defensor unos cuantos folios suplementarios para equilibrar la cosa. Le había costado más de siete horas clasificar y seleccionar lo que deseaba presentar ante la audiencia, y el tribunal no podía disponer de más documentos que la defensa.

El juez solicitó la presencia del acusado dirigiéndose a Håkon Sand; éste miró al abogado asintiendo con la cabeza y el defensor se levantó.

– Mi cliente no tiene nada que esconder -dijo en voz alta, para asegurarse de que todos los periodistas lo oyeran-. Pero la detención, como es de suponer, ha dejado muy tocado a mi cliente, además de conmocionar a su familia. Pido que se celebre la vista oral a puerta cerrada.

Un suspiro de decepción y desesperanza recorrió al grupito de espectadores, no tanto por las expectaciones fallidas de una vista abierta al público, sino porque esperaban que fuera la Policía quien cerrara las puertas, como de costumbre. Este defensor mudo y discreto no alimentaba los buenos augurios. El único que se lo tomó todo con una sonrisa fue Fredrick Myhreng, que estaba muy satisfecho con la filtración de información de la que seguía beneficiándose. El diario Dagbladet había sido más extenso que sus competidores en la edición de la víspera. Myhreng había disfrutado de la hora previa a la vista oral. Se había regocijado al ver cómo sus colegas de mayor edad y experiencia se pegaban a él como lapas, con sus miradas interrogativas y sus preguntas camufladas; sin querer reconocer su propia ignorancia, aunque mostraran cierta curiosidad fácil de desenmascarar. El joven periodista se sentía muy bien.

El juez estampó el puño contra la mesa y ordenó vaciar el local para celebrar la vista a puerta cerrada. El ujier salió feliz y arrastrando los pies detrás del último periodista que se resistía a regañadientes a abandonar el recinto; finalmente colgó el cartel negro con letras blancas: «Puerta cerrada».

En realidad no hubo ninguna negociación. Con un rictus facial que recordaba vagamente a una sonrisa, el hombrecito se levantó del asiento de juez, entró en el despacho contiguo y salió con una resolución en la mano, resolución que había sido redactada con anterioridad.

– Me lo imaginaba -dijo, y firmó la hoja.

A continuación hojeó la carpeta durante unos minutos, luego volvió a coger el documento y finalmente se encaminó hacia la salida y se presentó ante el público para anunciarle lo que éste ya sabía. Al entrar de nuevo se quitó la chaqueta y la colgó sobre el respaldo de la silla. Seguidamente sacó punta a tres lápices con sumo esmero y se inclinó hacia el interfono.

– Suban a Lavik -ordenó, se soltó la corbata y sonrió a la algo estirada mecanógrafa que estaba escribiendo en el ordenador-. ¡Me parece Else que vamos a tener un día muy largo!

Aunque Hanne le advirtió con antelación, Håkon se impresionó al ver a Lavik entrar por la puerta detrás de su abogado Si no hubiese sido físicamente imposible, el fiscal adjunto habría jurado que Jørgen Lavik había perdido diez kilos durante el fin de semana. El traje se balanceaba y daba la impresión de que el hombre estaba hueco debajo de la ropa, el color facial era inquietantemente gris y el contorno de sus ojos hinchados estaba rojo. Parecía caminar hacia su propio entierro y, por lo que a Håkon le constaba, éste podía estar más cerca de lo que la mayoría quería pensar.

– ¿Le han dado algo de comer y de beber? -le susurró con preocupación a Hanne, quien contestó asintiendo descorazonadamente con la cabeza.

– Sólo quiso un poco de Coca-Cola. No ha probado bocado desde el viernes -contestó ella en voz baja-. No es culpa nuestra, lo han tratado a cuerpo de rey.

El juez también pareció preocuparse por el estado del detenido. Midió varías veces a Lavik con la mirada hasta que ordenó a los dos policías que lo custodiaban quitar la cabina de acusados y poner una silla en su lugar. La estricta mujer del ordenador se liberó por un instante de su propia imagen, bajó del estrado y ofreció a Lavik un vaso de agua y una servilleta de papel.

