Capítulo quince

Tengo aversión a las comisarías. Cuando entré en la de la calle Saint Andrew recordé el fantasma del puño de un granjero en mi nuca. El sargento me miró con sospecha cuando pedí hablar con el detective inspector Ferguson. Según mi experiencia, todos los sargentos de las recepciones de las comisarías tendían a ser iguales: la mayoría eran policías de edad, cerca del final de sus carreras, o habían pasado a hacer tareas de escritorio por razones de salud. Todos tenían la misma expresión de «lo he visto todo»; parecía que el requisito para obtener esa coronita que se ponía encima de los galones era ser un cabrón cínico. Le dije a este simpaticón en particular que tenía una cita.

Jock Ferguson apareció cinco minutos después y me hizo pasar a su oficina.

– Necesito un favor, Jock. Necesito saber a nombre de quién está registrado este vehículo.

Le pasé un papelito con el número de la furgoneta Bedford. Sabía que estaba pasándome de listo. Ferguson cogió la nota y la miró.

– Me han dicho que estuviste metido en una exhibición pública la otra noche. Entiendo que esto es de la furgoneta de ese episodio, ¿es así?

Asentí.

– ¿Por qué le dijiste al policía de servicio que no tenías el número?

– Un recuerdo tardío -respondí. Ferguson no se rio-. Quería que fuese extraoficial.

– ¿Y por qué? Pensé que le habías dicho al agente que suponías que querían robar tu coche.

– Creo que está relacionado con el cuso en el que estoy trabajando.

– ¿Sabes, Lennox? Creo que ese caso es el caso McGahern. Si es así, estás a punto de buscarte un montón de problemas, te lo advierto. -El tono de Ferguson era neutral y no pude percibir ninguna amenaza en él-. ¿Has estado metiendo las narices donde no debías?

– ¿Yo? No… Ya me conoces, no soy curioso. Pero tal vez hay alguien que piensa que he tenido algo que ver por mi encuentro con Frankie McGahern. Me han dado una paliza por alguna razón, y los que lo hicieron huyeron en esa furgoneta. -Señalé con un movimiento de la cabeza el pedazo de papel con el número de la Bedford.

– De acuerdo… Lo verificaré. Dame un día.


Almorcé en un restaurante típico grasiento y poco higiénico y luego volví a la oficina. Cuando llegué, sentí el estómago un poco revuelto. Podría haber sido por los huevos que había comido, pero más probablemente se debía a que había visto a Willie Sneddon, con un traje de corte caro, y a Deditos McBride, con un traje Burton, esperándome en la puerta. Deditos me sonrió y el estómago se me revolvió un poco más.

– Estábamos por aquí -me explicó Sneddon- y se me ocurrió venir a preguntarte qué novedades había.

Abrí la puerta de mi oficina y dejé pasar a Sneddon y a Deditos delante de mí.

– No hay mucho que contar -respondí. Les ofrecí whisky pero Sneddon lo rechazó en nombre de los dos-. Pero alguien está empezando a ponerse nervioso.

Hablé a Sneddon del intento frustrado de secuestrarme en la calle Argyle.

– ¿Reconociste a alguno de ellos? -preguntó.

– No. Pero si hubiera sido obra de alguno de los otros dos Reyes, no habrían mandado a alguien que yo pudiera reconocer. De todas maneras, eso no encaja. Creo que se trata de algún grupo independiente, tal vez relacionado con las operaciones de McGahern, aunque yo sospecho que hay una banda nueva en la ciudad. Estos tíos eran grandes y entusiastas, pero verdaderamente torpes. Inexpertos.

– Fuera quien fuese, trataban de asustarte para que abandonaras la investigación.

Sneddon llevaba un traje cruzado de mohair similar al que vestía Martillo Murphy la última vez que le había visto. Metió la mano en el bolsillo de la chaqueta y por un momento pensé que sacaría un arma. En cambio, sacó una cigarrera de oro. Un arma probablemente habría pesado menos. Encendió un cigarrillo.

– No, querían algo más. Trataron de llevarme a la calle. Tal vez estaban tan interesados en lo que yo podía decirles como yo en lo que ellos pudieran decirme a mí. O podría ser que se tratara de un viaje estrictamente de ida.

