Capítulo veinticuatro

Algo me molestaba. Todo lo que Lillian Andrews hacía estaba meditado y planeado con mucho cuidado. Probablemente gran parte de eso se debía a su relación con Tam McGahern. Mafeking Jeffrey me había contado que los antecedentes bélicos de McGahern lo caracterizaban como inteligente, organizado y un estratega natural. Pero lo que más había hecho mella en mí era lo que había dicho May sobre el hecho de que en Glasgow nadie pensaba más allá de aquel horizonte urbano y repleto de casas de vecinos. Cada vez se volvía más claro que eso exactamente era lo que Tam había tenido en mente.

Nada de lo que había oído respecto del prostíbulo de clase alta del West End, del que nadie parecía saber mucho, parecía tener sentido. Yo había visto la casa que habían usado; no era nada fácil de encontrar. Pensé en la afectada ama de casa de Kelvinside que había atendido a la puerta. No me la podía imaginar dando indicaciones a los clientes que se habían perdido. «Oh, mucho me temo que se han equivocado de puerta, señores, el prostíbulo es tres casas más allá, justo entre la consulta del odontólogo y la oficina del contable…» Los clientes bien relacionados de Lillian sabían exactamente dónde ir. Entonces, ¿quién les indicaba el camino?

Usé el teléfono del vestíbulo para llamar a Willie Sneddon. Compartí con él mis ideas y le pedí permiso para presionar a Arthur Parks.

– ¿Crees que Parky estaba metido con esa otra banda? -preguntó Sneddon.

– No lo sé. Pero alguien mandaba allí a la clase adecuada de clientes. Parks opera en la gama alta de este negocio; tal vez se reservaba a los mejores para este sitio especial.

– No… -dijo Sneddon, después de un momento de silencio-. Parky sabe que lo clavaría al puto suelo si me hace una jugarreta como ésa.

Me estremecí. Por lo que había oído sobre las técnicas de Sneddon para mantener su poder, aquello no había sido ninguna metáfora.

– Tal vez pensó que valía la pena correr ese riesgo -dije-. O tal vez los clientes que él redirigía a ese burdel no habrían ido al suyo en ningún caso.

– Un negocio marginal es un puto negocio marginal -dijo Sneddon-. Nadie trabaja para mí y hace sus propias operaciones por otro lado. Parky no es el hombre que buscas.

– De todas maneras me gustaría presionarlo, tal vez acompañado de Deditos o de Pequeñito.

– De ninguna manera. Parky es de los que me reportan más ganancias. No quiero que se sienta… disgustado.

– Entonces al menos déjeme hablar con él otra vez -dije-. Tal vez no sea él quien suministra los clientes. Debo admitir que cuando le enseñé una fotografía de Lillian Andrews pareció sincero cuando dijo que no la conocía, aunque sí le recordó a otra persona. Pero es posible que se haya enterado de alguna otra cosa, o que me oculte algo.

– Como ya te he dicho, Lennox, no quiero que Parky se disguste. Ya sabes lo impacientes que se ponen estos traga almohadas. Tú averigua lo que tienes que averiguar sin ponerlo nervioso. Y deja a Deditos y a Pequeñito fuera de esto. Además, yo no iría a visitarlo a esta hora de la noche. Éste es el momento de mayor actividad. Parky cierra entre las siete de la mañana y las tres de la tarde. Lo llamaré para avisarle de que pasarás a perturbar sus asquerosos sueños mañana por la mañana. Le aconsejaré que se muestre colaborador. Eso debería bastarte.

Accedí y colgué el teléfono. No estaba muy feliz con la forma en que se habían dado las cosas. Más allá de si Parks estaba implicado directamente o no, mis instintos me decían que había que presionarlo para que soltara todo lo que sabía. Y Sneddon acababa de prohibirme que lo hiciera.