Una vez que el juez hubo comprobado que Lavik no se encontraba tan cerca de la muerte como aparentaba, pudieron comenzar. Sand tomó la palabra y, en el momento en que se levantaba, Hanne le dio un golpecillo de ánimo en el muslo. El impacto fue más fuerte de lo pretendido y con el dolor le entraron ganas de salir corriendo al excusado.


Cuatro horas más tarde, tanto el fiscal como el abogado defensor habían seguido el ejemplo del juez y se habían quitado la chaqueta. Wilhelmsen también se había despojado de su jersey, mientras Lavik daba la impresión de tener frío. Sólo la mujer del ordenador mantuvo el gesto impertérrito. Hacía poco más de una hora habían hecho un pequeño receso, pero nadie en la sala había tenido el valor de salir y mostrar la zarpa a los lobos que deambulaban por los pasillos. Cada vez que se hacía el silencio en la sala, era fácil comprobar que el exterior seguía repleto de gente.

Lavik aceptó hablar, pero lo hizo con una lentitud exasperante; medía cada palabra con una balanza de oro. La historia del abogado no aportó nada nuevo, lo negó todo y se ciñó a la versión que en su día le dio a la Policía. Incluso pudo explicar, de alguna manera, por qué habían encontrado sus huellas dactilares en los billetes. Su cliente sencillamente le había pedido dinero prestado, cosa que Lavik afirmó que no era inusual. A la ácida pregunta por parte de Håkon de «si se dedicaba a repartir dinero entre todos sus clientes más desfavorecidos», él contestó afirmativamente, y añadió que podía aportar testigos y testimonios para corroborarlo. Evidentemente, Lavik no pudo explicar por qué un billete de mil coronas, legalmente adquirido, había acabado junto al dinero sucio del narcotráfico en una bolsa de plástico debajo de un entablado en la calle de Moss, pero no se le podía achacar que su cliente hiciese cosas raras. Sobre su relación con Roger, relató una historia bastante creíble: en alguna ocasión había echado un cable al hombre ayudándole con cosas como la declaración de la renta, alguna que otra multa de tráfico, etc. El problema de Håkon Sand era que Roger había contado exactamente la misma historia.

En cualquier caso, la explicación sobre el billete de mil coronas fue bastante vacua. Aunque era muy difícil leer o captar algo en el rostro del pequeño juez, Håkon se sintió relativamente tranquilo. A este respecto, estaba claro que uno de los pilares de la imputación iba a aguantar. ¿Sería suficiente? Ya se vería al cabo de un par de horas, ahora tenía que jugarse el todo por el todo. Håkon inició el procedimiento.

El dinero y las huellas dactilares conformaron la parte más importante de su argumentación. Luego repasó la relación misteriosa entre Roger y Lavik y habló de los números de teléfono codificados. Hacia el final, derrochó veinticinco minutos en exponer lo que Van der Kerch le había contado a Karen, antes de culminar con una retahíla tenebrosa acerca del peligro de destrucción de pruebas y el de huida.

Eso era todo lo que tenía, punto final. No dijo ni una sola palabra sobre las vías de comunicación y suministro que manejaba Hans A. Olsen a través del difunto y desfigurado Ludvig Sandersen, nada sobre las hojas de códigos, absolutamente nada sobre la presencia de Lavik en la cárcel los días en que Van der Kerch entró en psicosis y Frøstrup tomó la sobredosis.

El día antes se había mostrado muy seguro de sí mismo, lo habían estudiado y comentado, lo habían discutido y argumentado. Kaldbakken se había mostrado favorable a lanzarse con todo lo que tenían, invocando la convicción que había abanderado Håkon tan sólo unos días antes. Pero finalmente el inspector había tenido que rendirse, Håkon estuvo convincente y seguro de sí mismo. Ya no lo estaba. Buscaba febrilmente la réplica final y contundente que se había pasado toda la noche ensayando, pero ésta se había desvanecido. En su lugar tragó saliva un par de veces, antes de balbucear que la Policía mantenía la demanda. Luego se le olvidó sentarse y durante unos segundos se produjo un silencio embarazoso, hasta que el juez carraspeó y le recordó que no necesitaba permanecer de pie. Hanne le obsequió con una leve sonrisa alentadora y otro golpecito en el costado, más flojo que la primera vez..

