Capítulo veintiocho

A la Policía de la Ciudad de Glasgow no podía acusársela de dinamismo. George el Grasiento necesitó cuarenta y ocho horas enteras para sacar de la custodia policial primero a Sneddon y luego a los otros dos Reyes. La policía tardó la misma cantidad de tiempo para hallar el cuerpo de Smails. A esas alturas su taza de té, y el rastro, debían de estar más fríos que una piedra.

Los periódicos locales se habían mostrado un poco más vivaces. Empezaban a aparecer detalles del atraco: que había tenido lugar justo al norte de la frontera y la trampa había sido planeada con precisión militar. El convoy estaba formado por tres camiones y un furgón del ejército de escolta debido a la naturaleza del cargamento: flamantes metralletas Sterling-Patchett L2A1, trasladadas para reemplazar a las viejas Sten. Se había producido un intercambio de disparos con la consecuencia de dos soldados muertos en la carretera. Uno de los conductores seguía en estado crítico y aún no había recuperado el conocimiento. El otro estaba suministrándole a la policía descripciones del ataque y de los atacantes. Uno de los ladrones había resultado herido por los disparos del ejército, pero había conseguido escapar.

Este había sido el gran golpe que venía preparando Tam McGahern. Y yo tenía una idea bastante buena de lo que ocurriría exactamente a partir de ahora.

Tenía que hacer dos visitas a domicilio, ambas en el lado Sur, pero antes tenía que pasar por mi casa a recoger un par de cosas. Saqué mi Webley y lo escondí debajo del asiento del copiloto del Atlantic. Un sábado por la noche, un par de meses antes, yo me había metido en un debate con un matón en la calle Argyle. Él había tratado de compensar su falta de agallas y de talento sacando un arma blanca: una hermosa navaja italiana automática con mango de nácar. El encuentro finalizó de la siguiente manera: yo me quedé con una navaja automática con mango de nácar nueva y él con varios dientes no precisamente perlados menos. Conservé la navaja, y me la guardé en el bolsillo de la chaqueta.

Entonces salí a jugar.

Primero recorrí Paisley Road West rumbo al futuro. La dirección que tenía de la casa de Jackie Gillespie se encontraba cerca del parque Bellahouston. La vivienda, una casa semiadosada razonablemente nueva, alquilada y perteneciente a la Glasgow Corporation, aparecía limpia, luminosa y optimista. Pero el verdadero futuro se cernía sobre ella: una telaraña de andamios rodeaba una hilera escalonada de inmensos bloques de apartamentos casi terminados: Moss Heights. Allí vivirían los glasgowianos del futuro: libres de las sórdidas casas de vecinos, libres del apiñamiento y de las enfermedades.

Libres de cualquier sentido de comunidad.

El hecho era que Glasgow se había extendido como un tumor y ahora se apretaba contra el Cinturón Verde. Si no se podía ampliar el terreno para construir, se podría edificar hacia arriba. A los genios de la sala consistorial se les había ocurrido que la solución al problema de que los glasgowianos vivieran apiñados consistía en hacer que los glasgowianos vivieran unos encima de los otros.

Dada mi experiencia con mis últimas dos visitas a domicilio, tomé la precaución de aparcar a cierta distancia de la casa de Gillespie. El pavimento bajo mis pies era prístino, así como los revoques y techos de las casas por las que pasé con los jardines aún sin cultivar, cicatrices de tierra esperando la primera siembra de césped. Mientras caminaba, el batir de herramientas pesadas resonaba desde las obras en el cielo, a unos ochocientos metros de allí.

Jackie Gillespie, por lo que yo sabía, no tenía esposa ni hijos; sin embargo estaba claro que su nueva vivienda, aquella casa semiadosada y de alquiler subvencionado por el gobierno, había sido pensada para una familia. La casa contigua daba toda la impresión de estar deshabitada. Nadie respondió a mis timbrazos y, después de comprobar que no hubiera ningún vecino mirándome, me deslicé hacia la parte trasera. La puerta de atrás de la casa de Gillespie no estaba cerrada con llave. Bueno, a decir verdad, tampoco había cerradura: alguien le había aplicado un zapato talla cuarenta y cinco y la madera se había astillado. Yo apostaba por algún highlander vestido de azul. En esta ocasión había decidido prepararme un poco mejor; saqué un par de guantes del bolsillo de mi impermeable y me los puse antes de empujar la puerta.

