Capítulo diez

Me levanté en mitad de la noche, con el pulso retumbándome en los oídos. La pesadilla se desvaneció antes de que yo pudiera capturarla, pero tenía algo que ver con un rostro joven y asustado que me gritaba. Me rogaba. En alemán.

Fumé un cigarrillo en la oscuridad, con su resplandor pintando de rojo profundo las paredes cada vez que le daba una calada y luego volviendo a apagarse. Por alguna razón empecé a pensar en el hogar. Era gracioso cada vez que alguien me preguntaba de dónde era. Mi acento se había ido perdiendo un poco con el paso de los años y algunas personas de aquí creían que yo era estadounidense; otras, que era inglés, o incluso irlandés. Cuando me presionaban, lo que ocurría en contadas ocasiones, yo contestaba que era de Rothesay y, aunque la gente quedaba desconcertada, por lo general lo aceptaban. En realidad era cierto, aunque el Rothesay al que yo me refería no era el que ellos suponían, el deprimente destino turístico de los glasgowianos que quedaba en la isla escocesa de Bute. Mi Rothesay era otro. Mucho más lejano, en más de un aspecto: había un océano y una guerra de por medio.

Así que allí estaba, tumbado, fumando en la oscuridad y pensando en Rothesay y en Saint John. En paseos en bicicleta y en canoa a lo largo del río Kennebecasis. En mi exclusiva educación en la Collegiate School. En la enorme casa de finales del siglo XIX donde me había criado, que siempre tenía un olor profundo a madera envejecida. En el chico con grandes ideas e ideales aún más grandes que había muerto en Europa. Una baja de guerra.

Yo no había sido la única baja. Mientras yacía en la oscuridad compadeciéndome de mí mismo, oí los sonidos suaves y amortiguados de una mujer que sollozaba. Venían del apartamento de la señora White.


El sol de la mañana luchaba por hacer sentir su presencia a través de las grises columnas de humo provenientes de los molinos y las fábricas que flotaban sobre la ciudad. Me dirigí en mi coche a Newton Mearns, en el sur de Glasgow. La formación del Estado de Israel seguía siendo una noticia muy actual, y el último chiste consistía en referirse a Newton Mearns, debido a su gran población judía, como el Tel Aviv junto al Clyde. Hacían falta más que unos pocos campos de concentración para eliminar una buena y conocida broma antisemita. Pero, para ser justos, una de las cosas que me gustaban de Glasgow era la apertura y la amabilidad de sus vecinos. Glasgow era un sitio duro, oscuro y violento, y siempre era difícil reconciliar ese hecho con la calidez de su gente. Probablemente era la ciudad menos antisemita de Europa. Pero menos de diez años después de la liberación de los campos, ésa era una afirmación muy relativa.

La comunidad judía de Glasgow debía su origen, en gran medida, a un engaño: numerosas familias, en su huida de los pogromos que habían tenido lugar en Rusia durante el siglo XIX, habían desembarcado en el puerto de Glasgow creyendo, por las mentiras de los capitanes de los barcos, que habían llegado a Nueva York. Una de aquellas familias, que se habían afanado en tratar de percibir la silueta de la Estatua de la Libertad desde las orillas del Clyde, era la familia Cohen, cuyas dolorosas experiencias le habían enseñado a exhibir una resistencia feroz e inflexible. Uno de los nietos de aquellos primeros colonos era Jonny Cohen, el Apuesto.

El segundo de los Tres Reyes.

Había telefoneado a Jonny antes de ir a verle. Quedamos en encontrarnos en su casa. A diferencia de la mansión de Sneddon, la casa de Jonny Cohen era moderna, y había sido diseñada por un prometedor arquitecto londinense. Se parecía bastante a lo que uno esperaría ver en algún amplio terreno de Beverly Hills. No había ningún gorila de pantalones estrechos en la entrada de coches; nada que pudiera indicar que quien allí residía fuera algo más que un empresario exitoso y su familia.