– Respetado tribunal -empezó diciendo el abogado defensor ya antes de ponerse totalmente de pie-. No cabe duda de que nos encontramos ante un asunto ciertamente delicado. Nos enfrentamos a un abogado que ha violado lo más sagrado.

Los dos compañeros que ocupaban el banquillo de la acusación se sobresaltaron. ¿Qué demonios era esa? ¿Pretendía el abogado Bloch-Hansen apuñalar por la espalda a su propio cliente? Miraron en dirección a Lavik intentando captar alguna reacción, pero el rostro triste y cansado del abogado no contrajo ni un músculo.

– Es una buena máxima no utilizar palabras más fuertes que las que uno mismo pueda respaldar -continuó Bloch-Hansen, que se puso de nuevo la chaqueta como para asumir una actitud formal que hasta entonces no había resultado perentoria en la enorme sala sobrecalentada. Sand se arrepintió de no haber hecho lo mismo, hacerlo ahora sería absurdo-.

Pero resulta lamentable… -Hizo una pausa retórica, casi pedante, para subrayar sus palabras-. En cualquier caso, resulta lamentable constatar que la abogada Karen Borg, que me consta que tiene una reputación y un criterio intachables como letrada, no se haya percatado de que ha violado el párrafo 144 del Código Penal. -Una nueva pausa, el juez buscaba la mencionada disposición, mientras que Håkon esperaba paralizado el desarrollo de los acontecimientos-. Karen Borg está sujeta por la ley de secreto profesional -prosiguió el defensor-. Y la ha quebrantado. Entre los documentos que ha incluido veo algo que se parece a un consentimiento por parte de su difunto cliente, supongo que pretende que sirva de coartada a la terrible infracción que ha cometido. Pero esto no puede, en modo alguno, ser suficiente. En primer lugar quiero hacer hincapié sobre el hecho de que el cliente en cuestión se encontraba en estado psicótico, lo cual es fácilmente demostrable, y que, por lo tanto, no estaba en condiciones de decidir lo que mejor le convenía. Y, en segundo lugar, quiero dirigir la atención del tribunal sobre la llamada carta de despedida del suicida, documento 17-1. -Pasó parsimoniosamente las páginas hasta dar con la copia de aquella carta desesperada-. A tenor del contenido, resulta bastante poco claro, diría incluso muy poco claro, que los términos utilizados encierren una exención del secreto profesional. Tal y como yo interpreto este escrito, partiendo de que es una despedida, parece más bien una patética declaración de amor a una abogada que, seguramente, fue muy buena y cercana.

– ¡Pero si está muerto!

Håkon no se pudo contener, se levantó a medias y abrió los brazos en forma de protesta, pero se volvió a espatarrar sobre la silla antes de que el juez pudiera amonestarle. El abogado defensor sonrió.

Diario jurídico, 1983, página 430 -dijo, remitiéndose al papel que sostenía, y rodeó el estrado para dejar una copia de la sentencia sobre la mesa del juez-. Una para la fiscalía también -dijo ofreciendo una copia a Håkon, que tuvo que levantarse e ir a recogerla él mismo-. La mayoría fundamentó su decisión en que el secreto profesional, bajo ninguna circunstancia, finaliza cuando el cliente fallece -explicó-. Lo mismo pensó la minoría, en realidad. No puede prevalecer ninguna duda sobre este asunto, con lo cual volvemos a esta carta. -La sostuvo en alto, a una brazada de distancia y a la altura de sus ojos y citó-: «Has sido buena conmigo. Puedes olvidarte de lo que dije sobre lo de cerrar la boca. Escribe una carta a mi madre. Gracias por todo».

Colocó la carta en su sitio, encima de la carpeta. Hanne no sabía qué pensar; Håkon tenía la piel de gallina y notó cómo su escroto se encogía hasta la mínima expresión como cuando uno toma un baño helado.