– Eso es lo que pensé -replicó Sneddon. Dejó caer ceniza sobre el suelo de mi oficina-. Por eso le he indicado a Deditos que te siguiera. Por protección.

– Puedo cuidarme solo, señor Sneddon.

– No es una oferta, es una orden. -La expresión de Sneddon se oscureció-. Ya se sabe que trabajas para mí, aunque sea temporalmente. Nadie se mete con alguien que trabaja para mí. Si lo dejo pasar, estaré transmitiendo una señal equivocada. Por lo que sabemos, podría haber sido ese feniano malnacido, Murphy, tratando de ver hasta dónde puede llegar. De ahora en adelante, Deditos va a cubrirte las espaldas. -Sneddon se puso de pie para irse. Deditos no-. Pero escucha con atención, Lennox. Si me entero de que has tratado de sacártelo de encima o de escapar, entonces le diré que te recorte los deditos de los pies. ¿Me has oído?

– En ese caso, renuncio. -Saqué de la cartera los billetes que Sneddon me había dado y se los pasé-. Aquí está todo su dinero. No puedo trabajar como usted quiere. Yo hablo con toda clase de personas que saldrían corriendo ante la mera de idea de que cualquiera, especialmente Deditos, se enterara de que son mis contactos. Usted me contrató porque soy independiente, porque sabe que si compra mi lealtad por un corto tiempo, la compra completamente. Agradezco su interés en mi bienestar, pero lo que hago es un negocio arriesgado y me cuido solo.

Sneddon me observó con furia, con la mirada de un tipo duro. No cogió el dinero, así que lo dejé sobre el escritorio para que se lo llevase de allí. Nos quedamos los tres de pie. Deditos ya no sonreía, lo que era preocupante. Sentí que los dedos de mi pie se retorcían involuntariamente dentro de los zapatos.

– Como quieras, Lennox. -Recogió el dinero y volvió a entregármelo-. Es tu pellejo.

Hubo una pausa. Hablé más que nada para romper el silencio.

– Otra cosa: he recibido la llave que usted me mandó. ¿Qué significado tiene?

Sneddon me miró un momento sin entender.

– ¿De qué carajo hablas?

Saqué la llave del cajón del escritorio donde la había guardado y se la pasé. Seguía teniendo la etiqueta con la dirección de Milngavie.

– Yo no te he mandado esto -dijo Sneddon.

Me arrepentí de habérselo mencionado. Había supuesto que había sido Sneddon, pero podría haber sido Jonny Cohen o incluso Martillo Murphy.

– Me equivoqué. -Extendí la mano para coger la llave pero Sneddon seguía examinando la etiqueta con la dirección.

– Creo que sé de dónde podría ser esta llave. Tam McGahern vivía con su hermano en un piso del West End, al que es imposible acercarse porque sigue infestado de policías. Pero corrió el rumor de que Tam había comprado un par de residencias más hace unos meses, y uno de ellos era una casa en Milngavie. Según me contaron, era como inversión. Él pensaba alquilarla o venderla por un precio superior.

– Lo verificaré -dije. Miré a Deditos, que seguía sin sonreír. Luego volví a Sneddon-. ¿Está claro entonces que yo trabajo solo en esto, señor Sneddon?

– ¿No es lo que acabo de decir, mierda? -dijo, allí de pie-. Pero mantenme completamente informado de todos tus progresos, Lennox. O juro por Dios que le diré a Deditos que me haga un collar con los dedos de tus pies.



Milngavie y Bearsden estaban ubicados el uno junto al otro en el lado norte del Clyde, y ambos vecindarios habían subido varios peldaños en la escala social de Glasgow. Pero Milngavie, un nombre que los locales, extrañamente, pronunciaban Millguy con un estrafalario orgullo defensivo, seguía estando un escalón más abajo que el barrio vecino, lo que provocaba bastantes resentimientos.