Me acosté en la cama con las luces apagadas y fumé. Tenía toda clase de basura en la cabeza, revoloteando como abejas atrapadas en un jarro. No podía dejar de pensar en lo que May había dicho y en la desesperación con que lo había hecho. Pensé en Lillian Andrews y en su pelo oscuro y sus largas piernas. Luego, por alguna razón que no pude deducir, pensé en Helena Gersons sentada como un hermoso pájaro en una jaula de arquitectura georgiana. Hubo algo entre nosotros una vez, algo verdadero. Pero cada uno de los dos, a nuestra manera, estábamos tan destrozados que no queríamos nada que nos hiciera sentir. Aun así, no era aquello lo que me había hecho pensar en ella; lo hice porque si Arthur Parks había estado suministrando clientes a la operación del West End, entonces el siguiente nombre en la lista era el de Helena. Después de todo, había una historia de mentiras entre nosotros. Pero, más que ninguna otra cosa, lo que me irritaba y no me dejaba dormir era lo que había dicho May.


Desayuné en una cafetería de la calle Byres antes de dirigirme hacia la zona del Park Circus. La lluvia estaba tomándose un respiro y el sol trataba de colarse, pero Glasgow le vomitaba su humo matinal en la cara. Me senté junto al ventanal de la cafetería a comer jamón con huevos, o bacon con huevos, como lo llamaban aquí. Miré cómo pasaba el mundo: un hombre de más edad con un raquitismo peor que el del asistente del depósito de cadáveres caminaba con paso de pato. Parecía medir menos de un metro cincuenta, pero ociosamente me pregunté si enderezado no llegaría al metro ochenta. Hizo una pausa, se inclinó hacia delante, apretó con el pulgar una de las ventanas de la nariz y expulsó el contenido de la otra sobre la acera con una violenta exhalación. Un repartidor aparcó su carro, tirado por un caballo Clydesdale, justo delante del ventanal, arruinándome la vista de la vida callejera de la Glasgow cosmopolita. El Clydesdale retorció su cola y salpicó el asfalto con estiércol que humeaba en la fría luz de la mañana. Oré una pequeña plegaria de agradecimiento por no haber terminado en algún sitio menos sofisticado, como París o Roma.

Los antiguos griegos eran grandes porque sabían leer los presagios. Yo debería haber leído el augurio en la mierda del Clydesdale: me habría ahorrado un día endemoniado.

Regresé caminando por Great Western Road y entré en los círculos concéntricos de la zona de Park Circus. Cuando llegué a la residencia de Parks, todas las ventanas tenían las cortinas corridas. No había ningún portero de cuello de toro vigilando la entrada, y el brillo rojo profundo de la puerta principal, de paneles georgianos, se combinaba con la piedra de las paredes, ennegrecidas de hollín, dando la impresión de que era la puerta trasera del infierno. O la puerta trasera del infierno durante la pausa del té. Tiré de la cuerda de la campanilla y di unos golpecitos con la ornamentada aldaba. Después de unos minutos me di cuenta de que no recibiría respuesta. Pero cuando Willie Sneddon te decía que esperaras a alguien, tú esperabas. Empecé a sentirme inquieto por el hecho de que no pareciera haber nadie en la casa.

Una cosa extraña sobre la fraternidad criminal es que sus miembros por lo general confían mucho en que todos los demás respetan la ley. Bajé los escalones hasta el nivel del sótano y encontré una ventana ligeramente separada del marco. Me deslicé por ella hacia un pequeño dormitorio. O más bien, una habitación con una cama; me dio la impresión de que allí no se dormía mucho. Estaba decorada con un empapelado rojo y negro con motivos búlgaros y en una de las paredes colgaba un amplio espejo de marco dorado que ofrecía una buena vista de la cama. Muy romántico. Había dos cuartos más en el sótano, un pasillo y las escaleras que subían a la planta principal. Reconocí la sala de espera en la que había hablado con Parks antes. De allí salían cuatro dormitorios, todos vacíos. Un vago hedor a humo rancio de cigarrillo, perfume y whisky flotaba en el aire. De alguna parte venía el suave sonido de una radio, en la planta superior. Llamé a Parks pero no hubo respuesta. Una escalera muy ornamentada llevaba al piso siguiente, donde yo sabía que Parks tenía sus aposentos.

Cuando llegué a lo alto de la escalera la decoración se volvió menos chillona y más elegante. La música de la radio estaba más fuerte: Guy Mitchell me informó de que olla «llevaba una boa roja». Avancé por el rellano y llegué a una sala grande y luminosa. Las paredes tenían colores brillantes y estaban interrumpidas con litografías enmarcadas y carteles de diferentes producciones teatrales. Los muebles eran modernos y de buen gusto y también contrastaban con la artificial y chillona perversión victoriana de la decoración escogida para el área «de trabajo» de la casa.