– Esto -continuó el defensor-, esto no constituye una exención del secreto profesional. La abogada Borg nunca debería haberse explayado sobre el caso. Una vez que se ha propasado es importante que este tribunal no cometa el mismo error. Hago referencia al Código Penal y, más concretamente, al párrafo 119; afirmo que este tribunal actuaría contra la ley si cimentase este juicio sobre la versión de Borg.

Håkon estaba hojeando la separata que tenía delante. Sus manos temblaban tanto que tenía problemas para coordinar los movimientos, aunque finalmente dio con la sentencia. Mierda. Los tribunales debían aceptar las declaraciones de abogados que hubieran obtenido la información en el ejercicio de sus funciones.

Estaba muerto de miedo. Ya no le importaba Lavik, no le importaba el camello y presunto asesino Jørgen Ulf Lavik. Sólo pensaba en Karen, que tal vez se hubiera metido en un lío serio, y todo por su culpa. Fue él quien insistió en quedarse con su trascripción y, aunque ella en un principio no protestó, seguro que no la habría agitado como una bandera en el juicio si no le hubiesen obligado a hacerlo. Todo era culpa suya.

Al otro lado de la sala, el abogado defensor había recogido los papeles, se había acercado al estrado, más cerca del juez, y apoyó su mano sobre la tribuna.

– En definitiva, venerado tribunal, la fiscalía se ha quedado con las manos vacías. Los números de teléfono en la agenda de Roger Strømsjord no tienen la suficiente credibilidad como para suscitar el más mínimo interés. El hecho de que al hombre le encanten los juegos de números no demuestra nada, ni siquiera significa nada, salvo que es un tipo curioso. ¿Qué pasa entonces con las huellas en el billete de banco? La información que manejamos es muy exigua. Pero, su señoría, ¿por qué no podría el abogado Lavik estar diciendo la verdad a este respecto? Es perfectamente posible que haya prestado mil coronas a un cliente por el que sentía lástima; desde luego no fue una gran idea, pues la solvencia de Frøstrup era más que discutible, pero el préstamo representa sin duda un gesto amable, y tampoco se puede conceder a este asunto mayor relevancia. -Un gesto con el brazo indicó que estaba a punto de concluir-. No hablaré del terrible despropósito que ha sido la detención de mi cliente, no es necesario. No existe el menor indicio que alimente una sospecha razonable. Se debe poner a mi cliente en libertad, gracias.

Tardó exactamente ocho minutos. Håkon había hablado durante una hora y diez minutos. Los dos policías que custodiaban a Lavik habían estado bostezando durante toda su intervención, pero no habían pestañeado mientras hablaba Bloch-Hansen.

El juez no estaba muy inspirado y tampoco intentó ocultar su cansancio haciendo movimientos de cabeza, estiramientos de cuello y frotándose la cara con las manos. Sand ni siquiera fue invitado a hacer su réplica, a la que tenía derecho. No importó, la vacuidad se había alojado en su estómago en forma de oscuridad vacía y siniestra, y no se sentía en condiciones de abrir la boca. El juez de instrucción miró el reloj, eran ya las seis y media y faltaba media hora para que comenzaran las noticias en televisión.

– En fin, vamos a proseguir inmediatamente con Roger Strømsjord. Este caso no debería alargarse mucho, pues el tribunal tiene ya plena constancia y conocimiento de los hechos alegados -dijo, esperanzado.

Apenas les llevó una hora. Hanne tuvo la sensación de que al pobre Roger no se le consideraba más que una prolongación o apéndice de Lavik. Si caía Lavik, caía Roger; si soltaban a Lavik, soltarían a Roger.

– Tendremos hoy una decisión, al menos eso espero, pero puede que tengamos que esperar hasta medianoche -anunció el juez cuando la vista oral estaba a punto de concluir-. ¿Queréis esperar o me facilitáis cada uno vuestro número de fax?

Se quedó con los faxes. Condujeron a Roger de vuelta al sótano tras una susurrada conversación con su defensor. El juez estaba ya en el despacho contiguo acompañado por la mujer del ordenador. El letrado del Tribunal Supremo Bloch-Hansen agarró su desgastado y augusto portafolio y se acercó al fiscal adjunto. Parecía más afable de lo esperado.