Pulsé el timbre. Abrió la puerta un hombre alto, bronceado y de pelo oscuro. Tenía un rostro grande y apuesto, con un hoyuelo en el mentón tan pronunciado que podría haber guardado algunas monedas. Jonny Cohen presentaba el aspecto que por lo general se relaciona con los protagonistas hollywoodenses que más masculinidad proyectan en la pantalla, la clase de pinta que volvía locas a las mujeres. En vano. Como marido, Jonny Cohen era un modelo de fidelidad; como padre, era cariñoso y ferozmente protector; como gánster, era de lejos el más inteligente de los Tres Reyes: inteligente, despiadado y muy peligroso. Pero hospitalario.

– Hola, Lennox -dijo Jonny con su caudalosa voz de barítono, y me dedicó una sonrisa radiante-. Pasa…

Hay personas con las que uno se cruza que te acaban cayendo bien a pesar de ti mismo. Jonny Cohen era exactamente esa clase de personas: terminabas dejando de lado el hecho de que se trataba de un criminal violento. No había dudas de que era uno de esos hombres con quien no convenía enfrentarse y que sus actividades habían suministrado a los hospitales de la ciudad una buena parte de sus pacientes y, en alguna que otra necesaria ocasión, algunos clientes a las funerarias. Pero según Einstein todo es relativo y en Glasgow no se podía juzgar el carácter de un hombre por un par de homicidios. En cualquier caso, Jonny tenía su propia ética. No tenía prestamistas trabajando para él, como los otros dos Reyes; su dinero provenía del juego ilegal, de la prostitución y de una serie de restaurantes y clubes. Principalmente, Jonny Cohen era un ladrón de alto nivel: su éxito residía en la letal eficiencia de los asaltos a mano armada que auspiciaba, planeaba y en más de una ocasión dirigía personalmente.

Me hizo pasar a una sala grande y abierta, poblada de muebles modernos similares a los que había en casa de los Andrews. También aquí había un televisor contra un rincón. Notó que lo miraba.

– Idea de Rachael -me explicó-. Me insistió hasta la exasperación para que le comprara uno. Un Ferranti T 13-25. Me costó cincuenta y ocho malditas guineas. Van a televisar la coronación de la princesa Isabel. ¿Tú tienes uno?

Me reí ante su exagerada estimación de mi salud financiera.

– No… Además no creo que esos aparatos se vuelvan populares. Prefiero la radio.

Me invitó a que me sentara. Ésa era la clase de gánster que era el Apuesto Jonny Cohen: te ofrecía asiento. Era un tipo agradable, siempre que no te lo encontraras de pie sobre el mostrador de un banco con una máscara hecha con una media para ocultar su aspecto de estrella de cine y apuntándote a la cara con una escopeta de cañón recortado.

– ¿Qué puedo hacer por ti, Lennox?

– Estoy investigando el asesinato de Tam McGahern. Me preguntaba si usted podría ayudarme.

– Oí que la policía te acusaba de haberte cargado al hermano.

– Me acusaron injustamente. Tuve una pelea con Frankie la noche en que lo mataron. El quería que yo averiguara quién había matado a Tam. Le dije que no estaba interesado.

– Entonces, ¿por qué lo estás haciendo ahora?

– Me gusta llevar la contraria. Es lo que me convierte en una persona interesante y compleja. Un montón de tipos con uniformes azules no hacen más que decirme que debería mantenerme apartado de este asunto.

Jonny se acercó a un carrito de bebidas que no habría estado fuera de lugar en una nave espacial. Sirvió scotch con soda para los dos.

– ¿Y quién te paga? -preguntó, como si no lo supiera.

– Willie Sneddon.

Jonny sonrió irónicamente.

– Si tú estás trabajando para su banda acabas de aumentar su poder mental en un mil por ciento.

– Yo no trabajo para la banda de nadie. Eso ya lo sabe, Jonny. Pero él me ha contratado para hacer lo que la policía no puede o no quiere hacer.