Esperé hasta la última hora de la tarde para dirigirme al domicilio que figuraba en la etiqueta de la llave. Se trataba de una de las numerosas y anónimas casas de una planta que se habían construido veinte años antes. Si Tam McGahern tenía la intención de que aquélla fuera su residencia, entonces la modestia de esa casa podía leerse como una declaración comparativa de su nivel dentro de la jerarquía del crimen de Glasgow; a diferencia de la modernidad de diseño arquitectónico de la casa de Jonny Cohen en Newton Mearns y del falso estilo nobiliario de Willie Sneddon, esto era humilde de veras. Era difícil imaginar a un vistoso delincuente en medio de esta banalidad suburbana.

Aparqué al otro lado de la calle, un poco más atrás que la casa, y la observé un rato. El crepúsculo se convirtió en oscuridad y algunas luces comenzaron a encenderse en las ventanas de los vecinos, pero la casa permaneció a oscuras. Aguardé diez minutos más antes de dejar el coche donde estaba y cruzar hasta allí. Había una verja de hierro forjado que protestó con un chirrido cuando la abrí, pero las casas vecinas estaban demasiado lejos para oírlo. Avancé rápido por el sendero que atravesaba un jardín cuidado y metí la llave Chubb en la cerradura. Encajaba. Pasé a la penumbra del vestíbulo.

Lo primero que hice fue recorrer la casa, correr todas las cortinas y encender las luces de cada habitación. Había traído una linterna, pero no hay nada más seguro para atraer la atención de la policía que la denuncia de la luz de una linterna en una casa con las luces apagadas.

El sitio me sorprendió. Estaba claro que no era una propiedad adquirida como inversión: había objetos personales de Tam McGahern por todas partes. La policía no sabía de la existencia de esa casa; nadie se había enterado de que Tam se había construido un pequeño nido lejos del piso que compartía con su hermano. Bueno, prácticamente nadie: el que me había mandado la llave sí que lo sabía.

Los muebles eran modestos y de buen gusto, no lo que uno habría esperado de un matón criado en los Gorbals, y durante un momento empecé a dudar de que se tratara realmente de la casa de McGahern. Pero sí lo era. En el dormitorio principal había un gran armario de nogal lleno de esa clase de trajes a medida exclusivos que sólo usan las estrellas de cine y los criminales. Uno de los cajones del escritorio estaba lleno de billetes; ingresos escamoteados a banqueros o recaudadores de impuestos.

También había una fila de fotografías en la repisa de la sala. Tam con su madre, Tam con Frankie y su madre. En todas las fotografías aparecía el próspero Tam de la posguerra salvo en una; en ella había un Tam más joven y bronceado con el uniforme de las Ratas del Desierto y galones de sargento en sus mangas color caqui, sonriendo de pie junto a otros hombres bajo un sol radiante que definitivamente no era escocés. En el fondo se veía un vehículo militar sucio de arena. Había cinco hombres en el grupo. Tres parecían extranjeros, de piel más oscura. Saqué una navaja de bolsillo, abrí la parte de atrás del marco, extraje la foto de la época de la guerra y me la guardé. Antes de hacerlo, eché un vistazo a la parte de atrás. Había una sola palabra allí escrita: Gideon.

También liberé el cajón del escritorio de su carga y conté por encima los fajos de billetes sujetados con bandas elásticas mientras me los guardaba en los bolsillos de la chaqueta. Calculé que habría más de seiscientas libras. Quien me había mandado la llave podía saber del dinero, o no. Si lo sabía y tenía algún derecho previo sobre él, entonces yo lo mantendría a buen recaudo para entregárselo, como un objeto perdido y recuperado, podría decirse. Pero todos estaban dividiéndose la tarta del diminuto imperio de Tam McGahern, y éste podría ser mi pedacito.

Mientras recorría el resto de la casa de Tam McGahern percibí varias anomalías. Algunas cosas eran típicas de alguien como él, otras no. Como los libros, varias docenas, y nada de libros de bolsillo de literatura barata. Al parecer, a McGahern le interesaba la historia; un par de los volúmenes que podían verse en la estantería eran pesadísimos tomos académicos. Otros eran ediciones de clubes de libros. Había un atlas mundial, y otro exclusivamente de Oriente Medio.