– Mucho no podíais tener cuando llevasteis a cabo la detención el viernes -dijo con voz baja-. Me pregunto lo que habríais hecho si no hubiera aparecido la agenda con los números de teléfono y no hubierais tenido suerte con las huellas dactilares, lo cual, dicho brevemente, implica que debíais de estar a años luz de tener motivos razonables de sospecha cuando arrestasteis a los dos hombres.

Håkon estaba a punto de desmayarse, tal vez a los otros dos les resultó claro, porque el abogado quiso tranquilizarlo.

– No voy a montar ningún revuelo por esto, pero, con todo mi aprecio: no te embarques en aventuras que no puedas controlar. Es un buen consejo, en todas las facetas de la vida.

Asintió breve y educadamente con la cabeza y salió para hablar con aquellos periodistas -todavía eran unos cuantos- que aún no habían perdido la paciencia y aún aguardaban a la salida. Los dos policías se quedaron solos.

– Venga, vamos a comer algo por ahí -propuso Hanne-. Así espero contigo, estoy convencida de que todo saldrá bien.

Era una mentira descarada.

De nuevo reparó en el suave y agradable olor de su perfume. Ella le dio un beso de consuelo y lo animó cuando se quedaron solos, pero de poco sirvió. Una vez fuera del honorable e imponente Palacio de Justicia, Hanne comentó lo inteligente que había sido esperar esa media hora. Hacía ya un rato que los curiosos habían vuelto al calor de sus casas; la gente de la televisión había capitulado ante la programación prefijada y habían vuelto prestamente a la redacción con lo poco que tenían. Asimismo, los periodistas gráficos habían desaparecido tras recibir las escuetas explicaciones del abogado defensor. Eran ya las ocho y cuarto.

– Lo cierto es que hoy no he comido nada -dijo Håkon, asombrado. Notó que el hambre había despertado después de pasarse todo el día muerto de miedo en algún rincón del estómago.

– Yo tampoco -replicó Hanne, aunque no era del todo cierto-. Tenemos tiempo, el juez necesita al menos tres horas. Vamos a buscar un sitio tranquilo.

Bajaron la cuesta cogidos del brazo, esquivaron una gotera del tejado de un viejo edificio y consiguieron una mesa apartada en un restaurante italiano a la vuelta de la esquina. Un chico muy guapo con el pelo negro como el carbón los acompañó hasta la mesa, entregó una carta a cada uno y preguntó mecánicamente si deseaban algo para beber. Tras un instante de reflexión pidieron dos cervezas, que aterrizaron sobre la mesa apenas unos segundos más tarde. Håkon engulló medio vaso de una sentada. La cerveza le sentó muy bien. El alcohol le afectó instantáneamente, o tal vez fue su estómago hundido quien despertó de repente.

– Se va a ir todo a la mierda -dijo, en un tono casi alegre, y se limpió la espuma del labio superior-. No puede salir bien, van a volver a la calle para retomar sus negocios. Es culpa mía.

– No anticipes las desgracias -dijo Hanne, sin poder ocultar del todo que ella compartía su pesimismo, y miró el reloj-. Nos quedan un par de horas antes de tener que reconocer nuestra derrota.

Permanecieron sentados un buen rato sin decir palabra, con la mirada perdida a lo lejos. Los vasos estaban vacíos cuando sirvieron la comida. Los espaguetis tenían buena pinta y estaban calentitos.

– No será culpa tuya si sale mal -dijo, esforzándose para tragar los largos cordones blancos con salsa de tomate. Con una leve disculpa se colocó la servilleta en el escote para proteger el jersey contra las inevitables manchas-. Y tú lo sabes -añadió con énfasis, escrutando su rostro-. Si sale mal, habremos fallado todos. Acordamos jugarnos un ingreso en prisión, nadie puede reprocharte nada.

