Capítulo treinta y uno

Llueve. El mundo entero al otro lado de la ventana manchada de suciedad es gris y pesado como el plomo mojado. El viento cortante levanta puñados de lluvia y los arroja como guijarros contra el cristal, como si tratara de llamarme la atención sobre la putada que es todo ahí afuera. El sonido sordo de algún inmenso instrumento romo de uso industrial que golpea rítmicamente sobre una superficie metálica se extiende a través de la lluvia, a veces fuerte, a veces amortiguado, según el capricho del viento.

Pero mi atención está bastante enfocada hacia esta habitación. A lo largo de mi vida he tenido que dar muchas explicaciones para salir de un aprieto, pero éste los supera a todos.

Estoy apoyado contra la pared de un cuarto en el primer piso de un almacén portuario vacío. Estoy apoyado contra la pared porque dudo que pueda ponerme de pie sin algo que me sostenga. Trato de deducir si hay algún órgano vital en la parte inferior izquierda de mi abdomen, justo por encima de la cadera. Intento recordar los diagramas de anatomía de todas las enciclopedias que abrí de niño porque, si resulta que sí hay órganos vitales en esa zona, estoy bastante jodido.

Estoy apoyado contra una pared en un almacén portuario vacío tratando de recordar diagramas de anatomía y hay una mujer en el suelo, a un par de metros delante de mí. No me hace falta recordar las enciclopedias de mi niñez para saber que hay un órgano bastante vital en el cráneo, por más que parece que a mí no me ha sido de gran utilidad en las últimas cuatro semanas. En cualquier caso, la mujer del suelo es Helena Gersons y ha perdido gran parte del cráneo y la totalidad de la cara. Lo que es una pena, porque era una cara hermosa, verdaderamente hermosa. A su lado hay una gran bolsa de lona que ha caído sobre el suelo mugriento y a la que se le ha derramado la mitad de su contenido, que consiste en una cantidad ridículamente grande de billetes de banco usados y de gran valor.

Estoy apoyado contra una pared en un almacén portuario vacío con un agujero en mi costado tratando de recordar diagramas de anatomía, mientras Helena Gersons, despojada de su hermosa cara, yace en el suelo junto a una gran bolsa de dinero. Eso ya bastaría para decir que estoy metido en un buen lío, pero también está el Holandés Gordo que mira a la chica, a los tres hombres muertos, la bolsa y luego a mí. Y tiene una escopeta: la misma que le arrancó la cara a ella. De Jong da unos pasos hacia mí, levanta la escopeta y me apunta a la cabeza. Echa ambos seguros hacia atrás y aprieta los gatillos. Se oyen dos chasquidos huecos casi simultáneos.

– Mala suerte -dije-. Lillian tenía demasiada prisa para volver a cargarla. -Le apunto la automática a la cara. Él deja caer la escopeta, que produce un gran estrépito, y levanta las manos-. Qué holandés más bueno -digo con una sonrisa, pero descubro que me cuesta bastante respirar-. Ahora da dos pasos hacia atrás.

Él hace lo que le pido.

– Me temo que tu mala suerte aún no ha acabado -digo en tono de disculpa.

– ¿Qué?

Respondo su pregunta disparando las últimas tres balas de la automática en su cara. Una le revienta un ojo y él muere antes de tocar el suelo.

Miro a mi alrededor. Cinco cuerpos muertos tumbados sobre grandes y pegajosos charcos de sangre.

– Si no os molesta, creo que me sumaré a vosotros -les digo a los demás con una débil sonrisa. Me deslizo por la pared hasta que quedo en posición de sentado. Pienso en Jackie Gillespie y en cómo hablé con él hasta que se murió. Eso me habría gustado. Al menos he atrapado a McGahern, y he evitado que las armas salgan. Miro el cuerpo de Helena y me dan ganas de llorar. Lo que me escuece es que esa zorra de Lillian se haya escapado. Ella era el cerebro de la operación, después de todo. La verdad es que no creo haber obtenido realmente todas las respuestas. Lo único que no tiene ningún sentido es que, en realidad, Tam McGahern era listo. Había combatido junto a los judíos de Palestina, sabía lo duros que eran, que jamás se rendían. No encaja que él se arriesgara a hacer contrabando de armas para los árabes. Sabía adónde le llevaría eso. Y además estaba la forma en que miró a Lillian en busca de orientación. Sí, ella era el cerebro del grupo. Miré el cuerpo de McGahern.

– Tú no eres Tam, ¿verdad?

No respondió.

– No importa, Frankie.

Siento frío. Y sueño. «No está tan mal, Lennox», pienso. Cierro los ojos y espero el momento de morir.


Me enfado porque alguien trata de despertarme. Me abofetea la cara. Otra persona tira de mi ropa, en el sitio en que recibí el disparo. «Idos a la mierda y dejadme dormir.» Más bofetadas y alguien me tira de los párpados. Los abro.

– ¿Jonny? -digo débilmente a la cara grande y atractiva que está muy cerca de la mía. No puede ser Jonny Cohen. Creo estar alucinando. Alguien me está cortando la ropa. Siento un suave pinchazo cuando me clavan una aguja en el brazo.

Miro por encima del hombro de Jonny y veo a otra persona allí de pie. Decido que definitivamente estoy alucinando: ¿qué hace el actor hollywoodense Fred MacMurray en un almacén de Glasgow?

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