Sábado, 28 de noviembre

– ¿Habéis oído el del tipo que se presentó en un prostíbulo sin un duro? ¿Y al final lo mandaron con la vieja Olga para que se diera un revolcón?

– Sííí -jadearon los demás, con lo que el contador de chistes volvió a apoltronarse en la silla y se bebió el resto del vino sin decir palabra. Era el cuarto chiste verde que intentaba contar, sin apenas respuesta de los demás. Pero su silencio no duró mucho, se sirvió más de beber, sacó pecho y lo volvió a intentar:

– ¿Sabéis lo que dicen las chicas cuando les dan una gran…?

– Sííí -gritaron los otros cinco a coro; el contador de anécdotas cerró la boca.

Hanne se inclinó sobre la mesa y le dio un beso en la mejilla.

– ¿No podrías dejar de contarnos esas historias, Gunnar? La verdad es que después de haberlas oído unas cuantas veces no tienen mucha gracia.

Sonrió y le acarició el pelo. Se conocían desde hacía trece años. El hombre era más bueno que el pan, bastante bobo y el tipo más cariñoso que conocía. En compañía de otros amigos de Hanne y de Cecilie metía la pata continuamente, pero a pesar de todo era uno de ellos y las anfitrionas lo amaban y lo consideraban casi parte del inventario. Era lo más cercano que tenían las dos mujeres a un viejo amigo íntimo del barrio. Su piso se hallaba pared con pared con el suyo y estaba hecho un desastre. Carecía por completo de gusto y no se tomaba las tareas domésticas muy en serio, así que le resultaba mucho más agradable apoltronarse en los profundos sillones de sus vecinas que pasar la noche en su propio nido sucio. Se pasaba por su casa al menos dos veces por semana y era, literalmente, uno de los invitados imprescindibles en todas las cenas.

A pesar de las vulgaridades del pesado de Gunnar, la noche pintaba bien. Por primera vez desde que, una lluviosa mañana de septiembre, encontraron un cadáver desfigurado en el río Aker, Hanne se estaba relajado. Era la una y media de la madrugada y hacía dos horas que el caso no era más que un pálido fantasma olvidado. Tal vez fuera el alcohol lo que le había provocado ese compasivo efecto. Después de dos meses de abstinencia total, cinco copas de vino tinto bastaron para provocarle un placentero mareo y para despertar sus seductores encantos. Un intenso coqueteo con los pies de Cecilie la había animado a intentar poner punto final a la fiesta, pero probablemente hubiera sido inútil. Y además se sentía a gusto. En ese momento sonó el teléfono.

– Es para ti, Hanne -le gritó Cecilie desde el pasillo.

Al levantarse de la silla, Hanne tropezó con sus propias piernas, pero se rio y salió para averiguar quién se atrevía a llamarla en plena noche de sábado. Cerró la puerta del salón a sus espaldas; estaba lo bastante sobria como para percibir la cara de disgusto de su pareja. Cecilie tapó el teléfono con la mano izquierda.

– Es del trabajo. La verdad es que me voy a enfadar en serio como te largues ahora.

Rebosante de reproches, le pasó a Hanne el teléfono.

– ¡No te lo vas a creer, coño! ¡Hemos cogido al tipo, Hanne! ¡Ya lo tenemos!

Era Billy T. La subinspectora se restregó la nariz para intentar despejarse en lo posible, pero sin resultados palpables.

– ¿Qué tipo? ¿A quién has cogido?

– ¡Al tipo de la bota, mujer! ¡Pleno al quince! Está acojonado y listo como un tomate maduro. Eso parece.

No podía ser verdad. Se negaba a creerlo. El caso no sólo se había ido al garete, sino que habían tirado de la cadena y se dirigía ya a las cloacas. Pero ahora esto. El punto de inflexión, quizás: una persona implicada, con vida y detenida, alguien que podía contarles algo en firme, alguien a quien tenían cogido de los huevos y que podía arrojar a Lavik al mismo lodo en el que se había revolcado la Policía durante los últimos días. Un chivato. Exactamente lo que necesitaban.

Hanne agitó la cabeza y preguntó a Billy T. si podía ir a buscarla, descartaba la posibilidad de conducir.

– Estoy allí dentro de cinco minutos.

– Que sea un cuarto de hora. Me voy a tener que dar una duchita.

Catorce minutos después, la subinspectora se despidió de sus amigos con un beso y les ordenó seguir hasta que ella regresara. Cecilie la acompañó hasta la puerta y Hanne intentó darle un abrazo de despedida, pero ella lo rehuyó.

– De vez en cuando odio ese trabajo que tienes -dijo con seriedad-. No siempre, pero de vez en cuando sí.

– ¿Quién se pasó noche tras noche más sola que la una en un pueblo perdido de Nordfjord, dejado de la mano de Dios, cuando tuviste que hacer tus turnos en provincias? ¿Quién tuvo quince toneladas de paciencia durante cuatro años de guardias de noche en el hospital de Ullevål?

– Creo que fuiste tú… -admitió Cecilie con una sonrisa conciliadora.