– Hola, Arthur -le dije a Parks. No respondió. Pero claro, yo no esperaba que lo hiciera. Tan pronto entré en la sala y mis ojos se encontraron con los de él, supe que sólo uno de nosotros podía ver. Estaba sentado en medio de la sala. Alguien había apartado de un empujón la mesa lateral y el sofá para dejar suficiente espacio para ocuparse de Parks, a quien habían atado a una silla de la cocina. Y sí que habían trabajado en él. La mandíbula estaba ubicada en un ángulo totalmente incorrecto respecto de la cara. Tal vez habían tratado de arreglarle los dientes inferiores. Tenía la mayor parte del rostro hinchado con bultos purpúreos de carne estirada. Lleva tiempo hacerse unos moretones e hincharse de esa forma, por lo que supuse que quien fuera que había matado a Parks, había tardado mucho en hacerlo.

Parks iba vestido sólo con un chaleco y calzoncillos, y la carpeta de color claro debajo de la silla tenía una mancha oscura de sangre y orina. La lengua le colgaba por encima de la mandíbula dislocada y sus ojos me miraron saltones, como enfatizando una idea: sí, estoy jodidamente muerto. Hice caso omiso del olor y me acerqué a examinarle el cuello. Lo habían estrangulado con algo grueso, como un cinturón, y se veían marcas azules y negras, como telarañas, en los puntos donde los vasos capilares habían estallado.

El asesinato de Parks tenía todos los sellos distintivos de un prolongado interrogatorio bajo tortura seguido de una ejecución. Bueno, también era verdad que, ése era el patio en el que Parks había jugado. Y era el patio en el que yo jugaba. Era absurdo pensar que Sneddon podría haber estado detrás de eso, poro yo no había visto a Deditos desde el día anterior y de pronto me vi haciendo un rápido inventario de los dedos de los pies desnudos de Parks.

Me senté en el sofá que habían empujado a un lado y contemplé a Parks. No sirvió de nada: él no me proporcionó ninguna sugerencia de qué hacer a continuación. Aunque sí obtuve una pista cuando oí las urgentes sirenas de unos coches patrulla que se acercaban. Muy bonito. Una vez más pensé en MacDonald, el delantero derecho adolescente de hockey sobre hielo que literalmente podía correr en círculos a mi alrededor. Me estaban incriminando y exhibiéndome como culpable en un marco mejor que los carteles de teatro que estaban en las paredes de Parks. Las sirenas de la policía parecían estar a una manzana de distancia pero lo bastante cerca como para descartar de plano una huida por la puerta delantera. Corrí hacia la cocina. Era estrecha y tenía una enorme ventana guillotina que daba a la parte trasera de la casa. La policía mandaría un coche atrás pero su principal atención estaría enfocada en la puerta delantera. Abrí la ventana. Había un caño que se abría en un ángulo agudo del punto en que el desagüe de la cocina descendía para unirse al caño descendiente principal. Deslizarme por esa tubería no sería muy difícil, pero avanzar por el caño de la cocina hasta ella sí lo sería.

Aun así, tampoco tendría que ser un problema, pensé. Si me encontraban en el patio trasero de Parks con los tobillos destrozados después de tratar de escapar del piso en el que encontrarían su cuerpo torturado y asesinado, no haría falta explicar demasiado.

Me deslicé por la ventana y palpé el ángulo agudo de la tubería con las puntas de mis zapatos Hush Puppies. Me quité el sombrero y lo arrojé al patio de abajo, tratando de aferrarme a la pared de piedra arenisca. Descendí arrastrándome y apoyé el peso de mi cuerpo sobre el alféizar. Mientras me acercaba a la tubería principal, oí que las sirenas de la policía sonaban más fuerte. Me sería imposible mantener el equilibro en la tubería que salía de la cocina; tendría que cruzarla rápidamente y balancearme hacia la principal, esperando poder agarrarme a ella con la firmeza suficiente.