– ¿Cómo puedo ayudarte?

Le relaté casi todo lo que sabía sobre el homicidio de Tam. También le conté la desaparición de Wilma Marshall del sanatorio de Perth y lo del tipo pesado, apuesto y dicharachero que había hecho todo lo posible para que yo lo conociera antes de llevársela de allí. Yo no le había dicho nada a Sneddon sobre la convicción de Wilma de que habían matado al mellizo equivocado; lo que significaba que tenía que dejar ese dato fuera de la explicación que le di a Jonny.

Se sentó un momento y contempló su whisky.

– Tam McGahern era un cabrón de cuidado. Todos hacemos daño a otros en este negocio, Lennox, pero de eso se trata… Es un negocio. McGahern hacía daño a la gente, o cosas peores, porque lo disfrutaba. Lo disfrutaba de veras. Su hermano, Frankie, era un gilipollas. Si lo mirabas mal empezaba a tirarse pedos de fuego. Pero en el fondo no era más que eso: un desquiciado, por eso tiene sentido que te atacara como dices que hizo aquella noche. Tam era distinto, él sí que tenía cabeza. ¿Sabías que Tam nunca estuvo en la cárcel? Frankie tampoco. Sólo Dios sabe la cantidad de veces que los interrogaron pero jamás pudieron arrestar a ninguno de los dos, ni siquiera hacerles pasar la noche en prisión.

– Pero para los negocios a los que ellos se dedicaban no hacía falta cerebro -repliqué-. Préstamos a altos intereses y tráfico de protección. Si esquivaron la cárcel fue pura suerte.

Jonny negó con la cabeza.

– La suerte no tiene nada que ver. Jamás lo hubieras supuesto a juzgar por su aspecto, pero Tam McGahern era muy listo: llegó a sargento de las Ratas del Desierto. Lo condecoraron. Aunque suene increíble, se hablaba de que lo iban a ascender a oficial. Hay un rumor que dice que cuando estaba en el ejército un psicólogo le hizo un test de inteligencia y los resultados fueron astronómicos, pero ese mismo psicólogo frenó toda posibilidad de ascenso de Tam porque dejó por escrito que creía que era un puñetero psicópata, lo que ya sabíamos todos. Tam siempre disfrutaba demasiado haciendo daño a la gente, lo que muchas veces le hacía cometer errores, pero la verdad es que era muy agudo y que poco a poco estaba convirtiéndose en una amenaza. Cualquiera puede ser un matón, si bien hay matones que se gradúan, por así decirlo, y salen de las calles; en lugar de moler a todo el mundo a patadas con la esperanza de que sangren dinero, comienzan a reflexionar, a planificar. Eso es lo que estaba ocurriendo con Tam McGahern. -Jonny terminó su scotch y se levantó para servirse otro. Negué con la cabeza cuando señaló mi vaso con un gesto. Hizo una pausa reflexiva antes de continuar-. ¿Sneddon te ha contado que los tres nos reunimos para hablar sobre Tam McGahern?

– No, no lo ha hecho -respondí.

– No me sorprende. No quiero liar más las cosas, pero es cierto que tuvimos una reunión para discutir si debíamos hacer algo con Tam. Algo permanente, ya sabes. La alternativa era aceptar que un día Tam pudiera volverse lo bastante poderoso como para constituir una amenaza para los Reyes.

– ¿Qué decisión se tomó?

– Dejarlo en paz por el momento, mientras la amenaza estuviera contenida. Tam sabía que no debía pasarse de la raya, o en caso contrario lo aplastaríamos.

– Tal vez alguno de los otros Reyes decidió ocuparse del problema por su cuenta.

– Bueno, no he sido yo, y no creo que Sneddon te hubiera contratado para investigar este asunto si hubiera sido obra suya, incluso aunque hubiera utilizado a algún profesional de fuera de la ciudad. Y en cuanto a Murphy… Martillo Murphy es incapaz de hacer nada con discreción o sutileza. Si hubiera sido él quien se cargó a cualquiera de los McGahern, todos nos habríamos enterado.

