Lunes, 26 de octubre

La bandeja de entrada del correo, situada en la estantería de la salita, estaba llena de pegatinas amarillas. Hanne odiaba los mensajes de teléfono, era demasiado responsable como para tirarlos, aunque sabía que, al menos, la mitad de las once personas que la habían llamado no tenían nada importante que transmitir. La parte más molesta del oficio era tener que contestar a las preguntas de la gente; víctimas impacientes que no entendían por qué se tardaba más de seis meses en investigar un caso de violación cuando se conocía el agresor, abogados irascibles que exigían la búsqueda de antiguos fallos procesales y algún que otro testigo que se creía más valioso de lo que dejaba entrever la Policía.

Dos de los papelitos eran de la misma persona; en ellos se podía leer: «Llama a Askhaug, hospital de Ullevål», junto con un número de teléfono. Wilhelmsen sintió un fuerte desasosiego, recordó todas las pruebas que le habían practicado del cráneo y decidió llamar. Askhaug estaba en su puesto, aunque Hanne tuvo que pasar antes por otras tres extensiones antes de dar con la mujer en cuestión. Finalmente se presentó.

– Ah, sí, me alegro de que llames -contestó la señora del teléfono con voz de pollo-. Bueno, soy enfermera en la Sección de Psiquiatría. -Hanne respiró aliviada, no era su cabeza la que tenía problemas; la sanitaria prosiguió-: Tuvimos aquí a un paciente, un detenido en prisión preventiva. Creo que era holandés, y me han dicho que tú llevas el caso, ¿es cierto? -Lo era-. Ingresó en estado psicótico y se mantuvo a base de neurolépticos durante varios días hasta que pudimos observar alguna mejora. Finalmente pudimos poner un poco de orden en su vida espiritual, aunque no sabemos cuánto durará. Las dos primeras noches tuvimos que ponerle pañales, es que ya no aguantábamos más, ¿sabes? -El suave acento del sur parecía pedir perdón, como si ella fuese la única responsable de los paupérrimos recursos de la sanidad pública-. Suelen ser las asistentas quienes les cambian los pañales, ¿sabes?, pero es que el chico estaba muy estreñido, llevaba así ya mucho tiempo, hasta que empecé mi turno de noche treinta y seis horas después de su hospitalización. Solemos echar una mano, quiero decir con los pacientes, así que le cambié los pañales al hombre, ¿sabes? Ese trabajo les corresponde a los asistentes, ¿sabes? -Hanne lo sabía-. Luego descubrí en las heces un grumo blanco sin digerir y, como tenía curiosidad, lo saqué…, bueno, tenemos guantes de plástico, claro.

Soltó una risita por el auricular.

– ¿Y bien?

Wilhelmsen estaba perdiendo la paciencia, y empezó a frotarse la sien con el dedo índice, en la zona de la herida, donde el pelo que nacía estaba empezando a picar.

– Era un trozo de papel, del tamaño de una postal, pero enrollado, y se podía leer lo que ponía, incluso después de un ligero aclarado. Pensé que podía ser de interés, ¿sabes?, así que te llamé, por si acaso.

Wilhelmsen no escatimó los elogios hacia la mujer deseando que llegase lo antes posible al grano.

A duras penas, se enteró al fin de lo que ponía en el papel.

– Estaré ahí dentro de quince minutos -dijo toda acelerada-. Veinte minutos como mucho.

La jefatura disponía ahora de una sala de emergencias, nombre que sonaba algo pretencioso hasta que uno entraba a las dependencias. Habían sobrado veinte metros cuadrados tras la redistribución del espacio en el área A 2.11, al fondo del pasillo que miraba hacia el nordeste; aquél era un lugar impersonal y bastante inservible. Lo llamaban sala de emergencias cuando se trataba de asuntos importantes; podía albergar en el mismo espacio a todo el personal y todo el papeleo a la vez, es decir, que, de algún modo, era relativamente funcional. Había dos teléfonos sobre sendos escritorios, colocados a su vez el uno frente al otro debajo de la ventana. Las patas eran metálicas, como todas las de los pupitres del edificio, y con los tableros inclinados formando una suerte de tejado. Sobre el caballete se balanceaban una bandeja llena de lápices roídos, gomas de borrar y bolígrafos baratos. Detrás de cada escritorio las paredes estaban tapizadas de estanterías vacías que recordaban a todo el mundo lo miserable de su situación y, en una habitación contigua, había una fotocopiadora demasiado vieja que ronroneaba monótona e irritantemente.