Para mí estaba convirtiéndose en una especie de tradición encontrar algún cadáver recién estrangulado en situaciones como ésta y me sentí casi desilusionado al no toparme con Gillespie sentado, dándome la bienvenida con los ojos saltones. Vivo o muerto, no estaba allí. Pero fueran o no los policías, alguien le había hecho una revisión completa a su casa.

No permanecí mucho tiempo. Si no había sido la policía, de todos modos llegaría en cualquier momento. Eran capaces de pensar, aunque fuera un poco más lentamente que el resto de nosotros. Yo sabía que a Jackie Gillespie se le había visto hablando con Tam McGahern, y también sabía que Tam había planeado un gran golpe que le permitiría marcharse de Glasgow para siempre. La policía no lo sabía, pero seguramente investigarían la lista de los principales atracadores que podrían haber hecho algo así. Y Jackie Gillespie se encontraba bastante cerca de los primeros puestos de esa lista.

De todas maneras, los que habían revisado su casa, fueran quienes fuesen, habían establecido esa relación antes que yo. Y eso no encajaba con la policía.

Volví al coche y me dirigí hacia el sur de la ciudad. Paré en una cabina telefónica para llamar a Sneddon. Su voz tenía un tono un poco más frío y más duro de lo habitual.

– Alguien pagará por esto, Lennox. Alguien va a pagar mucho y durante mucho tiempo. Habían pasado muchos años desde la última vez que un policía pensó que tenía las pelotas necesarias como para levantarme una mano.

– ¿McNab?

– Es un jodido traidor. Se supone que es miembro de la orden de Orange, mierda. En vez de acosarme a mí, debería haber molido a palos a ese feniano hijo de puta de Murphy.

– Para ser justo, señor Sneddon, me parece que ha hecho precisamente eso. Y también a Jonny Cohen.

– Puede ser. Tienes razón respecto a Cohen; se dice que le han dado una paliza muy fuerte. La pasma la tomó especialmente con él porque se dedica a los robos a mano armada.

Imaginé que sería cierto. Jonny Cohen estaba en el primer lugar de la lista. Pero a mí me interesaba otro nombre.

– ¿Han arrestado a Jackie Gillespie? -pregunté.

– ¿Cómo coño voy a saberlo? -dijo Sneddon sin ánimo. Luego, después de una pausa-: ¿Por qué? ¿Gillespie está implicado con la banda que hizo esta jugada?

– No lo sé, creo que sí. Escuche, señor Sneddon, me parece que ya he juntado todas las piezas. Es como le he dicho antes: este asunto podría causarles toda clase de problemas a usted, a Murphy y a Cohen. Lo de hoy ha sido sólo el principio. Aquí hay una cuestión política de por medio. ¿Puede organizar una reunión? Convoque a los otros dos Reyes y yo les diré todo lo que sé. Harán falta todos los recursos combinados de los tres para resolver esto.

– No lo sé, Lennox. La policía sigue pegada a nosotros como mierda al calzón. Haré lo que pueda.

– Volveré a llamarle en un par de horas.

Después de colgar me dirigí a mi segunda visita a domicilio. Conduje hasta Mount Vernon y aparqué a la vuelta de la esquina de la casa de vecinos donde había visto entrar a la chica esquimal la noche en que a Smails le achicaron el cuello de la camisa. El edificio consistía en tres pisos de apartamentos sobre una fila de tiendas en la planta baja que daban a la calle. Había un Austin A30 aparcado en la entrada del estrecho callejón de un lado del edificio. Todos los apartamentos tenían las luces encendidas, por lo que deduje que la chica esquimal estaría en su casa. Esperaba que se encontrara sola. Si tenía compañía probablemente podría arreglármelas, pero eso también podría complicarme las cosas. Retrasarme.

Subí por las escaleras del fondo y golpeé la puerta. Abrió la chica que yo había seguido desde la casa de Smails. Parecía un poco insegura y dejó la cadena puesta. Tenía una cara bonita, casi hermosa. No había duda de que se trataba de la mujer que ya había visto junto a Lillian Andrews. Tenía un poco de clase; igual que Lillian, igual que Wilma, igual que Lena, que había sido rechazada porque su clase se evaporaba cada vez que hablaba.