Yo entendía a qué se refería Jonny: Martillo Murphy era el Rey con quien menos me gustaba tener trato. Mucho de lo que Jonny había dicho acerca de Tam McGahern podría aplicarse a Martillo Murphy, excepto la inteligencia. El mote le hacía justicia; era el equivalente humano de un objeto contundente: compacto y doloroso si chocabas contra él. Jonny tenía razón: Murphy siempre se aseguraba de que se le adjudicara el crédito de todos los actos brutales que cometía, y eran muchos. Yo trataba de mantener una mentalidad abierta: fuera Tam o Frankie a quien le habían aplastado la cabeza en el garaje de Rutherglen, el hecho sí que coincidía con el modus operandi de Martillo Murphy.

– En cualquier caso -continuó Jonny-, los tres nos dedicamos a poner coto a la operación de McGahern. A él no le gustaba, pero siempre que las tres firmas principales trabajaran juntas no podía hacer nada al respecto.

– He oído que Tam tenía una especie de acólito, un tipo llamado Jimmy Wallace. No creo que tuviera mucha participación en los negocios, pero se suponía que Tam le daba todos los caprichos.

– ¿Jimmy Wallace? -Jonny hizo un movimiento negativo con la cabeza, con gesto pensativo-. No me suena.

Le di un sorbo a mi whisky. Era un buen scotch, pero hubiese preferido uno de centeno. No me había enterado de nada que no supiera. Jonny pareció darse cuenta.

– No te he sido de gran ayuda, ¿verdad? Lo lamento. Te ayudaría si pudiera… incluso aunque estés trabajando para la persona equivocada. -Hizo una pausa-. Tal vez haya algo más. A Tam McGahern le gustaban las mujeres. Quizá lo de Wilma no te haya servido de nada, pero por lo general a McGahern le gustaba que sus novias fueran profesionales. Con experiencia, por así decirlo.

– Ya lo he intentado con Arthur Parks -respondí-. Nada.

– Arthur Parks es testaferro de Sneddon; McGahern jamás habría acudido a él. Y nunca estuvo en ninguno de mis sitios. Había un grupo de chicas que trabajaban independientemente por el West End, lo que los yanquis llaman call-girls: todo se arreglaba discretamente y los clientes pagaban mucho por ese servicio. Chicas con clase. McGahern les proporcionaba protección. No las dirigía, sino que ellas le pagaban un porcentaje para que él se encargara de que hubiera unos tipos duros que las cuidaran, cosas así. Corría el rumor de que McGahern estaba bastante colado por una de ellas, la puta que dirigía el cotarro.

Reflexioné sobre lo que me decía. Chicas con clase. En Glasgow, y refiriéndose a mujeres que follaban por dinero, era una afirmación relativa. Pensé en el aspecto de Wilma Marshall.

– ¿Tiene alguna dirección o número de teléfono? -pregunté.

– No. Como te he dicho, se hacía muy discretamente y nosotros estábamos fuera de ese asunto. Martillo Murphy quería obligarlas a aceptar su protección, pero no sabía dónde encontrarlas. Además, habría significado una guerra con McGahern. También había rumores de que esas putas sobornaban a la policía, o de que tenían contactos de alto nivel. Lo extraño es que de pronto prácticamente se hicieron humo. Tampoco es que se las viera mucho al principio.

Jonny hizo un gesto de «eso es todo» con las manos. Yo no le había dicho todo lo que sabía y probablemente él tampoco. Pero así funcionaban estas cosas y al menos yo había conseguido nuevos datos.

– Escuche, Jonny, tal vez pueda ayudarme con otro asunto. No tiene nada que ver con lo de los McGahern. ¿Alguna vez ha visto a esta mujer? -Saqué la fotografía que John Andrews me había dado de su esposa-. Creo que también es una profesional. Ahora se hace llamar Lillian Andrews pero Dios sabe qué nombre usaba antes.