Doblé las rodillas y me impulsé de lado, estirando los brazos hacia el caño. Me raspé los nudillos en la pared de piedra, lo que me causó dolor, pero logré aferrarme de una manera bastante decente. La manga de la chaqueta de mi traje se enganchó en el soporte de la tubería y oí cómo se rasgaba la tela. Me arrastré hacia abajo lo más rápido que me atreví y caí de cuclillas sobre las losas del patio. Contuve el aliento y traté de incorporarme. Los tobillos no se habían roto, pero la espalda me dolía un huevo. Recogí el sombrero y corrí por el pequeño patio; luego salí al callejón.

Supuse que los policías vendrían desde la calle Sauchiehall, así que me dirigí hacia el lado opuesto. Corrí a toda velocidad hasta el final del callejón, luego giré a la derecha y traté de caminar de la manera más normal y menos conspicua que pude. Bajé la mirada y me examiné: tenía un traje de lana marrón oscuro con zapatos de gamuza Hush Puppies. Me gusta vestirme bien, incluso aunque tenga una cita con chulos homosexuales de Glasgow. Sin embargo, mi elección de vestuario de aquel día había sido especialmente adecuada: la gamuza de los zapatos y la lana del traje, que se arruinaba con facilidad, todo ello sumado a los nudillos raspados, delataban con mucha elocuencia un descenso reciente y apresurado por una tubería de desagüe. Me examiné la manga y me di cuenta de que faltaba una tira, que probablemente se había quedado enganchada en la abrazadera de soporte del caño.

Sólo bastaría que un coche patrulla pasara a mi lado, el único peatón en la zona. Entonces sí que estaría verdaderamente jodido. Sólo el fieltro de piel de conejo belga de mi caro sombrero Borsalino parecía haber sobrevivido intacto. Me puse el sombrero y me limpié el polvo del traje lo mejor que pude. «Relájate, Lennox. Mantente tranquilo y sereno.»

Pero la mente me corría a toda velocidad. Decidí entrar en el parque Kelvingrove y tomar un atajo hacia el norte en dirección a Great Western Road. Suponía que mandarían patrullas de policías a pie para revisar la zona. Para cuando estuvieran organizados, yo estaría fuera del parque y lo bastante lejos de la escena del crimen, pero no necesariamente a salvo. Si alguien había insinuado a la policía que había que prestar atención a mi nombre, entonces encontrarían mis huellas dactilares por todos lados en el sótano y en la ventana de la cocina de la planta superior, así como en media docena de pomos de puertas.

También, desde luego, podría considerarse que era una mera coincidencia el hecho de que yo estuviera por allí justo después de que alguien hubiera ayudado a Parks a reducir la talla de su cuello; pero hay un concepto maravilloso que sólo utilizan los escoceses, sobre todo en un contexto legal: oportuno. Oportuno significaba algo así como «aproximadamente en el momento correcto». Mi descubrimiento del cuerpo torturado de Parks había sido «oportuno». La llegada de la policía había sido «oportuna». Todo demasiado «oportuno» para ser una coincidencia.

Mi problema inmediato era escaparme de la zona. Pero no tenía manera de saber cuánta información se le había suministrado a la policía. A esas alturas estaba en Park Quadrant, que marca el más exterior de los círculos concéntricos formados por hileras de residencias estilo georgiano. Había casas sólo a un lado del Quadrant: un arco de casas adosadas georgianas. Al otro lado de esa calle ancha y amplia había una acera con una verja que daba al parque Kelvingrove. Por desgracia había una abrupta caída de gran altura al otro lado de la verja, lo que impedía que sencillamente me lanzara por allí y desapareciera en el parque.

Caminé lo más rápido que pude sin resultar llamativo. Acababa de llegar al cruce de Park Terrace cuando un Wolseley negro de la policía comenzó a girar por la amplia avenida del Quadrant detrás de mí. Había un árbol en el parque, más abajo, cuyas ramas colgaban por encima de la reja. Me agaché detrás de esa mínima cobertura y me aplasté contra la verja. Del otro lado estaba la caída en cuyo fondo el parque se extendía verde oscuro bajo un cielo de granito.

Era mi única escapatoria. Si me quedaba allí más tiempo el lugar se llenaría de policías. Pero hasta que pasara el Wolseley, no me atrevía a hacer el más mínimo movimiento.