El inspector Kaldbakken lideró la reunión, era muy delgado y usaba un dialecto cuyas palabras desaparecían a medias en un murmullo borroso, pero no importaba, porque todos los presentes estaban acostumbrados y adivinaban lo que decía.

La subinspectora Hanne Wilhelmsen aclaró la situación, fue desmenuzando toda la información entre hechos y especulaciones, realidades y rumores. Desgraciadamente, dominaban las especulaciones y los rumores, aun así causaron cierta impresión en los presentes, pero los descubrimientos técnicos eran escasos y no impresionaban ya a nadie.

– Detengan al abogado Lavik -exhortó un joven policía, lleno de pecas y con la nariz respingona-. Hay que jugárselo todo a una carta, está a punto de reventar.

Un ángel pasó por la habitación; el embarazoso silencio indicó al joven que había metido la pata, empezó a morderse las uñas de vergüenza.

– ¿Tú qué dices, Håkon? ¿Qué es lo que tenemos, en realidad? -preguntó Hanne, que tenía mejor aspecto y que finalmente había decidido cortarse el pelo. Suponía una clara mejoría, el corte de pelo torcido que había lucido durante una semana era realmente cómico.

Håkon parecía ausente e hizo un esfuerzo por seguir la corriente.

– Si pudiésemos conseguir que Lavik hablara por propia voluntad, es posible que estuviéramos un poco más cerca. El problema es que, tácticamente, debemos lograr que el interrogatorio parezca auténtico. Sabemos… -Interrumpió la frase y empezó de nuevo-. Creemos que el hombre es culpable, hay demasiadas coincidencias, como el encuentro en plena noche con el fugitivo armado, las iniciales en los billetes de banco, la visita al patio trasero el día que Han van der Kerch recibió la nota de amenaza que le dejó petrificado. Y otro hecho más: Lavik visitó a Jacob Frøstrup pocas horas antes de que ese buen hombre decidiera acabar con su propia vida.

– Eso no significa nada -aseveró Wilhelmsen-. Todos sabemos que las cárceles están llenas de drogas. Los propios carceleros, por ejemplo, entran y salen a su libre albedrío, no tienen que pasar un solo control desde la calle hasta las celdas, si les apetece. -Tras meditar durante unos segundos, añadió-: En realidad es increíble. Es bastante extraño que los empleados de los grandes almacenes Steen & Strøm deban aceptar que se les registre para prevenir los hurtos mientras que los funcionarios de prisión se niegan a pasar los controles para evitar el contrabando de drogas en las cárceles.

– Los sindicatos, los sindicatos -murmuró Kaldbakken.

– Además, puede que el temor que siente Han van der Kerch por la cárcel tenga algo que ver con el caso. Tal vez sospeche de alguien dentro del sistema carcelario -prosiguió Hanne, sin dejarse afectar por las consideraciones políticas del inspector-. Me parece muy poco probable que Lavik se arriesgue a que le pillen con el maletín lleno de droga. La muerte de Frøstrup es sin duda una señal que viene a confirmar que el pavor que siente Van der Kerch por la cárcel está más que fundado.

– Pero este papelito es obra de Lavik, de eso estoy segura -dijo, sacando una bolsa que contenía la «advertencia» sin digerir.

La letra era borrosa y débil, pero nadie tuvo problema alguno para leer su mensaje.

– Parece una broma de mal gusto -se atrevió de nuevo el pelirrojo-. Ese tipo de historias tiene más que ver con las series policíacas que con esta casa.

Se rió entre dientes, fue el único en hacerlo.

– ¿Es posible que la gente entre en un estado psicótico por leer un mensaje como éste? -preguntó Kaldbakken en tono escéptico, ya que en treinta años de servicio no había visto nada igual.

– Le dieron un susto de muerte, nunca mejor dicho -intervino Wilhelmsen-. Seguro que tampoco lo estaba pasando bien antes, y este mensaje fue la gota que colmó el vaso. Por cierto, ya está mejor y ha vuelto a la cárcel… Bueno, mejor lo que se dice mejor… Está sentado en un rincón y se niega a hablar. Por lo que tengo entendido, tampoco Karen Borg consigue comunicarse con él; en mi opinión debería estar en un hospital, pero los devuelven al sistema penitenciario en cuanto son capaces de recordar su nombre.

