Llevé a Elsie, la enfermera que tan solícitamente había cuidado mi aporreada cabeza, al Trocadero. Yo por lo general evitaba los salones de baile de Glasgow. Eran un gran negocio, ya que proporcionaban el ámbito de apareamiento de la clase trabajadora de la ciudad, y puesto que Glasgow era una ciudad claramente de clase trabajadora, los salones de baile estaban a reventar todos los viernes y sábados por la noche.
El desagrado que yo sentía por esos lugares se debía al hecho de que, a pesar de la ostentación y de su falso glamour hollywoodense, tenían el encanto de un matadero municipal. Y con frecuencia se convertían precisamente en eso. Era común que los seguratas superaran en número al personal de las barras y empujar a alguien y tirarle la bebida por accidente podía costarte un ojo.
Pero a Elsie, mi bonita enfermera, «le apetecía mucho bailar», de modo que nuestra cuarta cita fue en el Trocadero. Yo, por mi parte, sospechaba que a ella le reconfortaba la idea de que hubiera una multitud a nuestro alrededor que mantuviese a raya mis deshonestas intenciones.
Conseguimos atravesar las puertas a las ocho y media y de inmediato me embistió el calor húmedo y pegajoso generado por un millar de cuerpos que se condensaba contra lo que fuera que viniera del exterior. La banda hacía todo lo que podía para mantener el equilibrio entre el volumen y la afinación aporreando una versión de «Blue Tango», el éxito de la Ray Martin Orchestra. Nos abrimos paso a través de la muchedumbre y dejé a Elsie al borde de la pista de baile mientras iba a buscar las bebidas. Divisé una mesa con dos sillas desocupadas y cuando regresé la guié hacia allí. Ella se puso a charlar, como tienden a hacer los glasgowianos con cualquier desconocido, con las tres chicas que ya estaban sentadas a la mesa. Bailamos y bebimos toda la velada; el alcohol no hizo ningún efecto en el invernadero del salón de baile.
Poco después de las diez la multitud del Trocadero creció por la llegada de una nueva oleada de personas que habían sido expulsadas de los pubs y arrojadas a la calle debido a las presbiterianas leyes de consumo alcohólico de Escocia. Entró un grupo de muchachos, ninguno mayor de diecinueve años, con un odio alegremente asesino ardiéndoles en los ojos. Lo que ocurriría a continuación era deprimentemente previsible y mi instinto me indicó que había llegado la hora de que Elsie y yo nos marchásemos.
– Va a haber problemas -dije cuando ella protestó. Tenía razón. Apenas llegamos a la puerta cuando oímos los sonidos familiares del comienzo de una riña entre pandillas.
Aparqué justo a la vuelta del hospital. Glasgow estaba nuevamente cubierta por la niebla, no tan densa esta vez como la de la noche en que me había topado con Lillian Andrews, pero lo bastante como para darnos la sensación de que estábamos solos.
Después de unos besos y unos manoseos Elsie me apartó de un empujón.
– Ya es suficiente, señor Lennox. -Sonrió con una expresión mezcla de coquetería y reproche pero también había una insinuación de nerviosismo en su voz.
– ¿Qué ocurre, Elsie? ¿No te gusto?
– Creo que eres muy agradable. -Me miró en la semioscuridad del coche con expresión examinadora-. De hecho, creo que eres muy atractivo.
– ¿Esto no te molesta? -Posé la mano en mi mejilla izquierda.
– No. Para nada. Las cicatrices no son tan desagradables y te hacen parecer fuerte. ¿Cómo te las hiciste?
– Puse la otra mejilla. Por desgracia, lo hice ante una granada alemana. En realidad las cicatrices me las hizo el cirujano que me cosió.
Elsie frunció el ceño y pasó las puntas de sus dedos por la pequeña telaraña de delgadas cicatrices blancas. Yo volví a acercarme a ella, pero se echó hacia atrás.
