Viernes, 2 de octubre

Karen Borg recibió varias llamadas de teléfono en relación con su nuevo encargo no deseado. Aquella mañana la llamó un periodista. Trabajaba en el periódico Dagbladet y le resultó intrusivo y amable de un modo empalagoso.

No estaba nada acostumbrada a tratar con periodistas y reaccionó con un laconismo que le resultaba inusual: respondió casi únicamente con monosílabos. A modo de escaramuza, el periodista empezó soltando una parrafada con la que parecía querer impresionarla con todo lo que sabía sobre el caso, cosa que de hecho consiguió. Luego vinieron las preguntas.

– ¿Ha dado alguna explicación sobre por qué mató a Sandersen?

– No.

– ¿Ha explicado por qué se conocían?

– No.

– ¿Tiene la Policía alguna teoría al respecto?

– No lo sé.

– ¿Es cierto que el holandés no tiene más abogados que tú?

– Hasta cierto punto.

– ¿Conocías al abogado asesinado, Hansa Olsen?

Le comunicó que no tenía más que aportar, le dio las gracias por la conversación y colgó.

¿Hansa Olsen? ¿Por qué le había preguntado eso? Había leído en la prensa del día los sanguinolentos detalles del caso, pero no le había dado mayor importancia. No era de su incumbencia y no conocía en absoluto al hombre. No se le había pasado por la cabeza que el caso tuviera algo que ver con su cliente. En realidad tampoco tenía por qué tener relación, podía ser un palo de ciego del periodista. Algo irritada, decidió tranquilizarse con eso. En la pantalla del ordenador que tenía enfrente vio que nueve personas habían intentado contactar con ella aquel día, y por los nombres comprendió que tendría que emplear el resto del día en su cliente más importante: Producción Petrolera Noruega. Sacó dos de las carpetas del cliente, que eran de color rojo chillón con el emblema de PPN. Después de servirse un café, comenzó con la ronda de llamadas. Si acababa rápido, tendría tiempo de hacer una visita a la Comisaría General antes de irse a casa. Era viernes y tenía mala conciencia por no haber visitado a su cliente encarcelado desde la primera vez que se vieron. Desde luego pretendía hacer algo al respecto antes de tomarse el fin de semana libre.


Casi una semana en prisión preventiva no habían vuelto más locuaz a Han van der Kerch. Habían instalado en su celda un colchón impregnado en orina y le habían dado una manta de borra. En uno de los rincones de la elevación a modo de catre, el holandés había colocado una pila de libros baratos sin encuadernar. Tenía permiso para darse una ducha al día y había empezado a acostumbrarse al calor. Se quitaba la ropa en cuanto entraba en la celda y, por lo general, iba en calzoncillos. Sólo en las raras ocasiones en que lo sacaban para ventilarlo o interrogarlo, se tomaba la molestia de vestirse. Una patrulla había pasado por su habitación en Kringsjå y le habían traído ropa interior, artículos de aseo e incluso un pequeño reproductor portátil de CD.

Ahora se había vestido y estaba con Karen Borg en un despacho de la tercera planta. No mantenían exactamente una conversación, era más bien un monólogo en el que la contraparte a veces introducía murmullos.

– A principios de semana me llamó Peter Strup. Dijo que conocía a uno de tus compañeros y que te quería ayudar. -No hubo reacción, sólo un gesto aún más oscuro y cerrado en torno a los ojos-. ¿Conoces al abogado Strup? ¿Sabes de qué compañero habla?

– Sí. Yo te quiero a ti.

– Está bien.

Karen se estaba desanimando. Tras un cuarto de hora intentando sonsacar a aquel hombre, estaba a punto de tirar la toalla. De pronto el holandés se echó hacia delante en la silla. Con un movimiento desvalido, apoyó la cara en las manos y los codos sobre las rodillas separadas, se restregó la cabeza, alzó la mirada y habló.

– Entiendo que estés confusa. Yo tengo una confusión de la hostia. El viernes pasado cometí el error de mi vida. Fue un asesinato frío, planeado y espantoso. Me pagaron por hacerlo. Mejor dicho, me prometieron dinero por hacerlo. Aún no he visto la guita y no creo que en los próximos años vaya a estar muy activo en el frente de los créditos. Llevo una semana en una celda sobrecalentada preguntándome qué me pasó.

De repente rompió a llorar. Fue tan brusco e inesperado que Karen se vio completamente desarmada. El chico, que ahora parecía un adolescente, mantenía la cabeza entre las piernas, como si estuviera practicando las medidas de seguridad de un avión en caso de accidente, y en la espalda parecía tener convulsiones.

