Capítulo catorce

Me encontré con Jock Ferguson en el bar Horsehead a la hora del almuerzo. Le había llamado por teléfono poco antes y había organizado esa reunión, además le había dado una vaga idea de lo que quería averiguar. Pero con los policías siempre hay un precio. Son curiosos por naturaleza, entrometidos.

– ¿Para qué precisas esta información? -me preguntó Ferguson-. ¿Es por algo que debería interesarnos a nosotros?

– Es por un caso en el que estoy trabajando. Hay algo que huele mal. En primer lugar, un tipo me pide que encuentre a su esposa desaparecida, luego intenta sobornarme para que abandone la búsqueda, y a continuación su esposa me enseña las tetas mientras su amiguito me parte la cabeza de un golpe.

– Tienes una vida pintoresca, Lennox. ¿Y la empresa por la que preguntas qué tiene que ver con todo esto?

– El tipo es el dueño. Y no fue muy claro con respecto a lo que se dedicaba exactamente.

– Bueno, yo la investigué bastante bien. Si el tipo al que te refieres es John Andrews, entonces es cierto que es el dueño de la empresa. Las siglas CCI corresponden a Clyde Consolidated Importing. La palabra «Consolidated», consolidada, se refiere al hecho de que Andrews compró unas cuantas empresas más pequeñas y con ellas formó una grande. Tiene almacenes junto al Clyde y una gran oficina en Blythswood Square.

– ¿Qué exportan?

– Partes de máquinas para fábricas, cosas así. A todo el mundo, América del Norte, Oriente Medio, Lejano Oriente… ¿Dices que tuviste un encontronazo con la esposa?

– Es una forma de expresarlo. Mañana me quitan los puntos.

– ¿Valían la pena?-preguntó Ferguson.

– ¿El qué?

– Las tetas. -Ferguson me dedicó lo más parecido a una sonrisa que yo le había visto en mi vida.

– He conseguido averiguar que es ex prostituta -dije, sin prestar atención a su pregunta-. Tal vez todavía lo sea. O al menos actuaba en películas pornográficas. Ya sabes, de esas que a vosotros, los policías, os gusta ver.

Me lanzó una mirada.

– ¿El anda en algo turbio?

– No. Esa es la cuestión. Parece un empresario glasgowiano honrado, si es que esa frase no es una contradicción. Evidentemente no sabía nada del pasado de su esposa.

– Hasta que tú lo desengañaste.

– En realidad, tal vez me equivoqué al decir que no sabía nada. Cuando le enseñé las fotos…

– ¿Fotos? ¿Le enseñaste fotos de su esposa follando? Eres increíble.

– En cualquier caso… -Traté de que la desilusión de Ferguson no me afectara-. Cuando le enseñé las fotos no se mostró muy impresionado. Más bien triste, resignado.

– ¿Sería una trampa?

– No lo sé. -Comí un bocado de pastel que tenía más grasa que el eje de un tractor. Glasgow no era una de las capitales gastronómicas del mundo-. A mí me dio esa impresión. Nada encaja. Su esposa antes era conocida por otro nombre, pero no sé cuál es el nombre verdadero y cuál es el profesional. Tampoco parece un chantaje.

Ferguson se encogió de hombros.

– Bueno, avísame si crees que ocurre algo que nosotros deberíamos saber.

Hablamos de otras cosas hasta que terminamos los pasteles y las cervezas. De hecho, Ferguson mantuvo una charla informal, o lo más informal que podía. El único asunto que se esforzaba por no mencionar era el asesinato de McGahern. Era lo único que tendría que haber surgido en la conversación, aunque sólo fuera para repetirme su advertencia anterior.



Al día siguiente fui a ver a mi médico de cabecera, quien me sacó los puntos de la parte trasera de la cabeza. Esto fue un alivio, porque los hijos de puta habían empezado a picarme. Luego me dirigí a mi oficina y fue allí donde recibí la llamada. Era una mujer joven que hablaba con algo parecido a un acento de clase media, pero el tono típico de Glasgow no dejaba de asomar una y otra vez, como un pariente indeseable y tosco que trataba de colarse en una cena formal. No me dijo su nombre, a pesar de que se lo pregunté.

– Lo único que necesita saber es que yo era amiga íntima de Tam McGahern. Sé que ha estado haciendo preguntas sobre él. Tengo una información que le será útil.

– Entonces dígamela.

– Por teléfono no. Encontrémonos junto al río, en el Broomielaw, a las diez de la noche.

– ¿Sabe una cosa? -respondí-. Nunca entiendo por qué en las películas la gente siempre dice eso y algún idiota hace caso… «Por teléfono no. Encontrémonos en persona en algún lugar aislado y oscuro donde alguien podrá partirle la cabeza con una llave para neumáticos.» ¿Por qué debería yo encontrarme con usted en un sitio tranquilo y oscuro?

– Porque las personas que están detrás de esto son peligrosas. No quiero que me vean hablando con usted.

– Tengo una idea mejor. Se llama esconderse a simple vista. Encontrémonos en la explanada principal de la Estación Central. Y no a las diez, a las nueve. Me salen arrugas si me acuesto tarde.

Comenzó a protestar, pero colgué.

La Estación Central estaba justo a la vuelta de la esquina de mi oficina, ubicada en la calle Gordon, pero decidí pasar antes por mi apartamento para refrescarme. Conduje hacia la ciudad, aparqué en la calle Argyle y caminé hasta la estación para hacer un reconocimiento adecuado.