– ¿Qué pasa con ella? -Cogió la fotografía y la examinó-. Guapa.

– Sólo su aspecto -dije-. Está casada con un hombre llamado John Andrews, dueño de una gran empresa de exportaciones. Hay algo podrido en su residencia de Bearsden y todo este asunto apesta. Andrews está asustado y yo creo que es perfectamente posible que ella lo esté chantajeando o que tenga alguna clase de poder sobre él.

Jonny echó otra mirada a la fotografía.

– ¿Sabes?… Creo que la he visto antes. -Negó con la cabeza, claramente irritado por no poder recordarlo bien-. ¿Puedo conservar la foto uno o dos días? Para hacer algunas averiguaciones.

– Claro. Pero luego la necesitaré. Es la única que tengo. Charlamos de cosas generales durante un rato, luego le agradecí a Jonny su tiempo y llegamos hasta la puerta. A la salida vi una fotografía de sus padres en la estantería, sentados en la terraza de un café bajo un sol que jamás había brillado en Glasgow.

– ¿Cómo se encuentran sus padres? -le pregunté.

– Están bien, Lennox, gracias por preguntar. Me preocupan un poco, por todos esos líos con los árabes.

– ¿Usted nunca se ha visto tentado? -pregunté.

– ¿Por Israel? No. No puedes conseguir una sopa de pescado decente en ese lugar. Además, nunca me ha interesado la política. A mi padre sí. Recuerdo que antes de la guerra no hacía más que hablar de todos los problemas de Oriente Medio. Yo nunca pude entender qué carajo era lo que ocurría en Falkirk que le preocupaba tanto.

Me reí. El chiste era bueno: Falkirk estaba en el este de Escocia y Jonny había hecho un juego de palabras con eso y Oriente Medio.

– Pero -continuó-, Dios sabe que jamás hubiera imaginado que emigrarían a su edad… -Se encogió de hombros, mirando la fotografía-. Eso demuestra que nunca puedes saber qué te deparará el destino.

Sonreí. Quien me hablaba era Jonny el hijo devoto, no Jonny el gánster; el hijo que había financiado la emigración a Israel de sus ancianos padres; el muchacho judío de Newton Mearns que había combatido con el Segundo Ejército Británico en Alemania y que había cruzado el portal de un campo en Luneburg Heath, a setenta kilómetros al sur de Hannover con un nombre que nadie había oído antes: Belsen.

– No, Jonny. Nunca puedes saberlo.


Tenía una meta clara cuando salí de la casa de Jonny Cohen. Más bien un objetivo. Y después de una hora sentado en mi coche delante del bar Highlander lo divisé. Crucé la calle e intercepté a Bobby y a sus dos camaradas, los cuales conservaban las señales de nuestro encuentro anterior, justo cuando estaban a punto de entrar en el bar. Era obvio que Dougie, el más grande del trío, se lo tenía creído.

– ¿Qué carajo quiere, Lennox? -preguntó, poniéndose entre Bobby y yo y enderezando sus hombros, que eran bastante imponentes-. Mierda, ya le hemos contado todo lo que…

Lo interrumpí con un fuerte cabezazo en el puente de la nariz y se desplomó contra la pared del pub. Pete, siempre un leal compañero, se giró sobre sus pasos y huyó. Bobby, nuevamente, quedó paralizado en el sitio donde estaba.

– No soporto el lenguaje procaz -le expliqué a Bobby al tiempo que lo cogía del antebrazo y lo obligaba a cruzar la calle, dejando a Dougie, todavía aturdido, apoyado contra la pared.

Metí a Bobby en el asiento del copiloto y conduje hasta el río Clyde. La orilla seguía llena de huecos producidos por los bombardeos aéreos de la guerra. Aparqué junto al río en uno de los cráteres que había dejado una bomba, que aún no estaba del todo limpio. Lo saqué del coche y lo hice caminar hasta el muelle. Nos detuvimos cerca del borde; más abajo, el agua estaba negra y reluciente, con remolinos color arco iris de aceite de motores.