– Tengo que regresar…
Nos bajamos del coche y la acompañé a las habitaciones de las enfermeras.
– He averiguado lo que buscabas -me dijo mientras caminábamos-. No todo, pero hablé con una amiga que trabaja en Hairmyres. Allí se especializan en tuberculosis.
– ¿Qué has averiguado?
– La policía llevó a Wilma Marshall al hospital Hairmyres. Tuvieron que practicarle un neumotórax y le hicieron un tratamiento con esa nueva droga para la tuberculosis, la estreptomicina. Tuvo una reacción negativa, así que le dieron nicotina para contrarrestar los efectos colaterales. Estuvo dos semanas en Hairmyres y después la transfirieron al sanatorio de Perthshire. Eso es todo lo que he podido averiguar. A mi amiga le molestó bastante darme esa información. ¿Me dijiste que era prima tuya?
Una insinuación de sospecha nubló la bonita cara con forma de corazón de Elsie. Asentí.
– Mi tía está muy preocupada por ella.
Nos acercábamos a las habitaciones de las enfermeras. Empujé con suavidad a Elsie a la entrada de un callejón para salir del charco de luz que derramaba una farola envuelta en niebla. Nos besamos y ella protestó cuando le levanté la falda, aunque no lo suficiente. Más tarde, cuando salimos del callejón, Elsie lloró un poco y tuve que consolarla. Me hizo prometerle que volvería a verla y contesté que nos encontraríamos el fin de semana siguiente. Lo prometí. Era una mentira y los dos lo sabíamos.
Mientras caminaba hacia el sitio donde había dejado el coche, sentí una pesadez en el pecho que me advirtió que la niebla se convertiría en un sofocante smog. Tuve que conducir a lo largo de Great Western Road a una velocidad casi igual a la del paso de hombre, usando como guía la cinta del bordillo de la acera. Fiona White seguía despierta cuando llegué a la puerta de mi casa.
– ¿Ha tenido una velada agradable, señor Lennox?
El aire se tiñó con un aroma a jerez cuando habló. Ésa era la máxima diversión que una viuda de guerra de clase media podía permitirse un sábado a la noche en Glasgow.
– Ha estado bien, señora White. ¿Y usted qué tal?
Su ligera sonrisa pareció casi sardónica. Buscó algo en el vestíbulo y me dio un sobre.
– Un caballero me ha entregado esto para usted esta tarde.
– ¿Ha dejado algún mensaje?
– No. Buenas noches, señor Lennox.
Arrojé el sobre sin abrir sobre la cama, me quité la corbata y colgué la chaqueta. Encendí la radio, prendí un cigarrillo y miré por la ventana hacia la calle. El smog apretaba la ciudad aún con más fuerza. Pensé en el rostro surcado de lágrimas de la pequeña Elsie. En otros tiempos no habría usado así a una mujer, cuando consideraba que los hombres como yo eran una mierda. En otros tiempos no habría hecho un montón de las cosas que ahora hacía.
Tenía la radio permanentemente sintonizada en el Servicio Mundial de la BBC, la emisora creada para persuadir a canadienses como yo, así como a australianos y neozelandeses, que era una idea fabulosa seguir siendo parte del Imperio británico. Escuchar el Servicio Mundial se había convertido en una costumbre. Tal vez se debiera a que, irónicamente, me hacía sentir como si estuviera de regreso en New Brunswick. Presté atención a las noticias. Malenkov había sucedido a Stalin como líder soviético. Dos miembros de la retaguardia de Kenia habían sido asesinados en una incursión de la guerrilla de los mau-mau. Kaesong seguía en punto muerto. Más choques entre árabes e israelíes. Hunt y Hillary habían establecido un campamento base en las estribaciones del Everest. Seguían los preparativos para la ceremonia de coronación que tendría lugar en junio.