Al cabo de unos segundos se reclinó en la silla para respirar mejor. Tenía manchas rojas en la cara, se le caían los mocos y, a falta de nada que decir, Karen sacó unos Kleenex de su cartera y se los tendió. El chico se secó la nariz y los ojos, pero no dejó de llorar. Karen no sabía cómo consolar a un asesino arrepentido, pero se acercó un poco con la silla y le cogió la mano.

Permanecieron así diez minutos. Dio la impresión de ser una hora, y ella pensó que era probable que ambos lo hubieran sentido así. Pero por fin la respiración del joven empezó a estabilizarse. Karen le soltó la mano y apartó un poco la silla, sin hacer ruido, como si quisiera borrar aquel ratito de cercanía e intimidad.

– Tal vez ahora quieras decir algo más -dijo en voz baja, y le ofreció un cigarrillo que él cogió con mano temblorosa, como un mal actor.

Ella sabía que el temblor era auténtico. Le dio fuego.

– No tengo ni idea de qué decir -tartamudeó el chico-. Una cosa es que haya matado a un hombre, pero es que he hecho muchas cosas más, y no me gustaría hablar tanto como para conseguir una cadena perpetua. No sé cómo contar lo uno sin revelar lo otro.

Karen no sabía qué decir. Estaba acostumbrada a tratar la información con la mayor discreción y confidencialidad. Si no fuera por esa cualidad, no habría tenido muchos clientes. Pero hasta ahora, su discreción había abarcado asuntos de dinero, secretos industriales y estrategias comerciales. Nunca le habían confesado algo abiertamente criminal; de hecho, no estaba segura de qué se podía callar sin transgredir ella misma la ley. Antes de pensar bien sobre aquel problema, tranquilizó a su cliente.

– Lo que me digas a mí, queda entre nosotros. Soy tu abogada y estoy obligada a mantener el secreto profesional.

Tras otros dos o tres suspiros, el holandés se sonó con los Kleenex empapados y contó su historia:

– He estado en una especie de liga. Digo «una especie» porque la verdad es que no sé gran cosa sobre ella. Conozco a un par de personas más que están implicadas, pero son gente a mi nivel, nosotros recogemos y entregamos, y a veces vendemos un poco. Mi contacto tiene una empresa de coches usados en Sagene. Pero el tinglado entero es bastante grande. Al menos eso creo. Nunca he tenido problemas a la hora de cobrar los trabajos que he hecho. Un tipo como yo puede viajar con frecuencia a Holanda, no tiene nada de sospechoso. Cada vez que voy, visito a mi madre. -Al pensar en su madre, se volvió a derrumbar-. Nunca antes he estado en contacto con la Policía, ni aquí ni en casa. Joder. ¿Cuánto tiempo voy a tener que pasar en la cárcel? -Karen sabía perfectamente lo que le esperaba a un asesino, que tal vez fuera también correo, pero no dijo nada; se limitó a encogerse de hombros-. Calculo que habré hecho unos diez o quince viajes en total -continuó el hombre-. Es un trabajo muy sencillo, en realidad. Antes de salir me dan una dirección en Ámsterdam, cada vez es distinta. La mercancía siempre está ya embalada. En plástico. Yo me trago los paquetes, aunque en realidad no sé lo que contienen. -Se interrumpió un momento antes de continuar-. Bueno, siempre he pensado que era heroína. En realidad lo he sabido. Unos doscientos gramos por vez, que son más de dos mil dosis. Todo ha salido siempre bien y, al entregarlo, me dan mis veinte mil coronas. Además de cubrirme los gastos.

La voz sonaba espesa, pero se explicaba con corrección. No paraba de desgarrar los pañuelos, que estaban ya a punto de desintegrarse. En ningún momento apartó la vista de sus manos, como si tuviera que constatar con incredulidad que eran precisamente aquellas manos las que habían matado a otro ser humano hacía justo una semana.

– Creo que debe de haber bastante gente implicada, aunque yo no conozco a más de dos o tres. Es un asunto demasiado grande, un pringado de Sagene no puede llevar todo eso él solo, no parece lo bastante listo. Pero yo no he preguntado. Yo he hecho el curro, he cogido el dinero y he mantenido la boca cerrada. Hasta hace diez días.

Karen estaba abatida, se sentía atrapada en una situación que no controlaba en absoluto. Su cerebro registraba la información que recibía, al mismo tiempo que luchaba febrilmente con la pregunta de qué hacer con ella. Se dio cuenta de que se había sonrojado y de que el sudor corría por sus axilas. Sabía que el holandés iba a empezar a hablar de Ludvig Sandersen, el hombre al que ella misma había encontrado la semana anterior, un hallazgo que desde entonces la perseguía por las noches y la atormentaba por el día. Se aferró a los reposabrazos de la silla.