Era temprano, cerca de las nueve menos veinte. Me quedé debajo del reloj principal de la estación, mirando el tablero de información como si estuviera planeando un viaje. Todavía había bastante gente dando vueltas. Llegó el tren de Edimburgo y una oleada de viajeros atravesaron la cavernosa estación. Luego las cosas volvieron a calmarse. Ya eran las nueve menos diez.

Percibí una silueta pequeña a mi lado. De hecho, percibí su olor antes que su silueta. Un hombre de unos cincuenta años, o veinte; su fuerte afición a la bebida hacía difícil resolver esa cuestión. Las arrugas de su cara sin lavar, donde la suciedad se había atrincherado en los pliegues, parecían dibujadas en grafito sobre una piel gris. Me miró y dejó al descubierto la ruina de sus dientes.

– ¿ Todo bien, amigo?

– Perfecto. ¿Y tú?

– Oh, ya sabes… no pué quejurme. No me sirve pa ná. ¿No te sobrn algunos peniqs?

El vagabundo hablaba con esa especie de jerga gutural glasgowiano que me había confundido endemoniadamente cuando me mudé a la ciudad. Al principio yo creía que en Glasgow había una alta proporción de habitantes nativos que hablaban en gaélico. Tardé varias semanas en darme cuenta de que en realidad era inglés.

– Déjame adivinar -repliqué-. Has perdido el dinero para el tren y querrías que yo te lo «prestara», ¿verdad? Y me «prometes» que si te doy mi dirección mañana a primera hora me mandarás un giro postal. ¿Es así?

– No. -Su sonrisa se ensanchó. Deseé que no lo hubiera hecho-. Na. No iba a decir ná de eso. Te diré exactmnt pa qué quiero la pasta: pa beber. Pdría mentrte, ¿sabes? Pero la vrdad es q' me gustaría q' me dieras algnas mnedas pa pnerme ciego.

– Admiro tu honestidad.

– Siempr la mjor poltica, amigo. Per te dré algo y no srá ningna mntira: lo q' sea q' me des, estará bien invrtido. Dame un pr de chlines y te grantizo q' de toós los q' te pidan limsna est noche en la estción, ningno pdrá mantnerse borracho tnto tiempo como yo. Por peniq invrtido, claro.

– También admiro tu discurso.

– Gracias, amigo. Soy uno de los pirnciples expertos en esto.

El reloj de la estación marcó las nueve. Volví a mirar a mi alrededor. Ninguna femme fatale rubia y misteriosa, ningún matón con las manos metidas en la chaqueta. Esperé diez minutos más: nada. Cinco minutos más y salí de la estación. Era evidente que mi cita había decidido que la Estación Central no era suficientemente romántica. Caminé por Gordon, pasé junto a una fila de taxistas que fumaban, luego seguí por Hope hasta Argyle, donde había dejado el coche.

Se me abalanzaron cuando estaba abriendo la puerta.

Había una gran furgoneta Bedford aparcada detrás de mi coche, lo que me había parecido sospechoso porque casi no había ningún otro coche aparcado en la calle Argyle. Como eso me había llamado la atención, en cierta forma esperaba algo, y los oí corriendo hacia mí desde la parte trasera de la Bedford. Cuatro, dos a cada lado. Grandes.

El primero que se acercó intentó golpearme en la cabeza con un caño de plomo. No tuve tiempo ni espacio para agacharme, así que empujé hacia delante, en su dirección, lo que aligeró la fuerza del golpe. Le clavé la rodilla en los testículos, bien fuerte. Cuando él se dobló en dos, preparé el puño y se lo incrusté en la cara. Le oí gemir y cuando caía lo agarré de la muñeca y le quité el caño. Los otros ya estaban encima de mí, así que lo balanceé para todos lados. Acerté a dos de ellos; uno, al que le di en la cara, gritó cuando le abrí la mejilla.

Tenía a dos temporalmente fuera de combate, a otro aturdido y al otro ileso. No podía ganar esta pelea, pero ellos no se la esperaban. Habían tenido la intención de secuestrarme y habían perdido el elemento sorpresa.

Alguien me pateó en la parte superior del muslo sin acertar la ingle, que era el objetivo. Recibí tres fuertes puñetazos en un costado de la cara, pero me mantuve en pie. Volví a golpear con el caño e hice contacto con una cabeza. Estaba cansándome. Recibí otro puñetazo y noté sabor a sangre. Caí contra el pavimento y empezaron a lloverme patadas. Y entonces pararon.

Oí que la Bedford aceleraba marcha atrás, luego el ruido de las marchas y su salida a toda velocidad. Oí el estridente sonido de un silbato policial y unos pies planos que corrían en mi dilección. Me levanté un poco con gran esfuerzo y pude ver la parte trasera de la furgoneta cuando giraba por la esquina de West Campbell. Un bobby joven me agarró del brazo y me ayudó a enderezarme.

– ¿Se encuentra bien?

– Estoy bien.

Escupí un pequeño charco de un viscoso color carmesí sobre el pavimento. Estaba comenzando a reunirse una pequeña multitud a mi alrededor. Un tranvía verde y naranja había salido del negro túnel de Argyle, debajo del enorme anuncio de Schweppes, a un lado de la Estación Central. Cuando pasó, los pasajeros de ese lado del vagón me miraron con la boca abierta.

– ¿De qué va todo esto?

– No tengo ni idea -dije-. Se me abalanzaron cuando estaba a punto de subir a mi coche. Tal vez querían robarlo.

El joven policía me miró con escepticismo.

– ¿Quiénes eran?

– ¿Cómo demonios quiere que lo sepa? Como le he dicho, estaba subiéndome al coche cuando se me echaron encima.

– ¿Pudo ver la matrícula de la furgoneta?

– No -mentí-. Me temo que no.

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