Capítulo diecinueve

Glasgow bien podía ser la Segunda Ciudad del Imperio, pero Edimburgo, mucho más pequeña, era la capital de Escocia. Sus habitantes la llamaban «la Atenas del norte», seguramente porque ninguno de ellos había visto la verdadera Atenas. Si Glasgow podía describirse como una ciudad negra, Edimburgo era gris. Edificios grises y gente gris. También era la ciudad de mayor influencia inglesa de Escocia, lo que podía ser la razón por la que sus residentes eran los más anglófobos que podían encontrarse; lo que uno más odia es aquello que más quiere ser pero no es.

Cuando el tren se detuvo en la estación Waverley me recibió un estandarte que anunciaba Ceud Mille Failte, lo que, según me habían dicho, en gaélico quería decir «Cien mil veces bienvenidos». Después de haberme familiarizado un poco con la personalidad de Edimburgo, habría supuesto que esas palabras significarían «Vete a la mierda, inglés hijo de puta».

Pero la ira de Edimburgo no tenía como objetivo sólo a los ingleses. La rivalidad entre las dos ciudades principales de Escocia era grande y llena de maldad. Las diferencias culturales entre Glasgow y Edimburgo se consideraban muy importantes. En Glasgow llamaban a los niños weans y en Edimburgo bairns; en Edimburgo acompañaban su pescado frito y sus patatas con sal y salsa, mientras que en Glasgow lo hacían con sal y vinagre. Los glasgowianos terminaban sus oraciones con la coletilla «pero», algo completamente inexplicable, pero en Edimburgo lo hacían con el interrogativo «¿eh?».

A veces el caleidoscopio cultural de Escocia terminaba mareándome.

Cogí un taxi de la fila hasta el castillo de Edimburgo y me bajé en la Explanada. El rígido y pequeño cabo que hacía guardia se negaba a dejarme pasar a las barracas, hasta que le informé de que yo era el capitán Lennox y que venía a ver al capitán Jeffrey. Me dirigió hacia la oficina principal y cuando llegué Rufus Mafeking Jeffrey estaba esperándome, sin gorra y vestido de civil. Yo le había puesto el sobrenombre de Mafeking años atrás, lo que a él le molestaba, aunque no tenía idea de a qué se debía ese apelativo. Era un tipo larguirucho y desgarbado, de un pelo rubio rizado que estaba dando lugar a una calvicie incipiente. Me di cuenta de que no estaba especialmente contento de verme y, para ser honesto, a mí nunca me hacía muy feliz encontrarme otra vez en un ámbito militar, aunque fuera el castillo de Edimburgo y rodeado de sus soldaditos de chocolate.

– Se me ha ocurrido que podríamos ir a tomar una cerveza a la Royal Mile, si te parece bien, colega. -La sonrisa de Jeffrey era tan auténtica como su falso acento inglés de clase alta, que había obtenido por cortesía de un internado privado de Edimburgo.

Un sargento de la Policía Militar marchó con su gorra roja a nuestro lado y entró en la oficina. Me trajo recuerdos desagradables.

– Claro -dije, y bajamos por la Explanada.


Nos sentamos en un rincón del pub. La débil luz de marzo que entraba por la ventana atravesaba una atmósfera cargada de humo azul y formaba un halo en torno al pelo rubio y rizado de Mafeking Jeffrey. Charlamos un poco sobre el tiempo que había transcurrido desde nuestro último encuentro. Era una conversación lo más trivial posible; la verdad era que a ninguno de los dos le importaba una mierda lo que había ocurrido en la vida del otro. Jeffrey no me caía bien y yo a él tampoco, pero él me debía un favor porque en cierta ocasión yo le había sacado las castañas del fuego. Tenía bastantes razones para estarme agradecido. La gratitud es, de lejos, el mejor cimiento sobre el que construir un verdadero odio.

– ¿Tienes la fotografía que mencionas? -me pidió en un tono bastante amable. Se la pasé por encima de la mesa del pub-. Gideon… -Leyó la parte de atrás-. Eso sí sé lo que es. Y he revisado los antecedentes de este sargento McGahern. Tal vez empezó su carrera militar como Rata del Desierto, pero no la terminó así. Al parecer este sargento McGahern era un hombre de… ¿cómo decirlo?… talentos «particulares».

– Un asesino por naturaleza.

– Por lo menos. Pero al parecer también era un muy buen estratega y tenía una capacidad natural de mando. Como tú sabes bien, Lennox, nuestro último pequeño conflicto europeo requirió algunas innovaciones. ¿Has oído hablar del SAS?

– Por supuesto.

El tono condescendiente de Jeffrey me irritaba terriblemente, al igual que su falso acento. Él pertenecía a esa clase de británicos del norte de Edimburgo que llevaban kilts en las «Noches de Burns», las celebraciones en homenaje al poeta Robert Burns y en las danzas escocesas y en la Reel Society, pero al mismo tiempo se esforzaban por extirpar cualquier resabio escocés de su acento.

– Como ya sabes, el SAS se estableció para realizar misiones especiales tras las líneas enemigas: asesinatos, etcétera. Pero no fue algo tan innovador como parecía. Hubo un antecedente creado por el viejo loco de Orde Wingate, el que también formó a los Chindits.

– ¿Gideon?

– La Fuerza Gideon. Operaba en Abisinia. Era una fuerza de élite y estaba formada por una mezcla muy rara… británicos, abisinios, sudaneses y moishes.

– ¿Judíos?

– Ajá. Extraño, ¿verdad? A mí no me interesan pero al parecer Wingate siempre ha sido un gran defensor de la idea de que nuestros amigos judíos establecieran un Estado en Palestina. Él estuvo metido en toda clase de chanchullos en el territorio que ahora llamamos Israel.

– ¿Y esto qué tiene que ver con McGahern? -pregunté-. Entiendo que era miembro de la Fuerza Gideon, ¿no?

– En los años cuarenta y tres y cuarenta y cuatro, según lo que he podido averiguar fisgoneando en los archivos oficiales y en los rumores que he oído. Realmente me debes una, colega.

– No creo que ya estemos del todo en paz, colega. -Le ofrecí un cigarrillo para que no sonara tan agresivo.

– En cualquier caso -dijo Jeffrey mientras se inclinaba sobre el encendedor con que le encendí el cigarrillo-, tu sargento McGahern era miembro de Gideon. Pero se hizo muy amigo de los chicos judíos.

Era bueno saber que el pequeño asunto de seis millones de muertos no había hecho nada para apaciguar el antisemitismo de Jeffrey. Pensé en Jonny Cohen, que había combatido en una guerra más dura y más real que ese mierda, en pleno centro de Belsen. Sentí la apremiante necesidad de abofetear a Jeffrey. Pero no dije nada y esperé a que continuara.