Bobby me miró enfurruñado a través del ojo que no le había cerrado.

– Uno de estos días va a presionar demasiado a la persona equivocada.

– Oh, ¿en serio? Bueno, hasta que llegue ese momento, siempre te tengo a ti.

Lo empujé y él retrocedió tambaleándose hacia el borde del muelle. Sus horribles botas puntiagudas rasparon los escombros.

– Esto es muy sencillo, Bobby. Me habéis ocultado algo, y os he dicho que quería saberlo todo sobre Tam McGahern.

– Yo no le he ocultado nada -protestó-. ¡Le he contado todo lo que sé!

Le di otro empujón en el pecho y él se inclinó peligrosamente hacia atrás. Lo agarré de la corbata, estrecha como un cordón.

– ¡No sé nadar! -gimoteó.

Me eché a reír.

– Éste es el jodido Clyde, Bobby. Morirías de envenenamiento por metal pesado antes de tener la oportunidad de ahogarte. Además, la mierda flota. Ahora hablemos¿Qué hay de la puta a la que acudía McGahern? ¿A quién le proporcionaba protección?

El odio y miedo en la cara de Bobby no dejaban mucho sitio para ninguna otra emoción, pero por un momento la atravesó algo parecido al desconcierto.

– ¿Qué puta?

– La chica con clase del West End. La que McGahern se beneficiaba.

Cayó la ficha.

– Ah, sí… ella. Ni siquiera pensé en ella. No creía que fuera importante. No le estaba ocultando nada, simplemente no caí.

Tiré de su corbata y lo aparté del borde del agua. En cierta manera, me desilusionó no tener que tirarlo al Clyde.

– ¿Cómo se llamaba?

– Molly. No sé su apellido.

– Háblame de ella.

– No puedo, nunca la vi. Tam tenía otro matón que usaba como gorila. Dijo que yo, Dougie y Pete no éramos lo bastante listos para un trabajo como ése. -Parecía herido. Se enderezó la corbata-. No sé qué tenía de especial ser el gorila de un grupo de putas.

¿ Quién era ese tipo ?

– No lo sé. Nunca lo vi.

– ¿Así que no sabes dónde estaba el burdel?

– No he dicho eso. Una noche se suponía que Tam iba a encontrarse con la zorra, pero algo lo retrasó en el Imperial. Me hizo pedirle un taxi por teléfono. La dirección era en Byres Road, por allí. No lo recuerdo exactamente.

– Es una calle larga.

Bobby se encogió de hombros.

– Fue hace mucho tiempo, no recuerdo el número. De todas formas no creo que sirva de nada.

– ¿Por qué?

– Oí a Tam hablar por teléfono con Molly una noche, más o menos un mes antes de que lo mataran. Me dio la impresión de que ella estaba cerrando el negocio, o mudándose.

Asentí, recordando que Jonny Cohen me había dicho que al parecer la operación se había ido al garete.

– ¿Por qué te dio esa impresión?

– No lo sé. Pero creo que a Tam le preocupaba que su participación le causara problemas con los Tres Reyes.

– No se me habría ocurrido que a Tam eso le preocupara demasiado.

Bobby se encogió de hombros. Por primera vez, tuve la oportunidad de estudiarlo de cerca. Era más joven de lo que había pensado al principio; la cara torcida y el ojo en compota que yo le había dejado le hacían parecer casi vulnerable. Me di cuenta de que ya no sentía deseos de seguir maltratándolo.

– Le oí hablar con Jimmy Wallace sobre Martillo Murphy. No pude enterarme de mucho, porque hablaban en voz baja, pero sé que Tom pensaba que Martillo Murphy podía intentar matarlos.

Reflexioné sobre lo que Bobby me decía.

– Me habías dicho que no se te ocurría quién podría estar detrás de los asesinatos de Tam y Frankie.