Abrí el sobre que me había dado Fiona White. La nota decía simplemente: «Conviene investigarlo». Había una llave de la marca Chubb con una etiqueta en la que se leía una dirección de Milngavie. Di la vuelta el sobre y lo sacudí: no había nada más. Nada que me indicara quién lo había mandado. Supuse que habría sido Willie Sneddon, aunque no lo había mencionado antes cuando habíamos hablado por teléfono. Tal vez fuera otra persona, que no quería anunciar su participación por si acaso los muchachos de uniforme azul volvían a visitarme y encontraban la llave. Decidí que telefonearía a Sneddon y le preguntaría de qué se trataba todo esto. Mientras tanto, tenía otra propiedad inmobiliaria que encontrar.
Al día siguiente me dirigí a la calle Byres con la lista de direcciones que había conseguido mediante mis llamadas a abogados y agencias inmobiliarias. Una estaba en esa misma calle; las otras, en las calles laterales que la cruzaban. Eran filas atestadas de pequeñas casas adosadas de estilo Victoriano, con los frontales muy encima de la calle y sólo una franja casi simbólica de jardín en la parte delantera, todas de piedra arenisca roja que se había vuelto negra como el hollín. Algunas de las residencias se habían subdividido en apartamentos, las otras aún estaban intactas. La Universidad de Glasgow estaba justo a la vuelta de la esquina y muchos de los apartamentos y casas estaban ocupados por académicos de ingresos medianos.
Primero examiné cada una de las propiedades desde el exterior. Ninguna parecía un ex prostíbulo, o tal vez todas. Yo ya tenía lista una historia para disimular, pero la idea de golpear puerta por puerta no me agradaba. Vi una casa en la calle Dowanside, a unos doscientos metros de la encrucijada con Byres, que parecía tan adecuada como las otras. Había un callejón estrecho y empinado al costado de la casa que salía de Dowanside. Caminé por él y llegué a la parte de atrás de la casa, tratando de despertar la menor atención posible teniendo en cuenta que era una tranquila tarde de domingo. La parte trasera estaba protegida por unas rejas, pero noté que su nuevo ocupante había empezado a renovar un jardín que había estado abandonado. Los encargados de los burdeles no pasan mucho tiempo cuidando de las plantas.
El afectado acento de Kelvinside, una zona de Glasgow, era un ejemplo notable de ingeniería vocal. Los residentes de ese barrio, con todas sus pretensiones de alta sociedad, no podían imitar las vocales del inglés típico del sur, por lo que en cambio trataban de torturar la instintiva monotonía glasgowiana hasta eliminarla de cada sílaba. La mujer que me abrió la puerta era la Torquemada de las vocales. Un ama de casa pequeña y nada atractiva de casi cuarenta años con un pelo rubio de apagados tonos rojizos y modales helados. Alcancé a oír ruidos de niños desde el interior de la casa.
– ¿Qué se le ofrece? -preguntó.
– Hola, señora. Me llamo Wilbur Kaznyk. Soy de Estados Unidos y estoy aquí de vacaciones. Tenía la esperanza de localizar a un antiguo amigo mío, compañero de guerra: Frank Harris. No tengo la dirección exacta, pero sé que es aquí, en la calle Dowanside. Alguien me dijo que él había vendido la casa y se había mudado. Entiendo que ustedes acaban de comprar esta vivienda.
Durante un momento me miró con sospecha. Llamó a alguien que estaba en el vestíbulo hablándole por encima del hombro.
– Henry… Aquí hay un tipo que busca a un tal Frank Harris.
Henry apareció detrás del hombro de su esposa. Era un hombre pequeño que parecía un topo y que llevaba unas gruesas gafas. Repetí mi ficción de que era un extranjero estadounidense.
– No era esta casa -dijo-. Ésta se la compramos a la señora McGahern. Una joven viuda, al parecer su marido murió en la guerra.
– ¿Tuvieron la oportunidad de ver a la señora McGahern? -Tensé la credibilidad de mi historia todo lo que pude-. Quiero decir, tal vez ella le comprara la casa a Frank y entonces podría tener su nuevo domicilio.