El Wolseley pasó arrastrándose a mi lado. Era imposible que los policías de su interior no me vieran si miraban en mi dirección. Pero no lo hicieron. El coche patrulla avanzó lentamente. Justo cuando pensaba que había tenido suerte, se detuvo unos treinta metros más adelante, al otro lado de la calle. Me preparé para salir corriendo.

Un policía alto salió del asiento lateral y caminó hacia la parte delantera de la hilera de casas georgianas. Se inclinó por encima de las rejas y examinó las entradas de los sótanos, que estaban debajo del nivel de la calle. Pero esta vez tampoco miró en mi dirección. El coche patrulla avanzaba centímetro a centímetro por el Quadrant mientras el agente inspeccionaba todos los patios aledaños a los sótanos. Me alivió el hecho de que no se dirigieran hacia donde yo me encontraba, pero al mismo tiempo se movían con tanta lentitud que yo tenía que quedarme quieto. Y eso era un problema, porque no tardarían en llegar más coches de la policía y más agentes a pie para revisar cada rincón y cada escondrijo.

El policía siguió su camino sin dejar de examinar los sótanos al otro lado de la calle. El Wolseley negro lo seguía a paso de hombre. Decidí hacer mi jugada: trepé rápidamente encima de la verja y me dejé caer por el otro lado, con las piernas colgando por encima de los arbustos que estaban unos tres o cuatro metros más abajo. Una vez más dediqué un pensamiento a mis pobres tobillos y luego solté la verja. Choqué contra la maleza, pero no lo bastante fuerte como para que los policías me oyeran. Los enfadados dedos de los arbustos me arañaron hasta que detuve mi caída. Una vez más, mis tobillos se salvaron, pero mi espalda protestó con una punzada de dolor. Avancé con dificultad entre la maraña y salí a un sendero que, por fortuna, estaba vacío. De nuevo me limpié el traje y volví a darle forma al Borsalino antes de ponérmelo en la cabeza en un ángulo que, con suerte, ocultaría la mayor parte de mis rasgos a los viandantes.

Acababa de quitarme el polvo cuando oí unas voces que se acercaban. Habría sido perfectamente normal encontrar a otras personas en el parque Kelvingrove, incluso una mañana de entre semana, pero un viejo instinto me indicó que me escondiera.

Por suerte las autoridades ciudadanas habían decidido ubicar un monumento conmemorativo justo delante de mí. Incluso más afortunado era el hecho de que no hubieran restituido las verjas que seguramente habían fundido durante la guerra para suministrar hierro a las fábricas de municiones. Corrí rodeando el enorme pedestal rectangular de la estatua y apreté la espalda contra un elaborado friso épico que estaba en el entablamento: galantes soldados del Imperio británico liberando de la carga de la autodeterminación a agradecidos nativos de todo el mundo. Levanté la vista hacia la estatua montada sobre mí. Un general dispéptico y geriátrico a lomos de un caballo miraba a través del parque Kelvingrove hacia la universidad y más allá, probablemente hacia el Imperio que nadie le había dicho que ya no estaba. Su cabalgadura tenía la cabeza girada en mi dirección y me contemplaba con desdén.

Las voces se callaron pero oí ruido de botas en la gravilla. Más de un par. Me mantuve apretado contra el entablamento y esperé que las pisadas se alejaran. Cuando levanté la mirada, vi las espaldas de tres policías. Una vez que dieron la vuelta a la esquina me escabullí en la dirección opuesta. Tenía que salir de allí rápido: no pasaría mucho tiempo hasta que el parque estuviera lleno de todavía más Highlanders en uniforme golpeando arbustos con sus porras. Nunca he entendido por qué una batida policial siempre implica darle una buena paliza a la maleza. Tal vez les hace recordar su infancia en Stornaway o Strathpeffer, donde golpeaban brezo, hacían reverencias y esquivaban los tiros, todo en servicio de los encopetados cazadores de urogallos de la localidad.

Corrí a velocidad media por el sendero, aminorando el paso en las esquinas por si me topaba con alguien: la gente se acordaría si veía a un hombre corriendo. Y no había ninguna garantía de que los policías que acababa de eludir fueran los únicos en esa parte del parque.