– Y aquí llegamos a este antecedente del SAS. Cuando las cosas se salieron de madre con los árabes en Palestina, del treinta y seis al treinta y nueve, Wingate formó una unidad llamada SNS. Al parecer las iniciales corresponden a Special Night Squads, Escuadrones Nocturnos Especiales. Eran increíblemente despiadados, alentados por Wingate. Hacían incursiones en aldeas árabes y entre grupos terroristas. Según los rumores, de cada diez prisioneros que cogían, mataban a uno pour encourager les autres, por así decirlo. ¿Conoces a ese general israelí? Ya sabes, el ghaffir del parche en el ojo.

– Moshe Dayan. Creo que no te será difícil darte cuenta de que ese ghaffir es mucho más soldado que lo que tú serás jamás, Jeffrey.

Dayan había dirigido el ejército israelí con una eficacia devastadora en la Guerra Árabe de cuatro años antes. El único riesgo de sufrir una herida de guerra que había corrido Jeffrey era el de cortarse con papel.

– Bueno, él aprendió a combatir de nosotros. Dayan era de los SNS. Wingate escogió a judíos que hubieran formado parte de la Hagganah y de la Policía de los Asentamientos Judíos para que sirvieran en los Escuadrones Nocturnos Especiales y luego unos cuantos miembros de los SNS pasaron a formar parte de Gideon.

Durante un momento Jeffrey pareció distraerse. Seguí su mirada hasta un joven delgado y afeminado que estaba junto a la barra, de no más de veinte años, con un barato traje de sarga de sargento y con el cuello abierto de la camisa encima de las solapas. El joven miró sin expresión alguna a Jeffrey y luego apartó la mirada. Jeffrey volvió a prestarme atención. El problema de siempre.

Las predilecciones de Jeffrey eran la razón del sobrenombre que yo le había puesto. El jamás había deducido por qué yo lo llamaba Mafeking: era porque cada tanto necesitaba que unos soldados jóvenes lo liberaran. [4]

Esas inclinaciones, sin duda cultivadas en las travesuras nocturnas que habrían tenido lugar en los dormitorios de su internado, habían metido a Jeffrey en un serio aprieto del cual yo lo había sacado: un lío con un bonito cadete de dieciocho años. Había sido una trampa desde el principio, y Jeffrey pasó a ser víctima de un chantaje. A mí la gente de su calaña no me caía bien, pero él era lo que era, y no me gustaba que jodieran a alguien por causa de algo que no podía evitar.

Además, para ser honesto, Jeffrey tenía toda clase de contactos en la burocracia del ejército que me resultaron de utilidad hacia el final de mi carrera militar y, como estaba demostrándolo en este momento, también más tarde. De modo que yo visité al chico bonito y le demostré lo fácil que sería para mí convertirlo en un chico nada bonito. El mariquita me entregó las fotografías y los negativos y renunció a seguir presionando a Jeffrey. Por alguna u otra razón, nunca llegué a devolvérselos a Jeffrey. Ni a destruirlos.

– ¿Has averiguado algo más sobre los otros hombres de la foto? -le pregunté.

– Me temo que nada seguro, aunque sí he encontrado algunos nombres. Había un wallah que quedó bastante maltrecho. He subrayado su nombre… -Jeffrey arrancó una página de su cuaderno y me la pasó por encima de la mesa. Sus ojos iban y venían del muchachito de la barra.

Miré los nombres. El primero que me llamó la atención fue el del superior de McGahern: capitán James Wallace.

– William Pattison -leí el nombre que Jeffrey había subrayado.

– Soldado de primera, según los registros -dijo Jeffrey-. Al parecer quedó muy malherido. Me pareció que podría ser un lugar por donde empezar, porque sé dónde puedes encontrarlo.

– ¿Ah, sí?

– Sí… Me habría resultado arriesgado tratar de conseguir las direcciones donde se mandan las pensiones de los otros, pero en el expediente de Pattison figuraba que después de enviarlo de vuelta del frente lo internaron en la residencia Levendale House.

– ¿Aún sigue allí? -Yo conocía la residencia Levendale House, había oído hablar de ella. Era un asilo para ex combatientes discapacitados.

– Eso no lo sé, colega, pero supongo que sí. Quiero decir, los que entran en esa clase de sitios por lo general no salen.

– ¿Averiguaste algo más sobre la Fuerza Gideon? ¿O sobre Tam McGahern?

– No mucho. Algunas de esas cosas son bastante secretas todavía. Además, para ser franco, ese sargento McGahern no se mezclaba en los mismos círculos, por así decirlo. Era sargento y venía de la clase trabajadora de Glasgow. Y un come-caballa, por lo que creo.

Fruncí el ceño.

– Un católico, hombre, de los que comen pescado los viernes. Pero parecía un buen soldado. ¿Dices que está muerto?

– Muy muerto. ¿Sabes si combatió en algún lugar en particular en Oriente Medio? ¿Antes o después de Abisinia?

– Me temo que no. Por lo general las Ratas del Desierto vieron mucha acción en el norte de África, pero no tengo detalles de sus destinos. Debo decirte que he investigado todo lo que he podido, Lennox. Si insisto un poco más empezarán a hacer preguntas y esa clase de cosas.

Mientras hablaba, sus ojos siguieron al joven, que se dirigía al pasillo detrás de la barra.

– De acuerdo -dije-. Gracias.

– Si me disculpas, colega. Siento la llamada de la naturaleza…

Jeffrey se puso de pie. Me despedí de él y vi cómo avanzaba hacia el lavabo donde se había metido el joven marica.


A diferencia de Glasgow no había metro en Edimburgo, así que después de dejar a Jeffrey con su sórdido asunto en el lavabo caminé por la Royal Mile.

El cielo de marzo era luminoso, como suele ocurrir con frecuencia en Edimburgo, pero fresco y sin alegría, como también sucede allí. El castillo, rodeado apretadamente por el puño cerrado de la ciudad, sobresalía en medio de ese estéril cielo azul. Edimburgo se divide básicamente en la Ciudad Vieja medieval y la Ciudad Nueva georgiana, separadas por los jardines de la calle Princes y la estación Waverley. Bajé por The Mound, la colina artificial creada en el siglo XIX, en dirección a la calle Princes y la Ciudad Nueva, que estaba más allá, pero abandoné mi idea previa de hacer todo el camino a pie y en cambio llamé a un taxi que pasaba. El taxista, que hasta ese momento parecía apesadumbrado, sonrió con sorna cuando le di la dirección a la que quería ir, en St Bernard's Crescent.

Edimburgo es una ciudad afectada y con pretensiones de superioridad moral y a mí, como forastero, siempre me pareció el contrapunto de Glasgow. Tal vez ésta tuviera el corazón negro, pero además de negro era un corazón cálido. Edimburgo era puro remilgo presbiteriano y esnobismo sin ninguna base real; o, como les gustaba decir a los de Glasgow, puro abrigo de piel y nada de bragas. En realidad, esa descripción no podría haber sido más adecuada para el domicilio al que me dirigía. A pesar de la reputación de Glasgow de ser una ciudad llena de grandes bebedores, hombres duros y mujeres más duras, la capital de los crímenes sexuales, la pornografía y la prostitución de Escocia era Edimburgo. Muchas cosas oscuras tenían lugar detrás de esas agitadas cortinas de redecilla.