– Jamás hemos visto a la señora McGahern -explicó la esposa de Henry-. Ya se había mudado. Todo se gestionó a través de Mason y Brodie, sus abogados. -Mason y Brodie fueron quienes me dieron esa dirección-. Tal vez debería consultarlo con ellos. Las oficinas están en la calle Saint Vincent. Buenos días.
Cerró la puerta. La campaña de «manos a través del océano», de amistad con los Estados Unidos, evidentemente tenía sus límites. Al menos había podido comprobar que ésa era la dirección correcta. También estaba bastante seguro de que McGahern no tenía una esposa secreta. Tendría que hallar la manera de sonsacarles la información a Mason y Brodie.
Pensé en dirigirme al Horsehead a la hora en que abría para comerme uno de sus tradicionales pasteles acompañados de una cerveza, pero de pronto recordé la planta de procesamiento de Martillo Murphy, así que decidí tomarme un té con algo para picar en la calle Byres. Las pastas eran muy caras y demasiado dulces. El racionamiento estaba acabando y el azúcar acababa de salir de la lista de los productos, así que la nueva manera de demostrar riqueza consistía en derrocharlo. Me senté junto a la ventana y miré el mundo, o al menos la calle Byres, pasar junto a mí. Bebí mi té y reflexioné sobre mi progreso. Afuera el sol brillaba sobre las personas y los coches que pasaban con el júbilo de un predicador presbiteriano; los domingos británicos eran el momento en que más nostalgia sentía por Canadá.
Tomé una decisión y, después de pagar, cogí mi coche y puse rumbo a Bearsden. Aparqué donde lo había hecho antes y caminé hasta la entrada para coches de la casa de Andrews. Un MG TF convertible color visón apareció en la entrada con un suave rumor y salió a la calle. Yo me oculté detrás de las ramas inclinadas de un grueso arbusto. Reconocí a la que conducía: era la rubia que había visto junto a Lillian Andrews aquella noche del smog, y estaba bastante seguro de que quien la acompañaba era la misma Lillian. Esperé hasta que cogieron la calle Drymen antes de dirigirme hacia la casa.
Fue John Andrews quien abrió la puerta. Llevaba una camisa con el botón del cuello desabrochado, un pañuelo y un jersey azul pálido que exageraba una barriga que no necesitaba exageración. Dado que había evitado mis llamadas, supuse que estaría desconcertado, incluso enfadado, pero parecía sobresaltado y temeroso.
– ¿Qué quiere, Lennox?
– Tenemos que hablar, señor Andrews.
– Nuestro negocio ha concluido. Ya lo hemos discutido. Mi esposa ha regresado sana y salva.
Le enseñé el sobre.
– Tenemos que conversar sobre lo que tengo aquí, señor Andrews. Me temo que es importante. ¿Puedo pasar?
Andrews pareció indeciso un momento, luego se hizo a un lado. Traté de no dar a entender que ya conocía el camino hasta aquella sala de estar con sus muebles estilo Contemporary. Andrews permaneció de pie y no me invitó a sentarme. Le pasé el sobre con las fotografías. Después de haber planeado este momento durante tanto tiempo, de pronto me di cuenta de que no estaba seguro de qué decir. Dejé que mirara las fotos. Cuando había visto la mitad se sentó, o más bien se desplomó sobre el sofá bajo. Siguió mirándolas. Después de terminar levantó la mirada hacia mí. Había dolor en sus ojos. Muchísimo dolor, pero nada de sorpresa. Ni desilusión.
– ¿Está contento ahora, señor Lennox? -dijo, con un odio sordo, pesado y contundente en la voz-. ¿Está feliz de verme humillado delante de usted?
– No, señor Andrews. Esto no me causa ningún tipo de placer. Podría haber dejado las cosas como estaban…
– ¿Entonces por qué demonios no lo hizo? -Ahora había un brillo húmedo en sus ojos-. ¿Por qué no dejó las cosas en paz cuando yo se lo pedí?