Lo sabían perfectamente: la psiquiatría carcelaria era un ir y venir perpetuo, hacia delante y hacia atrás, hacia delante y hacia atrás. Los detenidos nunca mejoraban, sólo empeoraban.

– ¿Qué tal si solicitamos una conversación con Lavik? -propuso Sand-. Apostamos a que no se niega y vemos hasta dónde llegamos. Puede ser una enorme estupidez, pero, por otro lado, ¿tiene alguien una propuesta mejor?

– ¿Qué pasa con Peter Strup?

Era el jefe de sección, quien habló por primera vez. Fue Hanne la que contestó.

– Todavía no tenemos nada sobre él, en mis notas es sólo un gran punto de interrogación.

– No lo aparquéis del todo -sugirió el jefe, para concluir la reunión-. Traed a Lavik, pero, por Dios, traedlo por las buenas, no queremos que todo el colegio de abogados nos declare la guerra, al menos de momento. Mientras, tú… -apuntó al chaval con la nariz respingona y dejó que el dedo fuera señalando al siguiente-… y tú y tú, os encargáis del trabajo sucio. Venid conmigo: os voy a poner deberes, queda mucho por averiguar. Quiero saberlo todo sobre nuestros dos abogados, costumbres culinarias, qué desodorantes utilizan, afinidad política y sus historias de faldas. Ante todo, averiguad sus rasgos comunes.

El jefe de sección se llevó al pelirrojo y a otros dos de la misma edad, que habían sido lo bastante sensatos como para mantener la boca cerrada durante toda la reunión, aunque de poca servía, porque los jóvenes se las tenían que ver siempre con el trabajo rutinario.

Hanne Wilhelmsen y Håkon Sand fueron los últimos en abandonar la sala. Ella se percató de que el hombre parecía contento y satisfecho, a pesar de la marcha de los acontecimientos.

– Estoy bien -contestó él a su amigable e inesperada pregunta-. Lo cierto es que estoy de puta madre.

Sand tuvo que pelear duro para poder estar presente, porque la subinspectora Wilhelmsen era reticente ante la idea; no había olvidado la metedura de pata durante el interrogatorio de Han van der Kerch.

– Conozco a ese tipo -argumentó-. A lo mejor se siente más tranquilo si estoy presente; no te puedes imaginar hasta qué punto los buenos juristas creen dominar a los malos, tal vez se ponga arrogante.

Finalmente, Wilhelmsen tuvo que rendirse a cambio de que Håkon le prometiera abiertamente que mantendría la boca cerrada. Podría hablar en cuanto ella le hiciese una señal, pero se limitaría a hacerlo de trivialidades, no de nada concerniente al caso.

– Hagamos de poli bueno y poli malo -dijo con una sonrisa a modo de conclusión.

Ella sería la gamberra y él daría palmaditas en la espalda.

– No te pases -advirtió el fiscal adjunto-. Nos arriesgamos a que se levante y salga por esa puerta, y no tenemos nada para retenerle.

Acudió por propia voluntad, sin portafolio, vestía de un modo elegante y acorde con la profesión, traje y zapatos bonitos, demasiado bonitos para el aguanieve que inundaba las calles de Oslo. Tenía las perneras mojadas y los zapatos de cuero presentaban un borde oscuro a lo largo de toda la suela que amenazaba con provocarle un catarro otoñal. Las hombreras del abrigo de tweed estaban caladas, y Sand reconoció la marca exclusiva por la etiqueta del forro que asomó cuando el abogado Lavik se quitó el gabán, que a continuación sacudió; luego buscó un gancho o una percha para colgarlo. No encontró ninguna de las dos cosas, así que echó el abrigo sobre el respaldo de la silla, estaba sonriente y de buen talante; no mostraba signos de nerviosismo.

– Estoy impaciente -dijo con una sonrisa, apartando de su frente un poco de pelo que volvió a caer inmediatamente en su sitio-. ¿Soy sospechoso de algo? -preguntó con una sonrisa todavía más ancha.

Hanne le tranquilizó.

– De momento, de nada.

A Håkon la respuesta le pareció muy atrevida, pero había escarmentado y optó por callar, además ambos carecían de material para escribir. Sabían que la lengua habladora podía trabarse a la vista de una grabadora o de instrumentos para anotar.