St Bernard's Crescent estaba en el centro del área de Srockbridge, un semicírculo de casas bajas de piedra arenisca de estilo georgiano que daban a un pequeño parque lleno de árboles. La mayoría de esas residencias tenían tres plantas sobre el nivel de la calle y un sótano con ventanas que miraban hacia arriba tras unas verjas de hierro forjado. Esta disposición era importante en la casa que yo iba a visitar; se decía que cuanto más alto era el piso al que acudías, más caro pagabas.

Los taxistas de Edimburgo son famosos por tener la alegría de vivir de un sepulturero deprimido, y éste en particular se mantuvo en silencio durante todo el trayecto. Se las arregló, de todas maneras, para repetir su expresión socarrona cuando aparqué delante de la dirección que le había dado, en la calle St. Bernard, y me dijo cuánto le debía. Por lo general yo dejaba buenas propinas a los taxistas, en especial en Londres o Glasgow, donde era frecuente tener la mejor conversación del día en el asiento de atrás de un taxi. En este caso le di las monedas exactas y ni un penique de más. Mi intencionada mezquindad no tuvo ningún efecto; al parecer el taxista no se dio cuenta o no le importó. Estábamos en Edimburgo, después de todo.

La casa se veía igual que todas las otras de ese semicírculo; en realidad, la pintura de la puerta y de las ventanas parecía más reciente, y los escalones mejor barridos que los de sus vecinas. La joven que me recibió iba sobriamente ataviada con una chaqueta de sarga azul, una falda tubo y una blusa blanca. Me preguntó si tenía una cita y le expliqué que no estaba allí por negocios, sino que era amigo de la señora Gersons. Ella sonrió y me hizo pasar a un cuarto pequeño parecido a una oficina que estaba a un lado del vestíbulo. Cuando pasé por el salón percibí el buen gusto y el alto coste de la decoración que había puesto Helena. No me sorprendió: Helena Gersons era una dama sofisticada y elegante. Sí, sin duda en Edimburgo los prostíbulos tenían más clase, pensé mientras hacía una rápida comparación mental con el burdel de Arthur Parks de Glasgow.

Yo era un cínico hijo de puta, lo admito. Las cosas que había visto, las cosas que había hecho, me habían convertido en alguien que no me gustaba y mi manera de lidiar con ello con frecuencia consistía en saludar cada nuevo día con una sonrisa burlona o con un chiste a expensas de alguien. Tal vez simplemente me estaba aclimatando; aquí las actitudes eran diferentes. En Estados Unidos y en Canadá saludábamos la llegada de cada día con «¡Otro día, otro dólar!». En Glasgow el lema era «Un día nuevo, la misma mierda». Fuera lo que fuese lo que ocurría a mi alrededor, por lo general yo era demasiado cínico como para que me importara un carajo.

Sin embargo, cuando Helena Gersons entró en la oficina sentí como si alguien me hubiera dado un puñetazo en el estómago, lo que, como estaba justo entre el corazón y la ingle, era apropiado. Helena Gersons era quizá la mujer más hermosa que había conocido. Ese día iba vestida con un traje gris a medida que abrazaba su silueta de una manera que lo ponía a uno celoso. Tenía el pelo negro, negro como las alas de un cuervo, y resplandeciente, y sujeto detrás de la cabeza para dejar al descubierto su grácil cuello. Tenía ojos oscuros y cejas arqueadas y sus carnosos labios estaban pintados de rojo subido. Me sonrió, pero con un poco de tristeza.

– Lennox… -dijo en un acento más inglés que escocés y teñido de un débil hálito europeo-. Pensé que jamás volvería a verte.

– El mundo es un pañuelo, Helena. ¿Cómo estás?

Ella hizo un gesto con la mano abierta señalando la arquitectura georgiana que nos rodeaba.

– No me refiero a los negocios. Me refiero a ti. ¿Cómo te encuentras?

– Me encuentro bien. Pero seamos honestos; si estuvieras tan interesado en mi estado mental o en mi bienestar habría recibido noticias tuyas hace mucho tiempo. -Frunció el ceño-. Lo siento, ese comentario ha sido inadecuado.

– Tal vez no.

Puse mi sombrero sobre el escritorio. Helena echó unos cubitos de hielo en un vaso de cristal de aspecto caro y me sirvió un Canadian Club sin preguntarme. Luego se sirvió un escocés para ella y yo esperé a que se sentara y cruzara sus largas piernas envueltas en seda antes de ubicarme en la silla opuesta.

– Ahora soy ciudadana británica. -Aceptó el cigarrillo que le ofrecí-. Ya no soy una expatriada, tengo algo así como una nueva patria. Aunque entré justo en el último momento. La policía hizo un informe sobre esta pequeña empresa que tengo aquí y deberían haberme deportado como extranjera indeseable. Pero afortunadamente el trámite se demoró por alguna razón.

Lancé una risita cínica. Helena Gersons tenía mucha influencia sobre un montón de gente entre la clase dirigente de Edimburgo. Tipos que podían tirar de hilos y a quienes, en alguna u otra ocasión, les habían movido sus propios hilos entre estas elegantes paredes georgianas.

– ¿De modo que los negocios van bien? -pregunté.

– Pasablemente bien… Siempre está más tranquilo en esta época del año, a menos que llegue algún barco. La época de mayor trabajo es durante el Festival. -Se rio y dejó al descubierto unos perfectos dientes de porcelana-. Y, por supuesto, cuando la Asamblea General de la Iglesia de Escocia está en la ciudad. Es habitual que las chicas tengan que esforzarse para lidiar con tanto fervor religioso.

Yo también me reí. Una vez más noté el tono anglicano de su acento y su gramática perfecta. Apenas quedaba una insinuación de la Viena que había dejado atrás, cuando era poco más que una niña, en el año treinta y seis.

– ¿Nunca piensas en volver? A Austria, quiero decir.

– Yo ya no soy esa persona -respondió, y me sorprendió, no por primera vez, con una declaración que yo podría haber hecho sobre mí mismo. Era bueno volver a mirar a Helena, volver a hablar con ella. En otra época, unos cuantos años antes, habíamos hablado mucho. Toda la noche, en voz baja, a oscuras-. Y en cualquier caso, Austria sigue siendo un verdadero desastre; Dios sabe que podría tirar para cualquier lado y tal vez terminar como un estado satélite de Rusia. Además, las personas como yo les damos vergüenza. Les recordamos sus pecados del pasado. -Sus ojos se endurecieron-. ¿Qué quieres, Lennox?

– ¿Es tan obvio que quiero algo?

– Siempre has querido algo.

– Los dos hemos sido siempre así. Somos de la misma clase, Helena. De todas maneras tienes razón, al menos en parte. Pensé que tal vez conocerías a alguien que estoy investigando. Pero no es ése el único motivo por el que he venido. Lo cierto es que quería verte.

Ella arqueó una ceja.