– El martes pasado me pasé a ver al tipo de los cochesusados -continuó Han van der Kerch, que estaba más tranquilo; por fin renunció a los restos de papel, los soltó en la papelera que tenía al lado y la miró por primera vez aquel día antes de continuar-. Hacía meses que no hacía ningún trabajo. Estaba esperando que se pusieran en contacto conmigo en cualquier momento. Me he instalado un teléfono en mi habitación, para no depender de la cabina de teléfonos que hay en el pasillo. Nunca cojo el teléfono antes de que suene cuatro veces. Si suena dos veces y luego se corta, y después suena otras dos veces y se vuelve a cortar, sé que me tengo que presentar allí a las dos del día siguiente. Es un sistema bastante inteligente. En mi teléfono no se ha registrado una sola conversación entre los dos, al mismo tiempo que sí puede contactar conmigo. En fin, que el martes pasado fui hasta allá, pero esta vez no se trataba de drogas. Había un tipo en el sistema que se había puesto un poco chulo. Había empezado a chantajear a uno de los peces gordos. Algo así. No me explicó gran cosa, sólo que constituía una amenaza para todos nosotros. Me llevé un susto de muerte. -Han van der Kerch esbozó una sonrisa torcida, con ironía hacia sí mismo-. En los dos años que llevo con esto, nunca había pensado en serio en la posibilidad de que me cogieran. Hasta cierto punto me he sentido invulnerable. Joder, me cagué de miedo cuando entendí que algo podía salir mal. No se me había pasado por la cabeza que alguien de dentro del sistema pudiera suponer una amenaza. En realidad fue el pánico a que me cogieran lo que me llevó a aceptar el encargo. Me iban a dar doscientos de los grandes. Menuda tentación, coño. No se pretendía sólo matar al tipo, sino que, al mismo tiempo, todas las piezas del sistema escucharían un tiro al aire. Por eso le destrocé la cara. -El chico comenzó a llorar de nuevo, pero esta vez no con tanta intensidad, aún era capaz de hablar, pero las lágrimas corrían por su cara y de vez en cuando se tomaba una pausa, suspiraba profundamente, fumaba y pensaba-. Pero una vez hecho, me acojoné. Me arrepentí de inmediato. Me pasé veinticuatro horas dando vueltas, sin rumbo. No recuerdo gran cosa.

Karen no había interrumpido al chico una sola vez. Tampoco había tomado notas, pero se imponían dos preguntas.

– ¿Por qué me querías a mí de abogada? -preguntó en voz baja-. ¿Y por qué no quieres ir a la cárcel provincial?

Han van der Kerch la miró durante una eternidad.

– Tú encontraste el cadáver, aunque estaba bien escondido.

– Sí, iba con un perro. ¿Y qué?

– Ya te he dicho que no sabía gran cosa del resto de la organización, pero alguna que otra cosa se va pillando. Alguien que se va de la lengua, alguna insinuación… Creo, aunque no lo sé, que hay algún abogado metido en el tinglado. No sé quién es y no puedo confiar en nadie. Pero la cosa es que nos convenía que se tardara en encontrar el cadáver. Cuanto más tiempo pasara, más frías estarían las huellas. Tú tienes que haberlo encontrado a las pocas horas de que yo lo matara. Es imposible que estés implicada.

– ¿Y lo de la cárcel?

– Sé que el grupo tiene contactos dentro. Internos, creo, pero podrían ser empleados, qué sé yo. Lo más seguro es quedarse con el «tío policía». ¡Por mucho calor que haga, coño!

Parecía aliviado. Karen, en cambio, estaba abrumada, como si aquello que llevaba una semana martirizando al chico se hubiera cargado ahora sobre sus hombros.

El holandés le preguntó qué pensaba hacer y ella respondió, con franqueza, que no estaba segura, que se lo tenía que pensar.

– Pero me has prometido que esta conversación va a quedar entre nosotros -le recordó el detenido.

Karen no respondió, pero se llevó el dedo a los labios en señal de silencio. Llamó a un agente. Se llevaron de nuevo al recluso, de vuelta a su repugnante celda amarillo pálido.


Aunque ya eran más de las seis de la tarde del viernes, Sand seguía en su despacho. Karen constató que el aire de cansancio que había adquirido su cara, que el viernes había atribuido a un fin de semana agotador, era en realidad permanente. Le asombraba que trabajara hasta tan tarde, sabía que en la Policía no se pagaban las horas extra.

– Esto de trabajar tanto es un desastre -admitió Sand-, pero peor es despertarse en medio de la noche agobiado por todo lo que no has hecho. Intento estar más o menos al día cada viernes. Así el fin de semana me resulta más agradable.