– ¿Reprocharme? -Estampó la cuchara en la mesa haciendo salpicar la salsa-. ¿Reprocharme? ¡Por supuesto que me lo van a reprochar! ¡No has sido tú ni Kaldbakken ni la comisaria general ni nadie en este mundo quien la ha cagado durante horas ahí dentro! ¡He sido yo! He dilapidado lo poco que teníamos, claro que deberían reprochármelo. -De repente ya no tenía hambre y apartó el plato con un gesto lleno de aversión, como si encerrase un asqueroso auto de puesta en libertad escondido entre los mejillones-. Creo que nunca lo he hecho así de mal ante un tribunal, tienes que creerme, Hanne. -Respiraba con dificultad. Avisó con la mano al joven camarero para pedirle un agua con gas y con limón-. Probablemente lo habría hecho mejor si me hubiese enfrentado a otro abogado. Bloch-Hansen me hace sentir inseguro, su estilo correcto y objetivo me saca de quicio. Creo que me había preparado para una batalla campal, pero cuando en vez de eso el adversario ha recurrido a un elegante duelo con florete me he quedado paralizado como un saco de patatas. -Se frotó la cara enérgicamente, sonrió y sacudió la cabeza-. Prométeme que no vas a hablar mal de mi actuación -le pidió.

– Te lo prometo por mi honor y conciencia -le juró Hanne levantando la mano derecha-. De verdad que no estuviste «tan» mal. Por cierto -añadió, cambiando de tema-, ¿por qué le has hablado al periodista ese de Dagbladet sobre la posible existencia de una tercera persona que estuviera todavía en libertad? Tal y como lo ha escrito en su periódico, se entiende que tenemos en el punto de mira a alguien en concreto. Bueno, ¿me imagino que lo ha sacado de ti?

– ¿Te acuerdas de lo que dijiste cuando me escandalicé tanto sobre el modo en que trataste a Lavik, durante el último interrogatorio antes de la detención?

Una profunda arruga en la base de la nariz indicó que estaba pensando con mucha fuerza.

– Mmm, no sé -dijo esperando la respuesta.

– Dijiste que las personas que tienen miedo cometen errores, que por eso quisiste asustar a Lavik. Ahora he querido hacer yo de coco. Tal vez haya sido un disparo al aire, pero quizás en estos momentos haya allí fuera un hombre muy asustado, un hombre muerto de miedo.

La cuenta aterrizó sobre la mesa pocos segundos después de que Håkon hiciese un discreto movimiento con la mano. Ambos se lanzaron por el recibo, pero Håkon fue más rápido.

– Ni hablar -protestó Hanne-. O pago yo todo o me quedo al menos con mi parte.

Con una mirada implorante, Håkon oprimió la factura contra su pecho.

– Permíteme que por una sola vez en este día me sienta como un hombre -le suplicó.

Tampoco fue mucho pedir, pagó y redondeó el importe con tres coronas de propina. El chico con el pelo aceitoso los acompañó hasta la salida sin soltar la sonrisa de su boca, y los invitó a volver. No pareció muy sincero.

La fatiga se había instalado como una capucha prieta y negra alrededor de la migraña. Los ojos se le cerraban cada vez que dejaba de hablar durante unos minutos. Sacó un frasco de suero para los ojos del bolsillo de su chaqueta, se echó hacia atrás, apartó las gafas y se llenó los ojos de líquido. Le quedaba muy poco suero y eso que había comprado el botecito esa misma mañana.

Håkon movió la cabeza de un lado para otro intentando distender un poco los músculos del cuello, que estaban tensos como las cuerdas de un arpa. Se encogió al forzar demasiado y notó un fuerte calambre alzarse en el lado izquierdo.

– ¡Ay, ay, ay! -rugió, frotándose febrilmente la zona dolorida.

Hanne miró el reloj por enésima vez, faltaban cinco minutos para la medianoche. Era imposible predecir si que la decisión tardara tanto en llegar era buena o mala señal. El juez sería muy concienzudo en su trabajo si decidía encarcelar a un abogado. Por otro lado, tampoco haría una chapuza si dictaba una sentencia de puesta en libertad. Estaba claro que, en cualquier caso, independientemente del contenido, recurrirían la sentencia.

Bostezó con tanto ímpetu que su mano pequeña y estrecha no alcanzó a tapar del todo su boca. La mujer se recostó echando la cabeza hacia atrás y Håkon pudo comprobar que carecía de amalgama en las muelas.

– ¿Qué experiencia has tenido con los empastes de plástico? -preguntó, de un modo muy inoportuno; ella le miró sorprendida.