– Supongo que en cualquier caso tenías que pasar por esta ciudad.

– Hay una chica… -dije, haciendo caso omiso de la exactitud de su acusación-. Tiene un pasado de profesional. Ha chantajeado a un cliente mío, pero no estoy seguro de en qué manera.

Le pasé la fotografía.

– ¿Por qué no le preguntas a él cómo le chantajea, si es tu cliente?

– Él ya no recibe visitas. De ninguna clase.

– ¿Está muerto? -Frunció los labios y examinó la fotografía con más atención.

– Muy muerto. Un accidente apañado, me parece a mí. Y esta señorita tiene algo que ver. Se hace llamar Lillian, pero también usaba el nombre de Sally Blane. Hizo algunas películas pornográficas.

La forma en que Helena observaba la fotografía, con una arruga en el entrecejo, daba la impresión de que estaba contemplando un rompecabezas al que le faltaba una pieza. Levantó la mirada con el ceño todavía fruncido.

– Yo conocí a Sally Blane. No muy bien, pero hizo algunos turnos aquí. Me dijeron que se había mudado a Glasgow.

– ¿Es la de la foto?

– Podría ser… Quiero decir, se le parece y no se le parece. Sé que eso no tiene sentido, pero la cara es diferente. Es la misma, pero diferente. Pero como ya te he dicho, no la conocía bien. Siempre tuvo buenos clientes cuando trabajaba aquí; era una chica de alto nivel, ya sabes. Precio más alto, ingresos más altos.

– Pero no duró mucho aquí, ¿verdad?

– No. Me dio la sensación de que estaba creando su propia cartera de clientes, quedándose con parte del negocio. -Helena volvió a fruncir el ceño de una manera bellísima-. Un momento, me he acordado de otra cosa. En los últimos tiempos a veces venía a buscarla un hombre a la salida del trabajo. No era un cliente. Un novio, tal vez, o un chulo. Parecía mal tipo.

– ¿Qué aspecto tenía?

– Un matón pequeñito y fibroso. Ropa cara y coche vistoso, pero que no encajaban con el rostro, ¿entiendes?

– Te entiendo perfectamente -dije, y pensé en un traje de Savile Row colgando en la percha equivocada-. ¿Hubo problemas alguna vez? Me refiero con el novio de Glasgow. Si es quien yo creo, siempre trataba de meterse por la fuerza en los negocios de otros.

– No, ningún problema. Nunca tenemos problemas aquí. Yo no utilizo a tipos duros para que me protejan y no dejo que ningún gánster me maltrate. No tengo personal de seguridad porque la mitad del tiempo hay un miembro de la policía local en algún lugar del edificio.

– Es bueno tener a un agente de patrulla. -Extendí la mano para coger la fotografía pero Helena seguía estudiándola.

– Qué extraño. No la recuerdo así. ¿Hay alguna posibilidad de que fuera su hermana? Supe que tenía una, pero nunca la conocí.

– Supongo que podría ser. Últimamente me he topado con una ristra de hermanos que cambian de identidad. -Volví a coger la foto. No había duda de que la cara era la misma que la de Lillian/Sally en la película pornográfica, pero ésta era la segunda vez que alguien había tenido una reacción similar al mirar esa fotografía-. Tenía una amiga que se hacía llamar Margot Taylor que hasta podría haber sido la hermana. Trabajaba para Arthur Parks en Glasgow e intentaba hacer lo mismo, ya sabes, montarse su propio negocio. Pero Parks no se mostró tan comprensivo como tú. Por lo que sé, le dieron una buena paliza y la echaron a la calle.

– Lo siento, el nombre no me suena de nada.

Helena le dio un sorbo a su escocés con el vaso sostenido por sus dedos largos, delgados y de uñas carmesí. Había sido pianista en otra época. Según los rumores, a veces tocaba el piano para sus «huéspedes», que quedaban asombrados al oír piezas de Bach y Mozart típicas de salas de conciertos en un burdel. Helena fue una especie de niña prodigio, pero todo aquello acabó cuando los nazis llegaron al poder. Ella y su hermana mayor huyeron a casa de una tía en Inglaterra justo antes de la Anschluss. Sus padres planearon arreglar sus asuntos y seguirlas, pero cuando cayó la frontera entre Alemania y Austria, todas las otras fronteras se tornaron impenetrables para los miembros restantes de la familia Gersons. Después de la guerra Helena averiguó que sus padres finalmente consiguieron salir de Austria. Pero hacia el este, a Auschwitz.

Tan pronto estalló el conflicto armado, Helena, su hermana y su tía fueron arrestadas por las autoridades británicas y encerradas en la isla de Man como extranjeras hostiles. Nuestros senderos se cruzaron inmediatamente después de la guerra.

Bebimos nuestras copas, fumamos nuestros cigarrillos y charlamos sobre personas que los dos conocíamos con el único objeto de llenar el silencio. Cualquier otro nivel de conversación nos habría llevado a un lugar demasiado profundo.

– Ya no trabajo con clientes. Sólo dirijo este sitio. Eso lo sabes, ¿verdad, Lennox?

– Lo suponía.

– Un día voy a venderlo y…

Dejó flotando el pensamiento y recorrió con la mirada las paredes que la rodeaban. Un ave hermosa en una elegante jaula. Hubo un silencio. Ella había hecho que llegáramos a un lugar demasiado profundo. Recogí el sombrero.

– Mejor me voy.

– Bien. Me ha gustado verte.

La temperatura había descendido. Se puso de pie y me estrechó la mano como si yo fuera el gerente de su banco.


Me sentía una basura cuando llegué a la calle, y decidí volver caminando a la estación, para lo cual tenía que atravesar la ciudad. Mientras andaba dejé que algunas escenas del pasado se reprodujeran en mi mente; ver a Helena me había dejado un triste sentimiento de autocompasión. Tomé un café en el bar de la estación antes de coger el ferrocarril de las cuatro y media hacia Glasgow, quería salir de Edimburgo y volver a hundirme en el oscuro abrazo de mi ciudad adoptiva.

El tren estaba tranquilo. El viaje siguiente estaría lleno de oficinistas que regresarían a Glasgow o a las diversas paradas intermedias. Yo seguía con mi estúpido ánimo melancólico y necesitaba privacidad para regodearme en la autocompasión. Uno de los lujos que me permitía a expensas de mis clientes era viajar en primera clase. Encontré un compartimento vacío y me instalé en él con la esperanza de tener una hora de trayecto solitario. Por desgracia un empresario de baja estatura, gordo y con calvicie incipiente entró agitadamente por la puerta envuelto en una columna de humo de pipa y acomodó su impermeable, su periódico, su maletín y a sí mismo en los asientos que estaban enfrentados al mío.

– Buenas tardes -dijo.

Gruñí una respuesta y él desapareció detrás de un tembloroso muro de noticias. Al menos parecía que no tendría la molestia de una charla trivial. Después de unos minutos se oyó un fuerte siseo de vapor y el sonido del motor que empezaba a traquetear. Ya estábamos en marcha.