Al final se dejó abrazar.

– Está tan limpio como un bebé recién bañado. No tiene ni una puta multa de tráfico. -Sus dedos sucios aporreaban el papel, que bien hubiera podido contener los antecedentes del primer ministro, porque no había nada-. Y siendo así -Billy T. sonrió de oreja a oreja-, con ese expediente impoluto, va a tener que darnos una puta explicación que nos convenza para andar amenazando con una pistola a la Policía en medio de la calle. Está ahí dentro temblando como un flan.

Llevaba razón. De cómo se reaccionaba ante una detención se podía sacar mucha información. Ciertamente, los inocentes también se asustaban, pero en esos casos era un miedo manejable, un sentimiento que se podía paliar recordando que, si todo era un malentendido, antes o después se aclararía. Nunca les llevaba más de un cuarto de hora calmar a un inocente. Según Billy T., este detenido llevaba dos horas aterrorizado.

No tenía sentido comenzar el interrogatorio esa misma noche. Ella no estaba lo bastante sobria y era obvio que al preso le iba a sentar bien esperar. El fiscal adjunto lo había acusado de amenazas contra la Policía, con eso bastaba para retenerlo hasta el lunes.

– ¿Cómo lo has encontrado?

– No he sido yo, lo han encontrado Leif y Ole. Menuda suerte, no te lo creerías.

– ¡Prueba!

– Hay un tipo al que vigilamos hace mucho, pero nunca hemos encontrado nada contra él; es un estudiante de Medicina con buenas costumbres. Vive en un barrio bonito y decente, en Roa, en un bloque bonito y decente de poca altura, conduce un coche un poco demasiado bonito y decente y se rodea de mujeres que son todo menos decentes, pero sí bonitas. Nos llegó la información de que podía estar en posesión de una pequeña partida y decidimos comprobarlo. Dimos en el clavo. Los chicos encontraron quince gramos, además de una pequeña partida de hachís. Ole se dio cuenta enseguida de que no iba a llegar a casa a tiempo para reunirse con su mujer. Un registro concienzudo del piso iba a llevarle bastante tiempo. Ahora bien, resulta que, aunque suene increíble, el tipo no tenía teléfono. Así pues, Ole llamó a la puerta del vecino, un tipo de unos treinta años. Nacido en 1961, para ser exactos. -Sus dedos volvieron a bailar sobre la copia de Strasak, el archivo informático de la Policía -. Evidentemente resulta incómodo recibir una visita de la Policía a las nueve y media de la noche de un sábado, pero no es como para quedarte paralizado y cerrarle la puerta en las narices al agente.

A Wilhelmsen no le extrañaba nada que alguien le cerrara la puerta en las narices a Ole Andresen. Tenía el pelo hasta la cintura y presumía de lavárselo cada quince días, «aunque no estuviera sucio». Llevaba la raya en medio, como un hippie superviviente, y a través de la cortina de pelo asomaba una enorme nariz llena de espinillas y una barba que hubiera despertado la envidia de Karl Marx. Volvió a pensar que era plausible asustarse, pero sabiamente mantuvo la boca cerrada.

– Pero no podía haber hecho una tontería peor. Ole volvió a llamar y el pobre hombre no pudo sino abrir. Lo malo es que estuvo unos minutos a solas en el piso y lo fantástico es que al final abrió… -Billy T. se moría de la risa y las carcajadas iban en aumento; Hanne no pudo sino reírse también un poco, aunque no tenía la menor idea de qué era lo que le resultaba tan gracioso; finalmente Billy T. se controló y continuó-: Y cuando por fin abrió la puerta, ¡salió con las manos en alto! -Volvió a darle un ataque de risa y esta vez Hanne también se rió con ganas-. Con las manos en alto, como en una película. Y antes de que Ole pudiera decir nada, sólo le había mostrado su placa de Policía, el tipo se colocó de cara a la pared con las piernas separadas. Ole no entendía nada, pero lleva el tiempo suficiente en el oficio como para saber que algo turbio tenía que haber. Y, en un estante, encontró el par de la bota perdida. El bueno de Ole sacó mi patrón y lo comparó con la bota. Hemos dado en el clavo. El tipo se echó a llorar, con las palmas de las manos aplastadas contra la pared. -Los dos se reían a carcajadas y se les saltaban las lágrimas-. ¡Y Ole sólo pretendía que le dejaran el teléfono! -En realidad no era tan increíblemente gracioso, pero era muy tarde y ambos sentían alivio, un enorme alivio-. Esto es lo que encontramos en el piso -dijo el policía, agachando su cuerpo desgarbado hacia una bolsa que tenía en el suelo.

Una pistola de calibre fino golpeó la mesa y, a continuación, una bota de invierno vieja, del número 44, apareció ante Wilhelmsen.

– Esto tampoco es como para que te entren los siete males -constató Hanne satisfecha-. Debe de tener algo más que aportar.

– Dale una ración especial de Hanne Wilhelmsen. Mañana. Y ahora te vas a casa y sigues divirtiéndote.

Y eso fue exactamente lo que hizo.

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