– ¿Empastes de plástico? ¿Qué quieres decir?

– Pues veo que no tienes amalgama en los dientes. Le he estado dando vueltas a si me cambio los empastes o no. Leí un artículo que echaba pestes sobre la «plata», sobre toda la mierda que contiene, el mercurio y esas cosas. He leído incluso que hay personas casi inválidas debido al uso de amalgama. Pero mi dentista me previene, dice que la amalgama es mucho más dura.

Se inclinó hacia él, la boca abierta de par en par, y él pudo constatar que todo estaba completamente blanco.

– Ninguna caries -dijo ella sonriendo y con cierto orgullo-. Lo cierto es que soy un poco mayor para pertenecer a la «generación sin caries», pero teníamos un pozo donde crecí. Mucho flúor natural, seguramente era peligroso, pero en la vecindad éramos dieciséis niños y todos crecimos sin tener que acudir al dentista.

Dientes. Incluso los dientes acababan convirtiéndose en tema de conversación.

El fiscal adjunto se acercó de nuevo a comprobar el fax; como la vez anterior y la anterior y la anterior a ésa, estaba todo en orden. La lucecita verde lo miraba fijamente con aires de arrogancia, pero, por si acaso, revisó una vez más si el cajón alimentador tenía papel. Evidentemente estaba lleno. Un bostezo quiso abrirse camino, pero lo retuvo apretando las mandíbulas y sus ojos se llenaron de lágrimas. Agarró el mazo de cartas usadas y lanzó una mirada interrogativa hacia la subinspectora; ella se encogió de hombros.

– Por mi sí, pero juguemos a otro juego. Al casino, por ejemplo.

Les dio tiempo a jugar dos bazas hasta que la máquina de fax soltara un gruñido prometedor. La luz verde había cambiado a ámbar; al cabo de unos segundos, la máquina se tragó la primera hoja blanca de la bandeja. El folio permaneció un rato en las entrañas de la máquina hasta que sacó la cabeza por el otro lado, hermosamente adornado con la carátula del juzgado de instrucción de Oslo.

Los dos policías notaron cómo les subía el ritmo cardiaco. Una sensación desagradable de hormigueo empezó a reptar por la espalda de Håkon y éste se estremeció.

– ¿Empezamos con estas hojas o esperamos a que salgan todas? -preguntó con una sonrisa apagada.

– Vamos a por una taza de café y cuando regresemos habrán salido todas. Es mejor que quedarnos aquí a esperar la última página.

Se sintieron tremendamente solos cuando salieron del cuarto al pasillo. Ninguno dijo nada. No quedaba café en la salita, así que debía haber más gente en la sección, pues Hanne había puesto una cafetera hacía menos de una hora. Håkon optó por entrar a su despacho, abrió la ventana y agarró una bolsa de plástico que colgaba de un clavo en el marco. Sacó dos botellas de medio litro de naranjada.

– «Garantizado, el único refresco que no sirve más que para aplacar la sed» -citó con humor negro.

Hicieron sonar las botellas en un sórdido brindis, y Håkon no hizo nada para evitar un potente y sonoro eructo. Hanne regurgitó un poco y volvieron muy despacio a la sala de operaciones. Olía a cera. Los suelos relucían como no lo hacían desde hacía mucho tiempo.

Cuando entraron en la habitación, el asqueroso ojo verde había vuelto a ocupar el lugar de su colega amarillo. La máquina había vuelto a su estado de zumbido aletargado.

Un buen montón de hojas descansaba en la bandeja de plástico que hacía pocos minutos estaba vacía. Con la mano temblorosa, más por el cansancio que por la excitación, Håkon recogió el fajo de papeles, los juntó y pasó velozmente las hojas hasta llegar a la última página. Se hundió en el sillón y leyó en alto:

– «El sospechoso Jørgen Ulf Lavik permanecerá en prisión preventiva hasta que los tribunales o el Ministerio Fiscal dictaminen otra cosa; aun así, el encarcelamiento no deberá sobrepasar la fecha del lunes 6 de diciembre. Se le impone incomunicación total durante ese periodo.»