El mundo al otro lado de la ventana se deslizaba gris como la pizarra. Reflexioné sobre todo lo que había podido averiguar de los asesinatos de los McGahern, lo que por desgracia no me llevó mucho tiempo. El empresario sentado enfrente dobló el periódico, lo dejó en el asiento de al lado y comenzó a leer un ejemplar de Vida de campo. No parecía uno de esos aficionados a la caza y a la campiña, sino más bien un espécimen suburbano. Mi ociosa curiosidad me costó cara. Se dio cuenta de que lo miraba y claramente tomó ese gesto como una invitación a empezar una conversación.

– Siempre es mejor salir antes de la hora punta -dijo. Hablaba con una cadencia escocesa que era imposible de ubicar como de Glasgow o de Edimburgo, de clase trabajadora o de clase media.

Asentí con una sonrisa superficial.

– ¿Ha ido a Edimburgo por trabajo? -preguntó.

– Por así decirlo.

– Mire, no me lo diga. Lo siento, por favor, permítamelo durante un momento. Yo siempre hago esto en las fiestas: adivino el oficio de la gente, y alguna cosa más, a partir de su aspecto.

– Oh, ¿en serio? -dije. «Oh, vete a la mierda», pensé.

– Sí… Bien, usted… usted es un desafío. Tiene un acento difícil de ubicar. Es decir, está claro que es canadiense, no estadounidense. Estoy adivinando… Y puedo equivocarme, porque ha perdido un poco de acento… Pero no, yo diría la zona oriental de Canadá. Las Provincias Marítimas.

– New Brunswick -dije, sinceramente impresionado, pero no lo bastante como para continuar la conversación.

– Ahora, en cuanto a la ocupación… -Era evidente que la mera indiferencia no bastaría para desalentar a ese hombre pequeñito de ojos pequeñitos tras sus gafas de gerente de banco- lo que la gente hace… Eso, por lo general, es fácil. Pero en cuanto a usted, creo que estamos frente a algo fuera de lo común. -Hizo una pausa y cogió su ejemplar de Vida de campo-. Ahora bien, tengo una pregunta que siempre ayuda. Yo cazo. Con armas de fuego, principalmente. Hay dos clases diferentes de personas que participan en una caza. O dos clases distintas de personalidad: el cazador mismo y el oteador, el que pone al cazador en dirección de la presa. Es evidente que en algunas ocasiones el cazador otea a su propia presa. Pero supongamos que perseguimos a un ciervo, usted y yo. ¿Se consideraría usted un oteador o un cazador?

– No lo sé -respondí sin pensarlo-. Un oteador, probablemente.

– Sí. Sí, es lo que había pensado respecto a usted. Yo soy un cazador, pura y sencillamente. Ciervos salvajes, sobre todo. Son unos animales magníficos. ¿Sabe cuál es la cualidad más importante en un cazador? Respeto por su presa. Cuando mato a un ciervo, lo hago rápido. El truco es un máximo de dos disparos. Poner fin a su vida lo más rápido y lo menos dolorosamente posible. Como he dicho, por respeto al animal.

Le dediqué una sonrisa cansada justo cuando atravesábamos la negrura del túnel hacia Haymarket. El tren paró, pero no subió nadie. La locomotora exhaló una enorme nube de vapor que se deslizó por los andenes. Me sentí aislado, atrapado en esa cápsula minúscula con el hombre más aburrido del mundo.

– Me parece notable -continuó, mientras contemplaba por la ventanilla una gris proyección de diapositivas de paisajes de Lothian- la frecuencia con que resultamos ser otras personas en lugar de quienes creíamos que éramos. Fíjese en mí, por ejemplo; sé lo que piensa: un anónimo hombrecillo sin imaginación que se dedica a algún oficio burocrático.

– Yo… -dije, empezando a sentirme incómodo con el rumbo de la conversación.

El extraño hombrecillo me interrumpió.

– No se preocupe. Eso es exactamente lo que yo era, o lo que estaba destinado a ser. No tengo imaginación. Pero lo que no me daba cuenta era que, de pequeño, esa falta de imaginación no era mi único defecto. Mire, señor Lennox, me di cuenta desde temprana edad de que yo no sentía las cosas de la misma forma que los demás. No me ponía tan feliz como otros, o tan triste, o tan asustado.

Me enderecé en el asiento.

– ¿Cómo sabe mi nombre?

– No estoy diciendo que aquello hiciera que destacara como una persona diferente -continuó, haciendo caso omiso de mi pregunta-, puesto que daba la impresión de que yo era el único que se daba cuenta de ello, y mi vida habría seguido un curso previsible si lo imprevisible no se hubiera interpuesto. Con eso me refiero, desde luego, a la guerra. Pero por supuesto, Lennox, usted sabe perfectamente a qué me refiero. Vea: durante la guerra, descubrí que mi deficiencia emocional se compensaba por una habilidad de la que los otros carecían. Yo podía matar sin el más mínimo reparo. Sin pensamiento ni emoción ni arrepentimiento posterior. Tengo talento para ello, ¿sabe? Así como otros tienen talento para la música o el arte, yo tengo talento para asesinar, algo que se valora mucho en el contexto de un conflicto armado. Terminé reclutado en el Grupo de Reconocimiento de Largo Alcance. Estoy seguro de que usted está enterado de las actividades de ese grupo.

– ¿Quién es usted? ¿Y cómo sabe mi nombre? -Comencé a incorporarme.

– Por favor, señor Lennox, siéntese.- Con un movimiento tan veloz que casi no lo vi metió la mano en su maletín. Una hoja a resorte muy delgada y muy larga salió del mango de un cuchillo-. Por favor, siéntese. Y por favor métase en la cabeza que, por más grande y experimentado que sea usted, cualquier contacto físico entre nosotros tendría consecuencias desafortunadas. Yo tengo muchísima experiencia con este objeto.

Me senté. Ya no necesitaba preguntarle quién era. Lo sabía. Lo que no conseguía figurarme era cómo podría seguir respirando con ese conocimiento. Como él había dicho, yo era grande y experimentado. Si llegábamos a ese extremo, me arriesgaría. Mientras tanto, me senté a escucharlo.

– Debido a ese talento que desarrollé, me pasé a la actividad de la que me ocupo ahora. Un empresario exitoso. Tengo esposa e hijo, ¿sabe, señor Lennox?

– No lo sabía. No sé nada sobre usted, señor Morrison. Salvo que es poco probable que su apellido sea Morrison.

El sonrió y dejó el cuchillo sobre el periódico, a su lado. Luego dobló el periódico discretamente para esconderlo.

– Ya veo… Usted cree que voy a matarlo porque sabe demasiado, porque ha visto mi rostro.

– Algo así.

