Capítulo diecisiete

Encendí un cigarrillo para aplacar la tos que me había despertado. Ya había amanecido. Oí el sonido de los cascos de un caballo de tiro que venía desde la calle, Great Western Road. Lejos, al otro lado de la ciudad, la sirena de una fábrica anunció cansinamente a las masas el principio de la cotidiana monotonía.

Eché las piernas a un lado y me quedé un rato fumando en el borde de la cama mientras sacaba el sobre marrón de debajo de la almohada. Había guardado el dinero, la fotografía de la época de la guerra y la libreta que había encontrado en casa de McGahern dentro del sobre y lo había ocultado allí. Cuando llegué era más de la una de la mañana, y vi el breve y frío resplandor de la luz de la señora White debajo de su puerta justo mientras yo entraba de puntillas. Ella la dejó encendida sólo el tiempo suficiente para que yo me diera cuenta de que la había molestado. Me habría sido imposible levantar la tabla del suelo debajo de la cual tenía mi escondite, y estaba demasiado cansado como para empezar a ahuecar otro libro.

Me senté contemplando la libreta con tozudez, negándome a aceptar que esas hileras de números y letras no revelaran espontáneamente su significado. Después de diez minutos calmé la frustración contando de nuevo el dinero. Me había ido bastante bien, en especial teniendo en cuenta que precisamente lo que quería era marcharme de allí. Renunciaría a las doscientas libras que Willie Sneddon iba a darme a cambio de un nombre. Incluso sopesé la posibilidad de devolverle los cien -después de todo, ya tenía mucho más que eso-, pero decidí que no. Hacerlo sólo serviría para indicar que, de alguna manera, y en algún punto de todo este proceso, yo había encontrado algo.

Simplemente le diría a Sneddon que había llegado a un punto muerto; que nadie me ocultaba nada y que en realidad nadie tenía la menor idea de quién estaba detrás del asunto de los McGahern.

Por supuesto que yo mismo había iniciado todo aquello por pura curiosidad y empecinamiento, pero un par de miles de libras contribuían en gran manera a saciar la curiosidad. Quizás había llegado el momento de pasar a otra cosa. O incluso de volver a mi tierra. Ya tenía una cantidad razonable de dinero, no una fortuna, pero sí lo suficiente como para mantenerme durante bastante tiempo en Canadá. Y, por supuesto, mi familia era adinerada.

Vi una imagen vaga y tontorrona de mí mismo comprándome una casa en Rothesay o Quispamsis con un barco anclado en Gondola Point, una imagen que, increíblemente, incluía a la señora White y a sus hijas. Pero me engañaba a mí mismo; no era falta de dinero lo que me mantenía en este sitio. Todos esperarían el regreso del chico de Kennebecasis, el joven que yo había sido y que ya no era. O tal vez el joven que no había sido jamás; siempre hubo algo en mí, una semilla mala. La guerra sólo sirvió para cultivarla. Había una gran cantidad de adjetivos para describir la forma en que los hombres volvían de la guerra: cambiados, desilusionados, muertos. El adjetivo que yo usaba para mí era sucio. Había vuelto de la guerra sucio y no quería regresar a Canadá hasta sentirme limpio. Pero la verdad era que a medida que pasaba el tiempo y me mezclaba con la gente con la que me mezclaba, me ensuciaba cada vez más.

Me dije a mí mismo que debía cambiar de disco y mientras me lavaba, me afeitaba y me vestía empecé a reflexionar sobre cómo podría salirme del asunto de los McGahern con el dinero que acababa de encontrar, que ya había puesto a buen recaudo bajo las tablas del suelo. Encaré el día con ánimo positivo, decidido a dejar atrás todo lo relacionado con los McGahern.

No duró mucho.

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