– Es cierto. Todo el mundo sabe que no fue Martillo Murphy, que Martillo Murphy se moría por cargarse a Tam, pero que los otros dos Reyes dijeron que no.

– ¿Tam lo sabía?

Bobby asintió.

– ¿Por qué hablaba con Jimmy Wallace sobre esto? ¿No me habías dicho que Jimmy no era parte de la pandilla?

– No lo es. O no lo era. Pero Tam le preguntaba cosas, hablaba mucho con él, le pedía consejos.

Saqué un par de billetes de una libra de mi cartera y los metí en el bolsillo delantero de la chaqueta de Bobby, que le llegaba hasta el muslo. Los sacó y los miró. Su ánimo se aligeró.

– ¿Para qué es esto?

– Cómprate un traje nuevo.


La comunidad inmigrante más numerosa de Glasgow eran los italianos. Algunas familias habían estado en la ciudad desde los años veinte, o incluso antes, pero la mayoría había tenido que enfrentarse a repatriaciones o confinamientos cuando estalló la guerra. Ahora se esforzaban por caerle bien a la gente.

El Trieste era un pequeño restaurante italiano cerca del centro de la ciudad. Comía allí a menudo y conocía a la familia que lo regentaba. Al principio los Rosseli quedaron sorprendidos por mis conocimientos básicos de italiano. Después se volvieron desconfiados, porque se dieron cuenta de que se trataba del contacto pasajero que los invasores -o los liberadores- tienen con la cultura de la nación que ocupan. Ahora me saludaban con una familiaridad indiferente que me hacía sentir cómodo. Como la comida, la atmósfera era vulgar y alegre.

Me senté en un rincón, bajo un póster hecho jirones pero colorido que encomiaba las soleadas virtudes de Rímini; comí espaguetis y bebí un áspero vino tinto.

Estaba tratando de sacarme de la cabeza la imagen de Lillian Andrews. Había prometido no entrometerme en cualesquiera que fueran los sórdidos negocios en los que estaba metida pero, admitámoslo, probablemente mi palabra valía tan poco como la suya. De todas maneras, todo aquello tendría que esperar.

Mientras tanto, mi progreso en la investigación sobre los negocios de los McGahern no era espectacular. Después de mi encuentro con Bobby fui a la sede central de la Oficina de Correos, en la calle Waterloo, y revisé las guías telefónicas en busca de abogados y agentes inmobiliarios que operaran ventas en Byres Road. Había unos cuantos. Los llamé por teléfono y les expliqué que era un ingeniero estadounidense que se había mudado a Glasgow para trabajar en el diseño de motores de barcos. Dije que buscaba una propiedad en Byres Road y les pedí detalles y precios de propiedades que se hubieran vendido en los últimos tres meses. La mayoría de ellos no se mostraron muy dispuestos a colaborar, pero logré reunir una lista de siete propiedades. Yo conocía bien esa calle; empalmaba con Great Western Road, a menos de un kilómetro de mi apartamento. Al día siguiente iría a comprobar esas direcciones.

Salvo ésa, no tenía ninguna otra pista, a menos que los muchachos de Sneddon averiguaran algo sobre Powell, el sosias de Fred MacMurray.

Se suponía que los italianos eran expertos en café. Al parecer ese talento se había saltado una o dos generaciones de la familia Rosseli. Dejé la taza semivacía y salí a la calle.

Si hay algo que a Glasgow le sale bien es la lluvia. El agua caía en ráfagas que chisporroteaban a la luz de las farolas. Corrí hacia mi coche, y estaba a punto de abrir la puerta cuando un Riley RMB verde oscuro, tan reluciente y limpio que parecía recién salido de fábrica, se detuvo detrás de mí. La puerta se abrió y Jonny Cohen sacó la cabeza bajo la lluvia.

– ¡Lennox! Deja tu coche aquí. Luego te traeré para que lo recojas.

– ¿Qué ocurre, Jonny?

– Tengo algo que enseñarte.

Загрузка...