– Lo entiendo. Los marineros alemanes creen en un pequeño duende que se llama Klabautermann. Es invisible, y trae buena suerte a los que navegan con él. Pero si uno ve la cara del Klabautermann, sabe que va a morir. Tengo que admitir que yo siempre he pensado en mí de esa manera. Pero esté seguro de que ése no es el caso ahora. Aquellos a quienes mato, humanos o animales, mueren rápido y en la mayoría de los casos sin darse cuenta de que están a punto de hacerlo. Por eso no veo nada de malo en lo que hago. Todo el tiempo muere gente, con dolores horribles, por heridas o enfermedades. Usted mismo habrá visto a hombres sufrir en la guerra; algunos que mueren tras una gran agonía. Y son pocos los fallecimientos provocados por enfermedades o accidentes que no están rodeados de grandes dolores. Pero eso no ocurre con mis víctimas. El dolor es mínimo o inexistente. No pueden preverlo, y por lo tanto no temen. Por eso se dará cuenta usted, Lennox, de que si hubiera tenido la intención de matarlo, usted no se habría enterado de nada. Ya estaría muerto. En cualquier caso, he escogido este sitio porque es ideal para charlar. Si hubiera querido matarlo, habría elegido algún lugar con oportunidades más inmediatas para alejarme de la escena.

– Por el momento tengo la impresión de que usted piensa matarme de aburrimiento. ¿Qué quiere, Morrison?

– Eso tiene que ver con lo que quiere usted.

Sonrió y sus pequeños ojos brillaron fríamente tras las gafas. Pensé en que esos ojos diminutos y desagradables de gerente de banco habían sido lo último que mucha gente había visto. Logré imaginar esas muertes tal como él las había descrito: un momento de sorpresa, o de incredulidad, y luego una última mirada a esos ojos.

– Sin embargo -continuó-, tengo una especie de propuesta que hacerle. Pero eso podemos discutirlo luego. Ah… nuestra parada. Al menos, mi parada, y me temo que tendré que insistirle en que me acompañe durante parte del camino. Señor Lennox, no haga tonterías. También llevo un arma de fuego.

Nos bajamos del tren, Morrison detrás de mí con el impermeable sobre el brazo para ocultar el cuchillo. Era una estación pequeña, con dos andenes y una vía muerta. Estaba en el borde de un pueblecito en medio de un páramo absolutamente lóbrego. Empezaba a oscurecer. Morrison señaló el rumbo que debíamos tomar desde la estación. Noté que nos estábamos alejando del pueblo y que nos dirigiríamos hacia unas tierras altas y deshabitadas.

En mi cabeza flotaban mil imágenes diferentes de mil finales distintos a nuestra excursión. Era cierto que se suponía que Morrison era el mejor en ese negocio, pero según sus propias palabras atacaba a la mayoría de sus víctimas sin que se dieran cuenta de nada; y yo tenía muy presente a esa cosa detrás de mí, con la hoja del estilete todavía oculta bajo su impermeable. Asimismo era cierto que él tenía toda clase de experiencia en combate, pero yo también. Y después de todo era un tipo pequeñito. A los quince minutos de caminata subiendo la colina llegamos a una iglesia fea que parecía un enorme granero de piedra y que tenía un campanario más pequeño de lo normal. Una cerca de hierro forjado formaba un rígido cuadrado en torno a un camposanto lleno de lápidas, algunas inclinadas, unas cuantas rotas. Era el protestantismo escocés en estado sólido: imponente, siniestro, lóbrego, duro.

– Kirk O'Shotts… La iglesia de Shotts -explicó Morrison.

La escasa luz lo había reducido a una silueta rodeada por sombras. Miré a mi alrededor. Nadie a la vista. Ese lugar era tan bueno como cualquiera para matar. Me maldije por no haber intentado atacarlo antes. Ahora estaría listo para defenderse si lo hacía.

– Tranquilícese. -Al parecer Morrison me había leído la mente-. Sé que éste es un sitio apartado, ideal para matar, pero no es ésa la razón por la que lo he traído hasta aquí. Escuche, ¿puedo olvidarme de esto? -Levantó el plateado cuchillo y lo cerró dentro del mango antes de guardárselo en el bolsillo-. Por favor, no me dé problemas, señor Lennox. Lo he traído aquí por su interés, no por el mío. -Caminó hacia una esquina del cementerio y levantó un pedazo de lápida que se había hundido en el musgo-. Le tengo un cariño especial a este sitio -dijo, mientras sacaba una lata de tabaco del hueco oculto debajo de la piedra-. Éste era, y sigue siéndolo hoy en día, el camino principal entre Edimburgo y Glasgow. En el siglo XV era una carretera peligrosa, en especial debido a Bertram Shotts, un bandolero que, según se contaba, era un gigante. Dos metros quince de altura; algunos decían que dos metros cuarenta. Se suponía que tenía un escondite cerca de la iglesia. El nombre de Kirk O'Shotts se supone que se le debe a él. -Morrison sacó un sobre doblado de la lata de tabaco y se lo guardó sin abrir en el bolsillo-. Por supuesto que no sería un gigante, pero a la gente le gusta que sus villanos sean más grandes que en la vida real, literalmente. Estoy seguro de que estará de acuerdo conmigo en que mi reputación es más impresionante que mi presencia física.

– ¿Para qué me ha traído hasta aquí? Aparte de para explicarme esta historia que me importa un carajo.

– Es un lugar tranquilo para hablar y debía recoger mi correspondencia. Ésta es la forma en que mis clientes me informan de que tienen un trabajo para mí; dejan una hora y un número de teléfono en la lata de tabaco para que yo los llame, y lo hago. Tengo varios de estos «buzones», pero éste es mi favorito. Es un lugar difícil para que la policía lo vigile, porque está muy elevado y muy expuesto. Por supuesto que algunos de mis clientes, los Tres Reyes, por ejemplo, tienen una línea de comunicación más convencional y directa conmigo. -Señaló al otro lado del valle una aguja de hierro que atravesaba el cielo casi oscuro-. Las cosas están cambiando, Lennox. Aquello lo instalaron hace unos cinco años: una antena de televisión. Ese es el futuro, según parece. Las cosas se vuelven cada vez más sofisticadas, más tecnológicas. La policía también.

– Sigo sin entender qué hago aquí.

– En primer lugar, quiero que sepa cómo contactar conmigo.

– Como vivo en Glasgow, me vendría bien un sastre más o menos decente. A veces a mi casera le cuesta encontrar un buen fontanero. -Me froté el mentón, en un gesto sarcástico de consideración-. Pero no… No creo que un asesino profesional me haga mucha falta.

Morrison me miró con expresión de desconcierto. Me había hablado de su psicopática falta de emoción. Era evidente que eso se extendía a su sentido del humor.

– No, no… No me refiero a eso -dijo-. Tengo una proposición para usted, como ya le he dicho. Quería que supiera cómo contactar conmigo si lo necesitaba. Pero ya volveremos a ese asunto.

– Oh, bien -dije, con una ironía que nuevamente pasó inadvertida.

– La razón principal por la que quería hablarle es que dispongo de cierta información que creo que le resultará interesante. Hace una semana el señor Sneddon me pidió que llevara a cabo un proyecto. Mientras me lo explicaba, me contó que usted estaba investigando el asesinato de Tam McGahern para él. Tratando de averiguar quién estaba detrás. No he sido yo, por cierto.