– Estamos analizando varias teorías acerca de ciertos casos que nos están llevando por la calle de la amargura -admitió la subinspectora-. Tenemos la impresión de que nos puedes ayudar en algo. Serán sólo unas preguntas, puedes irte cuando quieras.

Lo último sobraba.

– Lo sé perfectamente -dijo sonriendo, aunque se notaba que lo decía con segundas-. Me quedaré el tiempo que me parezca, ¿de acuerdo?

– Vale -dijo Håkon, esperando que esa afirmación lo mantuviera dentro de las concesiones posibles. Sentía la necesidad de decir algo, algo que pudiera amortiguar la sensación de ser un inútil, pero no sirvió de nada.

– ¿Conocía usted a Hans A. Olsen, el abogado asesinado?

Hanne soltó la pregunta a bocajarro, pero era obvio que el abogado Lavik la estaba esperando.

– No, la verdad es que no me suena -contestó con total serenidad, ni demasiado brusco ni demasiado dubitativo-. No lo conocía, pero he hablado con él algunas veces; trabajábamos en el mismo ámbito, es decir, como abogados defensores. Probablemente me he cruzado con él en los juzgados y puede que en alguna reunión del Grupo de Abogados Defensores, pero, como digo, no lo conocía.

– ¿Qué opinión tiene sobre el asesinato?

– ¿El asesinato de Hansa Olsen?

– Sí.

– ¿Opinión? Pues… -Su vacilación era natural y parecía estar reflexionando, como si quisiera mostrar su buena disposición, como cualquier otro inocente que colabora con la Policía -. Si le digo la verdad, no le he dado muchas vueltas a este caso; se me ocurre a bote pronto un ajuste de cuentas por parte de clientes descontentos, digamos que es una versión que transita en los medios jurídicos.

– ¿Qué me dice de Jacob Frøstrup?

Con posterioridad los dos policías afirmaron haber percibido una leve inseguridad en el abogado al oír el nombre de su malogrado cliente. Cierto es que no pudieron definir esa percepción y tuvieron que admitir que fue más fruto de la esperanza que de una sana capacidad de juicio.

– Qué pena lo de Jacob, las ha pasado putas desde que nació. Lo tuve como cliente durante muchos años, pero nunca lo habían pillado por algo gordo, no entiendo por qué tuvo que mezclarse en algo así. No le quedaba mucho tiempo, la verdad, el sida se había extendido en los últimos tres años, si no me falla la memoria.

El abogado miró por la ventana mientras habló, fue el único cambio palpable desde el inicio de la conversación. Luego se calló y volvió a mirar a la policía.

– Me enteré de que murió el mismo día que lo visité, qué pena. Parecía muy deprimido y hablaba de quitarse la vida. No soportaba seguir viviendo con los dolores y la humillación y, encima, este último caso… Intenté animarlo un poco, reconfortarlo, le dije que tenía que aguantar. Aunque debo admitir que la noticia de su muerte no me ha sorprendido.

Lavik movió despacio la cabeza en señal de compasión y se cepilló una caspa inexistente de los hombros. Tenía una mata de pelo considerable y reluciente y un sano cuero cabelludo del que no podía presumir Håkon. El fiscal adjunto se sintió aludido enseguida, miró de reojo su propia chaqueta negra y se desembarazó enseguida de las partículas blancas que resaltaban sobre el fondo oscuro. El abogado replicó con una sonrisa caritativa e infinitamente desdeñosa.

– ¿Dijo por qué tenía una partida tan grande de droga?

– Sinceramente -reprochó Lavik-, aunque esté muerto, me parece fuera de lugar estar aquí relatándole a la Policía lo que me contó.

Los dos policías aceptaron callados el razonamiento.

Wilhelmsen se concentró un instante antes de jugar su última baza. Se pasó el dedo por la sien rapada, una manía que había desarrollado durante los últimos días. El cuarto estaba tan silencioso que se imaginaba que los demás podían oír el ruido que hacía al rascarse con la punta de los dedos.

– ¿Por qué se citó con un hombre el viernes a las tres de la madrugada en Grünerløkka?

La voz era incisiva, como si quisiera que sonara más dramático de lo que realmente era. El estaba preparado.

– Ah, eso, sí, era un cliente. Tiene un problema muy gordo y necesitaba ayuda urgente. De momento, la Policía no está involucrada, pero tiene mucho miedo y tenía que darle algún que otro consejo.