– ¡¡¡Dos semanas!!! -El cansancio fue ahuyentado por una fuerte dosis de adrenalina-. ¡Le han caído dos semanas!

Se levantó bruscamente del sofá, tropezó con la mesita y se echó al cuello de Hanne. Los papeles revoloteaban a su alrededor. -Tranquilo -dijo ella riéndose-. Dos semanas constituyen literalmente media victoria, pediste cuatro semanas.

– Dos semanas es poco, es cierto, pero podemos trabajar las veinticuatro horas del día y juro que… -Dio un puñetazo en la mesa antes de proseguir-: ¡Me juego el sueldo de un mes a que podremos colgarle más a este mierda antes de que acaben las dos semanas!

Su entusiasmo y optimismo infantil no contagiaron de inmediato a la subinspectora, que estaba más preocupada por recoger los papeles y colocarlos en orden.

– Veamos lo que nos cuenta el juez.

Tras una lectura exhaustiva, el auto difícilmente podía considerarse como una medio victoria, como mucho podía estirarse hasta reconocer que era un octavo de victoria.

El abogado del Tribunal Supremo Bloch-Hansen recibía respaldo, al menos en gran medida, en sus valoraciones acerca del testimonio de Karen Borg. El tribunal compartía el juicio del defensor de que la carta de despedida de Van der Kerch no podía considerarse como una dispensa del secreto profesional. Era necesario realizar una evaluación más profunda sobre las intenciones que movieron al holandés en su día, una estimación que debía hacer énfasis en si se podía presuponer que el chico iba a salir ganando si los detalles salían a la luz. Existían ciertos indicios que indicaban que no era el caso, ya que la declaración hasta cierto punto lo incriminaba a él mismo; por lo tanto, podía dañar su reputación. En cualquier caso, opinaba el tribunal, la declaración de la letrada Borg era demasiado escueta con relación a los planteamientos del asunto. Por consiguiente, el tribunal optaba, en el momento y condiciones actuales, por descartar la explicación, puesto que podía estar en conflicto con las decisiones procesales.

A continuación, el tribunal consideraba, con ciertas reservas, que existían razones fundamentadas para presumir la existencia de hechos punibles, aunque sólo en relación con el apartado I de la imputación de cargos, es decir, con el importe específico de dinero encontrado en casa de Frøstrup. Según el tribunal no existía un motivo razonable para suponerle al abogado otro delito mientras no se pudiera tener en cuenta la declaración de Karen. El peligro de destrucción de pruebas era manifiesto, y el juez se había limitado a refrendarlo en una frase. Tampoco un encarcelamiento de dos semanas podía considerarse una intervención desproporcionada, a tenor de la importancia y gravedad del caso. Veinticuatro gramos de droga dura representaban una cantidad considerable: su valor en la calle alcanzaba las doscientas mil coronas. El resultado fueron dos semanas a la sombra.

Roger quedaba en libertad.

– Mierda -dijeron a la vez los dos policías.

Roger sólo estaba involucrado por la declaración de Han van der Kerch, mientras ésta fuera inservible al tribunal sólo le quedaba los números de teléfono codificados. Aquello no era suficiente para retenerle, así que fue puesto en libertad.

Sonó el teléfono y ambos se sobresaltaron como si el leve sonido telefónico fuera una alarma de incendios. Era el juez, que quería asegurarse de que el envío del documento había llegado a su destino.

– Espero recursos por ambas partes -dijo el juez, muy cansado, aunque Håkon creyó adivinar una leve sonrisa a través del auricular.

– Sí, al menos voy a recurrir la puesta en libertad de Roger Strømsjord y pido que se dilate su efecto, sería una catástrofe que saliera en libertad esta noche.

– Conseguirá retrasar la entrada en efecto de su puesta en libertad -dijo el juez tranquilizándolo-. Bueno, lo dejamos por ahora, ¿de acuerdo?

En esa cuestión estaban todos de acuerdo, había sido un día muy, muy largo. Se pusieron la ropa de abrigo, cerraron cuidadosamente la puerta con llave y abandonaron a su suerte las dos botellas de refresco medio vacías. La publicidad decía la verdad: sólo ayudaban a aplacar la sed.

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