– Si me ha traído aquí para contarme eso, podría haberme ahorrado la caminata. Eso ya lo sabía.

– No es eso lo que tengo que contarle. Hace dos semanas y media dejaron un número en uno de los puntos en los que recojo la correspondencia. No lo reconocí. Yo trabajo para una clientela establecida y no busco más trabajo del que tengo. Como le conté en el tren, Lennox, soy más cazador que oteador, pero tengo bastante capacidad para investigar alguna que otra cosa. Tengo contactos… personas a las que puedo llamar y pedirles, pagándoles, que me hagan algún favor. Ninguna de esas personas, por cierto, tiene la menor idea de lo que hago para ganarme la vida, aunque probablemente hayan adivinado que no es precisamente legal. En cualquier caso, hice que uno de esos contactos verificara el número, uno que trabaja para la oficina de correos. Esta persona me informó de que el número pertenecía a un teléfono público de Glasgow. De la calle Renfield. Quien fuera el que había dejado el mensaje, había tomado muchas precauciones para no dejar rastros. Evidentemente, al tratarse de una cabina telefónica, habían dejado un horario específico para que yo llamara.

– ¿Lo hizo?

– No, claro que no. Podría haber sido una trampa de la policía. Así que, en lugar de llamar, me ubiqué en un sitio de la calle Renfield desde el que podía ver el teléfono público. Y como era de esperar, cinco minutos antes de la hora señalada un joven más bien pequeño de tamaño entró en la cabina. Podría haber sido una coincidencia, desde luego, pero cuando otro hombre empezó a golpear el cristal de la cabina con impaciencia, el joven abrió la puerta y cogió al que esperaba del cuello y obviamente lo amenazó de alguna manera. El otro se escabulló.

– Sí, pero está hablando de Glasgow. Ésa sería una escena normal.

Saqué un cigarrillo de mi pitillera y lo encendí. Le ofrecí otro a Morrison; me pareció que lo mejor era que tuviera las manos ocupadas. Cuando le prendí el cigarrillo su cara redonda, pequeña y regordeta brilló en la luz repentina. Si me hubieran dado todo el tiempo del mundo para imaginar su profesión, la de asesino a sueldo jamás se me habría ocurrido. Tal vez era ésa la razón por la que tenía tanto éxito en lo suyo.

– No. Era mi contacto. Ocupó la cabina telefónica durante media hora. Estaba claro que él era la persona a la que se suponía que yo debía llamar.

– ¿Lo reconoció?

– No, pero sí reconocí qué tipo de persona era: un subalterno. Es decir, que quien trataba de contratarme seguía intentando mantener la distancia. Me di cuenta de que no era mi cliente potencial por la forma en que iba vestido y por la actitud de temor que empezó a exhibir cuando no recibió la llamada que tenía órdenes de atender.

– ¿Qué aspecto tenía?

– Como ya he dicho, más bien pequeño, tal vez unos cinco centímetros más alto que yo. Traje barato. Pelo engominado, con un peinado que creo que se conoce como «culo de pato».

– ¿Rubio y de pelo sucio?

Hubo una pausa y supuse que Morrison estaría frunciendo el ceño en la oscuridad.

– ¿Lo conoce?

– Lo conocía. Si es quien yo creo, ya no está entre nosotros -expliqué, mientras me venía a la mente un pensamiento nauseabundo sobre pasteles escoceses-. Creo que pudo ser un recadero llamado Bobby. Trabajaba para Tam y Frankie McGahern.

El cielo era un terciopelo azul oscuro tras la imponente masa oscura de Kirk O'Shotts. La cara de Morrison, así como los espejos de sus gafas, volvieron a iluminarse por un momento cuando le dio una calada a su cigarrillo.

– Eso encaja. Lo seguí desde la calle Renfield hasta un bar de mala muerte de Maryhill.

– ¿El Highlander?

– Sí. Le conté esta pequeña experiencia al señor Sneddon y él me dijo que los que dirigían el Highlander eran los McGahern.

– ¿Eso no viola la confidencialidad cliente-contratista?

– Los McGahern no eran clientes míos ni lo serían jamás. Como ya he dicho, no trabajo para cualquiera. Pero, como usted sabe, matar no siempre es un arte refinado. Glasgow está lleno de hombres que acabarían con una vida por veinte libras, o menos. Yo soy un especialista y contratarme es muy caro. Si el difunto señor McGahern quiso utilizar mis servicios entonces debió de ser para algo especial. Fuera de lo común.

Pensé en lo que Morrison decía. También pensé en el falso accidente de John Andrews. Tal vez aquello llevaba varias semanas planeándose. Tal vez hubiera algo planeado para mí.

– Sneddon quería que usted supiera esto. Se lo habría contado él mismo, pero le dije que quería comentarle otro asunto.

– Esa proposición que quiere hacerme.

– Exacto. Mire, señor Lennox, usted y yo aramos surcos paralelos. En cierta extraña manera, somos colegas, ambos independientes, ambos trabajamos más o menos para las mismas personas. La diferencia es que usted otea, yo cazo. Es decir que podríamos compartir la presa. Como puede imaginar, para mí el anonimato es primordial. Hago todo lo que puedo para permanecer invisible y la única razón por la que me he expuesto ante usted es porque veo posibilidades de una sociedad. Para determinados casos, por supuesto. ¿Sabe? A veces observar a los objetivos, seguirlos y establecer patrones de movimientos, etcétera, me expone al riesgo de que me descubran. Pero usted es un oteador por naturaleza; se siente cómodo en las sombras y es experto en seguir gente. Mi propuesta es simple: una división del cincuenta por ciento en cualquier asesinato en el que trabajemos juntos.

Dejé caer la colilla del cigarrillo al suelo y aplasté el rocío de chispas anaranjadas con el zapato. Contemplé la silueta pequeña y densa del gerente asesino.

– Gracias por la oferta, pero no, no estoy interesado en esa clase de trabajo -respondí, tratando de que mi tono fuera decisivo-. No quiero participar de ninguna manera en su negocio.

La silueta se mantuvo en silencio un momento.

– Muy bien -dijo por fin-. Pero creo que está cometiendo un error terrible. Éste es un trabajo muy lucrativo. Y, le guste o no, usted ya está haciendo su parte.

– ¿Qué se supone que significa eso?

– ¿Recuerda el año pasado, cuando el señor Murphy le pidió que encontrara a una pareja joven?

– Sí. -Recordaba aquel trabajo-. Martillo Murphy me dijo que era un favor para un amigo cuya hija se había hígado. El amigo de Murphy quería asegurarse de que la hija estuviera bien.

– Me temo que la verdad era un poco menos doméstica. El joven, en realidad, era un empleado de Murphy, y le había robado una suma importante de dinero. También le había suministrado a la policía cierta información problemática. Su trabajo era encontrarlos, y el mío era volver a perderlos. Para siempre.