La gran casa gris estaba silenciosa. Los dos permanecieron sentados en un extraño estado de fraternidad. De pronto una sirena rompió el silencio, estaban probando un coche patrulla en el patio trasero. Se interrumpió con la misma brusquedad que había comenzado.

– ¿Ha dicho algo?

Había estado esperando la pregunta, sabía que tendría que llegar, pero tras unos minutos de relajación la pilló de improviso.

– Poca cosa.

Se daba cuenta de lo difícil que le resultaba mentirle. El rubor empezó a ascender por su espalda, esperaba que no se extendiera hasta la cara, pero aun así él se dio cuenta de todo.

– La obligación de guardar silencio de los abogados. -Håkon sonrió, alargó los brazos por encima de la cabeza, entrelazó los dedos y se los colocó en la nuca; Karen se percató de que tenía aros de sudor bajo los sobacos, pero no resultaba repelente, sino más bien natural después de una jornada laboral de diez horas de duración-. Lo respeto -continuó él-. ¡Tampoco es que yo pueda decir gran cosa!

– Yo creía que el abogado defensor tenía derecho a que le dieran información y documentos -le recriminó ella.

– No en caso de que pensemos que pueda afectar a la investigación.

Håkon sonrió aún más ampliamente, como si le divirtiera que se encontraran en una situación de enfrentamiento profesional. Se levantó y fue a buscar dos tazas de café. Sabía aún peor que el del lunes, como si la misma cafetera llevara hirviendo desde entonces. Karen se conformó con un trago y dejó la taza sobre la mesa con una mueca.

– Esa sustancia te va a matar -le advirtió, pero él ignoró la advertencia y afirmó que tenía un estómago a prueba de bombas.

Por alguna razón que no podía explicar, Karen se sentía bien. Había surgido entre ellos un conflicto extraño y sorprendentemente agradable, que nunca antes había estado allí. Nunca antes Håkon Sand había estado en posesión de información de la que ella carecía. Lo miró con atención y se dio cuenta de que le brillaban los ojos. El gris incipiente de sus sienes no sólo le hacía parecer mayor, sino también más interesante, más fuerte. La verdad es que se había puesto bastante guapo.

– Te has puesto muy guapo, Håkon -se le escapó.

Él ni siquiera se ruborizó, la miró a los ojos. Ella se arrepintió enseguida, aquello suponía abrir una escotilla en el tanque, el que hacía mucho tiempo había asumido que no se podía permitir abrir, ante nadie. Cambió inmediatamente de tema.

– En fin, si tú no me puedes contar nada y yo no te puedo contar nada a ti, será mejor que nos despidamos -concluyó. A continuación se levantó y se puso el chubasquero.

Él le pidió que se volviera a sentar. Ella obedeció, pero se dejó puesta la chaqueta.

– Francamente, este caso es aún más serio de lo que habíamos pensado. Estamos trabajando con diversas teorías, pero son bastante volátiles, y por ahora no hay ni rastro de algo concreto. Lo que sí te puedo decir es que parece que se trata de tráfico de estupefacientes a gran escala. Es demasiado pronto para decir hasta qué punto está implicado tu cliente, pero aun así lo tenemos atrapado con un asesinato. Creemos que fue premeditado. Si no te puedo decir más, no es por mala idea. No sabemos más, así de sencillo, y yo, incluso ante una vieja amiga como tú, tengo que tener cuidado de no airear ideas sueltas y especulaciones.

– ¿Tiene esto algo que ver con Hans A. Olsen?

Karen había pillado desprevenido a Håkon. Se quedó mirándola fijamente durante treinta segundos con la boca abierta.

– ¿Qué coño sabes tú de eso?

– No sé nada -respondió ella-. Pero hoy me ha llamado un periodista. Un tal Fredrik Myhre o Myhreng o algo así. Del Dagbladet. Me preguntó si conocía al abogado asesinado, en medio de una ristra de preguntas sobre mi cliente, así, sin venir a cuento. La verdad es que da la impresión de que los periodistas están perfectamente informados sobre el trabajo de la Policía, así que he decidido preguntártelo. Pero yo no sé nada. ¿Debería saber algo?

– Menudo cabrón -dijo Håkon, que se levantó-. Hablamos la semana que viene.

En el momento en que iban a salir por la puerta, Håkon alargó el brazo para apagar la luz. El movimiento llevó su brazo por encima del hombro de la mujer y, sin previo aviso, se inclinó sobre ella y la besó. Fue un beso juvenil, como el de un chico.

Se miraron durante unos segundos, luego él apagó la luz, echó la llave y, sin mediar palabra, la acompañó hasta la salida del enorme edificio casi desierto. Había llegado el fin de semana.

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