Recordé lo que había oído sobre los comentarios del psicólogo del ejército respecto de la inteligencia de Tam. Todas las evidencias estaban a mi alrededor. Tendría que haber bastado para mantenerlo con vida, pero el matasanos de la cárcel también había detectado la furia psicótica de Tam. En él, el impulso siempre triunfaba sobre la razón. Su propia furia lo había matado. Más aún, lo había matado alguien que había calculado que podía contar con que esa furia sería más fuerte que su raciocinio.

Me dio la impresión de que ése era un espacio privado, un lugar en el que McGahern pasaba el tiempo a solas. Era la única razón que podía explicar por qué cuando follaba lo hacía en aquel sórdido hotel encima del bar Highlander. Si había algún secreto escondido, estaría en esa casa. Volví a recorrerla y apagué todas las luces excepto la de la cocina. Pensaba examinarla habitación por habitación y no convenía anunciar mi presencia más de lo necesario. Saqué un cuchillo de mango grueso del cajón de la cocina y atravesé el suelo apoyándome sobre las manos y las rodillas, dándole golpecitos al linóleo con el mango. Era sólido. Revisé cada armario y cada cajón y examiné las paredes en busca de algún recoveco oculto. Nada.

Tardé toda una hora en encontrarlo, en el cuarto de baño. La bañera era nueva, adosada, y una de las paredes había sido alicatada recientemente por una persona experimentada. Ésa fue la razón por la que me llamó la atención un reborde irregular de cemento a lo largo de la parte inferior de dos de los azulejos. Utilicé el cuchillo de cortar pan para separarlos y metí la mano en el espacio vacío debajo de la bañera. Después de tantear y raspar un poco, mis dedos se cerraron en torno a una bolsa de tela sujeta con un cordón. La saqué y la abrí. Bingo.

La bolsa medía unos sesenta centímetros cuadrados y estaba muy abultada. Volqué su contenido en el suelo de linóleo del baño: era el equivalente criminal de una balsa salvavidas; la vía de escape de cualquier emergencia. Muy impresionante, demasiado para un pillo de poca monta de Glasgow. Si a Tam le salían mal las cosas todo lo que necesitaba para desaparecer de manera limpia y total estaba guardado en esa bolsa de lona. Pero se hundió más rápido que el Titanio y no tuvo la oportunidad de utilizar ese equipo de escape tan cuidadosamente organizado. Había dinero, una libreta y tres pasaportes: uno británico y dos americanos. Si no fuera porque en todos estaba la fotografía de Tam McGahern encima de nombres falsos, me habría sido imposible saber que no eran verdaderos. En todos los otros aspectos parecían perfectamente genuinos.

Para obtener esa clase de falsificaciones hacía falta un montón de dinero, tiempo y la clase de contactos que no podía imaginar que Tam tuviera. Conté los dólares estadounidenses: dos mil en total, en rollos apretados y atados con bandas elásticas. Recordé que McNab me había preguntado si sabía qué había ocurrido con el dinero que había desaparecido cuando asesinaron a Tam. No podía ser éste. Era una buena cantidad, pero no tan grande como para que McNab me torturara físicamente para averiguarlo. De todas maneras, era más que suficiente para llegar al otro lado del mundo. O, dada la presencia de un pasaporte falso de Estados Unidos, más probablemente al otro lado del Atlántico.

Con mucho cuidado volví a armar los rollos de dinero y los sujeté con las gomas elásticas. Me los guardé en el bolsillo de la chaqueta, para hacerles compañía a las seiscientas libras. Después de todo, yo también podría necesitar una balsa salvavidas en el futuro. Parecía que tendría que ahuecar otro volumen de la obra de H. G. Wells.

Después de tomar nota de los nombres falsos, limpié los pasaportes con un pañuelo antes de volver a guardarlos en la bolsa, que metí de nuevo debajo de la bañera; me pareció que lo mejor sería dejar algo para que lo encontrara algún posible visitante posterior. La libreta la conservé. Tenía una lista de iniciales y números cuyo significado no descubrí en un primer análisis, y por ello quise guardarla para revisarla más tarde con tiempo. Volví a poner los azulejos en su sitio, apagué todas las luces y bajé al piso de abajo a oscuras. Justo había introducido la llave Chubb en la cerradura cuando lo oí. El chirrido de protesta de la verja, al final del jardín de Tam McGahern.

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