– ¿Qué quiere? -preguntó.

– Soy amigo de Tam -dije, y traté de adoptar una expresión que fuera conspiratoria y al mismo tiempo de urgencia-. Y de Sally. Tengo un mensaje para ti.

Me pareció que tanto el guión como la actuación habían sido perfectos, pero estaba claro que había malinterpretado a mi audiencia. Ella empujó la puerta para cerrarla, pero impedí que la cerradura se trabara parando la puerta con el hombro. La cadena resistió. Metí el pie en la abertura y volví a empujar la pesada madera con el hombro. Esta vez la cadena reventó, la puerta se abrió con fuerza y empujó a la chica hacia atrás. Ella retrocedió tambaleándose hasta la pared y un grito comenzó a asomar en su garganta. Se lo reprimí.

– Escucha, hermana -susurré tan amenazadoramente como pude, al tiempo que la aplastaba contra la pared con la mano con la que ya estaba rodeándole la garganta-. Tú eliges: puedes empezar a gritar y yo te estrangulo aquí mismo en tu vestíbulo, o podemos sentarnos a charlar en tu sofá de una manera agradable y civilizada. Pero tienes que entender algo ahora mismo. Sea cual sea el negocios que tienes con Sally Blane o Lillian Andrews o como demonio se llame ya ha terminado. Ahora estás en un juego diferente que se llama supervivencia. Hablaremos y yo te haré preguntas, luego voy a entregarte a los Tres Reyes. Y créeme, si ellos les regalan una muñeca a sus muchachos, siempre termina rota. Así que el que tú termines esta noche violada, torturada y muerta depende de lo bien que yo pueda convencer a los Tres Reyes de que me has proporcionado todas las respuestas que necesito. ¿Entiendes? -Aflojé la mano lo suficiente como para que ella pudiera respirar y asentir vigorosamente. Volví a apretarla-. No intenten nada raro, ¿de acuerdo?

Ella volvió a asentir. La solté. Me miro con ojos de furia y se frotó la garganta. La agarré del brazo y la hice avanzar hacia la sala. La arrojé sobre el sillón. Sin duda, mi oficio era muy agradable. Cuando me veía empujando a mujeres era cuando más orgulloso me sentía de mi elección profesional.

El apartamento estaba decorado con muebles caros y de un buen gusto sorprendente. Había una mesa y algunas sillas contra una pared. Cogí una de las sillas y me senté delante de ella.

– ¿Tú eres Molly? -pregunté.

Ella negó con la cabeza.

– No. Me llamo Liz. Molly era Margot… la hermana de Sally. Está muerta.

– Tú trabajabas para esta operación especial, ¿no? Me parece que el nombre del juego era chantaje, ¿verdad?

Liz asintió.

– No sé mucho sobre qué les sacaban a los clientes que extorsionábamos. Yo sólo hacía lo que me decían.

– ¿Cómo funcionaba?

– Nos daban un objetivo… algún tío rico o importante. A veces el objetivo sabía que éramos putas, otras no tenían la menor idea de que era una trampa. Pero siempre eran tipos casados, respetables. Después de un tiempo, Tam McGahern entraba de golpe, gritando y lanzando juramentos y amenazando al objetivo. A veces los ablandaba con algunos golpes. Tam se hacía pasar por el novio de quien fuera que estuviera trabajándose al tío. Decía que nos había hecho seguir por un detective y le mostraba las fotos. Entonces amenazaba con mandarlas a la esposa del objetivo o a los periódicos.

– A menos que el objetivo hiciera exactamente lo que Tam quería.

– Más o menos así.

– ¿Y John Andrews era el objetivo de Sally Blane?

– Eso fue antes de que yo entrara, y a Sally yo siempre la conocí como Lillian Andrews. Me enteré después de que la chica a la que mataron era la hermana de ella y de que el verdadero nombre de Lillian era Sally.

– ¿Entonces es cierto que Margot está muerta?

