Capítulo seis

Tenía que hacer una visita a domicilio antes de coger el tren hacia Perth. Después de salir del hospital fui directo a mi casa, y la señora White me interceptó en la puerta. Me gustó el tono de preocupación de su voz y le dije que ya estaba fuera de peligro. Pero toda su calidez se disipó cuando vio mi mueca de dolor al quitarme el sombrero.

– ¿Con quién se ha peleado esta vez?

Su mirada era dura. Éste podría ser un momento decisivo.

– Escúcheme, señora White. Me atacaron por la espalda anoche, en medio del smog. Me pegaron en la cabeza. En el hospital quisieron analizarme por si tenía tuberculosis. Esa es la verdad; esto no está relacionado de ninguna manera con la visita de la policía de la otra vez.

– A mí me parece que usted es un imán para los problemas. -Me cogió del codo, me hizo girar bruscamente y me examinó la parte de atrás de la cabeza-. Elspeth… -llamó a su hija de doce años-, quiero que vayas a la pescadería del señor Wilson y le pidas una bolsa de hielo.

La señora White me hizo pasar a la sala y sentarme en el sillón Chesterfield de cuero mientras ella se quedaba en la cocina preparando té. Hasta entonces yo sólo había visto la sala desde la puerta, y aproveché la oportunidad para estudiarla. El difunto señor White había sido sargento naval durante la guerra y provenía de una familia razonablemente pudiente. La habitación estaba bien decorada y tenía muebles caros. Había una gran radio de nogal contra la pared pero el nuevo medio, la televisión, que había comenzado a aparecer en los hogares de poder adquisitivo más elevado, aún no había hecho sentir su presencia en esta sala. Sospeché que en un pasado reciente hubo cierta prosperidad en esa casa. Un armario de puertas de cristal albergaba algunas copas y vajilla de porcelana fina, así como una botella, medio llena, de jerez Williams and Humbert Walnut Brown. Un reloj de mármol y bronce ocupaba un lugar central sobre la repisa y estaba flanqueada por fotografías con marcos plateados estilo art-déco; la foto de una boda en pose formal, cada una de las niñas de bebés, una pareja mayor de aspecto adusto con una bonita niña a quien reconocí instantáneamente como Fiona White, en pie con gesto de incomodidad al lado de ellos.

Ella regresó con una gran jarra de té y me sirvió una generosa taza. Justo en ese momento volvió Elspeth, su hija, con una bolsa de hule. Fiona White sacó un poco de hielo y lo envolvió en un trapo, lo apretó suavemente contra mi nuca y luego me indicó que lo sostuviera en ese lugar. El dolor causado por las dos palizas empezó a disminuir. Disolvió dos cucharadas de polvo para el dolor de cabeza en un vaso de agua y lo depositó junto a mi taza de té, luego se sentó lo más lejos posible de mí, en una gran silla club de cuero blando.

– Gracias. -Mis ojos volvieron a posarse en las fotografías-. Debe de ser difícil -dije, y me arrepentí inmediatamente.

– ¿Qué? -Sus verdes ojos brillaron como el pedernal.

– Criar a las niñas usted sola, quería decir.

Estaba cavándome un agujero cada vez más profundo y a toda velocidad.

– Me las arreglo perfectamente, señor Lennox.

– Ya lo sé. No he querido decir nada de eso… Quiero decir, creo que usted lo hace de maravilla. Es sólo que imagino que no debe de ser fácil, hacerlo todo usted sola.

El pedernal siguió brillando en sus ojos. La muerte del marido de Fiona White se había perdido en un océano de estadísticas. La pérdida de un sargento sólo tenía importancia en combinación con los otros miles de marinos muertos. La finalización de su vida, en sí misma, no había significado nada para la contienda. Pero para Fiona White y sus dos hijas había sido como si el sol se apagara. El centro mismo de todo su universo había sido aniquilado. Y con esa muerte, la persona liona White también había muerto. De una manera muy similar, el niño que jugaba en las orillas del río Kennebecasis murió en alguna parte cuando la primera división del ejército canadiense arrasó y dejó muerte y destrucción, ciudades y aldeas italianas con nombres que figuraban en las guías turísticas. Los dos éramos víctimas de guerra.

– Lo siento -dije-. No debería haber…

– No, no debería -me interrumpió bruscamente-. La forma en que educo a mis hijas es asunto exclusivamente mío. -Hubo un silencio embarazoso, luego dijo-: ¿A qué se dedica usted, señor Lennox? Parece que su oficio atrae toda clase de problemas. Yo no me creo ni por un momento que ese moratón en la cabeza sea pura coincidencia.

– Se lo dije cuando solicité el apartamento. Soy agente de investigaciones. Eso significa que me pagan por averiguar cosas. Por desgracia hay personas que no quieren que ciertas cosas se averigüen.

– Entonces, ¿por qué la policía lo trató así aquella noche?

– Algunas de las personas para las que trabajo acuden a mí porque no quieren o en algunos casos no pueden recurrir a la policía, cosa que a ésta no le gusta. Soy víctima de la envidia profesional. -Sonreí, pero o bien ella no entendió la broma o prefirió no hacerlo. Decidí cambiar de tema-. Esta noche debo irme y no regresaré hasta mañana, señora White. Iré al condado de Perth. Por negocios. Sólo una noche, tal vez dos.

Cogí el vaso con el polvo disuelto y bebí el resto de la taza de té. La señora White levantó mi taza vacía pero no para volver a llenarla.

– Muy bien, señor Lennox.

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