Llegué a la puerta norte del parque y encontré a un policía de guardia en la entrada que daba a la calle Eldon. Atravesé los árboles y me mantuve cerca del borde del río Kelvin, hasta que por fin pasé debajo del puente en la calle Gibson. Crucé el río en el puente de la antigua estación Botanic. Trepé por la verja y caí al otro lado, atrayendo la atención de un par de peatones. Me encasqueté el Borsalino hasta los ojos y me alejé rápidamente hasta el cruce de Great Western Road y el puente Kelvin.


Observé mi residencia desde el otro lado de la calle: no había coches patrulla fuera y todo parecía normal. Por supuesto que eso no significaba que no hubiera media docena de Hamish [5] esperándome cuando yo entrara. Crucé la calle velozmente y subí directo a mis aposentos. Me desnudé y me bañé de prisa. El jabón carbólico me ardió como mil demonios en los arañazos de las manos y las pantorrillas. Unos arañazos que serían una muy buena prueba de la huida.

Volví a afeitarme y me puse una camisa limpia, otra corbata y otro traje. Azul, esta vez. Hice un bulto con el traje anterior, lo envolví con papel y lo até con un hilo. El Borsalino podía salvarse, de modo que lo colgué, escogí un sombrero modelo trilby que hiciera juego con la tela del traje y salí a la calle.

Conduje hasta el Horsehead y me dediqué a invitar a copas a Big Bob y a un par de los habituales parroquianos de la hora del almuerzo. Parks llevaba muerto bastante tiempo pero al menos estas personas declararían que me habían visto relajado y que no llevaba un traje de lana marrón. Suponía que había una posibilidad de que los dos peatones que me habían visto caer en Great Western Road desde la verja del parque se lo mencionaran al policía que estaba vigilando la entrada.

Me obligué a comerme un pastel escocés y a tomarme una cerveza y me marché cuando llegó la hora en que ya no podían servirse bebidas alcohólicas al mediodía. Iba caminando de regreso al coche cuando se produjo un eclipse de sol. Me volví y vi a Pequeñito Semple llenando mi universo.

– El señor Sneddon quiere verle.

– De acuerdo -dije-. Tengo el coche aparcado a la vuelta de la esquina. ¿Dónde tengo que encontrarme con él?

– Deje el coche. Yo tengo que llevarlo.

Tal vez estuviera poniéndome paranoico, pero detecté una falta de calidez en el tono de Pequeñito. Me llevó hasta donde había dejado el Sunbeam que normalmente usaba Deditos e hicimos el trayecto en silencio. Nos dirigimos hacia el sur cruzando el Clyde y bajamos por la calle Eglinton, hasta que por fin giramos hacia una calle de casas deprimentes que daban a las vías del tren. Ya había tres coches aparcados fuera de una de las casas y Pequeñito paró el suyo detrás de ellos. Los coches destacaban porque en ninguna de las otras casas de la calle había ni siquiera una bicicleta destrozada en la puerta.

La casa parecía abandonada, pero una mirada a una de las habitaciones que se abrían al vestíbulo me reveló unas pilas de cajas. Deduje que la casa era un almacén de mercancías robadas. Ubicado en medio de una calle en la que, sin duda alguna, los vecinos te robarían todo lo que llevaras encima, este pequeño depósito era tan seguro como Fort Knox. No hacían falta candados ni cerrojos para mantenerlo a salvo; lo único que se necesitaba era un nombre: Willie Sneddon. El Robin Hood del lado sur: robaba a los ricos, aterrorizaba a los pobres.

Sneddon, Deditos y otro matón, con un tupé estilo culo de pato y más bajo y más delgado que Pequeñito pero con un aspecto igual de letal, estaban apoyados contra la arruinada chimenea, fumando. Había una silla en el centro de la sala. «Qué confortable», pensé. Igual que en el apartamento de Parks, habían dejado espacio suficiente para trabajar. Deditos no me sonrió y yo examiné rápidamente la sala: no había ningún cortador de pernos a la vista.

– Siéntate -dijo Sneddon. No quería hacerlo. Con cuatro tipos como ésos en la sala, no era conveniente ser el único que estuviera sentado. Había una buena probabilidad de que ya no volvieras a levantarte.