– Sí. Y a causa de lo que hacíamos. Tam representó su habitual papel del novio enfadado en la calle delante de un club en el que habían estado Margot y su objetivo, y Lillian iba con ellos. Tam tenía las fotos y todo. Empezó a sacar al tío del coche pero a éste le entró pánico y huyó con Margot y Lillian todavía dentro. Dentro del coche, quiero decir. Tam persiguió al objetivo por toda la ciudad y llegó a Paisley Road West. El objetivo perdió el control del coche y se estrelló contra el puente del tren. Margot y él murieron de inmediato. Lillian estaba en la parte de atrás. Quedó un poco magullada, pero bien, aunque se reventó la nariz y la mandíbula. Pensaba que perdería su atractivo, pero Tam hizo que un especialista se ocupara de ello.

– ¿Quién te contó todo esto?

– Una de las otras chicas, Wilma.

– ¿Wilma Marshall?

– Sí. ¿La conoce?

– Nos hemos visto.

Liz se frotó la garganta y frunció el ceño.

– ¿Puedo tomar un vaso de agua?

– De acuerdo. Pero te haré compañía.

Entramos a la pequeña cocina y ella llenó un vaso del grifo. Me apoyé en el marco de la puerta y le sonreí. Me sentía bastante atractivo. Intercambiamos una mirada y en ese segundo ella supo que yo sabía quién era ella en realidad. El temor desapareció de sus ojos, dejando lugar a un odio frío y oscuro.

– Tienes un gran trabajo, Lennox -dijo. Sonreí más ampliamente.

– No recuerdo haberme presentado -dije.

– Sí. Un gran trabajo. Debes de pasarte la mitad de la vida mirando hacia atrás.

– En realidad no. Tiendo a ser de los que piensan en el futuro. Encajo con la nueva era.

– ¿En serio? Tal vez sería hora de que empezaras a mirar hacia atrás. -Sonrió. Una sonrisa que me hizo pensar «oh, mierda».

Antes de que tuviera tiempo de reaccionar, algo relampagueó delante de mis ojos al tiempo que caía en forma de lazo sobre mi cabeza y alrededor de mi cuello y se apretaba con fuerza. Una banda gruesa que parecía de cuero. De pronto respirar dejó de ser algo que se daba por sentado cuando mi atacante me empujó hacia atrás contra su cuerpo. Giró algo en mi nuca un par de veces y tanto mi cabeza como mi pecho sintieron que estaban a punto de explotar: una por falta de sangre, el otro por falta de aire. Me la iban a jugar igual que a Parks y a Smails.

Traté de agarrar la banda y luego, inútilmente, moví las manos hacia atrás por encima de los hombros. La falta de oxígeno hizo que comenzase un zumbido en mi cabeza y empecé a asustarme. Pero recordé algo que había aprendido durante mi entrenamiento militar y en lugar de tratar de zafarme, aflojé las piernas y me dejé caer como una piedra. Caí tan rápido que desplacé el centro de gravedad de mi atacante. El mantuvo la presión sobre el garrote pero tuvo que separar las piernas para sostenerse y agarrarme como una oveja a la que llevan a esquilar.

Metí la mano en el bolsillo de la chaqueta y accioné el resorte de la navaja. Puse toda mi fuerza para lanzarla en un veloz arco hacia arriba y apunté, a ciegas, hacia una zona por encima de mi cabeza. Supuse que allí estarían sus testículos. Debí de haber acertado, o al menos anduve cerca, porque él lanzó un alarido de agonía y el garrote se aflojó en torno a mi cuello. Yo no había soltado la navaja, y la retorcí cruelmente, como para aplastarle los huevos. Otro aullido, que me hizo alegrarme ante la idea de que él ya no le pasaría a la generación siguiente su talento para estrangular.

Conseguí incorporarme y giré para enfrentarme a él. Medía un poco más de un metro setenta, era de piel oscura y tenía aspecto de provenir de Oriente Medio.

Saqué la navaja de su ingle, retorciéndola malévolamente un poco más al hacerlo. Él cayó sobre sus rodillas agarrándose los genitales mientras la sangre le caía entre los dedos. Sufría arcadas y tenía grandes espasmos. Ya no representaba ninguna amenaza para mí, pero ese hijo de puta había tratado de matarme. Y había matado a Parks y a Smails.