– Porque pensé que usted tenía problemas, señor Andrews. Y ahora lo pienso todavía más. Imagino que debe de haber sido perturbador ver esas fotografías, pero también sé que no han sido ninguna sorpresa. ¿Tiene problemas, señor Andrews? ¿Le están chantajeando o algo por el estilo?
Lanzó una risita amarga.
– Amaba a mi esposa, ¿sabe? Todavía la amo. Lillian es muy hermosa, muy hermosa. No podía creer que fuera tan afortunado a estas alturas de mi vida. Mi primera esposa murió, ¿entiende?
– Lo lamento. ¿Y ya en ese momento usted pensó que era demasiado bueno para ser cierto?
Otra risita amarga.
– Gracias por eso, Lennox. Gracias por señalar lo obvio que debería haber sido.
– Escúcheme, sé que tiene problemas. Quisiera ayudarle, si es posible.
– Ya veo. Quiere hacer más negocios…
– No me interesa el dinero. Ya me ha pagado más que suficiente. Sólo quiero ayudarle.
– Entonces déjeme en paz. Lárguese y déjeme en paz. Sí que tengo problemas. Me he casado con una cazafortunas y una zorra que va a quitarme todo lo que tengo. Ése es mi problema. Y créame, es suficiente. ¿A usted no le parece suficiente, señor Lennox?
Cogí mi sombrero.
– Si usted lo dice. Pero creo que hay más cosas en este asunto. Si necesita mi ayuda, llámeme a mi oficina o a este número. -Escribí el número de teléfono de mi apartamento-. Una cosa más… Tal vez usted no lo sepa, pero el verdadero nombre de Lillian es Sally, Sally Blane. Pensé que debía saberlo. Si ése sigue siendo su nombre legal y se casó con usted usando una identidad falsa, entonces el matrimonio es nulo. Usted podría tener una salida.
Continuó mirándome con furia y un odio apagado, pero de todas maneras cogió el número.
Paré en el Horsehead para tomar un par de copas; las necesitaba. Andrews no me caía bien. No me gustaban ni su cara regordeta y desagradable, ni sus afectados modales, ni la manera en que hablaba. Pero una vez más, en algún lugar profundo de mi ser, sentí pena por un semejante en apuros. Y eso volvió a sorprenderme. Creía que esa capacidad había muerto en la guerra, junto con el chico de Kennebecasis.
Un par de copas se hicieron tres o cuatro y empecé a pensar otra vez en la enfermera pequeñita. Y luego en Fiona White, mi casera. En sus ojos como los de Kate Hepburn. En besarla, para aflojar esos labios siempre tan apretados y tensos. En lo fácil que sería que un montón de mercancía arruinada se mezclara con otro.
En la mierda que era todo y todos.
Big Bob me preguntó si quería otra, pero me negué. Estaba metiéndome en ese desagradable estado de ánimo que es como yesca, y sólo hacía falta un trago de más para prender fuego; en ese momento sientes deseos de aplastar alguna cara, cualquier cara, sólo para que otra persona se sienta peor que tú. En mí había más sangre escocesa de lo que me gustaba admitir.
Salí a la húmeda y fría noche de Glasgow. Dejé el coche fuera del Horsehead e hice andando todo el camino de regreso hasta mi apartamento. Era una caminata larga, y el aire nocturno fue enfriándome el ánimo lentamente. Me quedé fuera de la casa. Las cortinas del apartamento de Fiona White, que estaba en la planta baja, estaban corridas, pero en su borde brillaba una luz cálida. Las dos niñas estarían dormidas en la habitación del fondo, probablemente soñando con un padre a quien ahora sólo recordaban por las fotografías.
Abrí la puerta en silencio y subí rápidamente las escaleras después de cerrarla. Ésta no era la noche adecuada para toparme con la señora White. Esta noche existía el peligro de que nuestra mutua necesidad de consuelo fuera demasiado grande.
O tal vez me engañaba a mí mismo.