– Escuche, señor Sneddon -dije, todavía de pie-. Si esto es sobre Parks…

– Siéntate, carajo -dijo Sneddon de una manera fría y sin ira. Me senté, carajo, de una manera fría y sin agallas. Sentí un déjà vu: me vino a la mente mi agradable charla en la chatarrería de Murphy.

– ¿Estuviste en casa de Parky esta mañana?

– Sí. Como quedamos.

– ¿Recuerdas que te dije que no quería que Parky se disgustara?

Asentí con un gesto.

– Tal vez sea un hombre de demasiadas pocas palabras. Tal vez debería haber sido más claro. Si Parky se disgustaba eso habría estado mal. Que Parky esté muerto es ligeramente peor, hijo de puta.

– Escuche, señor Sneddon: no he tenido nada que ver con la muerte de Parks. Al menos, no directamente. Creo que alguien no quería que él hablara conmigo. Más aún, creo que querían que hablase con ellos. Parks sabía algo, o ellos pensaban que él sabía algo. Cuando llegué, Parks ya estaba muerto. Le habían reestructurado la cara durante un buen rato y luego lo habían estrangulado.

– ¿Lo habían aporreado?

Sneddon le dio una calada a su cigarrillo y dejó caer la colilla sobre las tablas desnudas y roñosas del suelo antes de aplastarla con la punta del pie. Me inquieté al pensar que tal vez precisaba tener las manos libres.

– Digamos que hubiera tenido problemas para mascar chicle. Los que lo torturaron pensaban matarlo después, hablara o no. Cuando obtuvieron lo que querían de él o cuando no lo obtuvieron le destrozaron la cara. No fue una paliza lo que le dieron: fue una tortura.

– Según recuerdo, tú querías presionarlo. Sí, eso es lo que dijiste… presionarlo. Te lo preguntaré sólo una vez, Lennox. ¿Lo has matado? Y antes de que respondas, quiero que sepas que entiendo que a veces eso pasa. Las cosas se te van de las manos.

«Seguro que sí», pensé.

– Así que, Lennox, dime la verdad -continuó Sneddon-. ¿Te has cargado a Parky?

– No. Si hubiera visto el estado en que quedó su cara, usted sabría que yo no soy tan cruel.

– De acuerdo, enséñame las manos.

Las abrí y sentí un escalofrío que bajaba desde la silla hasta mis intestinos. Los nudillos en ambas manos estaban lastimados por mi veloz descenso por las cañerías de Parks.

– Escúcheme -dije-, tuve que escaparme de la casa de Parks por la tubería de desagüe. Además debí arrastrarme a través de la mitad de los arbustos del parque Kelvingrove. Esto no es por haber torturado a Parks.

Sneddon me miró fijo un momento. Eché un vistazo a Deditos, que seguía sin sonreír. Involuntariamente retorcí los deditos de mis pies dentro de los zapatos.

– De acuerdo -dijo Sneddon por fin-. Te creo. No te has herido los nudillos de esa manera matando a un tipo a golpes. En ese caso tendrías las manos hinchadas como pelotas de fútbol.

«Gracias a Dios por dejar que hable la voz de la experiencia», pensé.

– Eso no significa que no lo hayas matado a golpes con alguna otra cosa -prosiguió-. Pero te creo.

Traté de no mostrarme demasiado aliviado.

– Parky me hacía ganar un montón de pasta, Lennox. A mí me molesta mucho que maten a una de mis mejores fuentes de ingresos. Me molesta muchísimo, mierda.

– Estoy seguro de ello.

– Tienes un nuevo trabajo. Olvídate de los McGahern. Averigua quién mató a Parky Y averígualo rápido.

– Para ser honesto -dije-, no creo que deba olvidarme del asunto de los McGahern. Me parece que la muerte de Parks está relacionada con eso. Las coincidencias me incomodan. Tiendo a no creer en ellas, puesto que poseo una visión lógica del universo.

– ¿Qué coincidencias?

– Que usted y yo hayamos tenido una conversación y que usted le diga a Parks que espere mi visita; llego y Parks acaba de ser asesinado: coincidencia número uno. Luego tengo que huir por la puerta trasera porque a la policía la avisaron en el momento exacto: coincidencia número dos.