Lavik exhibió una sonrisa tranquilizadora que daba a entender que era para él bastante habitual tener que levantarse de la cama en plena noche para atender a clientes en los barrios más desfavorecidos de la ciudad. Su rostro expresaba incluso que ocurría a diario, prácticamente todas las noches.

– ¿Y quiere que me trague eso? -dijo ella por lo bajo-. ¿De verdad quiere que me lo trague?

– Me importa muy poco lo que crea o deje de creer -dijo Lavik dirigiéndole una sonrisa-. Lo importante es que yo cuente la verdad. Si usted opina otra cosa, su deber es demostrarlo.

– Es exactamente lo que voy a hacer -contestó Wilhelmsen-. Puede irse, por esta vez.

El abogado Lavik se puso el abrigo, dio las gracias, se despidió cordialmente y cerró la puerta educadamente al salir.

– Anda que has hablado mucho -dijo Hanne, irritada, dirigiéndose a su colega-. ¿De qué me sirve tenerte aquí?

La lesión de la cabeza la había vuelto más irascible. Håkon hizo caso omiso. Su estado emocional era fruto de la decepción que sentía por el brillante modo en que Lavik controló y bloqueó el interrogatorio. Håkon lo sabía y se limitó a sonreír.

– Mejor decir poco que demasiado -dijo como defensa-. Además, sabemos una cosa: el propietario de la bota ha tenido que hablar con Lavik después de lo que ocurrió el viernes por la noche. Parecía muy preparado. Por cierto, ¿por qué no le mencionaste nada sobre el papelito?

– Me lo reservo para mejor ocasión -dijo ella tras un instante de reflexión-. Me voy a casa a dormir, me duele la cabeza.

– ¡No saben nada!

Estaba radiante y satisfecho, algo que el hombre mayor pudo apreciar incluso a través del auricular que distorsionaba la voz. Había estado preocupado por su joven compañero; durante su último encuentro en el valle Maridalen había estado al borde de un ataque de nervios. Una confrontación con la Policía tendría consecuencias catastróficas, pero Lavik estaba completamente seguro de que no sabían nada. Se había enfrentado a una policía con la cabeza trasquilada y a un compañero de estudios estúpido, ambos desconcertados y sin ningún as en la manga. Como es obvio, el episodio del sábado por la noche fue muy desafortunado, pero se habían tragado su explicación, de eso estaba seguro. Lavik era, sencillamente, feliz.

– Me juego lo que sea a que no saben nada -repitió-. Además, estando muerto Frøstrup, Van der Kerch como una cabra y la Policía a dos velas, ¡no tenemos nada que temer!

– Te olvidas de un detalle -dijo el otro-, te olvidas de Karen Borg. No tenemos ni idea de lo que sabe, pero algo sabrá, al menos eso cree la Policía. Si tienes razón cuando dices que la Policía está sin pistas, es porque la mujer no ha cantado todavía…, y no sabemos cuánto tiempo tardará en hacerlo.

Lavik tuvo poco que decir a eso; su entusiasmo infantil del inicio se fue desmoronando.

– Puede que se equivoquen -replicó-. Tal vez la Policía se equivoque, quizá no sepa absolutamente nada. Ella y el fiscal eran como uña y carne en el instituto. Apuesto a que le hubiese soltado lo que sabe si tuviera algo que decir, estoy casi seguro. -El joven se repuso y volvía a sentirse en posición dominante, pero el hombre mayor no parecía nada convencido.

– Karen Borg representa un problema -afirmó con seguridad-. Es y seguirá siendo un problema. -Se hizo el silencio durante unos segundos antes de que el mayor de los dos pusiera punto final a la conversación-. No vuelvas a llamarme jamás. Ni desde una cabina ni desde un móvil. No llames, utiliza el método habitual; haré la comprobación cada dos días. Colgó el teléfono, estampándolo contra la mesa. Lavik se sobresaltó al otro lado, el golpe retumbó en sus oídos y la úlcera de estómago lanzó el aviso de que todavía seguía allí. Sacó de su bolsillo interior un sobre de Ballancid, lo abrió a mordiscos y se lo tragó entero. Sus labios se cubrieron de una capa fina y blanca que acabaría permaneciendo ahí todo el día. Al cabo de diez segundos empezó a sentirse mejor, miró a ambos lados y salió de la cabina de teléfono. La alegría triunfalista que había sentido al salir de la jefatura se había apagado. Volvió regurgitando a su despacho.

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