– ¿A la chica también? -La recordaba. No tendría más de veintidós o veintitrés años.

– A la chica también. De modo que ya ve, señor Lennox. Ya ha oteado para mí antes. En cualquier caso, me gustaría que lo pensara mejor. Utilice este «buzón» de la caja de trabajo si necesita ponerse en contacto conmigo. Si me disculpa, voy a dejarlo para que coja el tren a Glasgow. No lo voy a acompañar durante el resto del viaje, puesto que tengo que hacer una visita cerca de aquí.

Morrison comenzó a caminar hacia el negro promontorio de la iglesia. Se detuvo un momento.

– Oh, y supongo que no me hace falta enfatizar lo importante que es para usted, si no va a considerar mi propuesta empresarial, que haga todo lo posible para olvidar mi rostro.

– No, no hace falta.

La verdad era que la cara de Morrison se había desvanecido de mi memoria junto con la luz del día. Era esa clase de rostro, ideal para un asesino.

Regresé a la estación de Shotts, en medio de una oscuridad absoluta, por lo que parecía el camino. Mientras lo hacía tuve que reprimir el impulso de mirar por encima de mi hombro para ver si el fantasma de dos metros cuarenta de Bertram Shotts, o la sombra de un metro cincuenta de un gerente de banco psicópata, me estaban siguiendo.


Telefoneé a Sneddon tan pronto regresé a Glasgow. De hecho, lo llamé desde la estación y le conté todo lo que sabía, incluyendo, esta vez, el hecho de que a Bobby, el recadero de McGahern, le habían destrozado la cabeza de una manera muy parecida a la del hermano McGahern a quien se la habían aplastado en el garaje de Rutherglen. Le comenté a Sneddon que había tenido una amable charla con Morrison y que los dos estábamos bastante seguros de que había sido Bobby quien había tratado de contratarlo por orden de McGahern. Y también le conté mi sospecha de que había sido Frankie el primero de los hermanos en marcharse.

– ¿Así que al que le diste una paliza fue a Tam? -preguntó Sneddon-. No pensé que fuera tan fácil vencerle.

– Yo tampoco. Era una trampa. Por alguna razón, el superintendente McNab estaba vigilando a Frankie. Pienso que «Frankie» era Tam, y que lo que hizo conmigo fue una exhibición deliberada para McNab. Al principio creí que lo había hecho para incriminarme como sospechoso del primer asesinato.

– ¿Pero ahora no lo crees?

– No. Lo que ocurrió aquella noche me hubiera convertido más en sospechoso del segundo asesinato, lo que, por supuesto, no tiene sentido. Tam no me incriminaría por su propio asesinato. Fue una trampa, de eso no hay duda, pero no creo que fuera para incriminarme, sino para que McNab me viera darle una paliza a «Frankie». Tal vez McNab sospechaba que era Frankie el que había muerto en primer lugar. Si yo hubiera participado de una pelea callejera con Tam McGahern, entonces el derrotado habría sido yo, como usted dice. Creo que Tam se dejó dar una paliza a propósito para convencer a McNab de que era Frankie.

Se hizo un silencio al otro lado de la línea. Supuse que Sneddon estaría pensando en todo aquello.

– No tiene sentido -dijo por fin-. ¿Por qué demonios Tam McGahern se tomaría tantas molestias para convencer a la gente de que era Frankie y no Tam?

– Porque Tam había sido el verdadero objetivo de los asesinos, y también por las bromas que él y Frankie le gastaban a la pobre Wilma Marshall. Frankie había fingido que era Tam aquella noche, y terminó recibiendo un enema de plomo. Tam sabía que los que querían matarlo eran verdaderos profesionales. Estaba tratando de demostrarles que habían alcanzado su objetivo para que lo dejaran en paz. Es evidente que me conocía lo bastante bien como para suponer que yo le diría que se metiese su encargo donde le cupiera y que por lo tanto le daría una excusa para atacarme y para recibir una buena paliza delante de un público formado por policías.

– Entonces, ¿quiénes son los que le perseguían? Eso es lo que te pago para que averigües.

– Con el mayor de los respetos, no me paga lo suficiente. Esos tipos son verdaderos profesionales, como ya he dicho. Revisaron cuidadosamente mi oficina de una manera que era casi imposible de detectar. Y la forma en que se cargaron al primer hermano McGahern fue muy hábil. Lo raro es que el segundo homicidio no lo fue. Y los tipos que me asaltaron en la calle Argyle tenían más músculos que sesos.

– ¿Estás diciendo que ya no quieres hacer este trabajo?

Suspiré. Deseaba poder decirle que así era.

– No. La verdad es que hay una conexión entre este asunto y otro caso en el que estoy trabajando.

– ¿Algo que yo debería saber?

Mientras alimentaba el teléfono público prácticamente con toda la calderilla que llevaba en el bolsillo, le conté a Sneddon toda la historia de John y Lillian Andrews. Lo único que modifiqué ligeramente en mi relato fue la cronología, para disimular el hecho de que no le había informado de inmediato del profundo y letal dolor de cabeza de Bobby. Si Sneddon empezaba a suponer que yo no le transmitía toda la información apenas salía de las rotativas, entonces era muy probable que enviara a un par de sus muchachos a darme algunas bofetadas. Nada como para mandarme al hospital, pero sí lo bastante como para que en el futuro fuera menos olvidadizo. Y, por supuesto, me pareció prudente no mencionar el pequeño regalo caído del cielo que había encontrado en la bañera.

En realidad, contarle toda la historia hizo que me sintiera mejor. Narrarla en voz alta incluso me ayudó a verlo todo con mayor claridad. Una vez más, Sneddon se mantuvo en silencio durante todo mi relato, con excepción de algún que otro gruñido. Terminé la conversación retractándome de mi declaración de independencia. Tal vez sí me sería útil tener a Deditos disponible. Era una petición de auxilio: no le oculté a Sneddon que John Andrews me había advertido de que me estaban tendiendo una trampa igual que había ocurrido con él. Sneddon podría haberse regodeado -yo había exhibido una actitud de superioridad moral en todas las ocasiones en que había reafirmado mi independencia-, pero no lo hizo.

– Voy a hacer que te sigan un par de tipos. Deditos y otro al que no conoces. Se llama Semple.

– ¿Es más sutil que Deditos?

Sneddon se rio al otro lado de la línea.

– No, no mucho. Pero es la clase de tío que te conviene tener cerca si la cosa se pone difícil -dijo.

– Eso es lo que preciso justo en este momento, para ser honesto. Pero dígales que mantengan la distancia, a menos que haya problemas.

– Me ocuparé de ello.

– De acuerdo, gracias -dije.

Estaba a punto de colgar cuando Sneddon añadió:

– Otra cosa… ¿Qué aspecto tiene? Me refiero a Morrison. En realidad nunca le he visto personalmente.

– Oh… Bastante parecido a como uno supondría -dije-. Grandote. Más de un metro noventa. Un cabrón muy duro.

– Hum -dijo Sneddon-. Ya me parecía.

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