– ¿Entonces alguien trataba de incriminarte?

– Bueno, usted ha juzgado necesario preguntarme si yo lo he matado, ¿no? Lo que me preocupa es que le dieran mi nombre a la policía. O que se lo den cuando se enteren de que no me atraparon en la escena del crimen.

– Un momento… -Sneddon frunció el ceño-. ¿Qué mierda quieres decir con eso de que a Parks lo mataron después de que yo organizase un encuentro entre vosotros? ¿Estás diciendo que lo planeé yo?

– No… No, para nada. -Levanté las manos-. Parks podría habérselo contado a alguien, o corrió el rumor de alguna manera. Lo único que quiero decir es que todo encaja de una forma demasiado conveniente, y que eso me está ocurriendo muy a menudo últimamente. Y todo tiene que ver con Tam, Frankie McGahern y Lillian Andrews. Pero tengo que pensarlo bien. Mi primera preocupación es que no me ahorquen por el homicidio de Parks.

– ¿Alguien te vio salir de allí?

– No que yo sepa, pero sólo bastaría con un par de ciudadanos concienciados que estuvieran mirando por la ventana de su casa mientras yo me hacía el alpinista por la pared trasera de Parks. Y un par de viandantes me vieron salir trepando por la verja del parque de Kelvingrove.

– ¿Te vieron bien?

– Probablemente sólo pudieron reconocer la ropa que llevaba. Tengo el traje en el maletero de mi coche, y temo que tal vez se haya quedado un pedazo enganchado en la cañería de Parks. Voy a librarme de él.

– Cuando lo lleves de vuelta a su coche, recoge el traje -le indicó Sneddon a Pequeñito. Se volvió hacia mí-. Lo incineraremos. En cuanto a esta mañana, cuando se cargaron a Parks, tú llevaste tu coche a uno de mis garajes para que lo repararan. Te daré el nombre y la dirección de dos mecánicos que declararán que tú estabas allí.

– Gracias -dije. Pero la idea de evitar una acusación de homicidio basándome en una coartada falsa suministrada por Sneddon no me llenaba de confianza precisamente. Y si la policía nunca atrapaba a los verdaderos asesinos, entonces Sneddon tendría algo para perjudicarme. Me pregunté si incineraría el traje de verdad. Pero tampoco me encontraba en posición de negociar.

– ¿Entonces averiguarás quién se cargó a Parky? -Sneddon encendió otro cigarrillo. Me ofreció uno y lo acepté.

– Haré lo que pueda -dije, como si tuviera elección en el asunto-. Y a Tam McGahern. Como ya he dicho, los dos casos están conectados.

Sneddon metió la mano en su chaqueta y traté de no dar un respingo. Sacó un grueso fajo de billetes doblados de cinco libras y me lo entregó.

– Esto es a cuenta -dijo Sneddon-. Y no es reembolsable. Quiero un puto resultado, Lennox. Esto es una cacería, ¿está claro?

Asentí.

– Encuentra al que se cargó a Parky -concluyó-. Y yo me ocuparé del resto.

– Suena justo -dije, mientras guardaba en el bolsillo el dinero sin contarlo. Pensé en los buzones de Morrison. Tenía la desagradable sensación de que yo proporcionaría un nombre para alguno de esos buzones, de una manera o de otra. Sneddon había dejado claro que no aceptaría un fracaso.

Pequeñito Semple me llevó de regreso al sitio en que había dejado mi coche aparcado, cerca del Horsehead. Estaba mucho más locuaz en el viaje de vuelta.

– Qué gracioso que se haya escapado de la casa de Parky de esa manera -dijo, mientras avanzábamos.

– ¿En qué sentido?

– Él estaba más acostumbrado a tener a algún cabrón subiendo por su cañería… -Pequeñito lanzó una risita de barítono.

En realidad yo no estaba de ánimo para bromas. Mientras salíamos del lugar secreto de Sneddon podría haber jurado, al mirar en el espejito lateral, que vi a Deditos salir y guardar un par de cortadores de pernos en el maletero de uno de los otros coches.

Finalmente no habían sido necesarios.

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