Me tomé mi tiempo y me aseguré de que la patada le diera justo en la boca y le hiciera volar los dientes. Yo había regresado a un sitio en el que había estado demasiadas veces durante la guerra. Sentí el antiguo cosquilleo, el tiempo que se desaceleraba, la ausencia absoluta de sentimiento alguno por el hombre al que estabas matando. Y sabía que eso era lo que iba a hacer. Lo agarré del pelo y tiré de su cabeza hacia arriba para poder meterle la navaja detrás de la tráquea antes de empujarle hacia delante y sacarla. Así ese cabrón sabría lo que es luchar por respirar.

Lo que no había tenido en cuenta es que, en la guerra, no es común tener a una mujer a tus espaldas con acceso a pesados utensilios de cocina. Había olvidado a Liz, principalmente porque ella no había hecho el número habitual de lanzar histéricos alaridos de fondo. Estaba a punto de acabar con mi amiguito árabe cuando un tren me arrolló la nuca.

Caí pero no me desmayé. Ella volvió a atizarme con algo hecho de hierro forjado y me dio en la sien. Esta vez las luces disminuyeron y pude disfrutar de los fuegos artificiales que estallaron en mi cabeza. Estaba bastante aturdido, pero aún no había perdido el conocimiento y ella sabía que tenía que marcharse rápido. Oí que ayudaba a su moreno camarada a incorporarse y que lo hacía salir rápido del apartamento. Me puse de pie, apoyándome en la encimera. La cabeza me dolía un huevo, sentía un cálido chorro de sangre por la nuca y el mundo seguía un poco torcido sobre su eje. Dirigí la mirada hacia abajo, donde ella había dejado caer la sartén de hierro. Sentí que había tenido suerte de que no hubiera escogido un cuchillo. Los glasgowianos se matan entre sí más en la cocina que en cualquier otra habitación de sus casas. Es cierto que lo hacen cocinando, pero seguía considerándome afortunado de salir entero.

Empapé un trapo y lo sostuve contra mi cabeza, pero de todas maneras decidí que trataría de alcanzarlos. Había manchas de sangre a lo largo del suelo de linóleo que se extendía hasta la escalera comunitaria. Bajé corriendo los escalones, con la cabeza latiéndome a cada paso. Luego corrí por el pasadizo y salí a la calle. Habían desaparecido, al igual que el Baby Austin.

Avancé tambaleándome hasta donde había aparcado el Atlantic y tuve que parar a mitad de camino para vomitar. El vómito me ardió en la garganta aplastada. No había nadie en la calle, pero aunque lo hubiera, la visión de un glasgowiano agarrándose a un poste de luz y lanzando un chorro de vómito en la acera no era algo tan extraordinario. Me sentí un poco mejor, pero cada pulsación hacía sonar un timbal en mi cabeza. Ya me habían dado una paliza en dos ocasiones y sabía que no me encontraba bien; hasta era posible que tuviera el cráneo fracturado. Me dejé caer en el asiento del conductor y me quedé quieto un momento, dejando que el mundo que giraba bajara un poco la velocidad antes de salir.

Cuando esto terminara, cobraría muy bien a los Tres Reyes y lo agregaría a los ahorrillos que venía acumulando. Tal vez, cuando esto hubiera terminado y si yo seguía vivo, cogería ese barco de regreso a Canadá. Uno nunca sabe cuándo ha tocado fondo. Pero sin duda, esto se le parecía mucho.

Llamé a Sneddon desde una cabina. Había organizado una reunión para la noche siguiente. Le pregunté si podía ser antes pero él dijo que cada uno de los Reyes debía encontrar la manera de eludir a la policía. Le conté lo que había ocurrido en el apartamento.

– El tipo que trató de estrangularme fue el que mató a Parks y a Smails -le dije. Le expliqué lo que le había hecho al árabe.

– Bien. Por lo que me dices parece que ese cabrón se va a desangrar hasta morir. Pero quiero estar seguro. Encontrémonos mañana a las ocho en Shawfields.

– De acuerdo.

Colgué. No quise contarle a Sneddon que no me encontraba en forma. La religión y una idea mal concebida de la historia habían conspirado para que Sneddon y Murphy se odiaran a muerte, pero en realidad ambos eran caras de una misma moneda. Y no convenía mostrarse débil ante ninguno de los dos. Volví a marcar.

– ¿Jonny? -dije-. ¿Puedo ir a verlo? Y… ¿puede conseguirme un médico?

Загрузка...