¿Qué coño de jaleo sería aquél? Al principio no entendió lo que era, se giró aturdido y guiñó los ojos al despertador, que era anticuado y mecánico: tenía una maquinaria que hacía tictac, números normales y una llave en la parte de atrás que le recordaba a los patinetes de su infancia. Cada noche tenía que darle cuerda hasta que chirriaba, para que no se quedara parado a las cuatro de la mañana. En ese momento marcaba las siete menos diez. El fiscal le pegó un manotazo a la campana de la parte de superior. No sirvió de nada. Se despabiló, se incorporó en la cama y, finalmente, se dio cuenta de que lo que sonaba era el teléfono. Palpó en busca del auricular, pero sólo consiguió que el teléfono entero cayera al suelo con un estruendo. Al final consiguió lo que necesitaba para murmurar que estaba allí.
– Håkon Sand al habla. ¿Quién es?
– ¡Hola, Sand! Soy Myhreng. Siento…
– ¿¿¿Que lo sientes??? ¿Qué coño pretendes llamándome a las siete, no, «antes» de las siete de la mañana de un sábado? ¿Quién cono te crees que eres?
Pang. No le bastó con colgar el teléfono, se levantó furioso y desenchufó el aparato. Luego se tiró de nuevo sobre la cama y, tras dos minutos de enfado, dormía profundamente. Durante hora y media. Al cabo de ese tiempo llamaron furiosamente a la puerta.
Las ocho y media era una buena hora para levantarse. A pesar de ello, se lo tomó con calma, con la esperanza de que quién fuera perdiera la paciencia antes de que él llegara a la puerta. Mientras se cepillaba los dientes volvieron a llamar. Aún más violentamente. De todos modos, Håkon se tomó tiempo para lavarse la cara y se sintió agradablemente libre y dispuesto a ponerse el albornoz y poner a calentar agua antes de dirigirse al interfono.
– ¿Sí?
– ¡Hombre! Escucha, soy Myhreng, ¿Podría hablar contigo?
El chico no se rendía, pero Sand tampoco.
– No -dijo, y colgó el telefonillo.
No sirvió de nada. Al cabo de un segundo, el desagradable zumbido atravesó el piso como una avispa gigante fuera de sí. Håkon se lo pensó durante algunos segundos, antes de volver a coger el telefonillo.
– Ve al Seven & Eleven de la esquina y compra unos panecillos. Y zumo de naranja, de ese con pulpa. Y los periódicos. Los tres.
Se refería al Aftenposten, al Dagbladet y al VG. Myhreng le trajo un ejemplar del Arbeiderbladet y los dos últimos, y además se olvidó de la pulpa.
– Qué piso tan cojonudo tienes -dijo Myhreng echando una larga mirada al dormitorio.
«Tiene tanta curiosidad como los policías», pensó Håkon, y cerró la puerta.
Invitó a Myhreng a entrar en el salón, después salió al baño y sacó un cepillo de dientes extra además de un frasco de perfume especialmente femenino que alguien se había dejado allí un año atrás. Era mejor no parecer demasiado penoso.
Fredrick Myhreng no había ido para charlar, antes de que el café estuviera listo atacó con sus preguntas.
– ¿Lo habéis detenido o qué? No lo encuentro por ningún lado. Su secretaria dice que está en el extranjero, pero en su casa sólo atiende un niño que dice que su papá no se puede poner al teléfono y que su mamá tampoco. He estado a punto de llamar a protección de menores, la verdad, después de que en seis ocasiones me cogiera el teléfono un niño de cinco años o los que fueran.
Håkon negó con la cabeza, fue por el café y se sentó.
– ¿Te dedicas a maltratar a menores? Si tenías en la mente que tal vez hubiéramos detenido a Lavik, ¡deberías haberte dado cuenta de que ni al niño ni al resto de la familia les podía resultar muy agradable que los aterrorizaras por teléfono!
– Los periodistas no podemos andarnos con ese tipo de consideraciones -dijo Myhreng, que se abalanzó sobre una lata sin abrir de caballa en tomate.
– Sí, está bien, puedes abrirla -dijo Håkon con tono de enfado, después de que la mitad del contenido de la lata estuviera colocado sobre el pan de Myhreng.
– ¡Hamburguesa de caballa! ¡Delicioso! -Siguió hablando con la boca llena de comida y esparciendo perlitas de tomate por el mantel blanco-: Admítelo, habéis cogido a Lavik. Te lo veo en la cara. Desde el principio me he dado cuenta de que pasaba algo con ese tío. Me he enterado de un montón de cosas, ¿sabes?
La mirada que asomaba por encima de las gafas demasiado pequeñas era desafiante, pero no completamente segura de lo que decía. Håkon se permitió dirigirle una sonrisa y untó la margarina con parsimonia.
– Dame una sola buena razón para que te cuente algo.
– Te puedo dar varias. Para empezar: la buena información es la mejor protección contra la información errónea. En segundo lugar: mañana los periódicos van a estar llenos de información sobre el caso, de todos modos. El arresto de un abogado no se le va a pasar por alto a los periódicos durante más de un día, ni de coña. Y en tercer lugar… -Se interrumpió a sí mismo, se secó el bigote de tomate con los dedos y se inclinó sobre la mesa con aires seductores -. Y en tercer lugar ya hemos colaborado bien en otras ocasiones. A los dos nos conviene seguir haciéndolo.
Aparentemente, el fiscal adjunto Håkon Sand se dejó convencer, aunque Myhreng se atribuyó más mérito del que realmente le correspondía. Porque mientras el periodista lo esperaba, obediente como un colegial, después de que le hubiera prometido que le iba a proporcionar información de interés, Sand se fue al baño con la carpeta del caso, con la que había estado trabajando hasta altas horas de la madrugada, y se tomó una larga ducha reconfortante.
La ducha duró casi un cuarto de hora y, durante ese tiempo, Håkon esbozó una historia periodística que supondría un buen tiro de advertencia para los que estuvieran allá fuera, en el frío de noviembre, entrechocando los dientes. Porque a Håkon no le cabía ninguna duda de que ahí fuera había alguien, sólo tenían que tentarlo para que saliera, o tal vez mejor asustarlo…